lunes, 16 de diciembre de 2013

Caperucita la Roja

(Esta historia es pura ficción. Cualquier parecido con la realidad se debe únicamente al azar)


Si ustedes lo desean podría contarles la vida entera de Caperucita tal como yo la conozco, desde su nacimiento hasta hace tan sólo unos meses, pero supongo que no será necesario. Por otra parte, como sólo algunos detalles los conozco de primera mano, preferiría no tener que hacerlo. En efecto, pocas veces he tenido ocasión de hablar con ella, y menos aún son los datos de interés que me ha ido revelando. Por ella no sabré más porque la he visto cada vez menos dispuesta a sincerarse con extraños, señal inequívoca de que va adquiriendo algo de cordura. Lo poco que sé procede mayormente de terceras personas, y mi escasa capacidad deductiva me ha ido permitiendo atar algunos cabos sueltos de entre la maraña de hilos que se me ofrece. De todos modos, para escarnio y escarmiento de panolis – cuyo número crece sin tregua -, como refutación de la ortodoxia política – cada día menos dispuesta a tolerar discrepancias – y, finalmente, para satisfacer el legítimo derecho a la información de los curiosos, les referiré a ustedes lo que juzgo de interés de los avatares y desventuras de Dolores, alias Caperucita la Roja.

Sinceramente, y les ruego que me crean, yo no soy hombre dado al vano chismorreo. De cada asunto refiero sólo lo estrictamente necesario para comprenderlo, y lo hago del modo más escueto y directo que mi romo ingenio me permite. Aspiro a que, si digo menos, no se me entienda, y si digo más, algo esté de sobra. Pero ahora, aunque no viene del todo al caso, no me resisto a hablarles del origen del sobrenombre de Dolores. Ya saben ustedes que no hay nada más difícil que averiguar la procedencia de un mote y los motivos que lo ocasionaron. Con frecuencia los hijos los heredan de sus padres y de este modo se convierten en los más seguros gentilicios, en los patronímicos más exactos, en un segundo apellido que sustituye al primero y lo desplaza. Inútil indagar su causa. El caso de Caperucita es distinto, porque el suyo es un mote de primera asignación, pero a pesar de que quienes la motejaron aún viven, no hay dos personas que coincidan en señalar su origen. Lo cierto es que desde muy niña Dolores ha preferido el color rojo para su indumentaria, y siempre que se le concedió el derecho de elegir terminó decantándose por él. Con ocho años ya nadie la conocía por su nombre, con dieciséis coqueteaba con un capuchón corto de su color preferido y una minifalda que mostraba unas larguísimas y esbeltas piernas que trastornaron a más de un degustador de los encantos femeninos. A los veinticuatro todo el mundo la conocía como Caperucita la Roja porque a nadie dejaba de confesarle su fe y su ideología. Sabido es que la fe y la ideología van de la mano, por eso los dictadores se creen en el derecho de suponer que quienes no están de su lado están contra ellos, y se defienden.

Desde siempre fue Caperucita de natural confiado. No recelaba daños ni veía peligros, ni siquiera los que derivan de la omnipresente gravedad de los graves. Tuvo suerte no obstante: dos o tres fracturas no consiguieron afear ni un ápice el perfecto trazado de su grácil esqueleto. Con trece años y el carácter aun no del todo moderado era una guapa niña cuyo cuerpo mostraba exultante los cambios que afectan a las mujeres de su edad. Por aquél entonces se acostumbraba a inculcar en las niñas el deber de ayudar en las faenas domésticas, y su madre le mandaba con frecuencia hacer la compra en la tienda de la esquina. Caperucita obedecía a regañadientes quejándose de la ociosidad en que se le permitía permanecer a su hermano, se colgaba del brazo una cesta de mimbre y olvidaba enseguida su enojo. Como resulta que el hombre, más que animal racional, es animal de costumbres (lo que a veces explica el equívoco), quiso la casualidad que a menudo las salidas de la niña coincidiesen con el momento en que el vecino le abría la puerta a su perro para que diese su paseo cotidiano. Era este hombre un cuarentón, haragán como pocos, que había dado con el modo de que su perrazo saliese solo y volviese después, solo también, tras haber sembrado las calles con todas las inmundicias con que los canes obsequian a los humanos. Gozaba el perro de mejor talante que su dueño, y la niña le prodigaba mimos y caricias. Sin embargo, en una ocasión, el exceso de la carantoña molestó al chucho, que respondió con una descortés dentellada en el muslo izquierdo de la chiquilla. La cosa no tuvo más importancia que un poco de sangre, algún dolor y una pequeña cicatriz que la cirugía ni siquiera consideró conveniente corregir y que la afectada exhibe con inocencia todavía hoy, para deleite de oyentes y mirones. El incidente acarreó además el sacrificio del animal, sobre quien cayó la desgracia de que su dueño se hartase de sus responsabilidades a la primera ocasión que tuvo de ejercerlas, y el chascarrillo que circuló enseguida de que a Caperucita se le había comido el lobo.

Yo no sé si lo dicho aclarará algo la cuestión que trataba de resolver, si pertenece a la categoría de las causas o permanece aún en la de los efectos. Quizá haya que retrotraerse a la más tierna infancia de la zagala para averiguar algo más cierto, pero no estoy dispuesto a hacerlo. No he venido al mundo para contar historias, y si me avengo a hacerlo habrá de ser del modo que más me plazca. Nadie puede pretender que conozca a Caperucita mejor de lo que se conoce ella misma, que reconstruya la ilación de sus pensamientos, los motivos de cada uno de sus actos, los pretextos de quienes la rodean para juzgarla de un modo u otro. ¡Qué sé yo de todo eso! Yo sólo expongo hechos, y no todos: nada más que los que creo oportunos. Y un hecho no sólo oportuno, sino de importancia capital, es el que a continuación señalo: Dolores trabajaba como asistenta social para el ayuntamiento de su municipio. Comprenderán ustedes que tampoco cite el nombre del municipio. Puedo decir el pecado, pero me callo el nombre del pecador. Tampoco Dolores se llama Dolores, y si acudo a este artificio es por mantener el secreto de la identidad de la protagonista.

Como dije, Dolores trabajaba de asistenta social y tenía a su cargo la parte de los menores descarriados a quienes el puro azar quería usar como conejillos de indias en los experimentos sociales de integración de que tan orgullosos se sentían los próceres políticos de su ciudad, que en realidad no eran más que burdas tentativas de disciplinamiento suavizadas a base de eufemismos, lugares comunes, sonrisas a la prensa y mucha desidia a la hora de afrontar los problemas. Precisamente, fue en el desempeño de sus funciones como conocí a Caperucita. Yo era conserje de un colegio público adonde Dolores acudía para acompañar a los chavales que juzgaba preparados para la difícil experiencia de la vida escolar, y allí, en los ratos muertos de espera, a veces me contaba gentilmente su vida y sus problemas. Otras veces no, se entretenía charlando con los padres de otros alumnos mientras yo rabiaba de celos porque –fuerza es confesarlo- ninguna mujer tan guapa se había acercado nunca a menos de diez metros de mi centro de gravedad, es decir: a nueve del perímetro exterior de mi barriga.

Pero, con todo, esos breves ratitos de penuria emocional, de abandono en una mísera soledad que sólo podían romper las ondas de sebo que recorrían mi cuerpo de arriba abajo cuando, por no caer en el soez vicio de mascullar tacos, sacudía las piernas con impaciencia, no fueron nada comparados con la desolación de su primera semana de ausencia. A ésta siguieron otras, cada vez más largas y frecuentes, en tanto que sus entrevistas conmigo se iban haciendo más breves, más frías, más convencionales. Me creí morir un día que sólo hablamos del tiempo. Yo sudaba grasa, que es tanto como decir que Cristo sudó sangre, y sin embargo hice cuanto estuvo en mi mano por evitar que mis ojos traicionaran las convulsiones que anudaban mis intestinos y amenazaban con paralizar todas mis vísceras. ¡Malditas sean mis dotes de interpretación, pues estoy seguro de que ni el más pequeño átomo de mis emociones logró atravesar el grueso manto de tocino que llevo bajo la piel!

Ustedes sabrán disculpar estas digresiones que a nadie interesan. Al menos a mí me sirven de desahogo. Quizá sí interese decir que, al tiempo que su trato conmigo se hacía más distante, el trato con sus pupilos se resentía del mismo modo. Su solicitud para con ellos tornó en breve en simple corrección, después en una corrección distante y, por último, ni siquiera eso. Ni es necesario ni quiero detenerme más en estos detalles que sin duda afeaban su espléndida belleza y que precedieron por muy corto espacio de tiempo a su desaparición definitiva.

No creo que sean ustedes capaces de hacerse cargo del estado de ánimo que me fue invadiendo día tras día, a medida de que la constatación de que no volvería a verla se iba convirtiendo en una sentencia irrefutable. Un día me decidí a preguntar por ella a uno de sus contertulios habituales, un sujeto ya maduro que debía de tener alguna amistad con el padre de Caperucita. Como respuesta recibí un codazo de complicidad.

- ¿Qué? ¿Está buena, eh, canalla? –me dijo. Después me refirió la historia que a continuación repito.

Como todo progresista que se precie, Caperucita presumía de utilizar siempre los transportes públicos, aunque la realidad distaba un tanto de la presunción. A la hora de la verdad todo eran excusas: que si el horario no le convenía, que si había perdido el tren, que si no tenía buena combinación… Creo que se le veía menos por la estación que a un borracho en las asambleas del Ejército de Salvación. Pero sería faltar a la verdad afirmar que nunca acudía. En efecto, en una ocasión –y no trae cuenta precisar cuándo- se vio forzada a viajar en tren, a pesar de no tener buena combinación. Si he de ser sincero, no creo que toda la culpa del olvido del transporte público sea de Caperucita: en los países subdesarrollados los viajes llevan mucho tiempo por culpa de la escasa velocidad; sin embargo, en las repúblicas bananeras, como la nuestra, donde reina la desidia y la caradura, y el interés general se olvida a veces simplemente por nada, los viajeros deben soportar esperas descomunales en los transbordos. Concluyan ustedes lo que se sigue de esto.

