sábado, 15 de diciembre de 2012

INDURATOR


En uno de los diálogos de Platón, Sócrates le pregunta a Hipias qué cree él que es la belleza, y el sofista, incapaz de acertar con el sentido de la pregunta, responde que una hermosa joven es bella, o una jaca, o el dinero si viene a espuertas. Incluso una olla puede ser bella. Si le hubiesen preguntado por la blancura habría repondido que fulano de tal posee un caballo blanco, por ejemplo. A pesar de que tales respuestas con claramente insatisfactorias, si ahora alguien me preguntase a mí qué es la velocidad, me vería obligado a responder de manera análoga. "Induráin fue un ciclista veloz", diría. Quizá algunos prefieran la frialdad de una fórmula matemática y se decidan a calcular el cociente entre el espacio que recorre un móvil y el tiempo que invierte en recorrerlo. Pero en el caso que me ocupa, quien haga tal mentiría como un bellaco. Tengo en mi retina, impresa de manera permanente, la imagen del ciclista, y esta imagen, como toda imagen, es fija, no se mueve, por tanto no es veloz. Pero, de alguna manera, "es" la velocidad.
Conservo su imagen absolutamente descontextualizada. De seguro, es una imagen fotográfica, aunque no se trata de una fotografía real. Es, más bien, una foto virtual compuesta de retales o recuerdos de otras. En mi memoria no hay más que un ciclista y su bicicleta. Ni siquiera le acompaña la estela que sin duda deja en el aire y que debería verse en torno suyo como el aura de un ángel. Sólo él y su bicicleta, esa maravilla tecnológica diseñada "ad hominem", sólo útil para su destinatario, prodigio de la ergonomía, la aerodinámica, la estática y la geometría. Toda ella carbono y titanio, un poco de plástico y algo de caucho para los neumáticos, supongo. Un solo milímetro de más en la potencia del manillar, o en la longitud de la biela, una imperceptible desincronización en el cambio, la más leve descompensación en el freno, y al atleta le sería ya imposible aguantar la posición durante la hora que se le exige. Para ello le han dado justamente esa máquina y no otra, una verdadera nave espacial a pedales.
Veo al ciclista ligeramente inclinado hacia su izquierda para compensar los empujes contradictorios en la curva. probablemente, ni siquiera ha girado el manillar, o, en todo caso, habrá sido una porción de arco tan pequeña que su ejecución no puede librarse impunemente a la consciencia. Se necesita la precisión mecánica de un movimiento irreflexivo, casi diría que involuntario, un reflejo. A lo mejor, nada más que la mera voluntad de adaptarse a la curva. Telequinesis. Las piernas las tiene en la posición alterna del pedaleo. La rodilla izquierda en el punto más alto de su recorrido, con la tibia paralela a la barra del cuadro; la pierna derecha no del todo extendida, como mandan los cánones (de todos es sabido que el ciclista no debe hacer oscilar las caderas al pedalear: evitará lesiones y mejorará el rendimiento). En sus músculos se percibe la tensión del esfuerzo, y esos magros volúmenes retorcidos y acerados, brillantes por el sudor y el linimento, nos hablan con silente elocuencia de la potencia de que son capaces. Captadas por la cámara en la precisa fugacidad del instante (¿quién dijo que el presente no existe?, la cámara no sólo lo inventa sino que además lo eterniza) las ruedas, a pesar de girar a siete u ocho revoluciones por segundo, nos muestran todo su detalle, incluso el brillo nítido de los radios de acero de la delantera, los colores del equipo en la lenticular trasera. Igualmente fijas en la imagen, las piernas dejan adivinar su oscilación de émbolos vivos. El torso, apenas oculto por la ceñida licra del maillot, se imagina tenso para absorber y sostener el esfuerzo. Los brazos notablemente flexionados para mejorar la aerodinámica, pero no tanto que perjudiquen la delicada musculatura dorsal. El ciclista ha de tener cuello de toro, pero la espalda sufre por exceso de rigidez. Todo es un sutil juego de equilibrios, esfuerzos y postura. Pura mecánica.
La cabeza del ciclista se ve coronada por un casco de lo más peculiar. Su alargada proyección hacia la espalda es un remedo de estela, o la impresión en la placa movida por una exposición demasiado larga. La imagen de la celeridad hecha kevlar. Bajo el casco, unas gafas oscuras ocultan la mitad del rostro. Asoma por debajo una nariz levemente desigual y una boca que dibuja un rictus elocuente. Es probable que al ciclista le duelan las piernas, pero no hay sufrimento en su rostro: hay tensión y concentración, y quizá también algo de hipoxia. Pero lo que mejor se percibe es la sólida convicción del ciclista de dominar plenamente su situación. Controla la velocidad, las cadencias, los esfuerzos, la postura, incluso sus constantes vitales (no en vano lleva un pulsómetro), calcula el viento y su dirección, e inmediatamente traduce todos esos datos, que en su mente pueden no ser más que una aleatoria sucesión de unos y ceros, a variables como los dientes del piñón, del plato, de presión sobre la maneta del freno. En ese momento todo su mundo se reduce a él mismo, por ello no podemos decir que sea enteramente consciente. El que es consciente se sabe en un mundo, pero para el ciclista el único mundo que existe es el conjunto de sus sensaciones(ése es el término ue usan ellos). A ese respecto, lleva la máxima de Sócrates a su extremo: conócete a tí mismo.Máquina solipsista, el atleta ha de atender al estado de sus piernas, ha de conocer el alcance exacto de sus fuerzas y ha de calcular con gual precisión el gasto de energía que le permitirá terminar la prueba en condiciones óptimas. us respuestas han de ser automáticas. Una leve demora al elegir el desarrollo puede dar lugar a una sobrecarga, a una pequeña asfixia, un incremento de la frecuencia cardíaca, una caloría de más. Todo queda abandonado a la tiranía del cálculo, todo es computación. El atleta es un cyborg.
Indurator no sólo es el prototipo, el primero de la serie, sino que es también el ejemplar más logrado. Con él ha muert el "esforzado de la ruta", el solitario cheposo con el tubular al hombro y su bicicleta del pleistoceno, que se arrastra, más que rueda, por carreteras empedradas y pendientes infernales. Con él ha muerto definitvamente el ciclista en blanco y negro, el solitario, el individuo. La diferencia entre éste y el moderno es la misma que hay entre la épica y la guerra, entre el guerrero y el soldado. Armstrong, por ejemplo (o Contador), es un general, pero no un guerrero Depende de la tropa, y la tropa de él. Sus tácticas son de grupo, con duelos personales reducidos a los últmos kilómetros de la última ascencsión, donde no queda ya nadie tras quien resguardarse. Es el grupo el que cuenta, la colectivdad, el número.
Indurator es la frontera entre ambos mundos. De ambos particpa. Del primero, para culminarlo, cerrarlo y superarlo. Del segundo es el modelo a seguir, el original a imitar. Algo definitivo se ha producido entre ambos, entre los años ochenta y los noventa. O quizá antes pero sólo ahora nos enteramos. Importa saber qué ha sido.

