domingo, 22 de noviembre de 2020

 

EL CHUCHO DE CHUCHI

(Cuento aliterado)

 

            Chucha achucha al chucho de Chuchi cada vez que se encuentran en la calle. El can consiente complaciente las caricias de la chica pero parece preferir perderse en el parque, perseguir los pequeños patos que pululan por el prado y picotean el pan de los paseantes, pendiente al parecer de posibles porciones de pitanza propia, y ladrar lúdicamente liberado de la lerda ley que limita su libre albedrío. Entonces retoza risueño entre las ramas de los rosales, removiendo con el rabo los rojos pétalos arrancados de las rosas, que caen renuentes, retenidos por el aire aún húmedo de rocío. De los rosales corre a los romeros, cuyo aroma evoca recuerdos que ya no reconoce pero que  le agradan. Aromas rústicos -fue perro de arriero- de recuas que recorren las rudas rutas de su tierra.

            Ya no es joven, y jadea jubiloso tras el jaleo con los perros con los que se junta para el juego y la jarana, entre los jazmines de los setos y los jardines de jacintos que la jauría destroza con indócil desdén de las voces de sus dueños. Debe acudir a su llamada pero deliberadamente desobedece, deseoso de diferir la retirada. Le aguarda su cotidiana tarde tediosa, tiempo que transcurre con  ritmo tenue, tenaz aburrimiento, tendido sobre las patas traseras contemplando cómo transcurren las horas, tan calladas.

            Antes de morir su muerte mueren sus miembros, y muere también la memoria de la mañana de sus días mientras él, alma mustia, masculla gañidos guturales malamente moderados por la modorra. Y la vida, veloz, se desvanece en vespertinas veladas vaciadas de vivencias, viciadas de vacío, viudas de valor, desvaídas. La nada nadea entre los nudos desnudos de sus recuerdos, y nada nada ya en el mar de su memoria anonadada. Mientras, Chuchi bosteza y sueña con Chucha. Y el chucho sueña también con la caricia de Chucha y con el parque. Pero Chucha ya no está.

lunes, 17 de agosto de 2020


EL ESPIRITU DEL VINO


            No recuerdo cómo llegué allí, por dónde fui, qué ruta anduve. Si tuviera que volver no podría hacerlo, salvo por azar, como la primera vez. Había salido de casa, aún sin terminar de instalarme del todo, con el ánimo de recorrer a pie la ciudad, nueva para mí, y aprender a orientarme entre sus estrechas callejuelas a fuerza de transitarlas al albur una y otra vez, sin plan preconcebido, girando aleatoriamente en cada cruce, buscando hitos que pudiera recordar e ir ubicando en el plano ideal de la memoria. Una zona elevada, una torre, un edificio singular, un parque… Pero el plano ideal de mi memoria resultó ser una chapuza, una incoherencia geométrica, una blasfemia contra Euclides, un batiburrillo de elementos que no guardaban entre sí las relaciones espaciales que cabe esperar en estado de sobriedad.
            Sí recuerdo que la tarde estaba gris y ligeramente húmeda. Caía una leve llovizna que no habría alcanzado a calar las barbas de Matusalén aun cuando hubiera estado expuesto a ella durante toda su vida, y el Sol no era más que una conjetura que en ningún momento pude situar en el cielo. Las únicas pistas que tenía para orientarme eran las que la propia ciudad me concedía, y me perdí. Uno se pierde cuando lo advierte, no antes, y entonces ha de tomar una decisión. No considero que fuera torpeza por mi parte, ni que cayera en circunstancia alarmante alguna. En general, si te pierdes y puedes seguir caminando, si las condiciones exteriores hacen agradable la marcha, no debe uno preocuparse por nada. Basta con darse media vuelta y desandar el camino al menos hasta donde puedas recordarlo. Yo no era tan viejo como para cansarme enseguida -de hecho,  era bastante joven e imprudente, todo hay que decirlo-, y como además la lluvia en el rostro me refrescaba sin molestar, decidí seguir adelante.
            Poco a poco me fui metiendo en la zona más descascarillada del poblachón en que había caído. No voy a fatigarme revelando qué me había llevado allá porque carece de interés. Nada de particular, ya me entienden. De algo hay que vivir, cuestión de trabajo. En algún momento, supongo, la cábala del Sol tuvo que caer tras la teórica línea del horizonte y el paisaje urbano se fue haciendo progresivamente indistinto. Flotaba aún en el aire esa substancia que materializa el espacio pero de la que no se puede discernir a ciencia cierta si es niebla o lluvia, tan sutil que no alcanzaba a mojar el suelo. De manera imperceptible, sin advertir solución de continuidad, había entrado en una zona apartada de la ciudad, en un gueto podríamos decir. Con aceras más estrechas y descuidadas y la calzada -pavimenta de adoquín- tan llena de baches y socavones que parecía no haber sido reparada desde el último bombardeo, cuando la guerra. Las fachadas de los edificios, desconchadas y ennegrecidas por la humedad, los años y el descuido, se inclinaban a ojos vistas hacia afuera y cerraban el espacio por arriba. De súbito caí en la cuenta de que el alumbrado era sumamente deficiente. Apenas alguna lámpara en las esquinas, una pobre bombilla, algún brazo de farola que milagrosamente no se había desprendido de las enmohecidas paredes emitía una pobre luz que se extinguía a un par de metros del origen.
            Continué deambulando por aquellas ucrónicas callejuelas que parecían quedar fuera del cómputo de los años y de la vida de las gentes, sin cruzarme con nadie a pesar de que el barrio estaba evidentemente habitado. Se advertía luz tras los visillos de las ventanas y de cuando en cuando alcanzaba a oír el murmullo ininteligible de conversaciones apartadas, pero las calles permanecían obstinadamente desiertas como si pesara sobre ellas un tabú. Me sentí como un intruso que invade furtivamente un espacio que le está vedado, y caminaba lamentando incluso el sonido de mis pasos, pisando el suelo con la conciencia de estar profanando la morada de espíritus largo tiempo olvidados.
            Atraído por un sonido evidentemente humano que evocaba el ambiente tabernario y acogedor de un bar, giré a la izquierda y me metí por una callejuela que parecía no existir de puro estrecha y que finalmente reveló ser un callejón sin salida.  La caminata me había abierto el apetito y un olorcillo a fritanga reciente me suscitó la gana de una caña y un bocadillo de rabas. Al fondo, media docena de toneles apilados cerraban el paso y apuntalaban un murete que en su ausencia se habría derrumbado irremisiblemente en un tiempo remoto. A dos metros escasos de los toneles una puerta entreabierta exhalaba el tufillo grasiento y acogedor de una cocina a mitad de camino entre casera e industrial.
            La luz estaba algo más que muy menguada en aquella callejuela que mostraba con toda evidencia no haber sido transitada en meses ni siquiera para limpiarla. No es que estuviera llena de basura -que no lo estaba, ni mucho menos- pero sí había ido acumulando polvo en los rincones, en las abundantes y nada disimuladas grietas del pavimento, allá donde el viento pudiera amontonarlo las escasas ocasiones en que se diera el caso, porque allí ni el viento entraba. Y como la luz del sol no llegaría hasta el suelo más que algún que otro minutejo al mediodía y en verano, jamás lo haría con intensidad suficiente para disipar la humedad de los largos períodos de umbría. En consecuencia, crecía por doquier esa miserable vegetación que nace en los lugares abandonados, musgo, yerbajos inmundos que jamás llegarían a florecer, algún que otro helecho raquítico o un conato de zarza. Toda esa flora parietal que crece en los muros que se mantienen en pie más por la cohesión con que las raíces premian a su deleznable substancia que por la consistencia de los cimientos. A esa inefable resistencia de lo viejo yo la denomino “Selección Natural de Elementos Arquitectónicos”, expresión cuya referencia alude al conjunto de todas las cosas que se mantienen en pie no por decisión humana, sino inhumana.
             Quedaba claro que no tenía nada que hacer en aquel lugar. Si quería mi refrigerio tendría que acceder a la tasca por la puerta por la que habitualmente lo hacen los clientes y no a través de la trastienda y la cocina, entre toneles viejos y cubos de basura.
            No por increíble lo que sucedió a continuación fue menos cierto; así pues, ni yo mismo doy un ardite por su verosimilitud. Ahora bien, no es la verosimilitud lo que me interesa en este caso, sino la verdad, y si pretendo ser creído es precisamente porque sé que en nada me beneficia ni me descarga que se me crea o no. De hecho, oficialmente nadie puso en duda mis palabras, por mucho que personalmente tampoco las creyera nadie. Y fue así, sencillamente, porque no hacía ninguna falta su descrédito. Ocurrió incluso que cuanto declaré entonces pudo ser considerado una confesión y obró en mi contra. Lo que explica suficientemente la a duras penas disimulada sonrisa de la acusación y el evidente gesto de impaciencia, o resignación, de mi defensor, el cual puso los ojos en blanco al tiempo que dirigía la mirada a algún lugar indeterminado entre el techo de la sala y lo más profundo del firmamento mientras se mesaba el recuerdo del flequillo que otrora poblara su ahora despejada frente, exiguo testigo de una juventud que le había abandonado mucho tiempo atrás.
            Todavía hoy, después de haberlo repetido tantas veces de viva voz, para continuar mi relato tengo que superar un natural recelo, alimentado seguramente por la nada perspicaz observación de muchos dedos índice que se acercaban con un característico movimiento a sus respectivas sienes, o de algunos pulgares que se dirigían significativamente a sus correspondientes bocas. Mejor así, prefiero ser tildado de loco o de beodo que de embustero. Lo cierto, no obstante, es que cuando fui a dar la vuelta con intención de desandar mis pasos, o quizá un instante después (¿quién puede ahora precisarlo?), me percaté de que, oculto al pie de los toneles, había un pequeño objeto brillante. No quiero decir que brillara con luz propia, nada de eso, pero sí que reflejaba un rayito de la escasa luz que conseguía superar la grasienta atmósfera de la cocina y salía a oxigenarse en la angostura del callejón en que me encontraba.
            Es cosa curiosa y digna de meditada atención el hecho de que muchos de nuestros actos más insignificantes, de los cuales nadie podría decir que sean involuntarios, no respondan tampoco a deliberación consciente. Por ser voluntarios, son libres; por inconscientes, no lo son. Decidan, por tanto, ustedes si el hecho de que yo me molestara en volverme a sacar de su escondite aquella cosa fue producto de mi libre albedrío o consecuencia ineludible de la curiosidad que despertó su insospechada presencia.
            Resultó ser el dichoso objeto un híbrido entre tetera chata y lámpara de aceite, tan mediado de ambos extremos que resultaba imposible decidirse por una u otra opción. Era de bronce, o de latón, imposible distinguirlo a la escasa luz de la calle, y no estaba precisamente muy limpia. A saber cuánto tiempo llevaba acumulando polvo. Una pequeña costra de barro que comenzaba a no estar seca merced a la lluvia impedía discernir con certeza si las muescas que mostraba en su panza eran simples rayones o quizá algún tipo de escritura. Cuando la acerqué a la cara para tratar de decidirlo, el hedor de vino rancio mezclado con el de la cochambre se me hizo insoportable.
            Al apartarla con un involuntario gesto de asco desprendí inadvertidamente la costra con la manga de la chaqueta. Entonces ocurrió algo cuya verdad queda garantizada por el hecho de que yo lo cuente, pues jamás me atrevería a intentar hacer pasar por cierto suceso tan alejado del sentido común. Y es que, al rozar con la manga el susodicho objeto, el pitón de la tetera comenzó a exhalar un vapor verdoso y fosforescente que no se disipaba ante mí, sino que se concentraba en una densa nubecilla apenas más alta que la talla de una persona. De puro susto di un saltito como el que ejecutan los niños cuando les estalla un globo delante de las narices, y no sé si solté la lámpara o si se me cayó de las manos, porque por un instante mi atención se distrajo de cualquier asunto ajeno a mi seguridad personal.
-¡Eh, eh, den güidado,  gue me abollas! -dijo entonces una voz vinosa y arrastrada como la de un borracho, que provenía del lugar exacto en que yo calculaba que debía de estar flotando la nube.
            En efecto, durante el microsegundo en que dejé de ser consciente de ella, la nubecilla se había disipado y había aparecido no sé de dónde un hombrecillo vestido tan estrafalariamente como un artista de circo, o quizá como la imagen estereotipada de un sultán, ataviado como estaba con un chalequillo negro bordado con motivos florales  de vivos colores sobre un blusón blanco y unos calzones de seda púrpura, amplios y  ajustados a los tobillos. A pesar de lo sucio e irregular del pavimento llevaba los pies descalzos, aunque, a decir verdad, más parecía flotar a un centímetro del suelo que descansar su peso sobre él. Con el tiempo llegué a la seguridad de que no pesaba en absoluto, pero eso ahora ya no tiene importancia y, además, entorpece la verosimilitud de mi relato.
            Recuerdo estar tan asustado que apenas si podía articular palabra, pero me repuse en el instante mismo en que me di a tratar de averiguar en qué consistía el truco de la aparición. No creo que sea muy difícil hacerse cargo de mi perplejidad en aquellos momentos, así que supongo que se me disculpará si acaso mis pesquisas se redujeron a una sola pregunta, por otra parte obvia.
-¡Goño!- dijo en respuesta- . ¿De dónde  voy a salir? ¡Bues de ahí dentro!
            Y señaló con el brazo el lugar donde había ido a parar la lámpara, que, por pura casualidad, era el mismo de donde yo la había recogido. Se estiró con toda desvergüenza, se tambaleó ligeramente como llama que agita una brisilla y acertó después a poner los brazos en jarras.
-Menos mal gue me has llamado- prosiguió-, borgue ya me estaba guedando anguilosado ahí adentro. ¡Y además me moría de sed!
            Dicho lo cual, agarró el tonel que le quedaba más a mano como si no tuviera ningún peso, rompió la espita de un certero golpe con la mano y se lo llevó a la boca como para beber su contenido. Se le oyó largamente deglutir un líquido, pero maldita la gota que podrían contener aquellas cuatro duelas mal avenidas y peor ajustadas que muy a duras penas conservaban aún la apariencia de una barrica. Y cuando se hubo saciado lo dejó caer con descuido, aunque milagrosamente fue a parar al lugar exacto en que estaba antes. Se limpió la boca con la manga sin que quedara en ella ningún rastro, se tambaleó ahora como una hoguera que azota un vendaval, pudo guardar el equilibrio trastabillando sobre el aire con sus ingrávidos piesecillos, se me encaró exhalando sobre mi rostro el vaho más etílico que recuerdo y dijo:
-Así gue de voy a gonceder un deseo.
            No obstante, sin darme tiempo alguno para para solicitarlo, o para manifestar mi elección, levantó los brazos en un gesto sumamente teatral y de alguna manera consiguió que saliera de sus manos una centella, o una bola de fuego, que fue a estrellarse a mis pies.  Estoy seguro de que si no me hubiera apartado a tiempo aquella insospechada deflagración, que dejó en el aire un característico olor a pólvora quemada, me habría chamuscado los pantalones. De puro susto, no sé si dejé escapar medio taco o una blasfemia entera, y ya iba a dar media vuelta para escapar a la carrera cuando me retuvo con un imperioso movimiento de la mano.
-Dranguilo, golega, gue yo gondrolo.
            Pronunciaba de manera peculiar, como la canalla en sus momentos de máximo desenfreno, con una entonación que alcanzó el punto más agudo con un gallo en la segunda sílaba y fue decayendo después hasta un grave casi inaudible al final. Trató de repetir sin éxito su magia de gestos y, cuando se convenció de que en su estado ya no podría logarlo, añadió:
-¡Bueno, bues uno facilito! ¡Gada vez gue metas la mano en el bolsillo sagarás un euro!
            Entonces se desmaterializó, imagino que de modo análogo a como se había materializado, sólo que a la inversa. Y acto seguido, ya convertido en ese humillo fosforescente que había visto antes, fue aspirado por el pitorro de la tetera. Digo que fue aspirado porque el que un vapor se meta espontáneamente en un recipiente, por muy tetera que sea, es cosa que a los físicos no les hace mucha gracia. Y líbreme el Cielo de llevarles la contraria aun en el asunto más baladí.
            Presa de la mayor perplejidad, yo continuaba inmóvil y boquiabierto, forzándome a negar la realidad y a considerar fruto y resultado de un ingenioso truco cuanto había visto, obligándome a tratar de desentrañar el artificio. Pero no daba con ninguna explicación satisfactoria. Tampoco insatisfactoria. Lo cierto es que no encontraba explicación alguna. No fue ni alucinación ni delirium tremens, porque ese tipo de cosas no dejan manchas de hollín en el suelo, y juro que ante mí había una que no estaba cuando llegué. Y, como la alternativa tampoco me parecía de recibo, decidí no darle más vueltas y salir pitando. Decisión, por cierto, que, a día de hoy, aún suscribo obstinadamente.
            Para entender sin riesgo de engañarse lo que ocurrió después es preciso interpretar correctamente el gesto que realiza una persona cuando mete las manos en los bolsillos y deja caer levemente los hombros. Hay quien, acto seguido, babea, aunque yo no llegué a tal extremo. Veamos: se trata de un movimiento involuntario, y si nos empeñamos en encontrarle una causa deberemos conformarnos con la estrictamente material. A saber: una serie de impulsos eléctricos que estimulan el correspondiente conjunto de músculos cuya operación, al concluir, da con las manos dentro de los bolsillos. Cualquiera que considere una causa distinta de la aducida se condena a no comprender lo ocurrido.  En consecuencia, no cabe pensar que hubiera ninguna intención en el hecho de que yo metiera allí las manos.
            Lo que sí había era un euro. Uno en cada bolsillo. Nuevecitos, relucientes como recién salidos de la fábrica de moneda. En la corona exterior la aleación lucía dorada y brillante cual oro recién bruñido, las estrellas en relieve parecían soles diminutos y las estrías del canto, distribuidas en sus tres grupos regularmente repartidos, se veían tan huérfanas de cualquier cosa que no fuera el metal de que se componían que se dirían de origen sobrenatural y no de factura humana.  El interior parecía neodimio recién pulido, más limpio que la plata de una patena, a la efigie del rey no le faltaba otra cosa sino cobrar vida y el mapa del anverso se leía con tal nitidez que no se precisaría otro para desplazarse por Europa. Yo jamás había tenido en las manos monedas tan desprovistas de máculas, tan perfectas, tan esmeradamente pulcras, tan gloriosamente fulgurantes.
            Creo que al punto me volví avaro, y no por cicatería sino por la pena que me provocaba la mera idea de desprenderme de objetos tan hermosos. Fue precisamente ese novedoso cariño numismático lo que me forzó a llevarme una y otra vez ambas manos a los bolsillos, siempre con el mismo resultado. Cuantas veces probé hallé en el fondo las consabidas monedas, hasta el punto de llegar a la imposibilidad material de repetir la operación por la dificultad del transporte. Sólo entonces comencé a vislumbrar la necesidad de deshacerme de algunas y recordé el apetito que me había llevado al dichoso callejón. Así pues, ejecuté con alivio, ahora sí, la media vuelta que ya había proyectado antes en dos ocasiones y busqué la entrada a la tasca en la calle paralela al otro lado de la manzana.
-¡Coño, qué nuevas! -dijo el dueño cuando le pagué la consumición con las cinco primeras monedas que saqué del bolsillo. Recuerdo que le contesté con un gruñido y un gesto de asentimiento, un tanto molesto por el comentario.
            Al salir, frente a la puerta, había una parada de taxi. Yo ya estaba bastante cansado y me fatigaba moralmente la necesidad de repetir la caminata hasta mi casa, así que crucé la calle en busca de un coche. Se trataba de una avenida  ancha, y más si la comparamos con las paupérrimas rúas que había estado recorriendo toda la tarde. Tenía una alameda central bien poblada cuyos árboles y jardines parecían ensancharla aún más, alejando con su fronda la acera de enfrente y dividiendo el mundo en dos mitades. El desastrado barrio que fantasmeaba al otro lado se reducía desde allí a un recuerdo lejano, como si se tratase de dos ciudades distintas y ajenas la una a la otra. La gente paseaba por las aceras, o caminaba entre los árboles, a pesar de la lluvia y la hora ya avanzada. En la calzada circulaba un tráfico abundante y ruidoso.
            El taxista me llevó a casa en un pispás porque, por lo visto, yo estaba tan desorientado que no advertí que vivía cerca. El muy ladino no me dijo nada, pero no me importó en absoluto, tal era mi dolor de pies y la necesidad de aliviar un tanto el peso de los bolsillos. Le pagué en monedas de euro, ni media docena, pero también él se percató de su brillo y no se privó de emitir un juicio al respecto.
-Recién salidas del banco -mentí cayendo en la cuenta de que me sería difícil explicar su origen.