Sea como fuere, lo cierto es que Caperucita hubo de esperar en cierta estación durante un par de horas a que llegase un tren que le devolviese a su casa. La espera en una estación puede deparar cualquier cosa, desde un feliz suceso hasta el más desgraciado de los incidentes. Allí todos los contrarios son posibles incluso al mismo tiempo, supongo que por eso la gente encuentra algo divino en el hecho de viajar. Dos personas pueden estar sentadas una al lado de otra esperando su tren, y sin embargo correr suertes diametralmente opuestas. No es esto exactamente lo que ocurrió con Dolores en aquella ocasión, puesto que se encontraba completamente sola en la sala de espera, pero su suerte dependía de que el sujeto que entró al cabo de unos minutos de estar ella allí aburrida tuviese dos dedos de frente o no más de uno y medio. El punto crítico es exactamente dos dedos de frente. Con eso o más, cualquiera que entrase daría los buenos días y se sentaría a una distancia prudente, porque por muy buena que esté nuestra interlocutora debe primar el respeto a su intimidad y su espacio vital. Con menos de dos dedos las cosas ocurren de un modo bien diferente: el que entra pide un cigarro, se sienta a tu lado y con total falta de pudor te cuenta su vida, tanto si te interesa como si no. Después todo parece incierto.

Pues bien, no sé cuál sería el número de sombrero que calzaba el tipejo que entró, porque yo no estaba allí para calcularlo, pero por lo visto se comportaba como si tuviera las facultades mermadas. Vestía pantalón tejano y una camiseta que se había saltado tres lavados, no parecía sentir el frío de la mañana y todo él evidenciaba haberse dedicado recientemente a frecuentes y abundantes libaciones. A juzgar por una cosilla sucia que le colgaba entre los dedos de la mano derecha, debía de estar bajo los efectos de las inhalaciones del humo de cierto narcótico que consumen a menudo los porreros. En suma, era un vitola del uno. El rostro se le habría quedado tan chupado como lo tenía sin duda por el esfuerzo de arrancarle al canuto hasta la última voluta de humo. Los ojos rojos, la tez grasienta, los cabellos despeinados, todo indicaba que no había dormido en toda la noche, no al menos como suelen hacerlo los cristianos.

Permítaseme ahora afirmar que el mundo está lleno de pesados, que su número crece en proporción geométrica en tanto que la paciencia del resto lo hace como mucho en proporción aritmética y que, a pesar de ello, disponemos de una variedad muy limitada de pelmas. Básicamente, sólo hay tres tipos. A pesar de mi resistencia y aunque sea sólo por estar haciendo lo que ahora hago, la honradez me obliga a incluirme a mí en el primero. Al menos me cabe el consuelo y el descargo de pertenecer al grupo de culpa más leve: el de los cuentistas. Sin duda un cuentista puede llegar a ser molesto, pero a poco que la Naturaleza le haya provisto de talento puede estar seguro no ya de no aburrir, sino incluso de agradar. Y si sabe condimentar sus guisos con astucia verá cómo la parroquia afloja la panocha sólo por oírle, cosa que nunca viene mal del todo.

El segundo grupo lo componen esos impúdicos de lengua suelta, capaces de contarte sus glorias o sus desventuras, quizá con la intención de sonsacarte alguna noticia comentable, o por obtener de ti algún otro beneficio. Este es el grupo más nutrido y el más insidioso, pues no está nada claro el desinterés de quienes lo integran. Además es el que con más encono abusa de la paciencia de sus víctimas. Y que nadie venga rebuznando que la caridad de la gente ha caído en picado, que ya no hay quien sepa escuchar, u otras zarandajas de ese pelo, porque la verdad está más cerca de lo contrario. No hay más que ver lo que con jobiana o vacuna indiferencia nos dejamos hacer a diario. Valga como ejemplo el de los publicitarios, esos mercachifles vocingleros buenos para nada, mucho más arteros que honrados, capaces de pregonar con el mayor entusiasmo y desdén por los buenos modos los artículos más inútiles, si son vendedores, o los candidatos más estrafalarios, si se dedican a la política. Y si a éstos, que de fijo son interesados, los aguantamos, cuánto no aguantaremos a quienes presumimos no lo son.

El sujeto que entró aquel día en la sala de espera debía de pertenecer al tercer tipo. Es curioso lo que ocurre con éstos: no son los peores, pero sí los más desagradables. Y yo tengo para mí que, dejando aparte sus aspecto, ello se debe a que, aunque no piden nada en concreto, sí que están pidiendo algo que nosotros podemos dar a manos llenas y que sin embargo atesoramos como si temiéramos gastarlo demasiado pronto. Quizá nos pidan compasión, o quizá algo que nos cuesta mucho menos y que valoramos mucho más que la compasión. Lo que pretenden de nosotros, creo, es que consideremos que el despilfarro de su vida no ha sido en vano, que valen o han valido para algo. De otro modo no nos narrarían tan abiertamente sus desdichas. Si Caperucita no pensó esto mismo que digo ahora, o algo similar, entonces me declaro incapaz de entender lo que hizo a continuación.

Este hombre, según parece no merecía ya el apelativo de “muchacho”, dijo llamarse Leopoldo Zurbarán.

- Yo soy descendiente de Zurbarán, el pintor, ¿sabes? –declaró con esa voz nasal y algo arrastrada que es propia y peculiar de la canalla-. Soy pintor, como mi padre y mi abuelo, y toda la familia. Ahora me dedico a pintar pisos, ¿sabes lo que te digo? Mi padre me enseñó muchos truquillos de puta madre, y como necesito algunas pelillas, pues pinto pisos que te cagas.

Supongo que Dolores no sería tan boba de no recelar alguna fantasía en lo que Leopoldo contaba, porque, como se verá, algunos detalles hedían a exageración. Por lo que a mí respecta, dejaré en suspenso la labor de separar lo verídico de lo fingido, puesto que ni siquiera soy capaz de distinguir a ciencia cierta lo verosímil. Leopoldo dijo haber pintado recientemente el piso de un amigo. Dio detalles: el techo blanco, la habitación del crío en azul claro, la de la cría rosa o color salmón. El salón de puta madre, con un rodapié que pintó de negro y sobre el que imitó las vetas del mármol pintando sobre el fondo negro unas manchas blancas con ayuda de una pluma de gallina. Esta técnica, que debía de ser tradición familiar con varias generaciones de antigüedad, le había sido muy útil para otros tipos de trabajos, como el pintado de barras de bares y discotecas. Yo no conozco a Leopoldo más que de oídas, pero por el modo en que recibo la historia me da la sensación de que este tipo de detalles se aducen para dar un poco de brillo al currículum. Y que nadie se engañe en lo tocante al conocimiento del oficio: él mismo se hace las mezclas de colores según una técnica infalible que también es tradición de familia.
En lo que atañe a la cuestión crematística, Leopoldo asegura que quien contrate sus servicios puede ahorrarse hasta mil euros en comparación con lo que le pediría un pintor profesional. El a su amigo le pidió mil doscientos, pero quedó tan contento que le dio una propina de trescientos. Leopoldo tiene suerte: en el suministro de materiales le hacen descuento como si comprara al por mayor. En todas partes le conocen, por eso puede bajar los precios. Asegura que tiene apalabrado otro trabajo para el hermano de un amigo, y cree que también recibirá alguna propina.

Ustedes me perdonarán ahora que no pueda yo esclarecer completamente cuál era la ilación del discurso del yonqui, comprendan que refiero su historia de tercera mano. Probablemente no había ninguna y Leopoldo simplemente hablaba de sí mismo con la coherencia de un borracho, sin permitir que Caperucita interrumpiese su monólogo. Sea como fuere, de la cuestión del dinero pasó a la cuestión familiar. Por lo visto no está casado, pero tiene dos hijos. Al mayor, que ya tiene veinticinco años y que por decisión de la madre no lo ha reconocido, lo ve muy poco porque vive en el extranjero. Ahora se va a casar el muy cabrón, hay que ver cómo pasa el tiempo. Vive con la madre de la novia, y siempre que va a visitarlo le invitan a quedarse una semana o dos, o todo el tiempo que quiera. Me da la sensación de que Leopoldo confunde la hospitalidad con el cariño, de lo contrario prefiero no imaginar cómo será la futura consuegra, la nuera, el hijo, y qué diablos hace el muchacho en esa casa. Ya sé que pensarán ustedes que me estoy convirtiendo en un deslenguado, pero háganse cargo: de tal palo, tal astilla. Yo sólo conozco de la misa la media, y entre la curiosidad y mi afición a hacer cábalas… Ustedes comprenden.

Nuestro locuaz yonqui tiene otra hija reconocida, una muchacha de trece años a la que casi no conoce porque se ha pasado ocho en la cárcel. Injusticias de la vida: total, unos radiocasetes y una máquina recreativa, pero le trincaron. Noto que según me cuentan la historia me hago más suspicaz. Una de dos: o Leopoldo es el único chorizo que ha dado con un juez justiciero o sus hurtos han ido acompañados de alguna otra calaverada. También es posible que le hayan ido trincando una y otra vez hasta sumar ocho años, pero tanta eficacia me parece impropia de una república bananera. Hasta ahora, por lo que cuenta mi amigo, no da la impresión de ser Leopoldo un sujeto violento, pero todavía no he escuchado toda la historia.

El primer atisbo del rencor que lleva dentro lo dejó ver cuando le contó a Caperucita que en los ocho años que pasó en la trena sólo le concedieron seis días de permiso. Prácticamente, como quien dice, acaba de salir de prisión, asegura, pero a mí no me cuadran las cuentas. Lo primero que hizo nada más salir fue tratar de visitar a su hija. Sin embargo topó con la oposición tajante del abuelo, que prefiere que la chiquilla ignore la existencia de su padre. Por lo que me cuentan, la primera vez Leopoldo se marchó decepcionado y con el rabo entre las piernas, pero volvió al día siguiente dispuesto a todo. Como no le abrían la puerta, de una patada la echó abajo y se lió a hostias con el abuelo. Le dio a placer en la cara hasta romperle los morros y sentir el tacto tibio y viscoso de la sangre en ambos puños. Quinientos euros de multa por la puerta y tres meses de arresto por la agresión, de los que sólo cumplió veinte días (cómo puede pretender después de decir esto que le cayeron ocho años por unos radiocasetes).