HORMIGAS


Las contemplo a menudo. Lo he hecho durante toda mi vida, siempre que me acercaba al pueblo, de vacaciones o por alejarme siquiera un fin de semana del opresivo asfalto urbano. Se trata de un pueblecito de Palencia, muy cerca de Carrión de los Condes, a un tiro de piedra del Camino de Santiago. El clima es distinto y la vegetación más escasa que en mi tierra de adopción, de modo que puedo observar el suelo sin estorbos. Y allí, sobre la tierra desnuda de los caminos, o en los rastrojos de los campos recién cosechados, incluso en las aceras de las calles y en las terrazas, se dejan ver estos tenaces bichejos, siempre guardando su fila, marchando con un paso más bien poco marcial, silencioso y exacto, desfilando en ambos sentidos en dos columnas paralelas y apretadas.
A la hora de la siesta suelo recostarme en el patio de mi casa, sobre el césped o en la estrecha acera que corre a lo largo de la fachada y que en tantas ocasiones hace las veces de terraza, buscando la escasa sombra y evitando un sol vertical que cae a plomo sobre los mortales, respirando pesadamente el aire sofocante de la tarde, con la vista fija en la doble hilera que corre a mis pies y un libro medio abierto sobre el regazo. Es la hora del sopor, en que no se mueven ni las moscas. Cuando no hay libro, si tengo a mano una pelota (sólo si la tengo a mano, no hay modo de vencer la pereza y levantarse a buscar una), me entretengo en matar hormigas a pelotazos. Es un ejercicio que no requiere mucha atención, basta con acertar sobre la fila, y van cayendo. Una, dos, tres, cuatro, ..., cincuenta y tantas. Luego me aburro y las dejo tranquilas. Otras veces las aplasto de un zapatillazo que suena en el aire quieto como un estallido seco y sin reverberaciones. Matar hormigas es como matar orcos, no crea remordimientos de conciencia y, al contrario de lo que ocurre con los romanos de Obélix, nunca se acaban. En ocasiones me hago la ilusión vana de que la mortandad que genero hace alguna mella en su población, pero sé que me engaño.
Nunca como en la invención de torturas afina tanto el ingenio la especie humana. Y yo, que no puedo permanecer al margen de las inclinaciones específicas, también hago mis ensayos. Un buen día probé a romper la fila de hormigas. Se me ocurrió de improviso, sin pensar. Harto de ver cómo entraban en casa y más harto aún de extremar la limpieza para ahorrarles el motivo, barrí la fila con el pie y caí en la cuenta del desorden que ocasionaba. Me divirtió el fenómeno. La mayor parte de las hormigas desalojadas se pierden, pero al cabo de un tiempo las hileras se recomponen. Así pues, ideé la estratagema de romper de nuevo la fila y permitir que se reconstruyera en otra dirección bloqueando el paso de los insectos con un cartón. De este modo el éxito es algo más duradero, pero no completo. En cualquier caso es cosa digna de verse la inocencia con se se siguen unas a otras. En realidad, las hormigas no van a ninguna parte, son llevadas por la fila con absoluta ignorancia de sus compañeras y se mantienen unidas merced a esa eficaz telepatía química basada en las feromonas. El individuo no existe, sólo cuenta su rastro.
Me ha dado por pensar que la conducta de estos insectos es la prueba más elocuente de la falsedad de esa presunta teoría del Diseño Inteligente. El Diseñador, el relojero, debe ser consciente de cada una de las piezas que componen la ingente maquinaria cósmica y del cometido que les ha cabido en suerte desempeñar. No puede desentenderse de tal modo de sus criaturas porque en ese caso le sería imposible verificar el funcionamiento de la totalidad de su mecanismo. A la omnipotencia divina le cuadra el cálculo infinito de cuanto existe. Recordemos que cuida de todos los lirios del campo, hasta el último y más ajado, y que sin su consentimiento no se mueve uno solo de nuestros cabellos. No vale aducir que la pieza del Reloj no es el individuo sino la especie, porque Dios no crea especies. Dios crea individuos, las especies son creación del entendimiento humano (y una creación bastante imperfecta, por cierto). ¿Cómo, pues, podemos afirmar ahora que en su diseño ha olvidado a cientos de miles de millones de sus criaturas?
También se puede aducir que cuanto ocurre está previsto. Está previsto que yo desoriente a una treintena de insectos, que mate a pelotazos a medio centenar y a otras dos docenas a zapatillazos y que, en fin, me ensañe con ellos y con cuanta alimaña se me ponga a tiro, todo ello ad maiorem gloriam Dei. Se trata sólo de una petición de principio. Sin embargo yo veo que las hormigas viven dejadas de la mano de Dios. Ninguno de los seres que yo he matado cumplen función alguna en el gran engranaje, habida cuenta de que nada ha cambiado tras su muerte, y esto pertenece a la esfera de los hechos y sus interpretaciones. Sencillamente, no contaban para los planes del Creador. "Falsa interpretación", se podrá objetar. Pero cualquier otra interpretación de estos mismos hechos requiere la petición de principio que criticaba, con lo que siempre quedará en entredicho. De las dos tesis que manejamos (que cuanto existe y acontece está prefigurado por Dios, o que las cosas ocurren azarosamente), sólo la segunda se sostiene por sí sola, sin ayuda de ningún principio que la anteceda. Y ello porque decir que las cosas ocurren sin gobierno y no realizar afirmación alguna acerca del gobierno de las cosas es exactamente lo mismo. No decir nada del gobierno es lo mismo que callar acerca del gobierno. No decir es lo mismo que callar.
Hasta el momento ha sido suficiente una pequeña investigación somera. Sugiero, no obstante, que remontemos la doble hilera hasta la boca del hormiguero. Allí, en ese diminuto orificio tras el que nada podemos atisbar, comienza para nosotros el reino de lo desconocido. Si pudiéramos sondarlo a buen seguro nos llevaríamos alguna sorpresa. Veríamos que desaparece la regular pero azarosa secuencia de hormigas, que se convierte ahora en lo contrario: un caótico trasiego de individuos en el que se puede adivinar un orden. Nos veríamos abrumados por un incesante ir y venir, por una actividad frenética gobernada nuevamente por la telepatía química. Tendríamos que adivinar, entremezcladas en una miríada de patas y antenas, la fila de las obreras que salen del hormiguero. La hilera de sentido contrario es más fácil de reconocer, basta con observar la carga. De vez en cuando, una gran hormiga-soldado para defender la actividad (se defiende la actividad, no los agentes). Investigando en las innúmeras cámaras veríamos un sinfín de tristes hormigas castradas (la química de las feromonas lo puede todo) que atienden los huevos de su hermana o madre, la reina. Una considerable hueste de zánganos cuya única misión es fertilizar la puesta pululará en otra cavernícula. En el antro central, a salvo de cualquier invasión, vive la enorme y viscosa reina, repleta de huevos listos para la puesta y eternamente rodeada de hermanas estériles que evacúan los que va produciendo a sus respectivas salas. Tras los túneles más profundos encontraremos las despensas, atiborradas de provisiones y pobladas de una extraña casta de hormigas-odre que retienen en su monstruoso abdomen los jugos azucarados de que se alimenta la colonia.
La de las hormigas es una sociedad de estamentos cerrados en la que los individuos, incluida la reina, carecen de libertad. Viven anulados por la colectividad de la que forman parte como un simple agregado aritmético. La única razón de ser de un individuo cualquiera es completar el cupo de los de su casta. Se entiende que este cupo no es un número exacto. La cantidad de obreras, por ejemplo, está regulada por señales químicas que emite la reina y que no dependen de su albedrío. En el mundo azaroso de los insectos, los excedentes mueren pronto. En consecuencia, ningún individuo, incluída la reina, resulta esencial para la comunidad. Todos, considerados en su individualidad, son elementos fungibles de los que la colonia puede prescindir. El orden y la armonía que se aprecian son pura apariencia. Pertenecen a la categoría de las interpretaciones subjetivas, son de orden puramente estético. Si queremos comprender el funcionamiento de la colectividad deberíamos utilizar el concepto impersonal de equilibrio. La colonia subsiste porque las fuerzas que tienden a su aniquilación y las que tienden a su expansión se han equilibrado. Este equilibrio interno depende de equilibrios externos que, en sí mismos, merecen idénticas consideraciones. Sean cuales sean las circunstancias en que se desarrolla la vida del hormiguero, por drásticos que sean los cambios ambientales a que se somete, siempre se alcanzará un nuevo equilibrio. Incluso si se llega a la extinción total del grupo habremos de considerar el resultado como uno de los estados posibles del sistema, cualitativamente idéntico a cualquier otro. Si, en época de bonanza, la colonia crece, no podrá hacerlo por encima de los recursos disponibles. Todo se reduce a una sencilla cuestión de economía. Cuando se llegue al límite de su explotación se detendrá el crecimiento y se habrá alcanzado un nuevo estado de equilibrio. O, lo que resulta equivalente, se habrá generado un nuevo mecanismo. O bien Dios está continuamente ejerciendo de relojero o bien no ejerce de nada. En estas condiciones, lo inteligente es suponer que no hay ningún diseño.
Me pregunto cuánto de lo dicho puede ser aplicado a los humanos. Colonias en las que se disuelve el individuo han sido ideadas desde antiguo, e incluso algunas -para desgracia de quienes hubieron de sufrirlas- se han hecho realidad. Los interrogantes se nos amontonan en este punto. ¿Significa nuestra individualidad algo fuera de nosotros y nuestro entorno más cercano? ¿Nos podemos considerar -ya sea como individuos o como especie- piedra angular de alguna cosa? ¿Cómo afecta a nuestra libertad el hecho de que el gobierno de nuestras sociedades dependa de manera creciente de la ley de los grandes números? ¿Acaso hay salvación para nosotros? Entre tanta pregunta no puedo hallar más respuesta que la siguiente: Mi individualidad sí que significa algo para mí, y espero que también para mi entorno cercano. No pido más.

