sábado, 15 de diciembre de 2012

INDURATOR


En uno de los diálogos de Platón, Sócrates le pregunta a Hipias qué cree él que es la belleza, y el sofista, incapaz de acertar con el sentido de la pregunta, responde que una hermosa joven es bella, o una jaca, o el dinero si viene a espuertas. Incluso una olla puede ser bella. Si le hubiesen preguntado por la blancura habría repondido que fulano de tal posee un caballo blanco, por ejemplo. A pesar de que tales respuestas con claramente insatisfactorias, si ahora alguien me preguntase a mí qué es la velocidad, me vería obligado a responder de manera análoga. "Induráin fue un ciclista veloz", diría. Quizá algunos prefieran la frialdad de una fórmula matemática y se decidan a calcular el cociente entre el espacio que recorre un móvil y el tiempo que invierte en recorrerlo. Pero en el caso que me ocupa, quien haga tal mentiría como un bellaco. Tengo en mi retina, impresa de manera permanente, la imagen del ciclista, y esta imagen, como toda imagen, es fija, no se mueve, por tanto no es veloz. Pero, de alguna manera, "es" la velocidad.
Conservo su imagen absolutamente descontextualizada. De seguro, es una imagen fotográfica, aunque no se trata de una fotografía real. Es, más bien, una foto virtual compuesta de retales o recuerdos de otras. En mi memoria no hay más que un ciclista y su bicicleta. Ni siquiera le acompaña la estela que sin duda deja en el aire y que debería verse en torno suyo como el aura de un ángel. Sólo él y su bicicleta, esa maravilla tecnológica diseñada "ad hominem", sólo útil para su destinatario, prodigio de la ergonomía, la aerodinámica, la estática y la geometría. Toda ella carbono y titanio, un poco de plástico y algo de caucho para los neumáticos, supongo. Un solo milímetro de más en la potencia del manillar, o en la longitud de la biela, una imperceptible desincronización en el cambio, la más leve descompensación en el freno, y al atleta le sería ya imposible aguantar la posición durante la hora que se le exige. Para ello le han dado justamente esa máquina y no otra, una verdadera nave espacial a pedales.
Veo al ciclista ligeramente inclinado hacia su izquierda para compensar los empujes contradictorios en la curva. probablemente, ni siquiera ha girado el manillar, o, en todo caso, habrá sido una porción de arco tan pequeña que su ejecución no puede librarse impunemente a la consciencia. Se necesita la precisión mecánica de un movimiento irreflexivo, casi diría que involuntario, un reflejo. A lo mejor, nada más que la mera voluntad de adaptarse a la curva. Telequinesis. Las piernas las tiene en la posición alterna del pedaleo. La rodilla izquierda en el punto más alto de su recorrido, con la tibia paralela a la barra del cuadro; la pierna derecha no del todo extendida, como mandan los cánones (de todos es sabido que el ciclista no debe hacer oscilar las caderas al pedalear: evitará lesiones y mejorará el rendimiento). En sus músculos se percibe la tensión del esfuerzo, y esos magros volúmenes retorcidos y acerados, brillantes por el sudor y el linimento, nos hablan con silente elocuencia de la potencia de que son capaces. Captadas por la cámara en la precisa fugacidad del instante (¿quién dijo que el presente no existe?, la cámara no sólo lo inventa sino que además lo eterniza) las ruedas, a pesar de girar a siete u ocho revoluciones por segundo, nos muestran todo su detalle, incluso el brillo nítido de los radios de acero de la delantera, los colores del equipo en la lenticular trasera. Igualmente fijas en la imagen, las piernas dejan adivinar su oscilación de émbolos vivos. El torso, apenas oculto por la ceñida licra del maillot, se imagina tenso para absorber y sostener el esfuerzo. Los brazos notablemente flexionados para mejorar la aerodinámica, pero no tanto que perjudiquen la delicada musculatura dorsal. El ciclista ha de tener cuello de toro, pero la espalda sufre por exceso de rigidez. Todo es un sutil juego de equilibrios, esfuerzos y postura. Pura mecánica.