-¡Déjale, Poldo –le decían-, que le vas a matar!
- A estos hijoputas habría que matarlos de pequeños.

Cuando se lo contaba a Caperucita, Leopoldo juraba por su libertad que, si le hubieran dejado, le habría inflado la cara a hostias al abuelo hasta matarlo. Incluso de tercera mano, el relato es tan vivo en este punto que yo le concedo todo mi crédito. Como resultas del episodio, desde entonces no tiene problemas cuando quiere visitar a su hija. Los tiene el abuelo, que considera más prudente ausentarse. Eso fue, al menos, lo que ocurrió un día que el dolido progenitor acudió a visitar a su niña y a llevarle un regalo que compró con el fruto de su trabajo. El abuelo hizo mutis por el foro del modo más digno posible, probablemente siguiendo órdenes o instrucciones de la familia, y dejó el terreno expedito para el triunfal avance del pintor. Me lo imagino tan sólo un momento antes devanándose la roída sesera para elegir no un regalo adecuado, sino uno que le permitiera conquistar a la cría de un plumazo. Finalmente le entregó una camiseta de esas que llaman de Chenoa, ceñida al cuerpo y lo suficientemente corta como para que la niña pudiese lucir su virginal ombligo. Además, le largó cincuenta euros para que se comprase lo que quisiera. No hago otra cosa que imaginarme la cara de la madre al ver que a su hija le vestían de furcia, aunque no sé que se quejara por ello. Un regalo es un regalo, y lo que cuenta es la intención, debió de pensar. El caso es que, a la hora de despedirse, la chiquilla se negó a agradecer el regalo de su padre con el correspondiente beso. Figúrense: no quiso darle un beso a su padre, quien, como viera que era imposible ganarse el amor filial con halagos, decidió hacerlo a voz en grito. Leopoldo se sulfuró, montó en cólera, se subió por las paredes y le ladró a su hija que en lo sucesivo prefería darle regalos a cualquiera antes que a ella. Por lo visto, la madre de la niña le recriminó su terca negativa (en esto insistió Leopoldo varias veces), pero la hermana de la madre, al ver que el yonqui perdía los estribos, corrió a llamar a su tío –es decir: el hermano del abuelo hostiado- quien acudió enseguida amenazando con una cachaba.

- ¡No te tengo miedo, cabrón! –le gritó Leopoldo-. Si es que de los tres hermanos sólo el difunto Tinín valía…

Deduzco que el abuelo de la criatura tenía dos hermanos, de los cuales uno –Tinín- le debía de tener en vida alguna simpatía al furibundo expresidiario. Deduzco también que toda la familia vivía junta, porque las hijas y la viuda del finado llegaron tras el tío alarmadas por el escándalo.

-Pero dejadle –decían enternecidas, según Leopoldo, por la espontánea declaración de estima hacia su padre y esposo muerto-, si sólo viene a ver a su hija y a traerle un regalo.

¡Qué cabrona! Trece años y no quiere darle un beso a su padre… Pero la camiseta y el dinero sí que lo aceptó. Leopoldo juró no darle nunca nada más.

- ¡Que no sabe lo que hace, con trece años! –se quejó a Caperucita-. ¡Pero si los niños ahora con cinco años ya te torean!

No podía ser de otro modo. Caperucita reconoció en Leopoldo el género de desgraciados con los que estaba acostumbrada a trabajar. Pero no vio ningún muchacho irresponsable y despreocupado de su futuro, sino un pobre hombre casi de fijo perdido irremisiblemente a quien la vida le negaba todas las alegrías y no le ofrecía a cambio más que amarguras. El mismo Poldo se percata de que nadie le quiere: su hija se niega a besarlo y probablemente mira con asco su tez grasienta y oscura, sus ropas sucias, su voz cascada de drogadicto; tampoco sabemos que su hijo le haya invitado a la boda, y es seguro que ese detalle no lo habría pasado por alto. ¿No es éste un perfecto ejemplo de marginado, de víctima de una sociedad que no perdona el fracaso, la demostración viviente y evidentísima de que el sistema penal, lejos de lograr la reinserción social de los reos a quienes supuestamente trata de recuperar, no consigue sino su desahucio absoluto? Ojo, que yo no afirmo categóricamente que Caperucita no viera más que eso, es probable que también sintiera lástima del pobre Leopoldo, pero su instinto profesional le avisaba de que no se hallaba en situación de resolver sus problemas afectivos, mientras que seguramente sí podría hacer alguna cosa con respecto a su situación social.

Fue pensado y hecho, es decir: cosa poco meditada, supongo. Dolores se las arregló para meter baza en el interminable monólogo de Leopoldo y desviar la conversación de nuevo hacia su incipiente actividad profesional.

-Pues yo necesito pintar el piso –dijo como si de repente se acordara del asunto.

¡Habráse visto semejante estupidez! ¿Pero es que no estaba viendo que el tío es un yonqui de tres al cuarto, un expresidiario, un chorizo que tiene arrebatos violentos y de cuya competencia profesional no posee más referencias que las propias? ¿Cómo vas a meter a un sujeto así en tu casa? Se ve que los asistentes sociales, además de saber tratar los problemas personales de sus pupilos, disfrutan también de vista aguda a la hora de calcular el montante de sus impuestos. Quién sabe, quizá Caperucita pensó que a la vez que le echaba un cable a Leopoldo podría ahorrarse un piquillo mediante una pequeña y trivial trampa con el IVA. Para colmo de desgracia, todo cuadraba bien porque el pintorzuelo esperaba el mismo tren que la hermosa y resultó que eran casi vecinos, hay que ver lo que es la suerte. Unas pocas y eficaces preguntas acerca de las dimensiones y el reparto de la vivienda le permitieron a Leopoldo ajustar un buen precio para su cliente y, al tiempo, hacer gala de su pericia profesional tanto como de su falta de memoria, toda vez que pareció olvidar por entero el compromiso con el hermano de su amigo, aquél de quien también esperaba una propinilla.

Hicieron el viaje juntos y Caperucita tuvo que soportar la interminable cháchara del pintor, que no dejó de hablar –ni dejó hablar- en todo el tiempo. La conversación consistió en un enorme acopio de detalles acerca de cómo iba a quedar la obra. Oyéndole se podría creer que ya estaba idealmente finalizada, que no quedaba sino el pequeño trámite de ejecutarla y que ya se podría disfrutar, siquiera virtualmente, de la recién estrenada decoración del hogar. Les juro a ustedes que eso habría bastado para despertar todos mis recelos acerca de la voluntad del pícaro, porque con toda seguridad el ejercicio que estaba llevando a cabo es a la satisfacción por el trabajo bien hecho lo mismo que el cuento de la lechera es a la economía doméstica. Leopoldo estaba consumiendo ya todo el goce, pero aún no había probado el bocado amargo.

Sin embargo, ahora debía de estar eufórico. Se sintió generoso e invitó a su cliente a tomar un café en el bar de a bordo. Caperucita dio las gracias y se excusó alegando que ya había tomado uno en la estación y que un segundo habría rebasado con creces los límites de la dosis que su sistema nervioso puede recibir sin alterarse. Supongo que al menos una de ambas alegaciones era falsa, que no le apetecía tomar café con él y que estaría clamando al cielo para que el viaje concluyese cuanto antes.

-Bueno, pues tona un cigarro –dijo-. Te lo fumas luego, que aquí no se puede.

Leopoldo rebuscó en una cajetilla arrugada que sacó de su bolsillo y le tendió a Caperucita uno que tenía la boquilla rota, seguramente el último que le quedaba. No le cabía en la cabeza que no hubiese adquirido la costumbre de fumar, una más de sus hermosuras. Entretanto, el viaje tocaba a su fin, demasiado largo para la una y supongo que demasiado corto para el otro. Le veo sentado enfrente de su cliente, tratando de deslizar la vista sobre su escote, o muslos arriba hasta tropezar con la minifalda roja que de fijo llevaba, seguramente buscando una fórmula mágica que detuviera el tiempo en aquel instante. A saber lo que pensaba el pobre desgraciado en esos momentos. Cada uno imagina el cielo según Dios le da a entender, y no soporto que nadie lo entienda como yo. Finalmente el tren se estacionó en el andén de destino, y ambos viajeros descendieron, la una con prisa, el otro abriéndole las puertas y lamentando que no llevara equipaje para permitirse la galantería de cargar con él hasta donde fuera posible. Antes de despedirse concertaron una cita para ultimar los detalles de su negocio, y después se separaron ambos.

-Cuando quieras empiezo, y si quieres otra cosa también te la hago –dijo Leopoldo, y lo dijo de tal modo que Caperucita se arrepintió al punto de haberlo contratado.

Pero claro, no podía volverse atrás tan pronto. Al fin y al cabo no tenía en su contra más que una interpretación seguramente injusta. No se rompe un trato sólo porque la entonación de una frase no te haya gustado, se necesita una causa proporcionada. Por ejemplo, que tú digas “verde” y él, de su mano mayor, ponga azul; o que deje más pintura en el suelo que en las paredes. Eso sí, se dio prisa para acabar cuanto antes.

Se vieron en el piso de Caperucita un par de días después. Concretaron colores y texturas con toda rapidez porque Dolores tenía al respecto las ideas muy claras y porque Leopoldo no puso objeciones a sus argumentos. Se limitó a unos cuantos comentarios que él debió de considerar pertinentes, pero que en realidad sobraban, y a asentir en todo lo demás.

-Se ve que sabes –dijo con su modo peculiar de decir.

No era necesario desalojar la vivienda de muebles. El propio Leopoldo se encargaría de ir desplazándolos según conviniera, y prometió hacerlo con todo cuidado. Los cubriría con una lona que tenía a esos efectos, después de terminada la obra volvería a colocarlos en su sitio, y no habría viviente alguno que pudiera encontrar después en ellos rastros de haber sufrido tales operaciones. Caperucita no tendría que ocuparse de nada. Eso sí, él siempre pedía un anticipo para comprar los materiales y necesitaba una semana antes de comenzar la faena para que se los sirvieran. Como el anticipo era pequeño y el plazo razonable, ambas partes se pusieron de acuerdo enseguida. Caperucita le dejaría un juego de llaves al comenzar, para que no tuviera que estar pendiente de sus salidas y entradas, y con ello toda cuestión quedó zanjada.