            Confieso que, una vez en casa, pasé buena parte de la noche ejercitando la musculatura a la que aludí antes. Se amontonaban en mis entendederas por una parte la novedad del caso, su extraordinaria improbabilidad, lo radicalmente inexplicable de lo ocurrido, su carácter eminentemente fantástico e irreal, la evidencia con que me representaba la imposibilidad de revelarlo a nadie, la conciencia insoslayable de que el único modo de evocar el episodio y exteriorizarlo no podía sino repetir constantemente su consecuencia material. Por otro lado, ya había comprobado la ventaja puramente crematística, pecuniaria, de lo que ya había comenzado a llamar “mi regalo”, y empezaba a erosionar mi buen juicio la dificultad que ya entreveía de aplicar mi don fuera del ámbito de las compras menudas. Además, no dejaba de fascinarme la apariencia angélica de las monedas que iba sacando, a ratos con verdadera avidez, del fondo de mis bolsillos.
            A la mañana siguiente ya había juntado un par de arrobas de monedas y, visto lo fácil que me resultaba, aún seguía tentado de acumular alguna que otra docena más. No se precisaba mucha perspicacia para darse cuenta de que, aunque mi caudal fuese virtualmente ilimitado, la renta diaria que podía obtener de ese modo dependía de la velocidad con que pudiera llevarme las manos a los bolsillos. Veamos: si me fuera posible superar el tedio de repetir la operación durante diez horas al día, con los descansos pertinentes, a razón de dos monedas cada cinco segundos, obtendría dos docenas por minuto, que, tras realizar la multiplicación correspondiente, arrojan la bonita suma de catorce mil cuatrocientos euros diarios. Evidentemente, mis más alocados caprichos quedarían cubiertos con una cantidad menor, incluso mucho menor. Y para colmo, como resulta que nuestra civilizada y urbanita vida actual es prácticamente imposible sin la mediación de un banco, quedaba claro que sólo podría beneficiarme de mi regalo ingresando su producto en mi cuenta.
            Lo que ocurre es que, hoy en día, el cajero te mira mal si ingresas un fajo de billetes, ¡cuánto más si llevas una carretilla de euros! ¡Y todos impecablemente nuevos!
            Durante un par de semanas utilicé las monedas sólo para las pequeñas compras diarias, siempre con el consabido comentario de los dependientes, y continué acudiendo a la oficina con normalidad. Sin embargo, esa presunta normalidad duró lo que tardé en comparar el rendimiento neto de mi trabajo con el de mi capital mobiliario (es decir: mis pantalones). Mientras tanto, y por supuesto en mis ratos libres, continué produciendo monedas a ritmo nada desdeñable. El resultado de todo ello, como no podía ser de otro modo, fue que perdí la motivación para seguir trabajando. Me lo hizo notar en primer lugar mi superior inmediato, unos días después el jefe de Recursos Humanos, y al cabo de un mes me vi con la carta de despido en la mano.
            No es que importara mucho. En aquel momento mis preocupaciones iban por otros derroteros. En efecto, guardaba en casa ya un par de toneladas de monedas, seguía produciendo más de las que necesitaba y se me hacía urgente darles alguna salida. Se me ocurrió ir por las tiendas, los quioscos, por locales comerciales de pequeño tamaño, pidiendo que me cambiaran cantidades muy modestas por billetes pequeños que luego ingresaba en mi cuenta al amparo del anonimato de un cajero electrónico. A los tenderos les venía bien porque se hacían con cambio inmediato, pero ninguno de ellos dejaba de admirarse del brillo de las piezas. Como resulta que yo no estaba por la labor de dar  demasiadas explicaciones sobre su procedencia, decidí no repetir el cambio con frecuencia en ningún local del barrio. Sin embargo, al poco tiempo me percaté de que ya se me señalaba como “el tío de las moneditas”. Se lo oí decir a un cajero del supermercado que no tuvo la prudencia de esperar que me alejara lo suficiente y que hablaba con un tonillo nada simpático.
            Podría perfectamente haber hecho oídos sordos y continuar con las compras y los cambios al menos mientras lo aceptaran, pero un recelo harto comprensible y mi manifiesta vocación de anonimato me aconsejaron buscar en barrios aledaños primero, y después por todas partes. Pensé incluso en contactar con algún hampón local para que me blanquease el dinero, pero la sola idea me producía verdadero pánico. Uno puede ir a Marte si lo desea porque más o menos sabe lo que va a encontrar allí, y la compañía será escasa y manejable. Pero meterse en un mundillo del que no se sabe nada excepto la ralea de la gente que te vas a encontrar es una locura manifiesta.
            Se me ocurrió también, por no cargar yo solo con el sambenito, repartir generosas limosnas entre los mendigos que encontraba. Pero, a pesar de todas las precauciones, mi fama de monedero pulcro me perseguía de tienda en tienda por toda la ciudad. Y después también por los pueblos vecinos. En consecuencia, un día me presenté en una sucursal de mi banco para cambiar de un golpe un centenar de euros. El cajero realizó el cambio sin decir palabra, pero no pudo disimular un gesto elocuente ante el brillo inusitado de unas monedas en las que más bien cabía esperar lo contrario.
-¡Caramba, qué nuevecitas! -me dijo el empleado de la segunda sucursal a la que acudí, supongo que sin ninguna intención.- ¿De dónde las ha sacado?
- De la máquina tragaperras del bar -fue la primera mentira que se me ocurrió.
            Como había hecho en las tiendas, adopté en los bancos la precaución de no acudir a ninguno dos veces seguidas. Y, como a pesar de algún que otro comentario, yo iba colocando mi producto sin mayores dificultades, me fui envalentonando y aumenté las cantidades paulatinamente. No obstante, tarde o temprano me sería preciso retornar a alguna de ellas, y lo hice. Y no pareció que ello me causara perjuicio alguno.
            No cabe duda de que los bancos prestan un gran servicio a la comunidad, aunque su solicitud presenta algunos inconvenientes. Pertenece al folklore popular la creencia de que, durante el auge del Liberalismo, el Estado llegó a convertirse en esclavo de los bancos. Pero es indudablemente cierto que, en nuestras modernas socialdemocracias, son los bancos los que se han puesto al servicio del Estado. No pretendo aburrirles a ustedes, pobres oyentes, con detalles que no aportan nada y de los que cualquiera puede hacerse una idea necesariamente vaga pero suficiente. Ocurrió, no obstante el éxito en deshacerme de mi exceso de monedas, lo que estaba escrito que debería ocurrir. En algún lugar, y no importa exactamente en cuál, alguien debió de caer en la cuenta de lo extraordinariamente improbable del hecho de que el beneficiario de un subsidio de desempleo tan escaso como el que me pagaban viera crecer su cuenta corriente de un modo tan escandaloso como lo hacía la mía.  La autoridad competente me exigió que justificase el origen de mis ingresos, y yo no podía hacerlo. Por tanto, se abrió un expediente, y se inició contra mí un proceso por delito fiscal. Y, como consecuencia del proceso, a resultas de un registro policial en mi domicilio -en el que, por cierto, la policía encontró ingentes cantidades de monedas de un euro que por lo visto permanecían a la espera de ser puestas en circulación- se me acusó también del delito  de falsificación de moneda. Aunque, finalmente, sólo pudieron condenarme por poner en circulación moneda no acuñada por el Estado.
            En fin, no tengo ninguna necesidad, ni ustedes se merecen tamaño castigo, de extenderme refiriendo hechos que en realidad no aportan nada al relato de mis cuitas pero que, a buen seguro, causarán fatiga. Lo que sí me interesa decir, porque veo que algunos de ustedes ya lo han notado, es que la maldición que cayó sobre mí el día que un mago borracho, o genio de la lámpara, o lo que fuera, quiso recompensarme con el dudoso beneficio de sacar un euro del bolsillo cada vez que metiera allí la mano sigue en pleno vigor. Por ello, a día de hoy, soy el único varón del planeta que no tiene bolsillos en los pantalones, o los lleva cosidos. ¿Queda satisfecha su curiosidad?