jueves, 22 de noviembre de 2012

La novela de Genji, de Murasaki Shikibu



Heráclito de Efeso nació catorce o quince siglos antes que Murasaki Shikibu y a ocho mil kilómetros de distancia. Este dato, ya de por sí elocuente, no debe hacernos olvidar el hecho de que entre los mundos en que el uno y la otra se desenvolvieron se levantan algunas de las cadenas montañosas más altas del mundo, desiertos cuya vastedad nos anonada, los más extensos territorios de nuestro planeta y el mar. Por no hablar de las tremendas diferencias culturales. Un griego que quisiera llegar al Japón debería antes franquear el Asia Menor, el imperio persa -del que tan ajenos se sentían- por su provincia más irreductible, entrar por Cachemira en los inmensos dominios del imperio chino, atravesar el Gobi lamiendo la frontera meridional de Mongolia, cruzar el mar amarillo hasta la península de Corea y, por último, el mar del Japón hasta llegar al Imperio del Sol Naciente. Debería llegar mucho más allá que Alejandro de Macedonia, más que Marco Polo, más que cualquier viajero que se haya aventurado a adentrarse por tierra en lo desconocido, tan lejos como Magallanes lo hizo por mar. Y, sin embargo, pese a esas enormes distancias, ambos -Heráclito y Shikibu- abordan el que probablemente es el único tema que importa: la fugacidad de la vida, el tiempo, la incertidumbre de lo que nos espera incluso a la vuelta de la esquina, la inconstancia de todo acontecer, la futilidad de cuantas cosas nos rodean y la muerte.
De Heráclito "el Oscuro" no nos ha llegado más que algún fragmento de sus obras y algún que otro comentario de varios autores. Pero de Murasaki Shikibu tenemos, que yo sepa, esta sorprendente novela que se desarrolla a lo largo de más de kilo y medio de papel y de tres generaciones de hombres y mujeres pertenecientes a la familia imperial japonesa junto con otros personajes de rango más o menos elevado. La novela transcurre a finales del periodo Heian y abarca un lapso de tiempo de ocho décadas, desde la segunda mitad de nuestro siglo décimo y el primer cuarto del decimoprimero. El término "Heian" alude al nombre de la capital del Imperio -Heian Kyo- durante la época, una época de esplendor cultural, de refinamiento y de lujo. Quizá, mientras en su palacio un noble japonés conversaba con alguna dama tañendo su koto e improvisando poemas, alguno de sus iguales en la oscura Europa agonizaba aterido de frío y comido por los piojos. ¡Qué mundo tan extraño nos pinta la autora, qué distinto del nuestro, qué alejado de los tópicos que finalmente ha impuesto la industria cultural!
La autora era una cortesana de rango medio que, por su posición, conocía bien la vida de palacio. Vivió a caballo entre los dos siglos, con lo que fue contemporánea "sensu stricto" con la ficción que nos narra. De todos modos, queda claro que advirtió la decadencia de su época, porque toda la novela no es sino una extensa y magistral explanación del desmoronamiento de su mundo. A ningún lector medianamente atento podrá pasársele por alto el modo en que, casi inadvertidamente, le va introduciendo en el núcleo de sus pensamientos. Una frase suelta, pronunciada al azar por el protagonista y repetida cual lema publicitario, se revela poco a poco como la idea central de la obra. Aquí se ve transcurrir el tiempo, lo mismo que si nos entretuviéramos contemplando el flujo de la arena de un reloj. El resultado es el tránsito desde un clasicismo casi celestial, despreocupado y eterno , poco menos que un rompimiento de gloria pintado con palabras, a un barroquismo con tintes de auto sacramental, de tragedia calderoniana que sobrecoge al lector y le desgarra por dentro.
Como era de esperar, a estos dos momentos responde la división de la novela en dos partes que Ediciones Destino nos ofrece en sendos volúmenes ( "Esplendor" y "Catástrofe") estupendamente prologada por Harold Bloom y anotada e introducida por Xavier Roca-Ferrer, el traductor.
El protagonista, el príncipe Genji, hijo de un emperador cuyo nombre se omite y de Kiritsubo, una de sus consortes secundarias de la que, sin embargo, está ciegamente enamorado, es desde su nacimiento un niño de increíble hermosura. Kiritsubo muere cuando su hijo apenas cuenta con tres años. Poco antes de expirar, le dedica a su esposo el emperador un poema breve y de belleza lacerante:
Ahora que ha llegado el fin,
me duele en el alma la separación...
Si pudiera elegir, 
tomaría el camino que conduce a la vida.
El poema es premonitorio del sentido que orienta la novela, y también del destino de la existencia humana. Nadie es dueño de elegir el curso de los acontecimientos, los cuales se nos imponen bien por azar, bien siguiendo una ley inexorable que escapa a nuestra comprensión. La vida no es sino una constante sucesión de pérdidas -no otra cosa es el tiempo-, y termina con la mayor de todas. La vida es indigencia de bienes, y la muerte la más grande de las miserias.
Pero en ocasiones ocurre que, por un feliz capricho del destino, se acumulan en un instante las bendiciones que podrían llenar multitud de años. Esto representa la persona de Genji, el "Príncipe Resplandeciente". Genji es fruto del enorme amor que se profesan sus padres y, del mismo modo que -según Platón- los objetos del mundo son copia de ideas, así el niño personifica el vínculo que une a sus progenitores. Sólo que no se trata de la imagen defectuosa de que es capaz un demiurgo en definitiva bastante torpe, sino de la más perfecta que pudiera imaginar un dios todopoderoso. Genji representa la Edad de Oro de donde emanará, tras una serie de degradaciones, la realidad imperfecta y cuasi inexistente de nuestro mundo cotidiano.
A lo largo de la novela se suceden tres parejas de personajes que guardan entre sí un notable paralelismo. Me refiero, en primer lugar, al príncipe Genji y a su amigo de juventud To no Chujo, hijo este último del ministro de la izquierda, a la sazón el cabeza de la poderosa familia Fujiwara, sobre la que recae el poder político durante la era Heian. A este par suceden Yugiri y Kashiwagi, sus hijos respectivos y primos carnales puesto que Yugiri es hijo de Aoi, hermana de To no Chujo. A pesar de ser nieto del viejo emperador, Yugiri no pertenece a la familia imperial porque la filiación -según deduzco- es matrilineal, rasgo cultural harto comprensible si nos atenemos a la promiscuidad sobre todo masculina a que acostumbran los nobles. A Yugiri y Kashiwagi suceden el principe Niou y el general Kaoru. El primero es nieto de Genji, ya que es hijo de la Emperatriz de Akashi (una hija de Genji habida durante su exilio). El segundo es oficialmente hijo de Genji y de su joven consorte, la Tercera Princesa, hija del emperador Suzaku, quien a su vez es hermanastro de Genji puesto que es hijo del viejo emperador y de su esposa principal Kokiden. Sin embargo, lo cierto es que Kaoru resulta ser el fruto de los amores furtivos de Kashiwagi y la Tercera Princesa. De lo dicho se desprende la evidente endogamia entre la familia imperial y los Fujiwara, aliviada por la incorporación de concubinas y amantes de rangos inferiores.
El paralelismo que señalo entre estas tres parejas no es del todo exacto. En efecto se trata de pares sucesivos de amigos, en gran medida emparentados, que señalan las tres generaciones que abarca el relato y que son cómplices y confidentes en sus correrías amorosas. Genji y -sobre todo- Niou son famosos por su afición a la belleza femenina. También Yugiri y Kashiwagi, aunque de manera más recatada. Sin embargo hay entre ellos una diferencia que tiene poco de sutil. Los amores de Genji, con la excepción de sus relaciones con Yugao, son serenas y de carácter constructivo. Genji es un hombre de increíble apostura y gracia, y elige a sus amantes en ocasiones entre estratos sociales alejados del suyo, pero siempre buscando en ellas una belleza que trasciende lo puramente físico. Sus criterios atañen al refinamiento, a la educación y sensibilidad de la dama, a sus aptitudes para la música, la poesía y las artes. También a su habilidad social, su acierto para comportarse en cualquier situación tal como las circunstancias requieren (y para las damas las exigencias son estrictas). Persigue con denuedo la perfección, el ideal de la feminidad. Si, a la postre, la lista de sus amantes es tan extensa, ello se debe, sin duda, a que abundan las damas que satisfacen sus requisitos, en tanto que sus descendientes han de limitar sus atenciones a muchas menos. El amor que brinda el Príncipe Resplandeciente educa y ennoblece a su amante, le garantiza una posición respetable y seguridad en el aspecto material de la existencia. Y, aunque sus mujeres no le dan hijos en la medida que él deseara, todos sus vástagos -varones y mujeres- alcanzan en grado sumo lo que un griego denominaría la "areté".