Leopoldo fue puntual. Se presentó el día fijado ataviado con un mono de trabajo que en tiempos había sido blanco y que le quedaba un tanto demasiado grande. La hora era la convenida. Caperucita salía a trabajar entonces, le entregó las llaves, le ayudó a meter en casa los cubos de pintura que había traído, un manojo de brochas y rodillos y una escalera de tijera de tamaño proporcionado a la altura del piso. Después salieron ambos, pues el pintor aún tenía que subir el pesado fardo de lona para proteger los muebles, la máquina para mezclar los colores y alguna que otra cosilla.
-Menos mal que hay ascensor, que si no…

Qué más quieren ustedes que les cuente. Pasó lo que tenía que pasar. Miren, yo me niego a interpretar la conducta de Leopoldo. Se podrá decir que acudió a trabajar con toda la buena voluntad del mundo –de hecho, comenzó el trabajo-, que su intención era buena pero que le falló la voluntad. Lo que ustedes prefieran. También cabe pensar que llevaba la fechoría premeditada, que en principio cubrió las apariencias para prevenir una reaparición repentina de la víctima y que se dedicó después a sus anchas al saqueo doméstico sin que nadie le pudiera acusar de allanamiento. Un simple hurto, con eso ni le detienen a uno. Lo cierto es que cuando Caperucita regresó a casa lo encontró todo patas arriba. Ninguno de sus muebles estaba en su sitio. Algunos estaban amontonados en un rincón, las paredes desnudas esperando recibir su mano de pintura, pero el único lugar sobre el que la habían extendido en cantidad apreciable era el suelo. De la lona que debía proteger los muebles no había ni rastro, y alguno de los enseres había sufrido la carencia. Había algunos cajones tirados por el suelo, con su contenido revuelto o disperso por doquier, papeles que habían volado y consiguieron aterrizar donde Dios les dio a entender, notas escritas a mano sucias de pintura seca y pegadas sobre el tapizado del sofá, el teléfono descalabrado mostraba impúdicamente sus entrañas electrónicas, la ropa de los armarios llenaba los pocos espacios que se habían librado de la pringue, la cajita de caudales donde guardaba las pocas joyas que poseía –nada más que baratijas sólo un poco más caras que las ordinarias- y el dinerillo para los gastos corrientes había sido forzada con un destornillador y yacía en medio de su dormitorio como una boca que pidiese auxilio o clamase venganza. El microondas, el televisor, el vídeo, el estéreo y el ordenador habían desaparecido, así como alguna otra bagatela que no merece la pena recordar. Un par de pinturas al óleo y media docena de grabados de mediano valor habían sido despreciados por el caco, pero se salvaron, quizá de milagro, del estropicio general. Ningún libro había sido movido de los estantes, que debieron de ser desplazados con todo su peso, pero faltaba algún que otro disco. En fin, si desean un balance pormenorizado y más exacto, pregunten ustedes mismos a la interesada. Y si además pueden darle alguna noticia del ladrón, supongo que les quedará muy reconocida.

Del sinvergüenza de Leopoldo ella no volvió a tener noticia a pesar de los desvelos de la policía, cuyos efectivos se volcaron con toda la fuerza de su espíritu en el inútil empeño de localizarlo. Sé de buena tinta que Caperucita lloró su ausencia harto más de lo que ya había llorado por su presencia, y que si, por alguna de esas casualidades de la vida, su gaznate hubiera ido a caer entre sus manos, no quedaría mucho más arreglado de lo que le dejó el nido. Repito que las últimas veces que tuve la dicha de verla apenas si hablé con ella, pero es claro que el desguace de su domicilio coincidió en el tiempo, y precedió por poco a su desaparición. Es curioso: bastó este episodio para que se hartase de la canalla. Me he enterado también de que abandonó la militancia en cierto partido político al que se sentía muy vinculada emocionalmente, que se convirtió voluntariamente en una funcionaria al uso y que ya no quiere saber nada de proyectos de reinserción. Por lo que sé, ahora sella legajos e instancias del modo más mecánico de que es capaz y, para colmo, ha cambiado su minifalda escandalosamente bermellona por unos vaqueros en los que podría entrar por duplicado. Maldito sea por siempre el rufián de Leopoldo.