La cabeza del ciclista se ve coronada por un casco de lo más peculiar. Su alargada proyección hacia la espalda es un remedo de estela, o la impresión en la placa movida por una exposición demasiado larga. La imagen de la celeridad hecha kevlar. Bajo el casco, unas gafas oscuras ocultan la mitad del rostro. Asoma por debajo una nariz levemente desigual y una boca que dibuja un rictus elocuente. Es probable que al ciclista le duelan las piernas, pero no hay sufrimento en su rostro: hay tensión y concentración, y quizá también algo de hipoxia. Pero lo que mejor se percibe es la sólida convicción del ciclista de dominar plenamente su situación. Controla la velocidad, las cadencias, los esfuerzos, la postura, incluso sus constantes vitales (no en vano lleva un pulsómetro), calcula el viento y su dirección, e inmediatamente traduce todos esos datos, que en su mente pueden no ser más que una aleatoria sucesión de unos y ceros, a variables como los dientes del piñón, del plato, de presión sobre la maneta del freno. En ese momento todo su mundo se reduce a él mismo, por ello no podemos decir que sea enteramente consciente. El que es consciente se sabe en un mundo, pero para el ciclista el único mundo que existe es el conjunto de sus sensaciones(ése es el término ue usan ellos). A ese respecto, lleva la máxima de Sócrates a su extremo: conócete a tí mismo.Máquina solipsista, el atleta ha de atender al estado de sus piernas, ha de conocer el alcance exacto de sus fuerzas y ha de calcular con gual precisión el gasto de energía que le permitirá terminar la prueba en condiciones óptimas. us respuestas han de ser automáticas. Una leve demora al elegir el desarrollo puede dar lugar a una sobrecarga, a una pequeña asfixia, un incremento de la frecuencia cardíaca, una caloría de más. Todo queda abandonado a la tiranía del cálculo, todo es computación. El atleta es un cyborg.
Indurator no sólo es el prototipo, el primero de la serie, sino que es también el ejemplar más logrado. Con él ha muert el "esforzado de la ruta", el solitario cheposo con el tubular al hombro y su bicicleta del pleistoceno, que se arrastra, más que rueda, por carreteras empedradas y pendientes infernales. Con él ha muerto definitvamente el ciclista en blanco y negro, el solitario, el individuo. La diferencia entre éste y el moderno es la misma que hay entre la épica y la guerra, entre el guerrero y el soldado. Armstrong, por ejemplo (o Contador), es un general, pero no un guerrero Depende de la tropa, y la tropa de él. Sus tácticas son de grupo, con duelos personales reducidos a los últmos kilómetros de la última ascencsión, donde no queda ya nadie tras quien resguardarse. Es el grupo el que cuenta, la colectivdad, el número.
Indurator es la frontera entre ambos mundos. De ambos particpa. Del primero, para culminarlo, cerrarlo y superarlo. Del segundo es el modelo a seguir, el original a imitar. Algo definitivo se ha producido entre ambos, entre los años ochenta y los noventa. O quizá antes pero sólo ahora nos enteramos. Importa saber qué ha sido.

HORMIGAS


Las contemplo a menudo. Lo he hecho durante toda mi vida, siempre que me acercaba al pueblo, de vacaciones o por alejarme siquiera un fin de semana del opresivo asfalto urbano. Se trata de un pueblecito de Palencia, muy cerca de Carrión de los Condes, a un tiro de piedra del Camino de Santiago. El clima es distinto y la vegetación más escasa que en mi tierra de adopción, de modo que puedo observar el suelo sin estorbos. Y allí, sobre la tierra desnuda de los caminos, o en los rastrojos de los campos recién cosechados, incluso en las aceras de las calles y en las terrazas, se dejan ver estos tenaces bichejos, siempre guardando su fila, marchando con un paso más bien poco marcial, silencioso y exacto, desfilando en ambos sentidos en dos columnas paralelas y apretadas.
A la hora de la siesta suelo recostarme en el patio de mi casa, sobre el césped o en la estrecha acera que corre a lo largo de la fachada y que en tantas ocasiones hace las veces de terraza, buscando la escasa sombra y evitando un sol vertical que cae a plomo sobre los mortales, respirando pesadamente el aire sofocante de la tarde, con la vista fija en la doble hilera que corre a mis pies y un libro medio abierto sobre el regazo. Es la hora del sopor, en que no se mueven ni las moscas. Cuando no hay libro, si tengo a mano una pelota (sólo si la tengo a mano, no hay modo de vencer la pereza y levantarse a buscar una), me entretengo en matar hormigas a pelotazos. Es un ejercicio que no requiere mucha atención, basta con acertar sobre la fila, y van cayendo. Una, dos, tres, cuatro, ..., cincuenta y tantas. Luego me aburro y las dejo tranquilas. Otras veces las aplasto de un zapatillazo que suena en el aire quieto como un estallido seco y sin reverberaciones. Matar hormigas es como matar orcos, no crea remordimientos de conciencia y, al contrario de lo que ocurre con los romanos de Obélix, nunca se acaban. En ocasiones me hago la ilusión vana de que la mortandad que genero hace alguna mella en su población, pero sé que me engaño.