El caso de Yugiri, y también el de Kashiwagi, es un tanto divergente. Yugiri se enamora desde la infancia de su prima Kimi no Kari, que es hija de To no Chujo, y tras vencer las reticencias de su tío se casa con ella. La dama no reúne cualidades excepcionales, pero el matrimonio es notable por la serenidad que acarrea a los cónyuges y por la fidelidad del esposo. Sin embargo, tras la muerte de Kashiwagi, Yugiri confunde sus deberes para con la viuda de su amigo con una pasión no del todo "comme il faut". Ello ocasionará tensiones con su primera esposa, aunque el trío alcanzará finalmente una estabilidad que yo calificaría de mediocre. Por su parte, Kashiwagi matrimonia con la princesa Ochiba, la segunda hija del emperador Suzaku. Pero cuando le es dado contemplar, por descuido de la dama, a la Tercera Princesa durante una visita al palacio de Genji, queda prendado de ella. La consumación de esta pasión, que no es otra cosa que una violación consentida, sumirá a Kashiwagi en una depresión que lo habrá de llevar a la muerte poco después. La joven consorte de Genji, avergonzada por su falta, se tonsurará y entrará en religión. Fruto de este amor clandestino nacerá Kaoru, a quien, de todos modos, Genji reconoce como hijo propio.
La tercera generación de la novela está representada por el propio Kaoru y el príncipe Niou. Ambos evidencian en sus personas la estirpe de la que proceden, apuestos como son, elegantes, refinados y sensibles. Niou es un mujeriego cuya fama de conquistador deja pequeña a la de su abuelo Genji. Por su parte, Kaoru es un hombre reflexivo y reservado que parece vivir al margen de las pasiones carnales. Si podemos calificar de serenos a los amores de Genji, y quizá de desordenados a los de Yugiri y Kashiwagi, los que protagonizan Niou y Kaoru son abiertamente turbulentos, y acarrearán consecuencias funestas. La combinación del arrojo del uno y del retraimiento del otro destruirá completamente a sus respectivas enamoradas y las arrastrará a una dramática vorágine de acontecimientos luctuosos. Oigimi, de quien Kaoru está locamente enamorado, morirá presa de una fulminante depresión que le ocasiona precisamente el ser el objeto de semejante amor. Naka no Kimi, su hermana menor, a pesar de ser su favorita, ha de conformarse con ser segunda esposa de Niou. Ukifune, hermanastra de ambas, apresada entre las pasiones rivales de los dos amigos, será la víctima de una tragedia digna de Shakespeare.
Un detalle, poco más que una sutileza, contribuye a acentuar el sentido descendente de la trama. Durante la primera parte de la novela, mientras nos refiere los amores de Genji, la autora se muestra como una maestra de la elisión. Su técnica narrativa es, en este sentido, tremenda y sorprendentemente cinematográfica. En medio de una sensualidad y una delicadeza sin límites, el lector ha de adivinar, escondidas entre los pliegues del relato, las numerosas escenas eróticas que lo salpican. No es que en la segunda parte tales escenas sean explícitas, que no lo son, pero sí son mucho más crudas. Un Genji ya maduro y próximo a su declive yace desnudo con Tamakazura, hija de Yugao y To no Chujo, aunque el estupro no pasa del grado de tentativa. Por primera vez una dama declina los ofrecimientos amorosos del Príncipe Resplandeciente. Este episodio señala, según creo, el modo en que hemos de interpretar los protagonizados por Kaoru y Niou. Hemos de asociar la delicadeza del relato con la gloria de la juventud de Genji. A la necesaria decadencia que le sigue le corresponde otra cosa.
Es propia de la eternidad la ausencia de tiempo, todo en ella es simultáneo, estático y nada extático. La gloria es eterna y cualquier movimiento la excede, sale necesariamente de ella y supone una caída. En el apogeo de su esplendor Genji vive de manera atemporal. Cuanto le ocurre no alcanza a alterar su carácter ucrónico y el relato transcurre con ritmo apacible. Las "innumerables lágrimas que empapan las mangas de su uchiki" son más un recurso para ablandar la resistencia de una amante esquiva que una manifestación de dolor. Genji vive como un dios olímpico, gozando de sus diosas de manera despreocupada y ajeno al devenir del mundo. Incluso el éxtasis amoroso es obviado, se le oculta al lector porque no aporta nada para la construcción del personaje.
Pero el cénit de su gloria llega pronto. Tras su exilio, coincidiendo incluso con la etapa en que mayores honores recibe por parte del emperador Suzaku, su hermanastro, dolido contra sí mismo por la severidad del castigo impuesto a Genji, el Resplandeciente inaugura su decadencia. Se le honra con cargos y prebendas, pero también se le acumulan los quehaceres. La vida de la corte, las obligaciones ceremoniales, su entrada en política, la asunción de los más altos cargos del estado, todo ello le impele a entrar en el tiempo. Es entonces cuando comienza a caer en la cuenta de la futilidad de lo humano. El tiempo se le desboca y le falta. Necesita cada vez más ese espacio que antaño dedicaba al ocio y a los refinamientos cortesanos. La idea de tonsurarse y entrar en religión le asalta, pero aún -se dice a sí mismo- le atan muchas obligaciones. Al final de esta etapa coinciden la traición de la Tercera Princesa y Kashiwagi, su retiro y la muerte de su esposa Murasaki. Por fin, Genji, el Principe Resplandeciente, ha sido derrotado por el tiempo, y el episodio de su muerte o ha sido omitido o no nos ha llegado.
Ninguno de sus descendientes disfruta de la beatitud de su primera juventud. Desde el principio, sus respectivos deberes dificultan los amoríos de Niou y de Kaoru hasta el punto de encaminarlos a la catástrofe. Cuanto intenta Kaoru para atender a las huérfanas del príncipe Hachi es un fracaso. Niou desposa con Naka no Kime, pero Oigimi, de quien Kaoru está enamorado, muere de obstinación al negarse a admitir su destino. Y la historia parece repetirse con Ukifune. Genji se había ganado el amor de su esposa Murasaki apartándola del mundo para esconderla de la predación de amantes rivales y educarla y moldearla según su criterio de perfección femenina. Y el resultado fue un esplendoroso éxito. El príncipe Hachi hizo lo propio con sus hijas sólo por temor del mundo, y Kaoru lo repite con Ukifune para apartarla de los requerimientos de Niou. pero en estas ocasiones el resultado es trágico. Convencido del carácter precario de la existencia, la máxima aspiración de Kaoru desde muy joven es hacerse monje, pero de su vocación le aparta el amor de Oigimi y después de Ukifune. Pero todo se le escapa de entre las manos como se le iría la arena entre los dedos. Los acontecimientos se desarrollan más rápidamente de lo que él puede prever, de modo que sólo advierte cómo los males se suceden sin ley aparente que los gobierne. Heráclito afirmaba que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, pero Ukifune no ha podido suicidarse en el Uji ni siquiera una. El Uji, ese río que es protagonista de toda la segunda parte de la novela. La sentencia de Kaoru al final del antepenúltimo capítulo resume todas las tribulaciones humanas:
Observo la efímera
posándose en mi mano...
Aquí está, me digo,
cuando ya no está.

lunes, 12 de noviembre de 2012

El pecado de ser judío. "Los perros y los lobos", de Irène Némirovsky.