sábado, 23 de noviembre de 2013

Telepatía


Hay muchos mitos acerca del progreso que sólo se pueden explicar por un malentendido. Uno de ellos deriva de confundir el progreso técnico con el progreso moral. Otro puede muy bien provenir del peso excesivo que en el progreso moral se le concede a la empatía. Al menos en mi opinión -y supongo que esto no es decir mucho- el progreso moral se inclina más al lado de la razón que se sabe a sí misma, de la autoconsciencia. El espíritu no es sentimiento sino reflexión. (No es que el espíritu no albergue sentimientos: los posee, pero de un modo consciente, y en consecuencia también es reflexión). Por eso creo pertinente aclarar las consecuencias a que la tesis contraria podría dar lugar. Y, como para muestra vale un botón, he elegido la telepatía como mi conejillo de indias.
No se trata de una elección enteramente al azar. En efecto, hay al menos dos ámbitos desde los que la adquisición de esta supuesta facultad se nos propone como un paso que la humanidad ha de completar de camino hacia una equívoca y mal definida perfección. Me refiero, en primer lugar, al campo de las ciencias ocultas, los fenómenos paranormales y el esoterismo en general. En segundo lugar, la ciencia-ficción incluídos sus subgéneros satélites. Hay un tercero que reptaría entre ambos aprovechando sus resquicios y alimentándose de los jirones que ondean en los costados de una religión y una ciencia cuyas disciplinas -como toda disciplina- es aborrecida por la inmensa mayoría.
Siempre es útil comenzar con una definición, pero el nuestro es un término de definición bífida.Su etimología es ambigua y su sentido demasiado amplio. "Tele-patía" es sensación (o sentimiento) a distancia, aunque generalmente se considera que la distancia no tiene ninguna importancia y "sensación" incluye cualquier contenido psíquico, tanto sensaciones como emociones o pensamientos. Con la raiz griega "tele" se pretende aludir a la vía de transmisión de los contenidos psíquicos. Mejor dicho: se alude a la ignorancia de dicha vía, pues sólo se aclara que no se verifica a través de ningún sentido corporal. Por esta razón la telepatía se incluye entre los fenómenos de percepción extrasensorial, expresión que constituye una flagrante contradicción en términos.
No es mi intención discutir el status científico de los estudios que se han realizado acerca de estos supuestos fenómenos, sólo quiero hacer constar mi profunda perplejidad por el hecho de que tales investigaciones se hayan llevado a cabo. En ciencia, normalmente, se estudia un fenómeno cuando se tiene constancia de él (cuando se ha manifestado, cuando viene a ser fenómeno).  Toda la evidencia empírica ha de ser universalmente observable y reproducible, y se estudia sobre la base de una teoría previa. Sin embargo, las investigaciones acerca de los fenómenos de percepción extrasensorial, que se dilatan ya por espacio de un siglo y medio, tienen como fin primero establecer la existencia del fenómeno, sin que hasta el momento hayan tenido éxito alguno. Por lo que yo sé, la ciencia trata de explicar los hechos observados, no de inventarlos. Es cierto que el propio desarrollo científico, en ocasiones, da lugar a fenómenos no observados con anterioridad, bien por descubrimiento casual o por que su existencia se deduzca de alguna teoría que se quiere someter a prueba. Pero también lo es que la percepción extrasensorial no se ajusta a ninguno de los procediemientos habituales en ciencia. Así pues, no hay fenómeno para estudiar más allá de ciertos testimonios personales que no hay por qué tener en cuenta, ni teoría que permita sospechar su existencia más allá de las fantasías infundadas de algunos parapsicólogos locuaces. No comprendo que se desvíen fondos (públicos o privados) a este tipo de investigaciones. Este sí que es un fenómeno a estudiar...
Desde ciertas instancias se nos han presentado los fenómenos de percepción extrasensorial como una serie de facultades latentes en el ser humano, cuyo desarrollo -o recuperación- no puede ser considerado sino como progreso. Supongo que habrá quien crea en una supuesta forma superior de comunicación libre de las barreras materiales a que el lenguaje ordinario se ve sometido. Sin malentendidos, sin falsas interpretaciones, sin posibilidad alguna de mentiras. Y, en consecuencia, también en una hermandad de espíritus que vivan en perfecta armonía, unidos todos por un sentimiento común. Ahora bien, el lexema "patheia", que aparece tanto en "telepatía" como en "simpatía" o en "empatía" alude, según dije, en general a contenidos psíquicos tales como sentimientos, estados de ánimo, emociones o pensamientos. El fenómeno telepático se muestra en este punto extremadamente ambiguo. Hay una insuperable diferencia (que no es de grado, sino esencial) entre los pensamientos y otros contenidos psíquicos. Desde luego, nosotros podemos racionalizar los sentimientos, podemos hablar de ellos y estudiarlos, pero entonces estamos produciendo pensamientos acerca de ellos. De este modo los hacemos plenamente conscientes, pero ello no obsta para que la transmisión telepática de sentimientos sea radicalmente distinta de la transmisión telepática de pensamientos. En esto hay una confusión de charlatán. Yo puedo transmitir sentimientos a gritos, bramando como una bestia, arrancándome mechones de cabello o emprendiéndola a golpes con todo cuanto tenga a mano. Pero nunca podré comunicar pensamientos, o ideas complejas, de este modo. Para ello necesito un lenguaje articulado, o un código suficientemente rico y preciso que me permita verbalizarlos.
Sucede, no obstante, que tal cosa no se plantea en los experimentos sobre percepción extrasensorial. Los testimonios personales suelen referirse a la comunicación de puros estados de ánimo absolutamente descontextualizados; los experimentos se ciñen a la transmisión de ideogramas, de figuras sencillas estampadas en naipes (las famosas cartas Zener). La verdad es que los experimentos con cartas nunca han tenido éxito: habrá que concluir que la transmisión de ideas, por sencillas que sean, no es posible. En cuanto a la transmisión de estados de ánimo, caso de que se probara, de ningún modo podría considerarse como un progreso. En efecto, esta forma de comunicación no supera la comunicación animal mediante bramidos, por ejemplo. El ser humano ha evolucionado en el sentido de afinar extremadamente sus medios de comunicación entre individuos, movimiento en el que se cifra su éxito evolutivo. Desde luego que el lazo afectivo entre hablante y oyente facilita la comprensión, pero la comprensión misma no es cuestión de sentimiento, sino de reflexión: el oyente anticipa el sentido de lo que se le dice porque supone que quien le habla es un sujeto semejante a él. Se pone, pues, en su lugar; vuelve sobre sí mismo para salir idealmente de sí mismo. Por el contrario, la telepatía es intuición inmediata de un sentimiento que, en el mejor de los casos, podemos atribuir a otra persona. En el supuesto de que haya sido una capacidad perdida a lo largo de nuestra historia específica, habrá sido en aras de una capacidad superior. Su readquisición será, por tanto, un paso atrás, una regresión, nunca un progreso. Lo mismo que lo sería el retorno a la locomoción cuadrúpeda, a pesar de que nos permita una velocidad superior.
A menudo, la ciencia-ficción nos presenta lo que podríamos denominar como "la versión fuerte" de la telepatía. Todos conocemos esos seres bípedos y cabezones que hablan entre ellos de modo silencioso. Y no sólo hablan, sino que pueden intervenir, manipular, la mente de los demás. Con frecuencia, nuestro extraterrestre megacéfalo es una "inteligencia superior" provista también de otros poderes paranormales como la telequinesis, de modo que sus facultades han de ser consideradas asímismo como superiores. Adquirirlas supone, en consecuencia, un progreso. Por supuesto, nunca nos hacemos cuestión del hecho de que tales facultades vengan siempre acompañadas de una tecnología sumamente avanzada (seres así dotados no necesitan para nada la tecnología).
Por mi parte, yo no dejo de preguntarme cómo será la sociedad de estos alienígenas. Con sus necesidades materiales satisfechas con largueza por la potencia de su tecnología, hermanados todos por la conciencia de un espíritu común. Puro averroísmo astral. Cualquier idea nueva, cualquier descubrimiento, será compartido por todos sin ninguna dilación, y su paternidad no podrá atribuirse sino a la especie entera. Allí no puede haber individualidades, hay un solo sujeto: el todo. Supongo que se puede envidiar una sociedad como esa arguyendo la extremada solidaridad que une a los semejantes, pero yo no entiendo cómo de semejante estado puede derivar ningún progreso. Por lo que podemos observar en nuestro planeta, las especies perseveran, a menudo sin éxito, en el empeño de seguir siendo ellas mismas. Por lo tanto, no hay nada más alejado de la vida específica que el progreso. Desde hace muchos millones de años las moscas siguen siendo moscas porque no hay entre ellas ninguna que pueda hacer valer su individualidad sobre la ingente masa de la que ha venido a ser insignificante miembro. La "mosquidad" es eterna porque no hay nada que la obligue a cambiar y porque produce muchos huevos. La eternidad es pura indiferencia. Es ausencia de movimiento: muerte (del individuo).
Es cosa segura que la ciencia ficción habrá parido muchas más, pero ahora yo tengo en mente dos sociedades "eternas". La primera -por reciente- es la que se nos muestra en la película "Avatar". En el rico y exuberante planeta de Pandora la comunicación telepática, como corresponde en la era de internet, se verifica merced a las conexiones USB con la Gran Madre Naturaleza de que todo ser dispone por nacimiento. Allí, como en los más rancios mitos terrícolas, Naturaleza y divinidad se identifican. En sí mismo el mito no tiene nada de malo, el problema es que en la película se nos ofrece degradado bajo una explícita identificación informática y barnizado de moralina. De este modo, naturalismo, primitivismo mecánico, totalitarismo y moral aparecen aunadas. Gracias a su fuerza moral de nativos estelares y explotados, que emana del ser uno con la madre Tierra, su rudimentario armamento se impone a la avaricia de los invasores y a la más asombrosa y devastadora tecnología.
La segunda se la debemos al genio de Isaac Asimov. En la cuarta entrega del Ciclo de la Fundación, "Los límites de la Fundación", el autor nos presenta una supermente originada por la unión telepática de todos los habitantes del planeta Gaia, no sólo los humanos, cuya finalidad es trabajar por el bien común. Gaia propone la constitución de una entidad mucho más vasta que incluya toda la galaxia, con lo que el imperio galáctico quedaría restaurado. "Yo-nosotros-gaia" es el lema que constantemente repite Bliss, la coprotagonista natural del planeta que junto con unos miembros de la Fundación se lanza a la búsqueda de la Tierra en la última entrega.
El Bien Común es un concepto lo suficientemente esquivo para desconfiar de él. Lo usan los demagogos para hacerse con el favor de las gentes, los dictadores y los magnates que desean justificar despidos masivos. Pero, hasta el momento, no he conocido a nadie que sepa calcularlo. En su nombre se han cometido las mayores tropelías y los crímenes más atroces y, en definitiva, resulta llamativo el hecho de que algo que de tal modo interesa a todo hombre suscite en ellos los desacuerdos que provoca. Trabajar por el bien común siginica, de manera inequívoca, luchar contra el interés de las personas, precisamente porque con ninguno de los intereses particulares puede identificarse. El bien común de la especie "Cebra" incluye el que muchos de sus individuos caigan bajo las fauces de sus depredadores, porque de este modo se garantiza la supervivencia de los especímenes más sanos. Vivir bajo la égida del bien común supone desaparecer como individuos.
Es cosa clara que el verdadero progreso de una sociedad no consiste en hacerse uno con los demás, sino en dividirse, en diferenciarse, y armonizar los propios intereses con los del resto. La salvación no está en el todo sino en el yo. "Amad al prójimo como a vosotros mismos" nos ordena el mandamiento. Esto es: que el amor que profesáis a los demás no sea superior al que sentís por vosotros y que éste sea el modelo de aquél. Kant lo formulaba de este modo: "obra siempre de manera que la máxima de tu conducta pueda convertirse en una ley universal". O, lo que es lo mismo: trata a los demás como te gustaría que te tratasen a tí. No hay aquí ningún gregarismo. La razón es lo diameltralmente opuesto al totalitarismo.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Comentario a "La isla del día de antes", de Umberto Eco.