           
           
             
           
           
           

domingo, 14 de junio de 2020

Naturaleza y totalitarismo


NATURALEZA Y TOTALITARISMO

        
             La naturaleza es despiadada, de eso no cabe duda. No es que peque de falta de piedad para con sus criaturas, que sea impía. Más bien, carece por completo de esa facultad. De hecho, es impropio atribuirle patrones personales de conducta o sentimientos humanos. Son las criaturas las que hacen, y las que, mucho más a menudo, padecen. Y la naturaleza no sería más que la suma de todas las criaturas, de sus pocas acciones y de la ingente cantidad de sus padecimientos.
           Sin embargo, panteístas y románticos de todo género han protagonizado una larga tradición de atribuciones personales a ese todo que en realidad no es nada. Desde cualidades maternales (la madre naturaleza) hasta sabiduría (la naturaleza es sabia); se le ha considerado desde prometedora cuna hasta acogedora mortaja (polvo somos y en polvo nos convertiremos), dadivosa fuente de vida o usurera cobradora de réditos. Como un dios, la naturaleza hace y deshace según criterios que nadie ha sido capaz de representarse y cuya ignorancia a menudo se ha racionalizado como inescrutabilidad. O ni siquiera eso: la naturaleza sería ciega como la justicia. De hecho, ostenta su propia justicia y hace valer sus propias leyes, las únicas que rigen para todos. Ambas poseen espada y balanza, y las usan asiduamente: son la misma cosa.
            Seamos más comedidos: hay una justicia en la naturaleza, peculiar e implacable, pero justicia a fin de cuentas: la ley de la vida. Esto, desde luego, no es más que otra atribución bien de caracteres personales, bien de caracteres divinos. O de ambos. Pero nos puede valer como metáfora. Cediendo a una analogía de carácter social, podemos llamar ley a cualquier imperativo del que no nos es posible zafarnos sin exponernos a sufrir determinadas consecuencias. Según Kant, que muestra en ello cierto cromatismo socrático, la transgresión del imperativo que concierne a todos -es decir, el imperativo categórico- arroja al infractor a un estado de penuria que procede de su incoherente pretensión de que las máximas de su conducta no lleguen a alcanzarle, de que no le sean de aplicación. Soy consciente de que el propio Kant formulaba su imperativo de varios modos y de que se puede interpretar de múltiples maneras. Y, a tenor de lo que voy a decir a continuación, la mía no sea probablemente la más adecuada. Pero es el caso que, considerándolo como acabo de hacerlo, el imperativo no alcanza a quien sea tan poderoso como para eludir las consecuencias de sus actos. Nosotros estamos todavía moviéndonos en un lado de la analogía y quizá nos sea lícito dudar de que haya nadie tan poderoso que quede a salvo de cualquier contingencia; pero si nos desplazamos al otro término, al de la naturaleza, podemos ver cómo el ser humano se ha provisto de medios para lograrlo al menos parcialmente. Al conjunto de estos medios les llamamos tecnología o, de manera más general, cultura. La cultura es, por tanto, el medio que separa al Hombre de la naturaleza, lo que le abriga de la despiadada desnudez que aflige al resto de las criaturas.
              El hombre vive en un mundo cuya inmediatez ha de someter en alguna medida. Si es el mundo el que domina, el hombre perece; si, por el contrario, es el hombre el que se impone, entonces es su mundo el que sucumbe. Muere en el sentido en que una cosa que cambia deja de ser lo que era y se transforma en otra. Ahora bien, al producir sus medios de vida, el hombre transforma su mundo de una manera ciega. No puede representarse las consecuencias de su acción más que cuando comienzan a suponer para él una amenaza. Y de la amenaza no puede defenderse sino por dos medios: o bien modifica o modera su actividad sin cambiarla sustancialmente antes de que la catástrofe sea irreversible (supongo que ése es el origen al menos de algunos  tabúes), o bien transforma por entero su modo de producción cuando ya no cabe una vuelta atrás. Entonces se requiere un salto tecnológico, se crea una cultura nueva, un nuevo modo de vida.
             En cualquier caso, la defensa del individuo contra la intemperie del mundo es de carácter social. El mito de Robinson no es más que un mito, y Robinson mismo no es más que un elegido de Dios (lo que explica que la novela de Defoe se parezca tanto a una larga digresión teológica). Para sobrevivir el hombre precisa de la cooperación de sus semejantes, sin la cual está irremisiblemente abocado a la perdición. Se comprende entonces el imperioso impulso de integrarse en un grupo y la importancia que el individuo le concede. El grupo tribal, tanto como la compleja sociedad moderna, es a la vez garantía de supervivencia personal y de supervivencia de la estirpe, de la familia. De manera que, toda vez que la mencionada defensa se perciba precaria, que se la represente el individuo como frágil e irremediablemente dependiente de los avatares del destino, acepte éste la prevalencia del grupo al que pertenece. Y, en contrapartida, cuando sea  el grupo social quien le amenace, reclamará el individuo sus derechos.
             Si me entretengo en repetir todas estas obviedades es porque no hace mucho cayó en mis manos un cuento de Jack London que me las ha sugerido. El relato, en su versión castellana, lleva por título “La ley de la vida”, y forma parte de una selección de historias del viejo oeste publicadas con ese mismo título en la Colección Joven de Bolsillo de la editorial Doncel en el año 1972, con selección, traducción y prólogo de Juan Tébar. No se trata propiamente de una historia del oeste, sino del norte; y lo  mismo podríamos situar la acción entre los inuit o entre los lapones. El autor nos narra las últimas horas de vida de un anciano que ya no puede seguir el ritmo de la tribu en su constante nomadeo por la tundra y es abandonado en el hielo junto a una hoguera y un montoncito de ramitas que lo mantendrán caliente y vivo hasta que se agoten.
             “Los hombres de la tribu tienen prisa -le dice su hijo al despedirse-. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?”.
             La pregunta no es retórica ni superflua, a pesar de que la respuesta no va a modificar una decisión previamente adoptada. Se trata de una costumbre establecida desde tiempo inmemorial y de la que depende la supervivencia del grupo. Ocurre sencillamente que el grupo no puede quedarse y el viejo no puede seguirle. Es la ley de la vida, nada más que eso. Pero la aprobación del anciano hará más soportable la brutalidad del hecho.
             “Sí -responde-. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeto a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien”.
             El anciano habla con el laconismo y la viveza propios de los indígenas americanos. Sus palabras dejan traslucir una profunda tristeza, pero también su anuencia. O su resignación (¿quién puede conocer lo que bulle en el alma de los hombres?). Es la ley de la naturaleza, como él mismo reconoce para sus adentros un poco más tarde mientras  va consumiendo las ramitas de su parca provisión y se le acercan poco a poco los lobos, a cada instante más envalentonados. La naturaleza es cruel con sus criaturas  y no le interesa el individuo sino la especie, que es la destinada a pervivir, la que, en consecuencia,  goza de auténtica vida propia. El grupo posee antelación lógica y ontológica frente a cada uno de sus integrantes. Cada hombre, cada miembro, no es sino un instrumento para su supervivencia. Una pieza fungible a la que se le impone la misión de perpetuarse y luego morir. Y la propia vida de la tribu no consiste en otra cosa más allá de este juego de renovación y muerte. “Como el linaje de las hojas tal  es también el de los hombres -le responde Glauco a Diomedes en el canto VI de la Ilíada-. De las hojas, unas tira el viento, y otras el bosque hace brotar cuando florece, al llegar la sazón de la primavera”.
             Hermosas palabras las de ambos pasajes, y cargadas de sentido. ¿Qué importa el individuo si de todos modos nace condenado a perecer? Se cuenta entre los héroes a aquél que afronta su destino y no se aferra a la existencia más de lo que conviene. Y lo que conviene es función, en el caso de una sociedad primitiva, de las necesidades del grupo. Es sobresaliente el hombre que triunfa de sus tribulaciones y llega a la ancianidad, porque de su sabiduría y experiencia se beneficia toda la colectividad. Pero es héroe el que sabe entregar la vida en el momento oportuno.
            Ahora bien, si son las necesidades de supervivencia de la tribu las que subordinan el interés del individuo al interés colectivo, cuando cesan aquéllas, o dejan de ser perentorias, la prioridad de intereses ha de verse modificada. De la misma manera que un hombre peca contra su grupo, en primer caso, si no se sacrifica; en el segundo es el grupo el que se excede en sus atribuciones si no reconoce al individuo sus derechos.
            Voy a definir el sustantivo “totalitarismo” como la creencia de que el todo es superior a la suma de las partes que lo integran, y calificaré de totalitarista a todo sistema o estructura social que se fundamente, de manera explícita o no, sobre esa premisa. No voy a discutir si las sociedades primitivas son totalitarias en este sentido o si no lo son, aunque es claro que en ellas el todo suma exactamente lo mismo que las partes. Y tampoco voy a discutir si estaría justificado que estas sociedades lo fuesen. Lo que sí quiero señalar es que algunas de las modernas sí lo son, y que incluso en el seno de las que no lo son hay estructuras que se comportan como si lo fuesen. Un ejército puede sacrificar a la totalidad de sus soldados porque siempre puede ordenar nuevas levas; una empresa puede prescindir de todos sus trabajadores si se da el caso de que no tenga dificultad en contratar otros. En ambos ejemplos algo sobrevive a la extinción de las partes: en el primer caso, una estructura de mando incluso aunque esté desierta; en el segundo, el capital. Por fortuna, ni todos los ejércitos ni todas las empresas llegan a tales extremos.
            Tampoco es concebible que puedan llegar a ellos nuestras modernas sociedades supertecnificadas, supermasificadas y superdistantes de la naturaleza. La mera masificación anonada al individuo, lo que muestra ya a las claras que satisfacen mi criterio de totalitarismo. Por ello es tan importante que, a manera de contrapeso, al individuo se le convierta en ciudadano con derecho a participación en la vida colectiva, a beneficiarse de modo equilibrado de sus ventajas y a la crítica en libertad. El incumplimiento de todas, o alguna, de estas condiciones fuerza a la autoridad a aducir riesgo, a señalar un enemigo, a fin de justificarse. Y no faltan enemigos de la patria, de la clase, de las minorías, del partido, de la revolución, del pueblo, de la salud, del orden, de la tradición, de la religión, del progreso… de lo que sea.

           Con todo ello convertimos el conjunto de todas las sociedades en pura naturaleza.  Me pregunto si no es esto un exceso: lo único natural es la sociabilidad.
                     
            
            



jueves, 8 de febrero de 2018

Dos relatos sumamente breves e inconexos

CINCUENTA PAVOS


¡Joder, como siga corriendo así se me van a salir las tripas por la boca! Y el madero ese está cada vez más cerca, Si me trinca estoy jodido... Y, total, seguro que la puta vieja no tiene ni cincuenta pavos en el bolso. ¡Cómo chillaba la mastuerza, parecía una rata!
Por esa calle a la derecha seguro que le doy esquinazo. Como no ande listo lo tengo claro, ¡si yo antes corría más!
¡Joder, me ha visto, todavía sigue ahí! Me ha debido tocar el único que no tiene barriga, seguro que ni fuma el cabrón. ¡Cómo corre!
No importa, por esa otra callejuela y luego a la izquierda. No le dará tiempo a verme entrar. En cuanto me meta en el portal ya no me traba. ¡Que vaya buscando uno a uno, no te jode!
¡Mierda! ¿Y esos dos de enfrente de dónde han salido? ¡Joder, con lo estrecha que es la calle...!
Me da que hoy mi vieja no se pincha, ¡cualquiera la aguanta...! ¡Joder, por lo menos de eso me libro!


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UN DESEO

Ya estaban encendidos los faroles cuando entró el anciano rodeado por un enjambre de bisnietos revoltosos. Incluso su futuro tataranieto se agitó en el vientre de su madre cuando ésta terminó de tender una ristra de globos multicolores de una esquina a otra del enorme salón. 
Toda la familia -toda- se había reunido para celebrar el nonagésimo quinto aniversario del abuelo. Hijos que lograron evadirse por unos días de la disciplina de sus respectivos asilos; nietos esparcidos por el ancho mundo como simiente que un labrador arroja al aire; bisnietos alborozados ante la perspectiva de zafarse por unos días de la rutina del colegio y jugar alocadamente y sin normas con esos lejanos parientes que no conocían y de los que tanto oían hablar últimamente. Sin olvidar, cuando procedía o aún no habían fallecido, la pléyade de sus consortes. Tanta gente, que se había quedado pequeño el local que el hotel había puesto a disposición de su cliente del mes.
-Siéntese, abuelo -dijo con acento notoriamente exótico, al tiempo que acercaba una silla, una rechoncha cincuentona de portentoso pecho-. Aquí, presidiendo la mesa, como corresponde.
Sonó entonces un estruendoso y escasamente afinado "cumpleaños feliz", se descorcharon algunas docenas de botellas y comenzaron a circular los postres. El vejete no había asistido a la comida organizada en su honor porque ya no estaba para semejantes fandangos pero, un poco para no desairar a su familia y otro poco por verla toda reunida, para desgracia de su cuidador -hombre de carácter nervioso que a cada momento recelaba un tropiezo del anciano entre tanto niño bullicioso-, accedió a personarse para el agasajo final.
En cuanto se hubo sentado, un camarero de pajarita negra, camisa blanca y enorme lamparón color burdeos, trajo una descomunal tarta en la que lucían noventa y cinco velitas. Alguien apagó las luces y, acto seguido, relampaguearon con brillo súbito e impertinente los flashes de las cámaras.
-No olvide pedir un deseo antes de apagar las velas -recordó la matrona de abundante pecho que le había ayudado a sentarse.
-¡Dios mío. Dios mío! -rezó el abuelo para sus adentros mientras se sujetaba la dentadura-. ¡Que no se me olvide pedir mi deseo!
Y sopló.