Hoy voy a cometer un pecado contra mí mismo. Un servidor ha adoptado la costumbre de comentar libros sólo cuando puede referirse a ellos para hablar de lo que le interesa. Con ello ,en la práctica, estoy descartando aquellas obras que no me han interesado y también, por supuesto, las que no me han gustado. En una ocasión declaré que lo que quiero que me revele una reseña es de qué modo la acogió e interpretó el lector, "qué resortes de su inteligencia y de su ser puso en marcha", qué pensaba mientras la leía. A la vista de estas consideraciones quizá no sea tan grave mi pecado. Voy a tratar de usar un lenguaje no excesivamente insidioso. Esta novela que ahora nos ocupa no me ha gustado, me ha desagradado en algunas ocasiones, he llegado a sentir hacia ella un vivo rechazo. Dicho de otra manera: me ha escandalizado. Estas líneas no son más que un ensayo, un intento de aclarar por qué una novela que está muy bien escrita, sin duda un buen texto en el que la autora se expresa a sí misma -que en definitiva es el objeto de cualquier texto- y lo consigue, un relato del que de ninguna manera se puede decir que haya fracasado, me ha disgustado de esta manera.
No tanto por ceder a la costumbre, si no más bien por considerarlo necesario para mi argumento, he de dedicar algunas palabras a la autora. En absoluto está de más. Las dos únicas obras que de esta autora he leído ("Los perros y los lobos" y "Suite francesa") poseen un marcado carácter autobiográfico explícito, evidente. Y, lo que ahora me interesa más, en la primera -la que comento- se advierte un elemento autobiográfico implícito, no evidente. Entre sus páginas alienta lo que probablemente es el pliegue más escondido del espíritu de los hombres, aquello que más difícilmente se revela, el secreto más guardado. Hay quien se ama demasiado y quien se odia demasiado. Yo he llegado a la conclusión -y no soy el único (véase el prólogo de Myriam Anissimov a "Suite Francesa")- de que nuestra autora no se soporta, se aborrece. A ella misma y al grupo humano al que, para su pesar y su desgracia, pertenece.
Irène Némirovsky era judía, y con esto ya se dice mucho. Según reza en la solapa del libro que me ocupa, nació en Kiev en 1903 y murió en Auschwitz en 1942. Se trataba, por lo tanto, de una judía ucraniana emigrada a París, junto con su familia, a tiempo de escapar de la revolución rusa del 17. Perteneciente a la alta burguesía rusa, su vida en Francia se desarrolla en los ambientes más refinados, entregada a un libertinaje desenfadado, frívolo, superficial e incluso casquivano. Todo ello, quizá, consecuencia de una infancia desgraciada y el desarraigo de una emigrante que se siente extranjera en todas partes. O porque ése era el modo de vida de las clases pudientes de la década de los veinte en París. (En cualquier caso, podemos advertir una descomunal desmoralización personal y colectiva). Se licencia en Letras en La Sorbona, escribe, publica y, a juzgar por lo poco que he leído de ella, se gana una merecida fama.
Nuestra Irène es, en efecto, una judía triste, pero de ningún modo una triste judía. Entre las dos obras que de esta autora he leído, y que he citado antes, encuentro una diferencia que no puedo ignorar ahora. "Suite francesa" es también una novela autobiográfica, en ella podemos encontrar al menos un atisbo de la peripecia personal de la escritora, de su huida de París ante la invasión -y posterior represión- nazi, pero aquí abandona la temática judía. Sus protagonistas son un matrimonio católico francés que pertenece a la burguesía modesta, acomodada pero no encumbrada, de París. En realidad, lo que narra no es la desgracia personal de una apátrida, sino la desgracia nacional de la Francia invadida. Toda ella hace pensar en una autora por entero integrada en el país en que vive. Al leerla no pude evitar compararla con otro autor judío al que descubrí poco antes, éste austríaco. Me refiero a Stefan Zweig. El vienés se sabe vienés, austríaco, europeo. En "El mundo de ayer" dedica a la empresa de destacar la contribución judía a la cultura europea y universal muchas páginas en las que se adivina el doble orgullo de pertenecer a ambas tradiciones, que él identifica. Zweig es un autor luminoso en su estilo y en su espíritu, aunque, aparte de la obra citada, lo que he leído de él no me ha convencido demasiado. Por el contrario, en "Los perros y los lobos" Némirovsky ni es ucraniana ni francesa. Ni rusa ni europea. Es una judía despatriada extraña en todas partes para quien la única adscripción genérica, gentilicia, se reduce a la filiación a una raza caricaturizada por ella misma y vilipendiada también por ella hasta el extremo.
La novela narra la historia de una familia ucraniana, los Sinner, perteneciente a la miserable burguesía del gueto judío de la ciudad de la que son originarios, cuyo nombre no se cita, pero que está emparentada con unos miembros de la más alta y acaudalada burguesía rusa: los Sinner ricos. Un progrom local cruza la vida de ambas familias, hasta entonces separadas por el muro de las diferencias propias del status, y la revolución rusa les obliga por igual a una emigración forzada a la que por entonces era la capital del mundo civilizado: a París. Nuevamente separados por insalvables diferencias sociales, la obstinación de la protagonista volverá a entrelazar la vida de ambas familias. Toda la acción se encaminará hasta su fin animada por esta misma obstinación y por el ansia de venganza, el resentimiento y la avaricia de otro de los protagonistas. También por la persecución de un amor cuyo concepto mismo es enfermizo y que enlaza de un modo que me atrevo a calificar de monstruoso al trío en torno al cual se desarrolla el argumento.
Los dos amantes de Ada Sinner, la protagonista, son en realidad las dos caras de una misma moneda. La autora acentúa el parecido físico de estos dos parientes lejanos que aman a la misma mujer. El uno, el primo carnal y marido legítimo de Ada, es pobre y ha de sobrevivir al abrigo de las grandes fortunas ganándose el sustento y la confianza de sus mentores con sus servicios de intermediario. Se trata de un hombre despiadado y rencoroso a quien el éxito no puede hacer olvidar su origen miserable ni cierta querencia difícil de explicar que le empuja constantemente hacia él. Esta fuerza atávica quizá pueda conceptuarse como el carácter de la raza, forjado durante casi dos milenios de exilio y marginación. El otro, Henry (tocayo, por cierto, de un antiguo enamorado de la Némirovsky y de quien quizá sea un trasunto literario), se siente atraído por la nieta del primo carnal de su abuelo porque advierte en ella sus propias raíces y reconoce las fibras de las que él mismo está hecho. Dos circunstancias distintas, una misma naturaleza.
El concepto de "carácter nacional", o de la raza, es de origen freudiano (también Freud es judío) y alude al modo en que la presión externa de la sociedad -el "Ello"- moldea el temperamento natural de los individuos. La protagonista, Ada Sinner, encarna dos rasgos del carácter judío que la autora destaca con claridad: la obstinación y un cierto anhelo de grandeza espiritual que encuentro particularmente difícil de calificar. Zweig, a quien ya he citado, afirma que "el deseo propiamente dicho del judío, su ideal inmanente, es ascender al mundo del espíritu, a un estrato cultural superior" ("El mundo de ayer", cap. 1). El éxito económico es sólo el medio de lograrlo. No he podido evitar recordar estas palabras mientras leía la novela de Némirovski. Eso es lo que Ada ve en la figura de Henry, que -no lo olvidemos- es la misma persona que Ben, su marido, pero en ese peldaño ya más elevado. Henry representa la materialización del "sueño de cualquier judío".
Pero Ada añade una tercera nota al carácter nacional de su raza. Quizá haya que explicarla afirmando que el judío desconoce la idea de la redención, para él solo existe la caída. El pueblo de Israel está condenado y cualquier movimiento ascendente ha de ser necesariamente contrarrestado por una nueva caída aún más dolorosa. Al fin y al cabo cualquier judío es descendiente de usureros, de truhanes, de quincalleros, comerciantes de ventaja a la caza de cualquier ganancia. Eso son los abuelos de Henry, lo mismo que Ben, con su aspecto frágil, su mirada aviesa, su característica nariz y su enorme usura. Ada siente que es ella la que arrastra al abismo a su amante, ella y su marido, pero todo está descrito en una atmósfera de necesidad trágica. La caída era inevitable porque el pecado es la piedra clave del carácter nacional. Eso es el pecado original, la idea más venenosa, la mayor blasfemia contra la humanidad. En mi opinión, se trata de la primera idea totalitaria de la historia porque, lejos de conceder importancia a lo que cada individuo haga de sí mismo, prima su pertenencia a una colectividad en lo tocante a la calificación del sujeto. Por primera vez, que yo sepa, prima la totalidad frente a la personalidad.
Esta novela se publicó en 1940, en medio de la represión nazi contra los judíos de toda Europa y a las puertas mismas de la "solución final" y no es difícil encontrar en ella una explicación -y por tanto una justificación del holocausto. No creo que haya sido esa la intención de la novelista, pero el hecho de que se haya hecho eco con semejante exactitud de los argumentos antisemitas que estaban en boca de todo el mundo nos da una idea de las causas, probablemente inconscientes, que obraron en beneficio del hecho indiscutible de la ausencia de toda resistencia , por lo menos de resistencia organizada, a la salvaje represión y posterior exterminio de tantos millones de judíos.