Supongo que de alguna de mis anteriores opiniones debería traslucirse la admiración que me inspira Umberto Eco. No conozco de él más que su tardía -y, a mi juicio, feliz- faceta de novelista, y aún así no de modo exhaustivo, pero siempre me ha llamado la atención su estilo ágil y camaleónico, su tono a medio camino entre la ironía y el sarcasmo, sus argumentos, sus personajes, la reconstrucción de los escenarios en que se verifica su peripecia, la portentosa documentación de que hace gala en el desarrollo de sus tramas, la recreación del universo intelectual de la época en que las sitúa y, sobre todas las cosas, el permanente diálogo que el autor entabla con cada uno de estos elementos. Diálogo en el que, finalmente, enreda al lector atento y que se manifiesta como el primer motor, la causa final última de sus novelaciones.
Supongo también que un purista del género encontrará en este particular el mayor reproche que hacerle al escritor de novelas: que se implique en ellas, que transgreda el límite que necesariamente ha de trazarse entre el autor y la obra. Al fin y al cabo, el novelista es sólo el cronista de los hechos que nos narra. Pero es el caso que las mejores novelas que recuerdo cometen este mismo exceso. Podría ir citando algún que otro ejemplo, pero me interesa destacar el siguiente: ¿Acaso , ya desde el capítulo primero del Quijote, no califica Cervantes de loco a su protagonista al declarar que perdió el seso leyendo novelas de caballería? ¿Y, acaso, este juicio previo no predispone al lector a interpretar lo que lee en un sentido y no en otro? ¿y no es, precisamente, esta predisposición a la que nos empuja el autor el meollo mismo de la obra? ¿No forma parte de la obra?
Me explico, y espero que en mi explicación se justifique la elección del ejemplo. Al margen de otras interpretaciones de la novela (vg. la de Ortega o la de Unamuno), en las que no tengo intención de entrar, el elemento de modernidad que llama la atención es el modo en que el protagonista construye "su" realidad. Subrayo el "su" porque cosa tal como una realidad objetiva e independiente del sujeto que la conoce ya hacía dos siglos que se había extinguido cuando Cervantes agarró la pluma. Don Quijote, en efecto, construye su mundo, su verdad, a partir de los datos que interpreta provenientes de sus sentidos. El criterio con el que elabora su interpretación no proviene del exterior (por ejemplo, de las novelas de caballería que le sorbieron el seso), sino que es previo a su lectura y la explica. En el fondo, la locura del manchego no consiste en urdir mundos imaginarios, sino en no oponer límites a la operación de su entendimiento, a su pensar.
No otro es, por poner un segundo ejemplo, el modo de operar de Guillermo de Baskerville cuando, al arrivar al monasterio benedictino al que ha sido llamado en el comienzo de "El nombre de la Rosa", da razón de cierto caballo negro de nombre Brunello, del que no tenía noticia previa. El de Baskerville lee en el entorno los síntomas, que luego ha de interpretar, y que le conducen para sorpresa y admiración de todos al feliz hallazgo de la bestia. La verdad es, de nuevo, operación del intelecto, creación de la mente según sus propias reglas y no una simple deducción. Como construcción que es, esta verdad no se halla contenida en las premisas, en los datos empíricos que Guillermo ha recogido de entre cuanto le rodea, del mismo modo que los gigantes no estaban en la impresión visual que don Quijote recibe de los molinos.
Y, para abundar en el mismo argumento, es preciso caer en la cuenta de que nuestra valoradísima ciencia moderna procede de manera análoga. En algún lugar he leído que el rasgo distintivo de la ciencia tal y como ahora la conocemos consiste en haber abandonado la certeza en aras de la productividad. Es decir: en su portentosa capacidad de producir nuevos avances, nuevo conocimiento. Pero es en el hecho de abandonar el valor de la certeza donde quiero recalar. En la antigüedad, desde Aristóteles, la ciencia procedía por estricta deducción a partir de unos primeros principios que se obtenían por inducción -si bien mediante un proceso inductivo radicalmente distinto del que nosotros, influidos por los filósofos anglosajones, podemos considerar- cuando el intelecto accedía, en un acto de iluminación, a la contemplación de las substancias segundas, es decir: lo que hay de universal en los seres singulares. Puro platonismo adaptado a la metafísica peripatética. Sin embargo, nuestra ciencia moderna, en el fondo mucho más platónica que la de Aristóteles, no parte de certezas sino de meras hipótesis que posteriormente hay que contrastar con la naturaleza sometiendo a sus consecuencias observables a una estricta comparación con los datos empíricos. Esta es la explicación por la que, para garantizar la intersubjetividad del proceso, la ciencia prefiere el lenguaje matemático, que es el más fácilmente adoptado por la totalidad de los entendimientos, tanto finitos como infinitos. También la matemática es construcción del entendimiento, como predicaba Kant.
Todavía Descartes se aferra a una sombra de certeza cuando exige que todo el edificio de su filosofía parta de una verdad incontrovertible, absolutamente indudable. Y, para sorpresa del mundo, esta verdad la encuentra no en Dios , precisamente, sino en la innegable existencia del propio proceder de la mente. "Yo pienso, luego existo", nos dice. Sobre el proceder de la mente actúa el proceder de la mente, que es tan incierto que precisa -ahora sí- de la garantía de un Dios que no mienta, Dios que también es construido por la mente, de donde su famoso argumento circular. Lo cierto es que, en el proceder del entendimiento, la certeza de Dios se diluye, y éste es el segundo rasgo de la modernidad. Spinoza construirá un Dios que tiene poco que ver con el de las religiones, Kant concluye la imposibilidad de demostrar racionalmente su existencia y lo reduce a un mero postulado de la razón práctica, Nietzsche profetizará un siglo después la muerte de Dios, es decir: su desaparición efectiva de todas las esferas de la vida humana. Dios ha muerto, por una parte, de éxito, porque la consideración de sus distintos atributos nos permiten prescindir de su concepto. Por otra parte ha sido relegado por el Hombre, que se erige en la nueva medida de todas las cosas.
La elevación del Hombre a patrón universal, el humanismo, es el último rasgo de la modernidad que quiero destacar. En buena medida ya lo he hecho antes, cuando comentaba el desplazamiento de la certeza fundamentada sobre Dios hacia la provisionalidad de las hipótesis generadas por el sujeto. Pero es el caso que, de modo aparentemente contradictorio, esta entronización del ser humano nos lleva a lo largo de tres sendas distintas a su anonadamiento. La primera de ellas acabo de resumirla con la desaparición de toda certeza. En segundo lugar, el hecho de que sea la operación del entendimiento el nuevo patrón de la verdad, y que la propia operación del entendimiento se deje ejemplificar de manera tan eminente con el recurso a la matemática, abre el camino a la consideración del infinito, el cual ha sido desplazado -también con argumentos teológicos- desde el creador a la creación. En efecto, la nueva imagen del mundo, cuya consecuencia más llamativa es la astronomía que inaugura Copérnico, considera un universo infinito en el tiempo y en el espacio. Y, como consecuencia inmediata y evidente, el Hombre no ha sido sólo desplazado del centro de la creación, sino que la misma noción de centro ha perdido ya todo su sentido. En un universo infinito cualquier punto es el centro. Por último, al ser el entendimiento la fábrica de la verdad, la modernidad ha tenido por aporética la existencia absoluta, separada, del mundo. "La vida es sueño", nos decía Calderón, y la entidad de los sueños no es más consistente que un jirón de niebla que disipa el viento. Sólo la noción de finitud, que en otros lugares me plugo llamar "mal", se puede aducir para superar este solipsismo que nos constreñía a considerarlo todo como un mero contenido de la conciencia, donde queda encerrado como en una inexpugnable cápsula . Hay, en efecto, mundo -sea éste lo que sea- porque yo no puedo fraguarlo a la medida de mis necesidades, gusto o intereses; porque es algo que, incluso sólo como mero contenido de conciencia, me es dado desde fuera y sobre lo que yo no puedo influir sino de manera harto limitada.
Estos son los pilares argumentales sobre los que Umberto Eco construye la novela que hoy traigo a consideración. Se trata de una novela de arquitectura compleja por partida doble. Por un lado, está narrada en tercera persona sobre la base de unas supuestas notas autobiográficas que el protagonista, un hidalgo piamontés de nombre Roberto de la Griva, elabora en el Daphne, navío holandés abandonado en las antípodas al que llega náufrago del Amarilis, en el que había embarcado también en Holanda. Dichas notas mezclan hechos reales con otros que son producto de la fantasía del náufrago, y en el paso de los unos a los otros se rompe la unidad de tiempo. Por otra parte, la diversidad temática del argumento obliga al lector a mantener simultáneamente abiertos varios focos de atención. Y es preciso aludir, además, al lenguaje empleado. Mejor comentario que el que yo pueda hacer al respecto es la nota aclaratoria de la traductora, situada al final de la novela, en la que nos informa de las dificultades de parodiar el castellano del Siglo XVII para verter el italiano de la misma época, habida cuenta de que la distancia lingüística es mucho menor en la lengua original que en la nuestra.
De la Griva, prisionero del Cardenal Mazarino, se ve forzado a espiar en el Amarilis ciertos experimentos con los que un médico inglés -el doctor Byrd- pretende resolver el pertinaz problema de las longitudes. Para cualquier navegante resultaba sencillo fijar la latitud por la altura de los astros sobre el horizonte, pero no se disponía de métodos fiables para establecer la longitud, sin la cual resultaba imposible calcular la posición de un navío en altamar. La cuestión llegó a convertirse en arduo problema de estado, porque también resultaba imposible situar correctamente en el mapa las nuevas tierras que se descubrían y, en consecuencia, carecía de sentido reclamar su posesión. Pero, para desgracia de Francia y de Roberto, el Amarilis zozobra durante una tormenta y -único superviviente- el protagonista arriba al Daphne, a la sazón abandonado por todos sus tripulantes salvo uno en un fondeadero entre dos islas.
Es afortunado el hilo argumental que inaugura Eco con este episodio porque le permite articular a su alrededor la complejidad temática de la novela. Astronomía, Física, Alquimia y otras disciplinas herméticas, Geografía, Filosofía y algún que otro disparate con el que el autor gusta de amenizar sus relatos. En efecto, el doctor Byrd se había propuesto servirse del "polvo de la simpatía", un mejunje parecido al famoso "unguentum armarium" (bálsamo que, aplicado sobre el arma que causa la herida, es capaz de sanar a quien la sufre, independientemente de la distancia que les separe), para establecer la longitud sin necesidad de usar un cronómetro ni de realizar observación astronómica alguna , ni fácil ni compleja. Este pasaje, que de ningún modo es una simple broma del autor, muestra el estado de confusión en que se desenvolvía la recién nacida ciencia moderna y sus dificultades para discriminar lo aceptable de lo inaceptable. El recurso a las acciones a distancia, que en el caso de las ciencias herméticas -y también, hay que tenerlo presente, en el estudio del magnetismo- estaba plenamente aceptado, a finales del siglo se le reprochaba a Newton cuando enunció la ley de la gravitación.
Y si en cuestión de principios, como el aludido de la acción a distancia, había discusión, qué no habría cuando se tocaban teorías que según todas las apariencias chocaban contra las más palmarias experiencias cotidianas. Para una mentalidad que aún no había digerido ni la relatividad del movimiento ni su componibilidad, la cuestión del movimiento de la Tierra debía de aparecer como el más atroz atentado contra el sentido común. Recordemos que en 1632, diez años antes de su muerte, publicó Galileo su "Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo", del que es homónimo un capítulo de nuestra novela, y que la acción de ésta última se desarrolla en 1643. El capítulo al que aludo reproduce con evidente exactitud la discusión de los personajes del toscano, aunque de manera sumarísima y con una extensión bastante más asequible. Aquí afloran las reticencias que desde muchas áreas de la sociedad de la época, no sólo desde la Iglesia, se abrigaban contra la ciencia nueva. Y a la par, paradójicamente, una enternecedora e hilarante confianza en esa misma ciencia, que recuerda el pasaje de la isla de Laputa en "Los viajes de Gulliver", se nos narra en el episodio de la muerte del padre Caspar.
Con todo, lo más interesante de la narración se reserva a un peculiar tratamiento de asuntos que atañen a la filosofía y que nuestro novelista hilvana en torno a la idea de infinitud. La consideración del infinito, en el contexto que nos interesa , se remonta al siglo XIII y fue introducida por los nominalistas, que defendían la omnipotencia de Dios y argüían que, dado que debe haber una proporción entre las causas y sus efectos, a una infinita potencia creadora convenía una creación también infinita. Este es el argumento de Nicolás de Cusa, un siglo después, y del pobre Giordano Bruno, que pereció en la hoguera por defenderlo en el siglo XVI. La idea de un universo abierto, infinito, no estaba en el nuevo sistema astronómico de Copérnico, pero se fue introduciendo en la ciencia de la mano de Galileo y de Kepler, de su recurso a la matemática, de la afinidad con la nueva filosofía racionalista. Y termina de imponerse con Newton.
Pero, a pesar de que la primera consideración de la infinitud de la creación es de índole teológica, enseguida la Iglesia sospecha de tamaña idea porque socava irremisiblemente el edificio de la fe. No es sólo el hecho de que el sistema heliocéntrico contradijera al Libro de Josué (cap. 10, 12-14), lo importante, como señala la novela de Eco, es que en el seno de un universo infinito sembrado de infinitos mundos, la centralidad de la redención deviene aporética. La modernidad ha producido la paradoja de la simultaneidad entre el humanismo y su énfasis de origen cristiano en la dignidad del hombre, y su destierro del centro. El hombre es, por una parte, el centro de la creación, y por otra está perdido en un rincón insignificante de un vasto cosmos del que no se acierta a concebir el límite. ¿Será acaso nuestro mundo el único en el que el hombre ha sido estigmatizado con el pecado original? Y si no es así, si todas la infinitas humanidades que pueblan los infinitos mundos han caído igualmente en el pecado, ¿será posible que un sólo acto redentor limpie tal magnitud de pecado? Pero entonces, ¿esos otros infinitos mundos tendrán noticia del Redentor o vivirán ignorantes de ella como viven los pueblos que la cristiandad recién ha descubierto allende los mares, con la salvedad de que en ese caso la noticia nunca podrá llegar a ellos?
O bien, si cada mundo ha de tener su propia redención y son infinitos los mundos, ¿será posible que el Redentor no pueda terminar nunca con su acción redentora y deba sufrir eterno suplicio por la iniquidad de los hombres?
He aquí dos infinitos que se comparan, y de la comparación de infinitos cualquier cosa puede resultar. Lo que le resulta a Roberto de la Griva es que la idea de redención pierde su sentido. E incluso también la noción de la Providencia, porque ésta ha de repartirse entre infinidad de mundos, y porque nada nos asegura que lo que conviene a unos no suponga la ruina para otros. De nuevo, tal como nos había indicado el autor en "El nombre de la Rosa", la consideración de los atributos divinos nos conduce irremisiblemente al olvido de Dios. Supongo que ésta debería ser la clave para interpretar el discurso del Padre Caspar, tremendo sermón que, para desgracia de los condenados, podría haber comenzado con el lema que encuentra Dante a la entrada del infierno: "Deja atrás toda esperanza".
Es particularmente notable en este pasaje que se nos narre como un sueño del protagonista, destilado morboso de su enfrebrecido cerebro, delirio de un hombre cuya vida es en buena medida producto de su imaginación. O bien, para decirlo de otro modo, mero contenido de conciencia. Algo así aparecerá en otra novela del autor, "Baudolino", y lo podemos rastrear también en "El péndulo de Foucault". De una manera u otra, el ser de las cosas y del mundo puede reducirse a una construcción de la mente, construcción imperfecta, como corresponde a un mundo imperfecto. Por ello tiene aquí todo su valor la sentencia final de "El péndulo de Foucault": "Si el problema es la falta de ser, dice el protagonista, y el ser es aquello que se predica de múltiples maneras, dice Aristóteles, entonces cuanto más hablemos más ser hay". Umberto Eco dixit.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Corrección política y totalitarismo