El zigurat minimal,

Aunque parezca mentira, escribí este relato hace ya unos cuantos años, como se podrá apreciar contrastando algunos de sus detalles con los datos actuales. Sin embargo, por lo que se refiere a otros, parece hecho a medida de los tiempos que corrían hasta hace bien poco. Para que no se me pueda acusar de ser excesivamente pesado, lo he dividido, un tanto artificialmente, en cuatro episodios. Espero que os guste.
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EL ZIGURAT MINIMAL
Recuerdo haber sido un niño cándido en exceso, pero ya no soy ni lo uno ni lo otro. No se puede, donde me encuentro ahora. Recuerdo también el instante preciso en que dejé de serlo, demasiado pronto y demasiado bruscamente. Para entonces ya había visto yo alguna cosilla que me dejaba más perplejo que disgustado, hechos y palabras que no encajaban, por decirlo así, en mi pueril modo de percibir el mundo y que mi espíritu de niño no podía digerir adecuadamente. No es que las juzgase mal ni que pudiera reprocharle nada a nadie, porque mis infantiles facultades no alcanzaban a tanto, pero yo no entendía y protestaba. A veces, debo confesarlo, protestaba mucho, del modo en que suelen hacerlo los chiquillos, llorando, gritando, pataleando y obstinándome en lo contrario de lo que se me pedía. Y es que, es forzoso reconocerlo, los niños son los mejores lógicos del mundo y son capaces de calcular al instante y de manera intuitiva qué es lo necesario para oponerse diametralmente a cualquier cosa. Yo tengo para mí que Herodes era un bendito que perdió la paciencia demasiado pronto. Un niño es capaz de enlazar contrarios sucesivos en sartas interminables hasta marear al más pintado. Lo malo es que siempre descargan en quien menos culpa tiene.
De nacimiento soy huérfano de madre. Lo soy incluso desde antes de nacer. A decir verdad, no nací: me extrajo un cirujano –por lo visto no demasiado hábil- del cuerpo aún caliente pero ya cadáver de mi pobre madre, a quien el galeno practicaba en esos momentos una cesárea de urgencia. Los más tiernos cuidados que he recibido vinieron por parte de mi abuela paterna, que en paz descanse, y lo hizo en la medida de sus posibilidades, aunque no más. Pero mi padre, con la excusa del trabajo, se desentendió de mí tanto como pudo. Viajaba mucho, el hombre, muchas veces por obligación y otras, según supe más tarde, por devoción a las faldas y a cuanto se esconde bajo ellas. Era natural que yo no asumiese esa situación, pues el resto de los niños con los que iba al colegio vivían con sus padres y, en cualquier caso, no soy yo el único huérfano del mundo. Tampoco mi abuela debía de estar demasiado conforme, y a cada momento me lo mostraba sin ambages, de fijo porque yo no era capaz de replicar palabra alguna. No como mi padre, que hubiera alegado mil y una razones en su favor, supongo que la mayoría espurias.
No fue preciso que creciera demasiado para percatarme de que a ambos les estorbaba. A mi abuela porque era ya muy vieja y le quedaba poco humor y pocas facultades para el cuidado de un niño como yo. A mi padre, por el mero hecho de no haber muerto a la vez que su difunta esposa. Yo podía entender que a la pobre anciana le escasease la paciencia, sobre todo cuando le escupía la papilla a la cara. Pero lo de mi padre no me cabía en la cabeza. Las pocas veces que venía a visitarme me traía una o dos chucherías y enseguida se esfumaba, qué sé yo con qué excusa. Transcurrían meses sin que lo volviese a ver y yo, poseído por mi candor infantil, le esperaba siempre anhelante relamiéndome por anticipado, saboreando el caramelo o el juguetillo con que me obsequiaba. Los primeros años, lo recuerdo como si aún duraran, viví persuadido de que me quería, de que contaba los días y las horas que le separaban de su próximo regreso y de que, cuando se marchaba, se le hacía como a mí un nudo en el estómago. En aquel tiempo yo siempre le llamaba “papá”, y en cuanto lo veía entrar por la puerta corría a sentarme en sus rodillas para que las hiciese trotar como un caballo. El cedía, pero se cansaba pronto. Enseguida comprendí que aborrecía tales carantoñas, que yo le era indiferente, y que si de cuando en cuando se dejaba ver era más por no soportar las regañinas de su madre que por mí. Dejé de llamarle “papá” y comencé a dirigirme a él más formalmente. Siempre le decía “padre”. Si se percató del cambio, nunca dijo nada. Un día me armé de valor y decidí preguntarle, con toda solemnidad, la causa de su desdén.
-Padre –le dije-, ¿por qué me has abandonado?
El mastuerzo no perdió ocasión de chancearse de mí, y respondió:
-En verdad, en verdad te digo que no lo sé –y prorrumpió en una ruidosa carcajada.
Este fue un suceso decisivo. Al instante comprendí que todo está permitido si las consecuencias de tus actos no te alcanzan. Y a mi padre no le alcanzaban. Por mi edad yo era impotente ante él, y mi pobre abuela ya había perdido toda autoridad. Comprendí también que es mejor no pedir explicaciones a quienes no quieren ofrecerlas, y en consecuencia me sentí yo mismo dispensado de darlas. “Todos somos iguales ante Dios”, me dije.
La muerte le llegó a mi padre unos pocos años después de este incidente. Yo estaba ya en plena adolescencia, a punto de terminar el bachillerato, y veía abrirse ante mí una larga vida de universitario pues, entre las aportaciones de mi padre y la pensión de mi abuela, no me veía agobiado por problemas económicos. De ningún modo me abandonaba a la inercia y al uso común, que a la mayoría de los chavales les condenaba al estado de estudiante perpetuo ante la imposibilidad de trabajar. Yo tenía claro lo que quería hacer y estaba dispuesto a hacerlo, siempre, por supuesto, que me dejara la fortuna. Pero la fortuna se mostraba adversa, y mi propio padre se encargó de administrarme su veneno. Fue víctima de un accidente de tráfico que provocó él mismo. Salvo cuando no le quedaba otro remedio que acudir al transporte público viajaba siempre en su coche y, por lo que sé, los límites de velocidad los consideraba como límites inferiores. Recuerdo que, cuando venía a casa, mi abuela le repetía hasta aburrirnos que no corriera. La buena mujer aprovechaba entonces para recriminarle una y otra vez sus imprudencias, porque después desaparecía y no volvíamos a saber de él hasta su regreso. Siempre avisaba antes de llegar. “Estoy en tal sitio y llegaré a las tantas”, decía por teléfono. Así que, cuando aprendí a dividir, me di cuenta de que las advertencias de mi pobre abuela siempre caían en saco roto.
-Si no es por ti, al menos mira por esta pobre criatura que no tiene a nadie en el mundo.
Mi padre no se encargaba de mi educación, pero corría con mis gastos. Desconozco si lo hacía por cumplir con su deber o si se debía a un ultimátum de mi abuela. No obstante, había ciertos miramientos que no estaba dispuesto a tener en lo tocante al cumplimiento de sus deberes. Por ejemplo, no tenía intención de mudar sus hábitos. A todas partes iba con prisa, midiendo el tiempo con cicatería, y en ningún lugar se detenía más de lo que consideraba necesario. El día que se mató acababa de salir de casa y lo hizo como de costumbre, corriendo como si huyera de un enemigo. Un par de horas después telefoneó la guardia civil. Recuerdo que mi abuela, que había corrido a coger el teléfono, enmudeció y luego se quedó blanca, la mano derecha en el pecho, buscando el aire que de repente le faltaba. Le dijeron que mi padre había estado circulando con un notable exceso de velocidad y que, en un adelantamiento prohibido, se llevó por delante un coche que venía de frente y a sus tres ocupantes. Por aquel entonces yo ya no estaba en disposición de llorar demasiado por su desaparición, ya ven ustedes que soy del todo sincero. Me quedé sin padre, aunque no por ello más huérfano. Lo que para mí si supuso un serio contratiempo fue la manía que tenía de circular sin seguro. Me quedé sin herencia, salvo lo poco que podía esperar de mi abuela.
Para colmo, la buena anciana no duró mucho más. Creo que murió aliviada porque al menos un miembro de su familia le sobrevivía. Fue viuda muy joven, vio morir a todos sus hermanos y, finalmente, tuvo que enterrar los pedacitos de su hijo que se pudieron rescatar de entre la chatarra. La pobre mujer murió en el hospital tal como se acostumbra a morir en los hospitales, a hurtadillas, con cuidado de que no lo vean a uno. ¡Vaya una muerte de plástico! Un día salí de la escuela y fui a visitarle a la clínica donde había ingresado unos días antes por no sé qué dolorcillo en el pecho, y estaba bien. Pachucha, pero viva. A la mañana siguiente me comunicaron su defunción. No pudo superar una gélida madrugada de enero en que parecía que el sol se había apagado definitivamente. Entonces sí que me sentí huérfano del todo, desvalido y abandonado. Sobre mí había caído la maldición de los hijos únicos: yo lo soy y mis padres también lo fueron. En mi vida sólo he conocido dos familiares, el uno no me quería, la otra a duras penas me aguantaba. Al menos heredé su piso.
La soledad en que me sumí entonces presenta una ventaja innegable sobre cualquier otra circunstancia: el huérfano no tiene a nadie ante quien avergonzarse. Puede hacer lo que se le antoje, seguro de que en ningún lugar encontrará otra censura que no sea la orgánica, es decir: la organizada. Nunca escuchará la voz de la sangre, o de la conciencia, que le diga: “eso no puedes hacerlo”. Sólo la razón podrá ponerle trabas, pero a ella ninguna persona con dos dedos de frente le hará caso. A veces, la razón, muy ladina ella, se presenta disfrazada: “¡Qué dirá tu madre desde el cielo!”, o “¡qué diría si te viera!”. Pero es mentira, ni me ve ni hay nada en el cielo.
El caso es que yo estaba en edad de trabajar y necesitaba hacerlo, pero también quería continuar mis estudios. Opté por aceptar un empleo a tiempo parcial que me ofrecieron por mediación de un amigo del vecino de mi difunta abuela. No era gran cosa, pero me permitió cubrir gastos, ir tirando, e incluso ahorrar un piquillo. Trabajaba durante las vacaciones y los fines de semana en un local nocturno donde se satisfacían todos los vicios salvo los que atañen a la mesa. Unos con todos los papeles en regla y otros de tapadillo. Yo no tenía por qué sentirme demasiado implicado con lo que ocurría alrededor, y durante las primeras semanas me mantuve al margen. Me limitaba a servir las copas que me pedían, a cobrar lo estipulado y nunca me mezclaba en las conversaciones de los clientes. Pero pronto espabilé y comencé a hacerles recadillos a las señoritas a cambio de una propina que en ocasiones era bastante lucida. Quizá viera allí cosas que a un muchacho de mi edad más le valiera no ver, o no ver aún, pero tampoco estaba yo en situación de hacer muchos ascos.
El local donde trabajaba no era un club nocturno, sin embargo tenía toda la pinta. Por las noches se congregaba allí buena parte de los puteros de la ciudad a examinar el material, como les oía decir a menudo, porque también acudían las mujeres que hacían la calle por los alrededores. Iba gente de todas las clases. Unos acordaban personalmente sus transacciones acodados a la barra, de modo que yo siempre estaba enterado de las tarifas. Los solicitantes pocas veces miraban a la cara de sus solicitadas. Generalmente miraban su entrepierna, flanqueada de formidables muslos. Otros, los más elegantes o los más recatados, nos usaban como intermediarios a los empleados, y eso suponía dinero. A veces mucho dinero, porque nada afloja tanto las carteras como una copa y un polvo en perspectiva.
Las noches de los viernes y los sábados acudía gente más joven, algunos mucho más jóvenes que yo, y el ambiente cambiaba de raíz. No es que fuera menos sórdido, sino mucho más ruidoso. A menudo encontraba compañeros de clase, lo que entre algunos me concedió cierta autoridad. Los clientes maduros y las prostitutas no aparecían entonces hasta las tantas de la madrugada, cuando los chiquillos ya se habían ido y nosotros habíamos tenido tiempo de limpiar sus inmundicias. Eran noches de mucho ajetreo en las que no teníamos ni un minuto de reposo. Lo primero que hacíamos era preparar con el dueño la mezcla que les íbamos a dar de beber a los mocosos.
-¡Eh, estudiante! –me decía-, ¿tú no sabes química?
-Que no –respondía yo-, que yo hago arquitectura.
El que sí que sabía un rato de química y farmacopea era el encargado. Era él el inventor de la receta y quien nos daba las instrucciones para su elaboración. Incluso el jefe le obedecía a ciegas. Cuando el brebaje llenaba ya las garrafas, añadía unas gotitas de alcohol de quemar y un poquito de gasolina, no tanto para que pudiera advertirlo el más fino olfato ni tan poco como para que no surtiera su efecto. Después agitábamos el mejunje con cuidado de que no estallara y lo vertíamos en botellas etiquetadas con marcas piratas. Eran muchos los criucos que acudían sólo por probar el cóctel de nuestro encargado, porque ponía en menos que canta un gallo, y se lo vendíamos a precio de oro. No lo considerábamos un fraude, porque si los clientes lo tenían en tan alta estima no veo por qué nosotros no habríamos de apreciarlo en la misma medida. ¿No es ésa la ley de la oferta y la demanda?
Se lo bebían como posesos, con verdadera desesperación, con denuedo, con entusiasmo, a pesar de que el jarabe debía de disolverles las mucosas al instante. Los chavales iban llegando poco a poco, al principio en calma, ordenados, y llenaban primero las mesas, después la barra y, por último, los espacios libres y la pista donde bailaban una música bastante parecida a una traca de feria. El ruido ambiente crecía a medida que se llenaba el local y los estómagos, y al cabo de un par de horas se hacía ensordecedor. Quienes encontraban espacio para bailar, propinando prolijamente empujones y codazos, sudaban, se descamisaban y brincaban agitados por las percusiones electrónicas de nuestro estéreo, jaleaban sus estruendos con alaridos desarticulados y bestiales, sacudían el cuerpo y se convulsionaban como peleles a cada mazazo del bombo. Las luces psicodélicas trazaban sus haces rectos en el humo de los cigarros y los vapores etílicos que saturaban el aire, giraban, se mezclaban sin ritmo discernible e iban a incidir con violencia en las retinas sobreexcitadas de aquellos bárbaros. Las muchachas se entregaban en los rincones y los reservados, ahítas de alcohol y drogas, o se dejaban manosear por los puercos que les acompañaban o que encontraban al azar entre el gentío. Todos entraban en trance.
-¡Ponme otra! –bramaban cuando la batahola les acercaba a la barra, y nosotros llenábamos vasos sin cesar y recogíamos dinero.
-¡Ponme dos!
-¡Ponme tres!
-¡Te voy a coser a pijotazos! –ladró un día un vozarrón en una esquina, y se hizo milagrosamente el silencio por un breve instante.
Aquellos cuerpos jóvenes que poco antes entraban erguidos iban perdiendo uno tras otro la verticalidad. Algunos de ellos se apoyaban mutuamente en parejas, en tríos o en grupos más numerosos, buscando un precario equilibrio que en ocasiones, a pesar de sus esfuerzos, se rompía. Que no rodasen por el suelo más a menudo sólo era cuestión de hacinamiento. Muchos de los que permanecían sentados en las sillas, o en los bancos corridos junto a los que se apelotonaban las mesas, apoyaban los codos en las rodillas, se cogían la cabeza con ambas manos y trataban por todos los medios de contener el vómito, o quizá de provocarlo, quién sabe. No eran pocos los que teníamos que sacar a rastras para que vomitasen en la acera o sobre los pantalones de algún incauto. Allí eran frecuentes las trifulcas y las visitas de la policía que, a fuerza de repartir porrazos o de llevarse un par de beodos esposados, conseguían una paz forzada que en el peor de los casos aplazaba la riña, o la desplazaba. A veces los agentes entraban a tomar un café, o una copa, y entonces les servíamos licor del bueno, no se fuera a levantar la liebre.
Estas aglomeraciones, desde luego, nos dejaban muchísimo trabajo, pero también nos proporcionaban ocasión de obtener no pequeña tajada. Era muy fácil sisarles cuando les cobrabas la consumición, bastaba con equivocarse en la suma o, con todo descaro, devolverles una moneda de menos. Si protestaban, podías repetirles la cuenta y sustraerles otra moneda más por añadidura. Nunca insistían demasiado. La oscuridad, lo mucho que habían bebido y los empujones de quienes por detrás pugnaban por que les atendiésemos nos daban carta blanca para nuestras rapiñas. Pero lo que más beneficios dejaba eran las apuestas. Nosotros jugábamos con ventaja, como corresponde a todo organizador de juegos, por nuestra cuenta y a espaldas de nuestros superiores, quienes de todos modos hacían la vista gorda porque tales prácticas no dejaban de ser un reclamo poderoso. Por su parte, nuestros incautos no podían dejar de envalentonarse delante de sus novias, o lo que fuesen, y picaban incluso a sabiendas. El juego era muy sencillo. Consistía en un lance con dos dados en el que el tirador tenía que pronosticar su puntuación. Si acertaba cobraba el triple de la apuesta. En caso contrario, la perdía. Lo equitativo sería pagar la puesta once a uno, pero ellos lo ignoraban, supongo. Cuando topábamos con un jugador suficientemente borracho le ofrecíamos una ganancia notablemente superior si apostaba por un uno. Era frecuente que con este cebo se aumentasen las apuestas, a pesar de que se trataba de una jugada imposible, puesto que se tiraban dos dados. Si, por ventura, se descubría el engaño, la cosa se zanjaba con una risotada y la repetición de la jugada –como si no se tratase más que de una broma-, porque nunca permitíamos que las jugadas excediesen de cantidades muy pequeñas. Lo que nos lucraba no era el montante de las apuestas, sino el gran número de ellas.
Lo habitual era que las propinas y las trampas duplicasen el sueldo con creces, de modo que yo vivía bastante holgadamente. Podía hacer frente a mis gastos ordinarios y a los extraordinarios, pero era el caso que, entre el trabajo y los estudios, no disponía de ningún tiempo libre. Llevaba una vida de ermitaño, rodeado de vicio pero sin caer en él, salvo el del acopio minucioso y paciente. Nunca dejé que un escrúpulo bobo me impidiese ganarme un duro.