sábado, 3 de noviembre de 2012

¿De verdad está todo permitido? Los Hermanos Karamázov, de F. Dostoievski


Me había propuesto no comentar novelas. No por prejuicio contra el género -al contrario: soy asiduo lector- sino por mi inveterada costumbre de no atenerme a cánones establecidos, ni siquiera a guiones o esquemas. Cuando alguien me habla de una obra, lo que espero que me diga, antes que cualquier otra cosa, es qué pensaba mientras la contemplaba (o la leía), qué reflexiones le suscitó, qué resortes de su inteligencia y de su ser puso en marcha. Se entiende que yo, por mi parte, trato de hacer lo propio. Leer es un trabajo casi tan creativo como escribir (aunque, desde luego, algo más fácil) y el lector ha de darnos noticia de sus afanes. El problema es que, a menudo, el resultado de este empeño no es precisamente una opinión sobre un libro, y de ahí viene mi reticencia. A pesar de lo dicho, tras la relectura de "Los hermanos Karamázov", de F.M.Dostoievski, olvidaré por un instante mis principios, los retomaré inmediatamente para castigo del infortunado lector, y cederé después a la tentación de escribir sobre esta extraordinaria y deslumbrante novela.
Dostoievski la escribió entre los años 1879 y 1880, y la fue publicando por entregas en la revista "El Mensajero Ruso". El argumento, que hace las delicias de todo buen freudiano, es aparentemente sencillo: los celos de un hijo (Dmitri Fiódorovich Karamázov), militar reservista de costumbres disipadas y carácter violento, hacia su padre (Fiódor Pávlovich Karamázov) a causa de una mujer (Grúshenka) a la que pretenden ambos. Media una querella entre padre e hijo por la herencia de la madre de Dmitri, primera esposa de Fiódor, que, según el hijo, le corresponde recibir. Fiódor Pávlovich tiene otros dos hijos de su segundo matrimonio, también huérfanos de madre, Iván y Alexei, a quienes conocemos al comienzo de la novela por coincidir todos ellos en la ciudad donde reside el padre y donde se desarrolla la acción. Iván es un aventajado estudiante de filosofía, un intelectual. Alexei es novicio en el monasterio local, bajo la tutela del stárets Zósima, un anacoreta que vive en el monasterio y que goza fama de hombre sabio y santo. Junto a los descritos, cabe comentar la presencia de otros dos personajes importantes: Katerina Ivanovna, la prometida de Dmitri a quien éste traiciona tras enemorarse de Grúshenka, y Smerdiakov, hijo bastardo de Fiódor Pávlovich empleado como sirviente en su casa.
La trama, en apariencia sencilla aunque no del todo lineal, se desarrolla en torno a las circunstancias del asesinato de Fiódor Pávlovich, de la acusación contra su hijo Dmitri, su juicio y su condena. No obstante -creo recordar- hay al menos tres episodios de suma importancia que la interrumpen. Me refiero en primer lugar al capítulo en que se narra en primera persona la vida del stárets Zósima, a otro en que se nos da cuenta de un poema de Iván Fiódorovich titulado "El Gran Inquisidor" que está precedido por la entrevista que éste mantiene con su hermano Alexei, y a otro posterior -casi al final de la novela- en que se narra la larga conversación que Iván mantiene con el Diablo durante un acceso de delirios febriles que le aquejan tras la muerte de su padre. Intercalada entre otros asuntos a lo largo del relato, Dostoievski nos da cuenta de la circunstancia familiar de Sneguiriov, un reservista que vive casi en la miseria, borracho depresivo, a quien Dmitri ofende, borracho también él, en una de sus frecuentes y estrepitosas curdas. Creo que conviene mencionar también las conversaciones en casa de Fiódor Pávlovich entre el padre, los dos hijos menores y el criado Smerdiakov. También hay que hacer mención de un personaje secundario -Rakitin- , un miserable e intelectual nihilista, cuya catadura moral es más bien rastrera y que supone una alternativa al dipolo que integran Ivan y Alexei.
Maravillosamente entrelazados en la trama, Dostoievski trata tres temas capitales: el mal, la libertad y Dios. Como burlándose de ellos, Fiódor Pávlovich plantea el dilema de la existencia o inexistencia de Dios a sus dos hijos menores. Es cosa clara que al viejo libertino en realidad no le interesa la cuestión, pero pregunta movido por el divertimento superficial de contemplar la divergencia entre los hermanos. Iván responde que no hay Dios, Alexei afirma lo contrario. Lo interesante es que muy pronto, en conversación con Smerdiakov, Iván obtiene la conclusión natural de su negación: "Si Dios no existe, entonces todo está permitido" (adviértase la forma condicional del enunciado).
Que Dios no exista supone para Iván lo que la muerte de Dios es para Nietzsche, aunque con dos salvedades importantes: la primera, que en la novela Dostoievski ciñe el asunto al plano moral; la segunda, que Iván no es capaz de asumir su nihilismo y erigirse en un creador de valores. El papel de Dios como garante, como fuente y como razón de ser de la ley moral es semejante en ambos autores, pero la consideración de la muerte de Dios les separa. Aunque Iván Fiódorovich Karamázov es un nihilista, Dostoievski no lo es. Que Iván es nihilista queda claro tras su consideración del problema del mal. Que Dostoievski no lo es se hará patente en el desarrollo de la novela, aunque el autor lo anticipa eligiendo explícitamente a Alexei como protagonista. El novelista parece empeñado en discutir el aserto de su personaje, bien negando el consecuente (recuérdese su forma condicional) -esto es: negando que dios no exista-, bien negando la relación de consecuencia mediante la consideración de una tercera vía que le sitúa en posiciones cercanas al existencialismo: afirmando la libertad radical del ser humano.
En capítulo tercero del libro V se cuenta la entrevista que los dos hermanos menores mantienen con el fin de conocerse mutuamente. Ambos han vivido separados desde hace años y ese lapso, a su edad, supone casi toda la vida. Iván pretende explicarle a su hermano qué clase de hombre es, qué piensa, cuál es su manera de contemplar la vida. Necesita aclarar por qué la vispera declaró ante la pregunta de su padre que Dios no existe. Iván se muestra perturbado por el problema del mal y, aunque su argumento no es directo, lo aborda del modo clásico: el mal es una objeción contra la existencia de Dios. El problema se formuló en la antigüedad, la tradición lo pone en boca de Epicuro al atribuirle un fragmento que después David Hume repetirá en sus "Diálogos Sobre la Religión Natural" y que reza así:
"¿Es que (Dios) quiere evitar el mal y es incapaz de hacerlo? Entonces es impotente. ¿Es que puede pero no quiere? Entonces en malévolo. ¿Es que quiere y puede? Entonces, ¿de dónde proviene el mal?"
Me interesa hacer notar dos cosas. En primer lugar, la estructura condicional del fragmento. Hume infiere la negación de los atributos de Dios a partir de la existencia del mal. Sin embargo, ocurre que a Dios le conocemos por sus atributos. Luego Hume niega a Dios. "Si hay mal en el mundo, entonces Dios no existe", viene a decirnos. La cuestión se complica cuando tomamos el aserto del empirista referido al mal que deriva de las acciones humanas, al mal moral, que es el modo en que Iván Karamázov la aborda. Iván no plantea la cuestión de un modo tan explícito. Puede admitir, incluso, que haya Dios, pero no puede aceptar su gloria. Al final de los tiempos, dice, todo sufrimiento, toda contradicción, se verá justificada. Se mostrará necesaria , pieza clave en el desarrollo del vasto plan divino. Pero, observa nuestro personaje, hay una ingente cantidad de mal gratuito, innecesario, absurdo, no redimido, incluso bien visto. Y es este mal el que le lleva a rechazar la gloria final. Pero rechazar la gloria final equivale a negar el fin de la Historia, con lo que ésta deviene absurda. Exactamente lo mismo que si no hubiese Dios. En definitiva, también Iván infiere que Dios no existe a partir de la realidad del mal.