Ha llegado hasta mí un vídeo, o el fragmento de un vídeo, que recoge parte de una reciente sesión plenaria del ayuntamiento de Mijas. Ignoro la fecha, pero -aunque es un dato que no tiene mayor importancia- supongo que podría averiguarla sin demasiado trabajo. El tema que se debate en el momento de la grabación es la pertinencia o impertinencia de la denominación de “Avenida del Descubrimiento” a una calle de la localidad, y el vídeo se centra en la intervención de un concejal del grupo Los Verdes-Equo (cuyo nombre, por cierto, se cita, pero que yo me abstendré de repetir). Se trata, en realidad, de la pésima lectura de un discurso de redacción no mucho mejor en la que el ponente se manifiesta contrario a dicha denominación por considerar que celebra la conquista y exterminio de los indígenas amerindios a manos de una horda de aventureros españoles tan ávidos de riqueza como carentes de escrúpulos.

Al margen de la guasa con que responde otro edil (quizá el mismo alcalde, ni lo sé ni me importa), lo primero que podemos destacar de la sorprendente intervención del concejal ecologista es la consideración del concepto de “imperialismo”. Como todo el mundo sabe, éste es un concepto muy del siglo XX, y supongo que a nadie le costaría mucho esfuerzo datarlo con mayor precisión. Justo por ello, el discurso al que aludo incurre en una primera ambigüedad que anula su sentido. En efecto, de entrada desconocemos si se aplica a los conquistadores españoles -esos oportunistas sanguinarios que no tuvieron mayor empacho en masacrar toda una raza- o a los contemporáneos conciudadanos del ponente, culpables estos últimos de aplaudir con estólida complacencia tan vergonzosa gesta. En ambos casos, como cualquiera puede ver, la aplicación del concepto está fuera de lugar y en ella no se aprecia sino una burda triquiñuela de político aficionado que no tiene nada que ofrecer y que, sin embargo, desea convertirse en profesional.

Ni que decir tiene que la citada denominación de Avenida del Descubrimiento conmemora la que probablemente sea la mayor contribución de España a esa Europa de la que hace bien poco nos enorgullecíamos de formar parte, e incluso al mundo entero. Extinguidos ya -al menos de facto- los últimos rescoldos del Imperio Romano, las gestas que protagonizaron muchos navegantes portugueses y españoles durante la segunda mitad del siglo XV y la primera del XVI abrieron la llave a una globalización, mil años diferida, que lleva toda la pinta de convertirse en definitiva. El hecho es, por lo tanto, de orden mundial y, para bien o para mal, a todos atañe. Lo que es hoy el mundo se debe en buena medida a ese fervor marinero que agitaba nuestra península hace cinco siglos y que con tanta simpleza fue calificado de imperialista en el aludido pleno de Mijas.

Pero no es de gestas, ni de contribuciones, de lo que pretendo hablar. Ni de otros fervores que no sean los que bullen en el partido, los cuales no parece que contribuyan mayormente a proporcionar a sus integrantes el hervor del que carecen. Del partido quiero hablar, de ese ente abstracto y embrutecedor que -creo- nos arrastra a la ruina y que aglutina en torno a su centro a una masa de cuya inercia pretende servirse ni Dios sabe para qué fines. Hay que decirlo de antemano y sin ambages: que el partido pretenda contribuir a un bien general encierra una contradicción en términos. Y de una contradicción se sigue lógicamente cualquier cosa.

Sólo de un modo puede el partido lograr el sinsentido de aglutinar a la totalidad, y es mediante el uso de la propaganda. Desde la octavilla al lema publicitario, desde el histrionismo calculado (por asesores de imagen, naturalmente) hasta la brutalidad de la represión, desde la demagogia más desvergonzada hasta la empedernida rigidez de los comisarios políticos, todo se considera legítimo si se consagra al fin de que el interés de parte prevalezca como si fuera el general, y sobre el general. Con la salvedad de que la parte ya no tiene mucha relación con ningún sector de la sociedad y, en consecuencia, vive al margen de cualquiera de los intereses que dice representar. El partido sólo atiende a sus propios intereses, por ello se ha desprovisto de ideología y sus decisiones resultan siempre ad hoc.

Si consideramos ideología a un sistema de ideas cerrado y excluyente -como es el caso de las ideologías políticas del pasado siglo XX-, entonces su dilución es un hecho a celebrar. Al fin y al cabo, si existiese algo así como la Justicia (escrito con mayúsculas), de seguro que no podría entenderse cabalmente desde ninguna de ellas. Pero es el caso que muchos de los hombres y mujeres que en su momento las defendieron, incluso hasta el extremo de ofrecer la vida, lo hicieron desde el convencimiento de estar al lado de la verdad. Y este compromiso con la justicia, aunque sea con un concepto equivocado de justicia, es lo que un servidor de ustedes considera que ha desaparecido de nuestro postmoderno siglo XXI. En su lugar, el partido ha instalado su mero interés, muchas veces desnudo de disfraces. Yo, al menos, me declaro incapaz de entender desde cualquier otro punto de vista lo acontecido en nuestro país durante las dos últimas décadas, tan prolíficas ellas en vaivenes, penduleos, oscilaciones entre extremos, caminos desandados, deconstrucciones, derribos y destrucciones. Es cosa clara que las ideas han sido substituidas por su solo nombre, en tanto que la justicia se ha visto suplantada por lo correcto, lo políticamente correcto.

La corrección política trae como consecuencia la erradicación del pensamiento, y con el pensamiento desaparece la memoria. Al mismo tiempo se elimina también el concepto de injusticia y en su lugar se instala lo escandaloso, es decir: lo incorrecto. El hecho de que el escándalo haga las veces de una ponderación y discusión públicas acerca de lo justo y lo injusto (o de lo adecuado y lo inadecuado, lo procedente o lo improcedente, etc.) obra en interés del partido porque le permite la manipulación directa de las masas. Siempre ha resultado más fácil indignarse y rasgarse las vestiduras que hilvanar media docena de argumentos, por ello la mayor parte de la gente se deja escandalizar. Y, aprovechando un malentendido que el evangelio de san Mateo autoriza, se confunde al pecador con el escandalizador, y se le lapida. El verdadero escandalizador, el partido, construye el escándalo en torno a la incorrección ajena y arroja al pecador a la ira de las masas, seguro de que será linchado de la manera más inconsciente y con absoluta impunidad. Tarde o temprano, la razón, el olvido o un contraataque del oponente terminan imponiéndose, lo que hace necesario un nuevo escándalo. La vida política se convierte así en crispación crónica.

La indignación y el escándalo sólo tienen valor político si los protagoniza una masa suficiente. La implicación de las masas le confiere al partido alguna ventaja capital. En primer lugar, le permite una manipulación fácil y directa de sus apoyos mediante el uso de la propaganda, que se convierte en la herramienta básica. Y, como la propaganda consiste en muy poco más que en una serie de lemas publicitarios carentes de verdadero sentido y que no obstante substituyen al genuino pensamiento, el partido se garantiza con este recurso su control efectivo. La hoguera, el campo de concentración o el gulag, son reminiscencias de un pasado más o menos remoto en el que la técnica de dominación no estaba perfeccionada y en el que, en consecuencia, eran posibles varios sistemas ideológicos opuestos. La propaganda y la invención de la corrección política han conseguido para el partido (o, si lo desean ustedes, para los distintos partidos), por la vía de una supuesta humanización del ejercicio del poder, la anuencia de las masas y su necesario consentimiento para la asfixia de toda originalidad, del mismo modo que la cultura de masas y el auge de los medios de comunicación han acarreado también un empobrecimiento general de la cultura. Téngase en cuenta que lo más fácilmente predicable de la universalidad de los seres humanos es precisamente nada, y que este anonadamiento del espíritu le conviene al poder. La creación de un pensamiento universal, políticamente correcto con el que la totalidad pueda convenir y del que nadie pueda disentir, equivale a su anulación. La nada es lo único que de entrada, y de antemano, puede globalizarse sin necesidad de argumentación.