* * *

Así pues, a pesar de que había quedado solo en la vida, no podía decir que estaba desvalido. Vivía con holgura, aunque sin ocio y sin lujos, y no pasé estrecheces. Me costó habituarme al trabajo, lo confieso, no tanto a la disciplina y los horarios como al ambiente en que debía ejecutarlo, pero una vez hecho a la sordidez de la vida noctámbula no creí caer en un mundo especialmente corrompido. No más de lo que veía en otras partes. Además, como muchos de los que durante las noches tenía por clientes los encontraba durante el día de compañeros de clase, nunca tuve la impresión de vivir dos vidas disociadas. Al contrario, en la barra lo mismo mercaba con licores que con apuntes, con la particularidad de que los géneros de estos comercios nunca se mezclaban. No se cambiaban apuntes por dinero, sino por otros apuntes, por el préstamo de un libro o por algún otro beneficio del mismo orden. Este trasiego carecía de la forma de la compraventa, pero hay que admitir que no era del todo desinteresado. Nadie lleva un libro de cuentas para semejante tráfico, pero hay muy pocos desmemoriados.
Por mucho que el trabajo hubiera dejado de molestarme, aunque cubriese con creces mis necesidades y me dejara el tiempo necesario para otras ocupaciones, en ningún momento dejé de considerarlo como un medio –si bien milagrosamente eficaz- para alcanzar los fines que me había trazado. En efecto, me gusta la arquitectura y siempre quise dedicarme por entero a ella. Y no precisamente para construir chalecitos o levantar colmenas en los barrios periféricos de las ciudades. No es que me considere un artista, pero busco la dificultad.
De niño, los juguetes que prefería con mucho sobre cualquier otro eran los de construcción. Los pocos ratos de paz de que disfrutó mi abuela se los proporcionó la feliz ocurrencia de mi padre de comprarme un buen montón de piezas de madera para que le dejase en paz cuando venía a casa. El remedio fue no sólo eficaz, sino que trajo la consecuencia no querida (“colateral”, dicen los yanquis) de apasionarme por la construcción. Me pasaba horas enteras levantando torres con aquellos bloques multicolores, al principio según los patrones que proporcionaban los fabricantes, y después siguiendo mis propios diseños. Unas veces improvisaba, y otras me tomaba la molestia de trazar un boceto sobre papel de lo que quería construir. Entonces, al placer de la construcción en sí misma, y al placer de la contemplación de lo construido, añadía yo el goce de solucionar por mis propios medios, y con las severas limitaciones que me imponía el material con que trabajaba, los problemas tectónicos que se iban presentando. Primero, la economía de piezas; después la solidez y la verticalidad del edificio; por último, todo lo contrario. Me divertía imaginando estructuras inverosímiles, difíciles de ejecutar y de concebir, equilibrios estables de milagro y en todo caso poco duraderos. En fin, jugaba.
Sabido es que estos juegos sólo permiten la construcción adintelada, pero con el tiempo comenzaron a llamarme la atención otras técnicas menos rudimentarias. Recuerdo que me fascinaba el ingenio de los canteros románicos por el modo en que se servían de la gravedad para vencerla. Yo podía pasarme horas enteras contemplando un arco, representándome idealmente cómo el peso de la piedra clave lo mantenía en pie. Para mi torpe entendimiento infantil ésa era la máxima expresión de la inteligencia humana. Y el descubrimiento me pareció mil veces más milagroso cuando comprendí que con el mismo principio se podían sostener pesadas bóvedas o erigir soberbias cúpulas como las que contemplaba sin cansarme en las ilustraciones de los libros. Concebir cómo podía ser eso y desear hacerlo fue todo uno.
Si la nostalgia de la Edad Media penetra generalmente en los niños a través de su imagen novelesca, probablemente un tanto bárbara y romántica, a mí, en cambio, me cautivó por su arquitectura. Me fascinaba la atmósfera telúrica que respiraba las pocas veces que mi padre me llevó de excursión a visitar reliquias antiguas, joyas de piedra que parecían nacer como setas en el campo retiradas de la circulación de las gentes. Flores de roca en el desierto. Yo suponía que esos macizos pilares, esos esforzados arcos que sostenían como titanes el peso de muros descomunales, debían de haber sido levantados por hombres. Pero parecían pertenecer a la tierra misma como los árboles del bosque. Uno de mis mayores placeres era la contemplación de estos edificios, y si no podía acudir en persona a sus recintos, los visitaba con la imaginación. Se puede decir que veía cómo pesaban las piedras, lo mismo que sopesaba con las manos el peso de los bloques de madera con los que construía en mis juegos, y con esa sensación casi física calculaba empujes, descargas y apoyos. Veía volar la piedra, lo mismo que vuela un ave apoyando sus alas sobre el viento, paradójicamente más leve cuanto más grave, más grácil cuanto más maciza.
El resto de las artes me interesaba según la relación que yo pudiera establecer con el de la construcción. En la danza, por ejemplo, o en la gimnasia, veía yo la misma peculiaridad que me había entusiasmado en la arquitectura, aunque, por supuesto, yo no pudiera explicarlo entonces como lo explico ahora. El bailarín puede ejecutar sus piruetas porque pesa, y porque puede llevarlas a cabo apreciamos su ligereza. También es su peso, por lo tanto, lo que le permite no pesar. Estoy convencido: llamamos belleza a la realización de lo imposible. Y tan imposible es la perfección de las proporciones de un cuerpo, o una escultura, como la sustentación del masivo peso de una cúpula sobre los más livianos pilares. Arte, belleza y utopía se confunden.
Uno de los objetos que más contribuyó a estimular mi tierna imaginación fue la Biblia ilustrada que atesoraba mi abuela. Se la compró por un precio que se acercaba bastante al valor de su peso en oro a un vendedor ambulante que iba llamando a todas las puertas y que se conformaba con que le atendiesen en una de cada cien. Colocar uno de aquellos mamotretos debía de suponer para él el jornal de una semana. Todavía lo recuerdo, sudando y jadeando por el esfuerzo de cargar escaleras arriba con el peso del volumen que llevaba de muestra. La Biblia aún está donde estuvo siempre desde entonces, en un estante de honor del salón de mi abuela, y, a pesar del frecuente uso que le di, se conserva como el primer día porque por mucho que la anciana me riñese por cogerla sin su permiso jamás pudo hacerlo por maltratarla. Vamos, que la cuidaba yo más que lo hacía ella, y si no tiene ahora más que una o dos esquinas dobladas se debe al celo que ponía yo en desarrugar las páginas que ella dejaba arrugadas las pocas veces que le vi con el libro en las manos.
Me gustaban las ilustraciones. Algunas eran simples fotografías de los vestigios arqueológicos de ciertos lugares bíblicos y parecían haber sido tomadas con exceso de luz en escombreras repartidas al azar sobre el desierto. Recuerdo, aún sobrecogido, una reproducción del Moisés de Miguel Angel en la que siempre me detenía mucho tiempo. impresionado por el poderoso escorzo de su rodilla. Si me hubiesen asegurado que esa estatua sedente era la imagen del mismísimo Dios todopoderoso, yo no habría tenido más remedio que creerlo, tal es la majestad y la gloria que le ha impreso el escultor (o el fotógrafo). Pero mis láminas favoritas eran, de largo, las reproducciones a página completa y a color de un buen número de pinturas de todas las épocas, que representaban diversas escenas bíblicas. A esas láminas les dedicaba tardes enteras. Como niño que era, prescindía de los aspectos formales de cuanto veía, pero, en mi imaginación, aquellas figuras que en el alma del artista habían visto detenido su movimiento en virtud de algún poder que la fotografía desconoce, recobraban el calor de la vida y se animaban hasta completar la escena de la que habían sido extraídas. No necesitaba leer para comprender el crimen de Caín, bastaba con que lo viera ante el cadáver de su hermano, esgrimiendo aún su mandíbula de asno con encono fratricida; y hasta donde me lo permitía mi tierno candor infantil, el pecado de Adán y Eva se me revelaba al ver cómo cubrían sus vergüenzas por obra de la prodigiosa pincelada de Durero. La magnitud del Diluvio pude calcularla al observar cómo las aguas casi hacen zozobrar el Arca de Noé, esa magnífica embarcación en la que cabían todos los animales del orbe. Aprendí a desconfiar de la clásica virtud de la Prudencia –y, en general, de la virtud- cuando vi cómo el ángel enviado por Yahvé detenía en el último momento la mano asesina de Abraham, a la sazón a punto de degollar a su propio hijo por satisfacer el bárbaro capricho de su Dios. En mi inocencia me preguntaba qué habría ocurrido si el pobre ángel se hubiera retrasado sólo un segundo, supongamos, por ejemplo, que por la necesidad de eludir un inoportuno rayo de esos con los que Dios protege el Paraíso, o por vencer una desdichada ráfaga de viento sobrevenida para desgracia del pobre Isaac. Bastaba que viera a Moisés, que yo creía ser Dios mismo, con las Tablas de la Ley en la mano para que comprendiese mucho mejor que con las abstrusas lecciones de teología del más empenachado doctor de la Iglesia la inconmensurable majestad divina. ¿Y de qué modo podríamos nosotros concebir la inefable gloria celestial si no hubiéramos visto sobre una nube al Padre tendiéndole la mano a su Hijo, salvando con el infinito arco de su brazo los insondables abismos de las regiones etéreas? Si Dios no existe y es invención humana, como dicen que es el caso, ¡qué tremendo esfuerzo, qué colosal despliegue de facultades ha requerido tamaña superchería!
Con todo, a pesar de que una pintura representase, por ejemplo, el misterio de la Eucaristía, era el elemento arquitectónico de la composición lo que terminaba cautivando mi mirada. Fue allí donde me percaté de que la arquitectura no es sólo cuestión de dinámica, sino, de modo eminentísimo, de geometría, de perspectiva, de matemáticas. Una casa no es más que la racionalización de una caverna, su reducción a formas precisas y calculadas, el mayor volumen regular que puede inscribirse en sus paredes. Quizá por ello me gustan tanto las edificaciones asimétricas, las que son ricas en espacios repartidos al azar y cuyo descubrimiento sorprende, las que denotan una larga historia de reformas, aquellas en que ninguna estancia hace relación a cualquier otra, las más tortuosas, las más laberínticas y también las más oscuras. Un buen edificio deja siempre la luz afuera para poder ser iluminado a discreción. ¿No es eso lo que se ha hecho, por poner un ejemplo cercano, con las magníficas vidrieras de la Catedral de León? Un claustro, por muy abierto que esté, es un espacio oscuro que se preserva de la violenta luz exterior. Y si acaso penetra alguna se la puede ver a la distancia solidificándose, materializándose en el polvo en suspensión. ¿Se imaginan ustedes un monje orando a plena luz? No. Ellos se encierran, se esconden, se enclaustran en una cueva o en su remedo, se entierran. Pero sin gusanos, todavía no.
Así pues, me fascinaban las arquitecturas. Desde las más sencillas, como en la Anunciación de Fra Angélico, hasta las más complicadas, como la que encierra a Cristo entre los doctores según la mirada de Veronés, tan clara la una y la otra casi tenebrosa. Recuerdo un grabado que representaba a Artajerjes concediendo la libertad al Pueblo de Israel que era realmente un valle entre paredes rocosas que habían sido revestidas con sillares, construcciones al azar que se ceñían a los caprichos de la roca. Estos espacios arquitectónicos totales me cautivaban, no tanto porque viera en ellos construcciones reales, que ni lo eran ni podían serlo, sino más bien por todo lo contrario. Lo que muestran es pura quimera, la completa domesticación de una naturaleza disimulada hasta hacerla desaparecer. Una utopía que únicamente hoy creemos a nuestro alcance, y sólo a costa de substituir la piedra por hormigón y asfalto. ¡Qué poca cosa somos, comparados con nuestros mejores ensueños!
Son muchas las láminas que podría ir citando mientras revivo aquellas tardes en que me sustraía de la vigilancia de mi abuela y me encerraba en mi cuarto con el pesado libro entre las manos. Estaba plagado de ellas y, sin embargo, bastaba una sola para entretenerme porque es muy poco lo que un niño necesita para desplegar su imaginación. En todas me detenía más o menos tiempo, pero donde siempre iba a parar –seguramente por lo descomunal del edificio y porque muestra sus entrañas- era la Torre de Babel de Brueghel. Algo era lo que yo, acuciado por la curiosidad que me suscitaba la imagen, había leído acerca de los zigurats. No tenía claro si eran torres o montañas artificiales a las que se ascendía por un camino y que estaban coronadas por el templo en el que el sumo sacerdote se cepillaba a la gran sacerdotisa de Astarté durante la hierogamia anual que repetía el mito de la creación y fertilizaba los campos. El no saber en qué consistía aquello de que hablaba la enciclopedia no hacía más que aumentar el misterio que me inspiraba, y averiguarlo unos años más tarde lo acrecentó aún más. La pintura de Brueghel no me sacaba de dudas al respecto, porque a pesar de que si se contempla con detenimiento se advierten distintos niveles inconexos, el recurso de inclinar el edificio para dotar a la composición de mayor movimiento logró mantener mis ojos engañados durante años. Unas pocas páginas antes, un grabado que representa la Torre mostraba explícitamente una rampa en espiral a lo alto de un agudo cono truncado sobre el que reposaba un pequeño templo. La enciclopedia hablaba de “pirámides truncadas superpuestas”, con lo que debían de ser construcciones más bien achaparradas, pero –rasgo peculiar de mi carácter- ignoré completamente esa clara indicación que con tanto descaro contradecía mi idea preconcebida.
Consecuencia de tantas horas de contemplación fue mi primer empeño en construir un zigurat, según el patrón que me había formado, con el juego que me regaló mi padre. A este intento siguieron otros muchos, y debo decir que cada vez erigía, contando con las mismas piezas, torres más altas, más esbeltas, más vaporosas, más livianas. El objetivo implícito de este juego era levantar la torre más alta posible sobre la estructura más ligera. Y lo que hacía de niño con piezas de madera lo proyecté varias veces siendo estudiante de arquitectura sobre un papel. Una enorme rampa espiral sustentada sobre dos gigantescas ojivas de hormigón cruzadas en ángulo recto y que descansaban sobre cuatro pilares ligados entre sí por arcos de medio punto, también de hormigón, sobre cuya clave descansaban los nervios que descargaban desde la cúspide el enorme peso de la estructura. A este engendro lo bauticé con el sonoro nombre de “Zigurat Minimal”.