Por otra parte, ceñirse al mal moral es ambiguo. El condicional al que aludía antes se convierte en dos condicionales: "si el hombre desobedece la ley moral, entonces Dios no existe"; o bien "si no hay ley moral entonces Dios no existe". En el primer caso se nos plantea la cuestión de la libertad del hombre, a quien se supone lo suficientemente dueño de sí para elegir entre una u otra opción. Pero la cuestión en sí depende de si hemos establecido o no la existencia de una ley moral. Este es el dilema que importa: si no hay ley moral entonces Dios no existe. O, lo que es lo mismo: si todo está permitido entonces Dios no existe. Tanto Epicuro como Hume e Iván Fiódorovich Karamázov han establecido como hecho primero e incontrovertible la existencia del mal, y como consecuencia la ausencia de Dios. La existencia del mal es empíricamente verificable -lo hace Iván durante la entrevista con su hermano-, el nihilismo es su consecuencia.
Tengo la impresión de que esta novela es una confesión de fe por parte del autor. Confesión incondicional, contra viento y marea, a pesar de lo que sea. Lo digo porque ese condicional que habíamos visto en Epicuro y Hume, y que nos habíamos empeñado en atribuirle también a Iván, es distinto del que Iván propone a Smerdiakov. El sentido del condicional es el opuesto en ambos asertos. El primero nos dice: "si todo está permitido, entonces Dios no existe". El lema que se repite a lo largo de esta obra es. "si Dios no existe, entonces todo está permitido". En pura lógica, no es posible el paso del uno al otro sin caer en la denominada "falacia de afirmación del consecuente". Según mi interpretación, Iván se atiene a ambos. Así pues, o incurre en la falacia -cosa que no podría pasar desapercibida a un aventajado estudiante como él- o identifica antecedente y consecuente, con lo que transforma el condicional en un bicondicional. En lo sucesivo, me atendré a este supuesto. Dios no sólo es el garante de la ley moral, es su substancia misma. Sin ley moral no hay Dios, y viceversa, sin Dios no hay ley moral. Ahora bien, cualquiera que haya leído la novela tendrá que percatarse de cómo el asesinato del padre repugna a Iván hasta hacerlo enloquecer. No todo está permitido, en este caso, y, siguiendo el argumento lógico, Dios existe.
Que el asesinato horroriza a Iván es indiscutible. Sólo hay dos posibles culpables: Dmitri o Smerdiakov. Si el asesino fuese Smerdiakov parte de la culpa tendría que asumirla el propio Iván por haber sido él quien le aseguró al ignorante hermanastro que todo está permitido (primero afirma que dios no existe y después dice que si no existe todo está permitido). Si mantiene viva la sospecha sobre Dmitri es para eludir su propia responsabilidad. También Iván odia a su padre y desea su muerte. Al fin y al cabo, el propio Fiódor Páulovich ha impedido el desarrollo en sus hijos del amor filial cuya carencia todos consideramos contra natura. Lo que le diferencia a Iván de Smerdiakov lo señala Alexei con prístina claridad: "Tú no has matado", le dice a su hermano. Iván acata la ley moral, Smerdiakov decide no tenerla en cuenta, y a eso se reduce toda la cuestión.
El punto de vista de Alexei, con el que creo que se identifica el autor, es al fin coincidente con el de su hermano, pero curiosamente distinto. La premisa de Alexei es diametralmente opuesta a la de Iván: Dios existe. Por tanto, siguiendo el argumento de Hume, no todo está permitido. Lo que ocurre con Alexei es que no cree que el mal sea incompatible con la existencia divina. Al contrario, Alexei se pregunta por la procedencia del bien. También él posee su lado positivista y puede constatar empíricamente la presencia del bien en el mundo. Esta constatación nos la ofrece Dostoievski en el relato biográfico del anacoreta Zósima y, sobre todo, en el episodio de la muerte del hijo de Sneguiriov, Iliúshechka, que de manera tan elocuente cierra la novela. El secreto argumento de Alexei podría formularse como sigue: "Si Dios no existiese, no habría ningún bien sobre la Tierra; pero vemos que no todo es malo, que el mal no protagoniza toda la realidad; en definitiva, Dios existe". Es sorprendente el hecho de que ambos hermanos se atienen al mismo lema (si Dios no existe, entonces todo está permitido). Lo que les diferencia es algo previo al lema, el pesimismo desesperado del uno y el optimismo esperanzado del otro. Entre ambos fluye la corriente de la libertad del hombre para acatar o no la ley moral.
La indudable presencia del bien redondea el concepto de Alexei -y de Dostoievski- acerca de Dios y nos permite establecer la diferencia con el de Iván. Esta diferencia explicará el nihilismo al que se aboca el intelectual. Iván ha olvidado considerar el bien que -en mayor o menor medida- es posible encontrar en el mundo. Su concepto de Dios no difiere mucho del protestante, se trata de un ser terrible con el que el hombre no tiene punto de comparación y al que rechaza de plano. Alexei, por el contrario, considera el amor de Dios hacia las criaturas, que es la fuente de donde emana el bien. Esto le acerca a la concepción católica, pero no le identifica con ella: la Iglesia Católica ha transformado el amor en caridad (es decir: la vertiente mundana del amor divino, la posibilidad que ofrece en el terreno práctico de la vida), en tanto que nuestro personaje se atiene eminentemente a la esperanza de salvación que nos abre. Esta diferencia básica entre las dos confesiones cristianas se explica en el poema de Iván "El Gran Inquisidor". La Iglesia Católica, gracias a su vocación secular, traduce el amor en caridad y la caridad en acción política. En consecuencia, administra la libertad de sus fieles y les libera de su radical responsabilidad. Y ésta es una cuestión -la de la libertad- que no deseo pasar por alto.
Se trata de un concepto cristiano. Y antes que cristiano, judaico. Adán y Eva ganaron la libertad el mismo día en que probaron del fruto del árbol del Bien y del Mal. Cuando adquirieron la ciencia del discernimiento y perdieron el Paraíso entonces fueron libres para elegir. Se liberaron de las cadenas de la naturaleza, de la determinación instintiva, de la inocencia tribal, de las costumbres de la horda. Hablando en términos modernos, su conducta ya no fue cuestión de etología sino de ética. Ni siquiera la obediencia a una ley ancestral proporciona el grado de libertad que postula el cristianismo. La libertad, nos dice Iván en su poema, supone la adhesión incondicional (es decir: por encima de cualquier interés personal) a una ley moral aprehendida en la intimidad del propio espíritu, es conciencia. Cada acto de elección nos define como personas frente a la ley, y nosotros no tenemos más guía que la propia conciencia, la rectitud o el desatino de nuestro juicio personal. Ni siquiera nos es dado calcular las consecuencias de nuestros actos más allá de lo inmediato. La libertad, para el común de los mortales, es un regalo envenenado. No es un don, es una carga.
Iván queda desarmado por el peso de su carga (no olvidemos que su carga es haber deseado la muerte de su padre). Los católicos, piensa, pueden ceder su libertad y su responsabilidad al inquisidor, pero un ruso no puede. Y, para colmo, el mismo diablo se le aparece y y le atormenta con sus insidias. "¡Te riges sólo por nuestra tierra de ahora! -le dice la aparición-. Pero la tierra de ahora puede que se haya repetido ella misma un billón de veces. Se extinguió, se cubrió de hielo, se resquebrajó, se hizo añicos, se desintegró en los elementos constituyentes, de nuevo el agua sobre el firmamento, de nuevo el cometa, de nuevo el sol, y del sol la tierra: este desarrollo se ha podido repetir infinitamente, y todo lo mismo, hasta el último detalle." He aquí, un año antes de la publicación de la "Gaya Ciencia" por F.Nietzsche, el pensamiento del eterno retorno. Y con este pensamiento, junto con el deseo, irredento y no cumplido, de matar a su padre, ha de vivir el joven ateo. No mil, sino infinitas veces repetido, infinitas veces incumplido, infinitas veces irredento.
También Dmitri deseó la muerte de su padre, aunque no lo mató. Para él, sin embargo, hombre sencillo y menos instruido que su hermano, es suficiente para purgar su pecado el soportar los sufrimientos del presidio. Sufrir, aunque sea injustamente, le libera de su culpa. Incluso puede bastar el hecho de haber aceptado el castigo. Por su parte, Alexei predica activamente el amor como vehículo de salvación (es decir: de redención). No importa cuánto pueda llegar a pervertirse un hombre, pues siempre podrá recordar que una vez amó y fue bueno. Lo mismo que un solo hombre justo basta a la clemencia divina, un solo acto justo alcanza para la salvación. Precisamente con este pensamiento de Alexei, expuesto a los amigos de Iliúshechka poco después de su entierro, concluye la novela.