Nunca como en la invención de torturas afina tanto el ingenio la especie humana. Y yo, que no puedo permanecer al margen de las inclinaciones específicas, también hago mis ensayos. Un buen día probé a romper la fila de hormigas. Se me ocurrió de improviso, sin pensar. Harto de ver cómo entraban en casa y más harto aún de extremar la limpieza para ahorrarles el motivo, barrí la fila con el pie y caí en la cuenta del desorden que ocasionaba. Me divirtió el fenómeno. La mayor parte de las hormigas desalojadas se pierden, pero al cabo de un tiempo las hileras se recomponen. Así pues, ideé la estratagema de romper de nuevo la fila y permitir que se reconstruyera en otra dirección bloqueando el paso de los insectos con un cartón. De este modo el éxito es algo más duradero, pero no completo. En cualquier caso es cosa digna de verse la inocencia con se se siguen unas a otras. En realidad, las hormigas no van a ninguna parte, son llevadas por la fila con absoluta ignorancia de sus compañeras y se mantienen unidas merced a esa eficaz telepatía química basada en las feromonas. El individuo no existe, sólo cuenta su rastro.
Me ha dado por pensar que la conducta de estos insectos es la prueba más elocuente de la falsedad de esa presunta teoría del Diseño Inteligente. El Diseñador, el relojero, debe ser consciente de cada una de las piezas que componen la ingente maquinaria cósmica y del cometido que les ha cabido en suerte desempeñar. No puede desentenderse de tal modo de sus criaturas porque en ese caso le sería imposible verificar el funcionamiento de la totalidad de su mecanismo. A la omnipotencia divina le cuadra el cálculo infinito de cuanto existe. Recordemos que cuida de todos los lirios del campo, hasta el último y más ajado, y que sin su consentimiento no se mueve uno solo de nuestros cabellos. No vale aducir que la pieza del Reloj no es el individuo sino la especie, porque Dios no crea especies. Dios crea individuos, las especies son creación del entendimiento humano (y una creación bastante imperfecta, por cierto). ¿Cómo, pues, podemos afirmar ahora que en su diseño ha olvidado a cientos de miles de millones de sus criaturas?
También se puede aducir que cuanto ocurre está previsto. Está previsto que yo desoriente a una treintena de insectos, que mate a pelotazos a medio centenar y a otras dos docenas a zapatillazos y que, en fin, me ensañe con ellos y con cuanta alimaña se me ponga a tiro, todo ello ad maiorem gloriam Dei. Se trata sólo de una petición de principio. Sin embargo yo veo que las hormigas viven dejadas de la mano de Dios. Ninguno de los seres que yo he matado cumplen función alguna en el gran engranaje, habida cuenta de que nada ha cambiado tras su muerte, y esto pertenece a la esfera de los hechos y sus interpretaciones. Sencillamente, no contaban para los planes del Creador. "Falsa interpretación", se podrá objetar. Pero cualquier otra interpretación de estos mismos hechos requiere la petición de principio que criticaba, con lo que siempre quedará en entredicho. De las dos tesis que manejamos (que cuanto existe y acontece está prefigurado por Dios, o que las cosas ocurren azarosamente), sólo la segunda se sostiene por sí sola, sin ayuda de ningún principio que la anteceda. Y ello porque decir que las cosas ocurren sin gobierno y no realizar afirmación alguna acerca del gobierno de las cosas es exactamente lo mismo. No decir nada del gobierno es lo mismo que callar acerca del gobierno. No decir es lo mismo que callar.