He aquí el modo en que, unos años después, me vi camarero de oficio y arquitecto de vocación, recién colegiado y con un proyecto irrealizable en la cartera que de vez en cuando repasaba con nostalgia y sin saber muy bien qué hacer con él. De esta situación ambigua e incómoda vinieron a sacarme al alimón el azar, el señor X…, que era concejal de urbanismo de mi ciudad, y un profesor con el que tenía algún trato. Éste dirigía un estudio para el que yo realizaba en ocasiones trabajos de poca importancia que me permitían a la vez obtener un sobresueldo, que necesitaba poco, e ir introduciéndome paulatinamente en la profesión, cosa que anhelaba con todas mis fuerzas. Digo que intervino el azar, aunque quizá habría que decir la necesidad, pues es sabido que los políticos acostumbran a pecar de soberbia, ambición y codicia, y estos vicios los tienen tan arraigados que se convierten en ellos, más bien que en pecados, en notas características de su naturaleza.
Quiso, pues, la fortuna que el excelentísimo señor alcalde del municipio en que vivía, y adonde espero regresar pronto, albergase el deseo de pasar a la historia promoviendo la erección de un monumento capaz de convertirse en emblema de la ciudad y atraer de paso enormes masas de turistas para su contemplación y disfrute; y con este motivo convocó un concurso que inmediatamente se publicó en los mentideros profesionales de todo el país. Yo tuve conocimiento del concurso en el estudio de mi antiguo profesor, quien me animó a tomarlo en consideración.
-Mira –me dijo medio en broma al tiempo que me mostraba el número del Boletín Oficial en que se publicaban las bases-, ahí tienes una salida para tu zigurat.
El profesor conocía mi proyecto por haberlo examinado siendo yo aún un estudiante y porque, de cuando en cuando, lo recordábamos en los pocos ratos en que teníamos ocasión de conversar. Sabía bien el cariño que yo le tenía al proyecto. “Hay que ver, me dijo un día, en qué perdéis el tiempo los jóvenes”. Sin embargo, a él también le gustaba. Decía que era más una escultura que un edificio, que le fascinaba su ansia de verticalidad y que por nada del mundo ascendería por esa rampa endemoniada que le habría de infundir la vertiginosa sensación de no tener los pies sobre el suelo. El recuerdo de la rampa estaba anticuado, él mismo me sugirió que la cambiase por una escalinata, la cual permitía más pendiente, acortaba por lo tanto su longitud y reducía en buena parte el peso que debía soportar la estructura. Además, observó, vista de perfil la línea quebrada rompería la continuidad geométrica y desnuda de los grandes arcos. El proyecto requería, además del monumento propiamente dicho, una extensa área alrededor dotada con servicios de toda índole, jardines y zonas de recreo. Esto trajo inmediatamente a la memoria los viejos grabados de la Biblia de mi abuela, que desde hacía tiempo no consultaba, y en particular uno que representaba la reconstrucción del Templo de Salomón. La verdad es que, aunque había tomado en serio la idea de concurrir, la magnitud de lo que se me pedía y mi extrema bisoñez me abrumaban hasta el punto de inducirme a abandonar. Sin embargo, mi mentor, que debía de tener más fe en mis posibilidades que yo mismo, me hizo notar que la idea del Zigurat encajaba perfectamente en las pretensiones de los promotores del concurso y aseguró que el resto no era más que cuestión de aderezar convenientemente el guiso.
-Así que ponte a trabajar. Además –confesó- conozco a la mayor parte del jurado.
Hay que aclarar que el concurso estaba reservado a arquitectos noveles, de fijo porque a la hora de publicitarlo vendería muchos más votos. Creo que, de otro modo, no habría tenido el valor de participar. Pero en estas condiciones no sólo se eliminaba buena parte de la competencia, sino también la que creía más difícil. En consecuencia, seguí el consejo de mi maestro y me puse manos a la obra. Recuerdo que comencé con escaso entusiasmo, atenazado por el temor de no estar a la altura de la empresa, pero poco a poco empezaron a aflorar las ideas. En realidad, el proyecto del zigurat ya lo tenía listo desde hacía algunos años, pero juzgué que para los fines que estaba trazando resultaría muy conveniente construirlo a escala mayor y calculé una estructura que habría de llegar a los trescientos metros de altura. La construcción sería sólo más difícil, más delicada, como cuando uno pretende añadir un piso más a un castillo de naipes, pero el proceso sería esencialmente el mismo. Esas deben de ser las dimensiones de la Torre Eiffel, y me dije que mi zigurat no tendría por qué ser menos. Los cuatro pilares, reforzados por gruesos contrafuertes, emergerían de las aguas de un estanque cuyas dimensiones harían de él casi un lago artificial. Suprimí los arcos de medio punto que los enlazaban porque me pareció que eran prescindibles y, por tanto, inútiles. El estanque, que estaría dotado de un embarcadero, ocuparía el fondo de un anfiteatro cuyas gradas desnudas permitirían la contemplación sin obstáculos del enorme monumento. Entre la primera grada y el estanque, con el doble fin de aprovechar el espacio y mejorar la perspectiva alejando al observador cuanto fuera posible, se tendería un doble círculo que albergaría en su banda interior una pista para carreras pedestres y en la exterior un velódromo. Un arco tendido entre desde el primero de los vomitorios hasta el pilar más cercano sustentaría el arranque de la escalinata que habría de subir hasta la cúspide del zigurat. En el exterior del anfiteatro habría jardines, zonas de recreo para niños y el resto de los servicios que esperan y reclaman los turistas en cualquiera de sus destinos habituales. Con esta disposición es fácil adivinar que al incauto que se decidiera a visitar mi zigurat se le cobraría por todo, incluso por tomarse la molestia de ascender los mil quinientos peldaños que le conducirían hasta su cima. Yo suponía que éste habría de convertirse en uno de los puntos fuertes de mi proyecto.
Las bases del concurso no hacían ninguna referencia ni al presupuesto ni a la superficie requerida. Además, como tampoco albergaba demasiadas esperanzas de que mi proyecto resultase ganador, no me preocupé demasiado si pecaba de excesivo. Mi único cuidado, y he de confesar que sólo por celo profesional, porque nadie pudiera decir que proyectaba un imposible, fue diseñar un plan de obra practicable. Recurrí a la arquitectura de metal como auxiliar de la de hormigón porque ningún andamiaje resistiría lo que se le habría de exigir, y porque yo estaba personalmente interesado en que la estructura fuese lo más liviana y sencilla posible. Siempre me quedaba el recurso de tender arco sobre arco hasta ganar la altura deseada, pero yo quería sustentar un elefante sobre patas de araña, y que no cayese.
Lo que no podía figurarme entonces era que el punto que yo juzgaba más débil en mi proyecto se convertiría más tarde en mi más firme baluarte. Llevaba razón mi profesor: lo que se buscaba era el exceso. Llegado el momento se me pidió desmesura, y hube de ser desmesurado.
Ya estaba olvidado del concurso cuando un buen día me sorprendió una llamada. Estaba a punto de sentarme a la mesa para hacer una de mis habituales comidas solitarias cuando sonó el insidioso timbre del teléfono. Si a ustedes les molesta tanto como a mí que ese dichoso aparatejo interrumpa sus comidas, entonces podrán hacerse una idea de los exabruptos que proferí mientras acudía a atender su enojoso requerimiento. Es una suerte que al otro lado de la línea no se oiga nada hasta que el destinatario descuelga el auricular, de lo contrario más de uno se llevaría un chaparrón de burradas como pago a su impertinencia. En fin, quien llamaba era el señor X…, concejal de urbanismo de mi municipio, como ya dije, y a la sazón secretario del jurado con voz y voto, y por lo visto también con derecho de veto. Recuerdo que el último taco se me quedó atascado en la garganta, y allí debe de estar todavía, porque desde entonces noto una extraña sensación en la faringe. Me felicitó por mi brillante proyecto, y yo respondí con un balbuceo o con un amago de gruñido inarticulado, que de ambos modos podría interpretarse mi proferencia. Mi trabajo, dijo, había llamado la atención del jurado por su vocación de verticalidad y por la concepción monumental del espacio, y había llamado también la atención de la corporación municipal por sus evidentes posibilidades de autofinanciación. Insistía en que no podía considerarse aún como ganador, pues había otros proyectos sumamente brillantes que contaban con firmes apoyos en el jurado, pero añadió que si se cumpliesen ciertas condiciones que habríamos de discutir más adelante su opinión podría llegar a tener el peso suficiente. En suma, quería entrevistarse conmigo. Eso sí: en el más absoluto secreto.
Me citó el día siguiente en su domicilio, a las diez de la noche, con la recomendación de que no acudiera ni en mi vehículo particular ni en taxi. Podría ir a pie o utilizar una línea de autobús urbano que me dejaba bastante cerca. Al llegar no tendría que presentarme, sino sólo indicar que tenía cita con él. Bajo ningún concepto quería que alguien llegara a tener la mínima sospecha de que tal entrevista se hubiera celebrado. Yo entendí que el asunto era delicado, que probablemente se estaba incurriendo en alguna irregularidad y que lo mejor era no poner demasiadas objeciones. ¿No me estaban acaso ofreciendo un triunfo con el que yo ni siquiera me había atrevido a soñar?
Acudí casi puntual a la misteriosa cita y seguí escrupulosamente las indicaciones que se me habían dado. El señor X… vivía a las afueras de la ciudad en una urbanización privada a la que el constructor no había estimado pertinente privar de ningún lujo. Fui en autobús y tuve que caminar un buen trecho antes de llegar a mi destino, dando un rodeo amplio para evitar pasar frente al local donde seguía trabajando los fines de semana, lo que me retrasó cinco o seis minutos. A la entrada, un guardia jurado velaba en una garita, un cuarentón con prominente barriga y ojos de no haber dormido jamás. Me abrió la verja sin ninguna pregunta en cuanto le dije que estaba citado, y me indicó dónde estaba la casa que buscaba. Menos de un minuto después llamé a la puerta.
Me recibió un caballero envuelto en un batín de seda bajo el que se veía una impecable camisa blanca y corbata. Su rostro me era desconocido, pero sus modales, su porte y, sobre todo, su voz, que al punto reconocí como la que me había hablado por teléfono, me convencieron al instante de que se trataba de mi anfitrión. El señor X… es un cincuentón muy bien conservado, de esos que saben enamorar a las mujeres jóvenes envolviéndose en una falsa aura de exquisitez que impresiona más que conquista, con las sienes plateadas y un breve tupé de color negro cerrado, sin una sola cana, los ojos grandes y negros como los de Platero, aunque con un poco más de inteligencia, y el suficiente buen gusto como para no llevar perilla. Costaba trabajo encontrar una sola arruga en ese rostro que parecía una foto de candidato en campaña electoral, pero en cuanto encontrabas la primera se revelaba el resto, como aparecen los niños que juegan al escondite cuando el que ha de encontrarlos se enfada y abandona el juego. Surcos pequeños, breves, finos, bien disimulados por sabe Dios qué afeites. Sólo con verle la cara, con advertir su afeitado exhaustivo hasta el desuello, se podía adivinar la puntillosa pulcritud de sus zapatos, la única región del espacio donde cualquier mota de polvo, por pequeña que fuera, tenía prohibido el aterrizaje. En efecto, bajo las rayas perfectamente trazadas de sus pantalones, sobrepujaban en esplendor al currículo de un yuppie. Poseía una buena voz, grave y potente, de las que convencen con sólo oírla, pero su dicción era convencional. De seguro, en los mítines, su mejor arma retórica sería el grito.
- El señor Y…, supongo –me dijo con afectada ceremonia nada más verme (disculpen ustedes que me niegue a divulgar mi nombre).
Tengo que decir que yo ya había visto algún figurín noctámbulo, con las mismas trazas que el que tenía ahora al lado, tratando de conquistar señoritas fáciles en el bar donde trabajaba, de modo que no me dejé impresionar por la pátina de distinción con que se había barnizado. Nos dimos un apretón de manos que tenía poco de apretón y me hizo pasar a su despacho. La pieza era como su dueño: aparentaba una elegancia decimonónica que no resistía el tercer examen. De puro evidente, el pastiche parecía una parodia. Aquella fue la primera ocasión en que me vi entre paredes tapizadas, literalmente ocultas tras una infinidad de cuadros. Sobre los muebles, todos de madera noble, descansaban apilados sin ningún pudor una miríada de objetos de anticuario de lo más heterogéneo. Cobres, bronces, latones, aceros, maderas, mármoles, arcillas… había de todo. Incluso un gramófono destartalado, con su trompa boquiabierta ante tanta inútil ostentación. La pared opuesta a la entrada se hallaba revestida por una enorme estantería de cerezo en la que raleaban algunos libros de encuadernación variopinta. En el centro exacto descansaba la mole de un escritorio escoltado por dos cariátides de belleza play boy, talladas también en madera, que sostenían el dintelillo que coronaba la estantería casi a la altura del techo. Tras el escritorio, sobre el punto de la pared en que se intersecaban los vectores que partían de los pechos desnudos de las esculturas, se dejaba ver un lienzo mediocre que representaba un paisaje pintoresco.
Me ofreció un sillón frente al escritorio, y cuando me hube sentado corrió a ocupar su puesto al otro lado. Con el tono mecánico de quien recita de memoria repitió los parabienes que me había dedicado por teléfono la noche anterior, mientras yo le escuchaba a medias y repasaba con la vista los estantes. Desde luego, si tengo que fiarme de lo que vi, no hace falta leer mucho para llegar a concejal. Es igual, que manden ellos. A mí nunca se me ha pasado por la imaginación dedicarme a la política porque desconozco totalmente qué virtudes hacen falta, y todos aquellos a quienes he consultado se mostraron al respecto tan ignorantes como yo. Lo mismo me daría que los cargos públicos fuesen hereditarios, al menos me ahorraría la molestia de tener que ir a votar cada cuatro años.
Supongo que no será necesario el esfuerzo de repetir palabra por palabra lo que hablamos en aquella ocasión, empeño por otra parte inútil, porque mi memoria no da para tanto. El señor X… comenzó dando un amplio rodeo y se tomó la molestia de explicarme lo que ya sabía, pues citó al pie de la letra el texto de la convocatoria en que se exponían las intenciones de la corporación municipal. Se pretendía, dijo, “un monumento que a la vez pudiera convertirse en emblema de la ciudad” y atraer oleadas de turistas. Un pequeño esfuerzo de interpretación del críptico lenguaje de los políticos me obligaba a entender que lo que en realidad se buscaba era que los turistas dejasen oleadas de divisas. Pero, para lograrlo, resultaba al menos conveniente disponer de antemano de una publicidad como la que podría proporcionar el figurar en el libro Guiness. En suma, querían un récord de altura. Declaró que había proyectos muy buenos, de extraordinaria calidad, pero el que mejor se adecuaba a lo requerido era sin ninguna duda el mío. Yo me atreví a objetar que sería preciso duplicar las dimensiones de mi zigurat, lo que acarrearía problemas de estabilidad y de ejecución, por no hablar de los económicos, y que un monumento de esas características era más propio de una novela de ciencia ficción que de una plaza pública. Sin embargo, él replicó con una sonrisa socarrona.
-Precisamente -dijo alargando la ese-. Esto son lentejas… ¿Puede hacerse, verdad?
Respondí que sí. Al fin y al cabo se trataba sólo de redimensionar la estructura, cosa que ya había hecho varias veces. Se me concedió un mes de plazo para entregarle a él personalmente el nuevo proyecto y se me exoneró de la tarea de trazar el plan de obra. De ello se encargaría un equipo de ingenieros municipales que llevaban un tiempo considerando las mejores opciones. Además, el Ayuntamiento ya había firmado convenios con varias empresas para asegurar el suministro de materiales, había iniciado los trámites para la expropiación de los terrenos basándose en lo estipulado en mi primer proyecto, se habían iniciado las obras para la reforma y construcción de las infraestructuras necesarias y se había reservado una modesta comisión para el arquitecto, al margen de lo que establecían las bases del concurso, como premio por su buena voluntad y por su disposición para colaborar con el Consistorio en las mejoras que fuese necesario acometer. Vaya, que me iba a hacer rico sólo por prestarme a la pequeña trampa de modificar a posteriori mi proyecto. Trampa que, a lo mejor, era práctica habitual en estos casos. ¿Cómo iba a negarme yo a eso?