¿De verdad ha muerto la filosofía? El Gran Diseño, de S. Hawking



Es sabido que la divulgación científica no goza de buena prensa (el propio término "divulgación" -esto es: "vulgarización"- es peyorativo) a pesar de que hay autores de prestigio (baste recordar a Asimov) que se han dedicado preferentemente a ella y que no faltan expertos en uno u otro campo que se deciden a compensar la extremada especialización de la literatura científica, tan esotérica, descendiendo de las nubes en que habitan hasta el plano plano en que vivimos los mortales comunes. Son pocos quienes pueden leer con provecho los "Principia" de Newton, pero muchos más los que son capaces de entender las obras de Galileo, por poner dos ejemplos remotos.
De entrada, debo decir que me parece encomiable el esfuerzo de un físico de primer orden, como lo es Hawking, quien desde hace ya muchos años y con muchos libros ha dedicado una parte no despreciable de su tiempo a informarnos a los profanos del estado actual de la física, la astrofísica y la cosmología. Creo que es obligación de cada cual el tratar de forjarse una idea lo más amplia posible del mundo en que vive. Eso incluye, desde luego, su medio físico, entendido tanto del modo más cercano como del más remoto. Mi pueblo y mi universo. Creo que fue Terencio quin dijo aquello de "homo sum et nihil humanun a me alienum puto". Pues bien, digamos nosotros: somos entes y nada que exista nos resulta ajeno. Por eso agradezco este libro que ahora me atrevo a comentar.
Muy a pesar de la segunda de las afirmaciones de los autores (v.g. "la filosofía ha muerto"), el forjar imágenes del mundo es asunto que le compete a la filosofía. Incluso para decidir que no debemos filosofar estamos filosofando, pues nuestra aseveración ha de ser apoyada con razones. Así pues, la frase "la filosofía ha muerto" no deja de ser una afirmación filosófica. También lo es la primera aserción que hacen los autores: "la hipótesis de un creador del universo es una hipótesis innecesaria". Y además de filosófica, también ella es innecesaria. En efecto, la más vieja aspiración de la ciencia es explicar cuanto hay con el sólo recurso de la razón humana. Ante el firme avance de la razón la teología debe replegarse. Cada paso adelante de la ciencia supone un nuevo alejamiento de la divina providencia. La acción creadora queda relegada a ámbitos cada vez más cercanos al límite, y en el límite está el límite. Si la teoría del Big-Bang surgió de científicos católicos para reservar una ocasión para que Dios intervenga, ahora será preciso que esta acción se retraiga un paso más: el creyente no puede ir más allá de suponer que el creador se ha limitado a garantizar las condiciones para que todo se inicie, pero el comienzo mismo ya está librado a las leyes ciegas de la Naturaleza. Así pues, laidea de dios se hace innecesaria, pero no se refuta. (Ahora me viene a la mente un aforismo de Nietzsche -perteneciente al "Ocaso de los Idolos", creo- que dice así: "...Una idea que ya no sirve para nada, que ya no obliga, una idea que ha llegado a ser inútil, superflua, por lo tanto una idea refutada..." Omito el final del aforismo para no decir algo que no quiero decir aquí).
La cuestión de los orígenes, la del creador, la ideación de imágenes del mundo, el determinismo, todos ellos son asuntos de la filosofía. Las tres preguntas que se formulan los autores al principio se parecen mucho a las archiconocidas "¿Qué soy? ¿De dónde vengo? ¿Qué me cabe esperar?". Pero en los primeros capítulos se esbozan otras cuestiones acerca de ls teorías científicas y su dinámica que han sido objeto de discusión entre los filósofos de la ciencia en el pasado siglo, desde los positivistas lógicos en adelante. Las tesis que al respecto exponen Mlodinov y Hawking se parecen mucho a las de T. Kuhn (véase "La Estructura de las Revoluciones Científicas") y a él remito a los lectores.
La cuestión de la interpretación de las teorías también reviste gran interés. Los autores se sitúan en un punto de vista que, creo, podemos calificar de realista moderado, muy cercano al de Popper. El realismo de Popper consiste en afirmar que, dado que las teorías científicas describen con éxito cada vez mayor número de modelos, entonces han de acercarse cada vez más a la verdad. Es cierto que en el libro se evita el término "verdad" (también éste es un concepto filosófico), pero los autores sugieren que hay teorías más adecuadas que otras para describir la realidad. Y después exponen la suya en términos bastante realistas. Por ejemplo, en un pasaje afirman que los físicos teóricos "se dieron cuenta de que habían dejado de lado" la decimoprimera dimensión en vez de decir que consideraron oportuno añadir una decimoprimera dimensión al espacio. A mí me da la impresión de que, por mucho que se nos quiera aparecer como un convencionalista, el científico siempre dejará aflorar un deje realista que debe de tener enraizado en los genes.
Quiero también llamar la atención sobre otro punto, seguramente marginal pero que a mí me interesa especialmente. Me refiero a la progresiva deshumanización de la ciencia. Uso la palabra "deshumanización" para forzar el paralelismo entre lo que Ortega denominaba "deshumanización del arte" (véase su obra homónima). Se trata del abandono de patrones antropomórficos en la explicación científica. Hawking señala el paso del primitivo geocentrismo al moderno heliocentrismo, y, coincidiendo con el siglo XX, la rápida transición a un posmoderno e irrevocable excentricismo. Tenemos que acostumbrarnos al hecho de que, en física al menos, el sentido común ya no basta.
El resto del libro es una exposición del estado actual de la física cuántica y de su aplicación a la cosmología. A pesar de los notables esfuerzos de los autores, la lectura es a menudo farragosa debido al nivel de abstracción que nos exige. En otras ocasiones, el texto es simplemente poco claro y quizá apresurado. En cualquier caso deja la impresión de que muchas de las explicaciones que ofrece son insuficientes. Con toda franqueza, ignoro si se podría haber mejorado o no. Para decidir al respecto sería necesario conocer la física cuántica, y yo la desconozco.
Hawking insiste en su idea del "principio antrópico", que él define como la idea de que podemos alcanzar conclusiones sobre las leyes aparentes de la física a partir del hecho de que existimos". Este principio lo usa no para resolver, sino para disolver la cuestión de por qué el universo es como es. Todos los universos posibles son reales y el nuestro es uno más. Por tanto, concluye, no tiene sentido postular un ser que haya diseñado las condiciones iniciales con el fin de dar lugar a nuestra existencia. Nuestro universo es necesario porque todo lo posible es real y viene a ser impulsado por leyes insoslayables. Sobra Dios.
Permítanme un último apunte. El capítulo final, en el que describe el "Juego de la vida", ideado por el matemático John Conway, contiene una inquietante sugerencia. Yo no voy a afirmar que este libro sea imprescindible (ninguno lo es), pero supongo que a nadie hará daño el leerlo. Léanlo.