Hasta el momento ha sido suficiente una pequeña investigación somera. Sugiero, no obstante, que remontemos la doble hilera hasta la boca del hormiguero. Allí, en ese diminuto orificio tras el que nada podemos atisbar, comienza para nosotros el reino de lo desconocido. Si pudiéramos sondarlo a buen seguro nos llevaríamos alguna sorpresa. Veríamos que desaparece la regular pero azarosa secuencia de hormigas, que se convierte ahora en lo contrario: un caótico trasiego de individuos en el que se puede adivinar un orden. Nos veríamos abrumados por un incesante ir y venir, por una actividad frenética gobernada nuevamente por la telepatía química. Tendríamos que adivinar, entremezcladas en una miríada de patas y antenas, la fila de las obreras que salen del hormiguero. La hilera de sentido contrario es más fácil de reconocer, basta con observar la carga. De vez en cuando, una gran hormiga-soldado para defender la actividad (se defiende la actividad, no los agentes). Investigando en las innúmeras cámaras veríamos un sinfín de tristes hormigas castradas (la química de las feromonas lo puede todo) que atienden los huevos de su hermana o madre, la reina. Una considerable hueste de zánganos cuya única misión es fertilizar la puesta pululará en otra cavernícula. En el antro central, a salvo de cualquier invasión, vive la enorme y viscosa reina, repleta de huevos listos para la puesta y eternamente rodeada de hermanas estériles que evacúan los que va produciendo a sus respectivas salas. Tras los túneles más profundos encontraremos las despensas, atiborradas de provisiones y pobladas de una extraña casta de hormigas-odre que retienen en su monstruoso abdomen los jugos azucarados de que se alimenta la colonia.
La de las hormigas es una sociedad de estamentos cerrados en la que los individuos, incluida la reina, carecen de libertad. Viven anulados por la colectividad de la que forman parte como un simple agregado aritmético. La única razón de ser de un individuo cualquiera es completar el cupo de los de su casta. Se entiende que este cupo no es un número exacto. La cantidad de obreras, por ejemplo, está regulada por señales químicas que emite la reina y que no dependen de su albedrío. En el mundo azaroso de los insectos, los excedentes mueren pronto. En consecuencia, ningún individuo, incluída la reina, resulta esencial para la comunidad. Todos, considerados en su individualidad, son elementos fungibles de los que la colonia puede prescindir. El orden y la armonía que se aprecian son pura apariencia. Pertenecen a la categoría de las interpretaciones subjetivas, son de orden puramente estético. Si queremos comprender el funcionamiento de la colectividad deberíamos utilizar el concepto impersonal de equilibrio. La colonia subsiste porque las fuerzas que tienden a su aniquilación y las que tienden a su expansión se han equilibrado. Este equilibrio interno depende de equilibrios externos que, en sí mismos, merecen idénticas consideraciones. Sean cuales sean las circunstancias en que se desarrolla la vida del hormiguero, por drásticos que sean los cambios ambientales a que se somete, siempre se alcanzará un nuevo equilibrio. Incluso si se llega a la extinción total del grupo habremos de considerar el resultado como uno de los estados posibles del sistema, cualitativamente idéntico a cualquier otro. Si, en época de bonanza, la colonia crece, no podrá hacerlo por encima de los recursos disponibles. Todo se reduce a una sencilla cuestión de economía. Cuando se llegue al límite de su explotación se detendrá el crecimiento y se habrá alcanzado un nuevo estado de equilibrio. O, lo que resulta equivalente, se habrá generado un nuevo mecanismo. O bien Dios está continuamente ejerciendo de relojero o bien no ejerce de nada. En estas condiciones, lo inteligente es suponer que no hay ningún diseño.
Me pregunto cuánto de lo dicho puede ser aplicado a los humanos. Colonias en las que se disuelve el individuo han sido ideadas desde antiguo, e incluso algunas -para desgracia de quienes hubieron de sufrirlas- se han hecho realidad. Los interrogantes se nos amontonan en este punto. ¿Significa nuestra individualidad algo fuera de nosotros y nuestro entorno más cercano? ¿Nos podemos considerar -ya sea como individuos o como especie- piedra angular de alguna cosa? ¿Cómo afecta a nuestra libertad el hecho de que el gobierno de nuestras sociedades dependa de manera creciente de la ley de los grandes números? ¿Acaso hay salvación para nosotros? Entre tanta pregunta no puedo hallar más respuesta que la siguiente: Mi individualidad sí que significa algo para mí, y espero que también para mi entorno cercano. No pido más.