* * *
Así pues, acometí la última reforma de mi diseño. Ni siquiera me molesté en averiguar qué edificio poseía en aquel momento el récord de altura, calculé un zigurat de seiscientos metros para curarme en salud y evitar que durante la construcción algún avispado nos aventajase. Trabajé sin descanso durante el mes de que disponía no tanto en los cálculos de la nueva estructura, trabajo casi mecánico, sino en la solución de ciertos problemas que derivaban de las colosales dimensiones del zigurat. Me preocupaba sobre todo el modo de contrarrestar el empuje lateral de las ojivas, aunque pronto di con un medio que no resultaba ni más ni menos desaforado que el resto del edificio. La estructura era similar a la anterior, pero adaptada a las nuevas dimensiones. Los cuatro pilares cuadrangulares crecieron hasta los ciento treinta metros de altura y veinticinco de lado, y los situé en los vértices de un cuadrado ideal, concéntrico con el círculo del estanque, cuya diagonal mediría trescientos metros de longitud. El diámetro del lago –por sus dimensiones bien merece este nombre- excedería en cincuenta metros a la diagonal. Sin embargo, los pilares no emergerían directamente del agua, sino que estarían comunicados con el perímetro del estanque por unos diques de su misma anchura. Sobre los descomunales pilares se levantarían las dos ojivas cruzadas que constituirían el cuerpo del zigurat, y en la cima situé un templete circular de treinta metros de diámetro que habría de ser un excelente mirador. Estoy convencido de que mi zigurat podría haberse convertido en una valiosa herramienta para cartógrafos.
Para contrarrestar el empuje centrífugo de las ojivas, sobre los diques que unían los pilares al perímetro del estanque y que les servían de base, coloqué en una pose no del todo natural unos enormes titanes de cien metros de estatura que, con brazos tronco y piernas, prolongaban sus arcos hasta el suelo. Estas cuatro figuras humanas se enfrentaban al centro del estanque, tenían la cabeza ladeada entre los brazos y el parietal izquierdo adosado a su pilar correspondiente. Me tomé la molestia de ahuecarles la cabeza para aprovechar la oreja derecha, los ojos, la nariz y la boca como balcones de otros cuatro miradores a los que se accedería mediante un ascensor que subiría a lo largo del pilar hasta el parietal que el gigante tenía adosado. Una vertiginosa escalinata, que habría de partir de una oreja, pasearía a quien osase descender por ella a lo ancho de los hombros y ascendería por el lado opuesto del cuello hasta la otra oreja. El instinto de lucro de los políticos les llevó a otorgar concesiones para instalar cafeterías en estos miradores, concesiones que por extraña casualidad recayeron sobre cuatro de ellos, aunque, como explicaré cuando cuadre, no les sirvieron de mucho. Los titanes tendrían el pie derecho sobre el dique, con la puntera en la base del pilar, y el izquierdo apoyado en una roca que le servía de estribo entre la pista pedestre y el velódromo.
Entre la cuerda del velódromo y el borde del estanque había dieciséis metros que tenían que albergar dos franjas ajardinadas y una pista empedrada de cuatro metros de anchura. Esto arrojaba para el velódromo un diámetro de trescientos ochenta y dos metros y una cuerda de mil doscientos, número suficientemente redondo y significativo, pues comprende exactamente una docena de hectómetros. Los siete metros que tendría de anchura, más otros dos de un foso que lo separase del graderío, daba un total de cuatrocientos metros de diámetro de la grada interior. Otro número destacado: cuatro hectómetros.
Las gradas serían simples escaños de piedra con la altura justa para que se sentase un adulto y la anchura suficiente para que los pies de quien se sentase en la grada superior no molestasen a quien lo hiciese en la inferior, una deferencia para con este último más que una necesidad, pues por las dimensiones del anfiteatro no parecía probable que llegase a llenarse jamás. Las diez gradas que proyecté sumarían su altura a los tres metros de un paso que comunicaría directamente el velódromo con el exterior del anfiteatro, lo que le daría espacio suficiente para que pudieran instalarse en su interior todo tipo de locales comerciales y de diversos servicios, bibliotecas, centros culturales, y cuanto apeteciese la ambiciosa imaginación de los próceres municipales. El anfiteatro tendría una visera que protegería del sol y la lluvia a los visitantes, y cuatro vomitorios en cada grada distribuidos de manera regular. De cada uno de los cuatro de la tercera grada partiría una pasarela que conduciría por encima del velódromo hasta dos rampas opuestas que corrían paralelas a su cuerda y que desembocaban en la pista empedrada. De uno de los vomitorios de la primera grada arrancaba la escalinata que, tras una ascensión de tres mil escalones, conduciría a los más valientes, previo pago del canon correspondiente, supongo, a la cima del zigurat. Todo esto estaría situado en el centro de un cuadrado plano de un kilómetro de lado que albergaría un bosquecillo de especies variadas, jardines y zonas de recreo para niños, surcado únicamente por una carretera de siete metros de ancho que daría acceso al velódromo. En total, cien hectáreas, un minúsculo kilómetro cuadrado.
Las obras comenzaron oficialmente muy poco tiempo después de publicarse el fallo del concurso. El ayuntamiento organizó una pomposa ceremonia de colocación de la primera piedra a la que asistí acompañado por el alcalde, diversas autoridades locales y regionales y un afamado arquitecto emérito, cuyo nombre me guardaré mucho de citar, que fue honrado con el privilegio de figurar en los anales como el autor de tan meritorio trabajo. La colocó sobre una basa de hormigón que los operarios municipales habían preparado unos días antes y que estaba situada en el centro exacto de un cuadrado de cien hectáreas de superficie, arrasado y allanado con una antelación de más de dos meses. Nadie pareció extrañarse de que las obras hubiesen comenzado realmente varios meses antes de su comienzo oficial, antes de que se conociese el fallo, antes incluso de que lo conociese alguien. Lo importante era que quien, una vez concluidos los trabajos e inaugurado el monumento, se dignase a remar en una barca previamente alquilada hasta el centro del estanque sobre el que se erigiría el zigurat encontraría un anillo de piedra emergido con un pequeño embarcadero y una barandilla en su circunferencia interior que habría de encerrar unas aguas eternamente claras y tranquilas en cuyo fondo podría verse una placa sumergida con una leyenda que conmemoraría el evento, citaría el nombre de los protagonistas sin olvidar siquiera el de los dirigentes municipales que lo hicieron posible e informaría de ciertos detalles importantes referentes al monumento, siempre y cuando –faltaría más- hubiese introducido en el aparato instalado a tal efecto la moneda necesaria para que se encendiesen los focos que habrían de iluminarla y proyectar a las alturas un juego de luces de lo más vistoso.
Tras la ceremonia, los trabajos se llevaron a cabo a buen ritmo. En primer lugar, en el centro de la explanada, donde se había colocado la primera piedra, se excavó casi sobre roca viva un amplio foso, se perforó la roca para hundir varios pilotes que asegurasen la estabilidad de las ojivas y se tendió una gruesa capa de hormigón armado que, a la vez, ejercería de cimiento de la estructura y de fondo del estanque. La plataforma había sido extendida hasta las dimensiones del círculo exterior del anfiteatro mediante unas prolongaciones radiales enraizadas en el terreno por medio de fuertes pilotes y unidas entre sí por nervaduras transversales que habrían de servir de cimientos para las gradas. Estos trabajos se concluyeron en poco más de un año, y me asusta pensar en las filigranas que la Corporación Municipal debió de hacer para financiarlas.
Aunque yo había sido eximido de toda responsabilidad, en mi calidad de firmante del proyecto y arquitecto nominal del mismo, se me permitió visitar a diario las obras e incluso interesarme por su marcha. En realidad no era necesario. El proyecto se ejecutaba según lo estipulado, se respetaban las dimensiones, la estructura era demasiado sencilla como para admitir variaciones y los materiales empleados eran los previstos. No había más remedio: salvo el revestimiento de granito de las gradas todo lo demás era hormigón. Unicamente en los locales albergados bajo las gradas, que debieron ser redimensionadas cuando se duplicó la altura de la torre, se modificaron mis diseños. Pero no me importó en absoluto, porque yo estaba interesado sólo en el zigurat, en el estanque y en la grada, y el resto lo juzgaba un añadido prescindible. Además, los encargados de la ejecución eran los ingenieros del Ayuntamiento, mi cargo allí era cabalmente honorífico.
El resultado inmediato de la resolución del concurso, al margen de cuanto le atañía directamente, fue que subí un peldaño en el escalafón del estudio donde trabajaba como principiante y pude permitirme el lujo de abandonar mi extraordinariamente remunerado trabajo de camarero. La verdad es que lo lamenté mucho menos de lo que dejé entrever el día en que los compañeros me agasajaron con un brindis celebrado unas horas antes de la apertura del local, en el que corrió alcohol suficiente para secar las bodegas de Baco. Un pertinaz dolor de cabeza me apartó durante dos días del embrión de mi zigurat.
Como no participaba directamente en su erección tampoco me tomaré la molestia de referir cómo se sucedió. Confieso que me sentía un tanto desplazado, ajeno a mi criatura, y creo que permanecía más apegado al diseño sobre el papel que a su realidad material. Se puede admirar la obra ajena, pero la propia es parte de la carne. Yo trataba de racionalizar mi resignación repitiéndome constantemente que una obra de tal envergadura no podía dejarse en manos de un principiante, pero no por ello me veía menos alejado. Eso sí, tomaba buena nota de los métodos empleados, de la naturaleza de los materiales, de todo detalle técnico que percibía –estaba de veras atento- y aprendía.
Poco a poco se erigieron los pilares y los titanes cobraron forma. Se construyeron los arranques de la rampa y sus apoyos en los pilares, y los cuatro brazos de las ojivas comenzaron a emerger simultáneamente de la nada y a crecer como tallos plateados que se recortaban hermosos y descomunales sobre el cielo azul. Vistos a distancia parecían quebradizas briznas de paja, pero de cerca anonadaban al espectador. No pude resistir la tentación de subir a lo alto de los pilares, de encaramarme sobre el andamiaje y la estructura metálica que sustentaba los brazos hasta que pudieran hacerlo solos, de estudiar cada detalle, de saborear con los ojos el reluciente gris blanco del hormigón que daba forma a mi proyecto. Recuerdo que fue entonces cuando me percaté por primera vez de lo frágil de su armado de acero. Entusiasmado como estaba, sólo pensé en el sublime ingenio de los ingenieros, que optimizaba los recursos calculando el armado más ligero posible y a la vez el más resistente. Supuse que sería tanto más robusto cuanto más cercano al arranque del pilar y quise confirmarlo. Lo era, en efecto, pero estaba demasiado cerca del límite de su resistencia, si se le podía hacer caso a un principiante.
Con toda humildad e inocencia –me interesa decirlo- le expuse mis temores al ingeniero jefe. Recuerdo que me clavó una mirada que tenía mucho de sorpresa y un tanto de susto, me pareció, pero el pasmo se le disipó en un segundo y se avino amablemente a repetirme los cálculos. Le cuadraban las cuentas. No tiene ningún sentido que yo las repita aquí; desde luego su planteamiento era distinto del mío, pero, insisto, le cuadraban los números. No se puede argumentar contra eso. Vivimos en un mundo en el que las cosas o son número o no son nada. Lo que no se puede computar no existe, por eso el arte y la ciencia no valen nada, precisamente porque su valor es incalculable. No hay ninguna razón que resista el dictado de la matemática. Se calcula el valor de los sentimientos y se conceden indemnizaciones por daños morales; se calculan riesgos y las compañías de seguros establecen sus tarifas; se calcula la intención de voto y los partidos políticos venden su propaganda. Hay quien ha calculado incluso el número de los creyentes que van a salvarse. Supongo que habrá sido necesario conocer la raíz cúbica del volumen del cielo, o algo así.
No tuve más remedio que rendirme a la evidencia, otra cosa hubiera sido pecar de terquedad. El ingeniero me miró como quien mira a un niño que ha depuesto su actitud después de una rabieta y sonrió con un punto no disimulado de sarcasmo. Yo, para salir lo más airosamente posible, comenté –también con inocencia, lo juro- que tanto mejor así, puesto que de este modo se podría recortar del presupuesto un pico nada desdeñable. Esa misma noche recibí una llamada del señor X… Decía que en agradecimiento al interés que me tomaba por la marcha de las obras y como pago al tiempo que dedicaba en su supervisión iba a recibir una prima que me pareció sustanciosa. Eso sí, me rogaba encarecidamente que dejase trabajar a los ingenieros y que me ciñese a las competencias que tenía atribuidas. Es decir: mirar y callar. Qué iba a hacer yo, acepté el dinero y obedecí.
* * *
A las tres de la madrugada de una cálida noche de verano me sobresaltó el zumbido del teléfono. Yo estaba desnudo en la cama, medio dormido, o, por mejor decir, en ese estado de sopor apenas consciente que media entre el sueño y la vigilia, alimentando mosquitos con la ventana del dormitorio abierta de par en par en busca de un imposible soplo de aire fresco. Cuando conseguí desembarazarme de la sábana, que tenía pegada al cuerpo como el sudario de un cadáver enterrado en barro (así de pesada era la atmósfera), corrí a atender la llamada. Ya es alarmante que a uno lo llamen a esas horas, pero si al otro lado de la línea está el ingeniero jefe notoriamente alterado y oyes por detrás los gritos histéricos del señor X…, entonces te asustas de veras.
- Ha aparecido una grieta en las ojivas –creí entender.
Supongo que fue eso lo que me dijo, aunque, como descripción de la realidad, se quedaba muy corto. Sin pensar mucho respondí, como quien se cree imprescindible, que tardaría en llegar el tiempo justo para no presentarme en calzoncillos. Pensándolo mejor, la verdad, no veo qué podría hacer yo allí después de haber sido despojado de toda competencia. Sin embargo, el ingeniero, cediendo a la insistente presión del Señor X…, me apremió casi con violencia.
Hacía un mes escaso que se habían concluido las ojivas y la escalinata que debía subir hasta la cúspide había ganado ya la altura de los pilares. Los círculos del velódromo y la pista pedestre ya estaban explanados, y el estanque, aunque vacío y desnudo, exhibía su forma definitiva. Contemplar el zigurat de lejos impresionaba, pero levantar la vista desde el pie de los pilares y ver perderse la cima entre las nubes era espeluznante. Desde allí parecía de veras que el mundo se movía. Las descomunales moles de los brazos se fundían en las alturas, muy lejos, en un vértice que rasgaba las nubes y que daba la sensación de moverse con su misma velocidad invertida. Sin embargo los pilares permanecían inmóviles, firmes y masivos, sujetos a la Tierra con garras formidables. El efecto visual ofrecía así una paradoja que sólo la razón, prescindiendo de los sentidos más tenaz que orgullosa, resolvía precariamente. En la distancia, el conjunto ofrecía una serenidad, una verticalidad y una estabilidad que podían confundirse con la belleza. Pero desde el pie todo era movimiento. Confieso que nunca pude prever tales consecuencias. Yo era consciente de las dimensiones de la torre, pero no podía serlo de ninguna manera de la distorsión a la que se veía sometido el entendimiento del espectador. Los operarios me aseguraron, y tuve ocasión de comprobarlo, que la estructura se cimbreaba vertiginosamente, azotada por el viento.
Pero ahora había aparecido una grieta, y esa maravilla, mi maravilla, amenazaba con la ruina. La situación era más grave de lo que las parcas palabras del ingeniero jefe habían dado a entender. La fisura había aparecido en uno de los brazos de las ojivas, muy cerca del pilar correspondiente, se abría por momentos y si, como parecía probable, terminaba fracturándose la estructura perdería toda su estabilidad. Nosotros observábamos con prismáticos a distancia prudente, los operarios habían sido evacuados a tiempo y sólo un vigilante había sido alcanzado por un pequeño desprendimiento que le había producido lesiones leves.
-Será mejor demolerla antes de que se venga abajo –dijo el ingeniero jefe, y sus palabras me dolieron más que la puñalada que quiso asestarme el señor X…, que comenzaba a no ser dueño de sus nervios.
-Esa torre era demasiado grande –graznó dirigiéndose a mí, pero al ingeniero le dedicó una mirada fugaz que, no obstante, yo capté y no me gustó nada.
Creo que le pudo la tensión del momento. Si hubiese mantenido la boca cerrada, cosa que los políticos deberían saber hacer cuando conviene, yo no habría recelado nada. No obstante, como sabía que ellos se habían reunido antes de avisarme a mí, sospeché que habían estado hablando y que habían acordado cargar toda la responsabilidad sobre el bisoño arquitecto. Era una maniobra burda y por lo tanto apresurada. El ingeniero debería saber que cualquier estructura equilibrada puede mantenerse en pie a condición de que esté bien dimensionada. La mía cumplía ambos requisitos, y supongo que las modificaciones que introdujo el ingeniero tampoco los quebrantaban. Por dos motivos: el equipo había depositado plena confianza en mis cálculos y en los suyos, además yo había tenido ocasión de revisarlos todos y me convencieron.
El Ayuntamiento decidió abrir una investigación para aclarar el asunto y depurar responsabilidades. No olvidemos que se habían dilapidado una enormidad de fondos públicos y de capital privado. Yo, por mi parte, me puse en manos de un abogado porque, por mucho que le daba vueltas a la documentación de que disponía, era incapaz de establecer quién era el responsable de la ejecución de la obra. Ante la opinión pública
aparecí como un ambicioso novato deseoso de ganar fama con proyectos imposibles y desde las esferas políticas locales se confirmó la intención de convertirme en su chivo expiatorio.
Entretanto, el zigurat se vino abajo. No quiso esperar a que los ingenieros calculasen la carga de dinamita necesaria para su desplome y su colocación exacta. Apenas tardó un día desde que se pudo observar la grieta. Se desplomó primero el brazo de la ojiva que se había visto afectado y después el resto de la estructura, desequilibrada y carente de apoyo. En toda la ciudad se sintió un leve temblor de tierra y se pudo ver una enorme nube de polvo que se elevaba y se expandía en todas direcciones. Cuando se disipó, aparecieron cascotes a varios centenares de metros de distancia, toda la explanada quedó cubierta por una gruesa capa de un blanco sucio que más parecía ceniza volcánica que otra cosa y en el lugar sobre el que se levantaba el zigurat se formó un montículo escarpado de forma casi perfectamente cónica en el que se erizaban, como las barbas de un cadáver, los hierros retorcidos del débil armado. El anfiteatro, las pistas, el estanque y el resto de la explanada se construyeron según mi proyecto, pero el montículo fue cubierto de tierra, sembrado de césped y algún que otro ciprés distribuido de forma que aún no he podido ver, y para mi vergüenza recibió el triste nombre de Monte de la Estulticia. Tengo entendido que una senda asciende en espiral hasta la cima rompiendo el brillante verde con una estrecha, pero bien visible, línea parda. Sobra decir que, aunque ante la ciudadanía yo quedé como el villano de la historia, el incidente acarreó un cambio en el gobierno municipal.
Finalmente mi abogado decidió que a mí no se me podía imputar responsabilidad alguna. En consecuencia, lo único que cabía hacer en mi caso era emprender una campaña pública para limpiar mi nombre y mi reputación. De común acuerdo resolvimos que la mejor estrategia consistía en una compungida confesión acompañada de la devolución de las percepciones irregulares con que me había lucrado y la publicación de mi proyecto final, a fin de que pudiera ser valorado por profesionales independientes. Como, según mi abogado, tampoco se me podía imputar responsabilidad en las variaciones del proyecto, con ello se conseguiría cargarla sobre las espaldas de los ingenieros municipales. El jefe de ingenieros y el señor X…, sobre quienes ya planeaba la sospecha de malversación de fondos, habrían de aparecer como las cabezas a guillotinar.
En efecto, el abogado organizó una rueda de prensa en la que hice una declaración personal previamente elaborada por él y en la que aportamos toda la documentación pertinente. Sin embargo, el señor X… respondió con la publicación de los cálculos de los ingenieros y la publicación de las variaciones introducidas en mi proyecto. Además pidió una auditoría para el esclarecimiento de las cuentas. No hubo sorpresas en cuanto al trabajo de los ingenieros: yo mismo lo había comprobado con anterioridad. Pero la auditoría no reveló ninguna irregularidad. Yo llegué al colmo del ridículo al confesar una falta de la que no había ningún rastro, y el señor X… se querelló personalmente conmigo por difamación e injurias. Para más inri, como causa que explicaba el hundimiento del zigurat, se aportó un informe sismográfico que revelaba la existencia de un pequeño temblor registrado un día antes de haberse advertido la grieta.
La conjunción de todas estas circunstancias, unida a la impericia manifiesta de mi abogado, tuvo tres consecuencias notables. La primera fue que se salvó mi reputación profesional; además se salvó también mi reputación moral, con lo que se cumplieron nuestros objetivos, aunque yo quedé como un imbécil; la tercera fue que sufrí una condena por difamación, con todas las circunstancias agravantes que se pudieron aducir, que me ha tenido casi dos años en prisión. Afortunadamente, sólo me quedan dos semanas. Saldré y volveré a mi ciudad, y podré contemplar las obras ya concluidas, la explanada, el anfiteatro, las pistas y el túmulo bajo el que yacen los restos de mi zigurat. Y su vergonzante nombre.

Tengo trabajo asegurado en el estudio de mi profesor. Me considero un profesional valioso y, lo más importante, él también. Aceptaré, trabajaré anónimamente en proyectos modestos, pero mi intención es emigrar cuanto antes y dedicarme, en cualquier ciudad del sur, a construir chalets adosados en masa, oficio que creo está muy bien remunerado y no ofrece riesgos. Me ampararé bajo el nombre de alguna promotora con solera y evitaré puntillosamente la molestia de tramitar el mínimo permiso, de realizar la menor gestión. Casitas cúbicas, bien alineadas, todas iguales, con algún pequeño añadido capaz de engañar a la vista y quebrar tanta recta. ¡Qué quieren ustedes que les diga!

FIN