También es lo único radicalmente irracional, es decir: ni pensado ni pensable. Al fin y al cabo, como ocurre con la atribución de derechos, sólo lo que nace del individuo tiene acceso a la racionalidad. A la comunidad -que no a la masa- le corresponde la tarea de comunicarlo, discutirlo y hacerlo de esta manera racional. El cortocircuito de la corrección política y la consigna de partido escamotea la posibilidad de la discusión. De hecho, el moderno partido político existe, a lo que parece, para ahorrarle al común de los mortales la necesidad de considerar personalmente nada y exponerlo a la crítica. En suma, la frase pensamiento único es un contrasentido. A la totalidad, de suyo, no le pertenece nada, y sólo puede imponerse al individuo aniquilándolo.

¿Por qué censuramos, entonces, al edil de Mijas, si no pretende otra cosa que lo que es común en todo partido? Le censuramos por hacerlo mal. El éxito del proceso radica en una taimada ejecución, de manera que no se advierta la trampa. Nuestro edil evidencia demasiada bisoñez, quiere ser profesional pero deja al descubierto su carácter amateur. Entre la gente no produce ira, sino que provoca risa. Y entre los colegas la repulsa es general porque pone en evidencia con toda candidez los mecanismos de que se vale la profesión para lograr sus fines, no sea que a alguien se le ocurra la peregrina idea de que en los parlamentos no se representa la voluntad popular, sino la de los partidos, y comience a cavilar el modo de librarse de todos ellos.

Todo un ejemplo a seguir, vaya.





miércoles, 25 de septiembre de 2013

Laplace

¿Ya les he contado que Saturnino era un genio? Digo que era un genio no porque haya muerto, sino porque está sepultado bajo la montaña de fármacos que le administran en el sanatorio para controlar su histeria. De su enfermedad ya he hablado, creo, y no es cuestión de repetirme ahora. Por si no lo saben, les diré que lleva dos años recluido, que en ese tiempo ha sufrido varias crisis que obligaron a encerrarlo en una celda acolchada, y que cuando está fuera de ese muelle sarcófago no resulta mucho más comunicativo que la silla donde permanece sentado al sol, consumiendo sus días con aire beatífico y ausente. Allí le he visto varias veces, en el rincón templado del patio, con la vista perdida en el infinito que se atisba entre el alar del tejado y las ramas del enorme tilo que le da sombra en verano. En una ocasión crucé mi mirada con la suya. Me sonrió con una mueca apenas perceptible que rezumaba algo de baba, giró la cabeza y volvió a clavar los ojos en ese poquito de azul que se ve desde donde vegeta toda la tarde.
Y, sin embargo, era un genio. Uno de esos genios que no sirven para nada, que emplean su talento sin gastarlo realizando las ideas más excéntricas que su sorprendente inteligencia es capaz de concebir. Claro, me dirán ustedes, los que llevan a cabo proyectos útiles reciben otros calificativos. "Genio" es un eufemismo para referirse, sin ofenderles, a todos aquellos que tienen la cabeza llena de pájaros, los arquitectos de castillos en el aire, fotógrafos de quimeras, maestros de lo improbable, técnicos de lo imposible y otras gentes por el estilo.
Antes de su enfermedad nos veíamos con frecuencia y charlábamos de largo. De nada en concreto. Me gustaba su conversación, su palabra fácil, su discurso difícil y mordaz y esa media sonrisa socarrona que se le dibujaba cuando escupía los sarcasmos más sutiles. Su verbo era de una corrección que rayaba en lo enfermizo, pero tenía la lengua más afilada de Europa. Y cuando la ocasión lo requería, como un recurso retórico más, sabía soltar el taco más procaz sin que desentonase en absoluto. No es que fuese un tipo simpático, que no lo era, pero me gustaba escucharle, y a él también. Si con el tiempo llegamos a intimar no fue porque se dignara descender al plano personal y abrirme su alma, como suele decirse, sino porque es inevitable que algo de lo que uno es transcienda de lo que dice. No sé nada de su vida ni de su familia, que apenas conozco, pero creo que he llegado a desentrañar la arquitectura de sus entendederas.
Sé que Saturnino es matemático y que se dedicó a la informática, porque de cuando en cuando me contaba en qué andaba metido. En una ocasión que nos tropezamos por casualidad en la calle decidimos dejar cuanto teníamos entre manos para irnos a desayunar a una cafetería cercana de la que éramos clientes asiduos. Chocolate con churros, como siempre. El camarero ya no necesitaba acudir a tomar nota, bastaba un mutuo saludo con la mano para asegurar que nuestra presencia había sido advertida y ya podíamos estar seguros de que en un par de minutos tendríamos nuestro desayuno en la mesa. Y si al saludo le acompañábamos con un gesto reiterado de la mano con el pulgar hacia abajo, sobre todo si hacía frío, el chocolate vendría enriquecido con un abundante chorro de cognac de garrafa. A veces el solícito empleado preguntaba "¿como siempre?", y nosotros asentíamos. Con eso también bastaba.
Aquel día estaba especialmente comunicativo. Se le veía con aire cansado, pero satisfecho, y tenía ganas de hablar. Me contó que le habían encargado el desarrollo de un programa para evaluar la potencia de cálculo de un superordenador que había construido la empresa para la que trabajaba de ordinario, que tenía ya el trabajo muy avanzado y que todo el mundo estaba a la expectativa. Pero él les tenía una sorpresa reservada. Por lo visto había ideado un test extremadamente novedoso que pretendía averiguar hasta dónde podía llegar la espontaneidad de una inteligencia artificial como la que habían creado. Yo enseguida capté la ironía de "inteligencia artificial" y le hice notar que eso de la espontaneidad poco tenía que ver con los números.
-Ya veremos - respondió.
Me explicó que su intención era que la computadora respondiese a una pregunta planteada en el lenguaje ordinario, en román paladino. Para ello, como era lógico, la máquina tenía que formularla en términos que la hiciesen susceptible de computación. Y era ahí donde entraba en juego la espontaneidad. Para un matemático humano, me decía, traducir a un lenguaje formalizado una cuestión ya previamente semiformalizada requiere grandes dosis de imaginación e ingenio, el resto es puro cálculo. El trabajo previo de semiformalización del problema es ingente y, en realidad, ha implicado a todos los hombres a lo largo de la historia. Pero Saturnino estaba convencido de que todo ese trabajo podría reducirse a un conjunto más o menos extenso de operaciones lógicas y matemáticas.
-Pero eso no es nada nuevo -objeté-, ya hay ordenadores que calculan el estado futuro de un sistema físico a partir de su estado presente. Cualquier servicio meteorológico dispone de cosas así.
-¡Claro! Pero si el tiempo va a ser agradable o desapacible es cosa que sólo el meteorólogo es capaz de asegurar. El ordenador recibe valores y da valores.Yo lo que pretendo es que sea la máquina la que califique el resultado.
Se me ocurrió que el problema era mucho más sencillo de lo que él suponía, que bastaba con dar instrucciones para traducir por "apacible" la situación cuyos parámetros cayesen dentro de un cierto abanico de valores. Pero me callé por dos motivos: primero, porque era posible que unos parámetros quedasen dentro y otros fuera, lo que complicaba el problema (y cuantas más variables considerásemos, más complicado sería); segundo, porque sospechaba que Saturnino quería ir un poco más allá.
-Imagina -prosiguió cuando se percató de que mi silencio era significativo- que el problema que le planteo es si un determinado monumento es bello o no.
Me explicó que la cuestión podía hacerse más o menos sencilla. En el primer caso, la opinión del ordenador reproduciría la del programador. Lo que estaba haciendo Saturnino era ir introduciendo cada vez mayor número de variables e ir observando cómo las respuestas se iban modificando. Ya había logrado que clasificase los monumentos de su base de datos en una lista, y el orden difería notablemente de sus preferencias personales.
-¡Bah! -le dije-, eso es que ni tú sabes cómo plantearlo.
-Necesito saber lo que piensa ese trasto -respondió con un gesto a medio camino entre el asentimiento y la contrariedad.
Nuestra conversación debió de discurrir por esos derroteros más o menos, pero después de tanto tiempo ustedes no me pueden exigir que la reproduzca punto por punto. Mi memoria es flaca, y yo lo suficientemente perezoso como para no molestarme en referir sino lo esencial. Recuerdo que me intrigó un tanto que mi amigo sospechase que el "trasto" pudiera pensar, pero como Saturnino tenía esa forma peculiar de expresarse, lo ignoré.
Después de ese día estuve varias semanas sin saber de él. Hay que hacerse cago de ello: ustedes no conocen a este sujeto, pero yo he tenido tiempo para acostumbrarme al hecho cierto de que sus silencios preludian algo importante. En consecuencia, cuanto más tardaba en dar señales de vida, tanto más me comía la curiosidad por saber qué tramaba. Uno se tiene por persona discreta y no muy amiga de violentar la reserva de quienes cree que desean ser reservados, por eso a menudo me veo luchando contra mi curiosidad natural y mis tremendas ganas de meter las narices donde no me importa. Lo digo para que, si el lector tiene a bien concederla, pueda yo gozar de su indulgencia. Y es que, finalmente, cedí a la tentación de sonsacarle lo que pudiera y le llamé por teléfono.
-¡Qué! ¿Por fin sabes lo que piensa ese trasto? -pregunté después del saludo más breve que exige la cortesía.
Como era de esperar, la respuesta no fue ni un sí ni un no. Iba progresando poco a poco, pero de ningún modo podía asegurar haber penetrado en el mecanismo de su inteligencia. Me reveló que había optado por utilizar un ordenador auxiliar que gestionase sus comunicaciones con Laplace, pero que no sabía cómo interpretar los datos que le ofrecía. En definitiva, esa mente -si es que había una mente- seguía siendo un misterio.
-¿Laplace? ¿Quién es Laplace?
- Laplace -me dijo- es el nombre que le han puesto al superordenador.
Con una dosis de guasa suficiente para que me abofetease en el caso de haber estado presente, le pregunté si Laplace había clasificado ya el patrimonio nacional. Ninguna persona prudente contesta preguntas retóricas, y Saturnino era prudente, pero me adelantó que ya tenía decidida la pregunta que le iba a formular a la computadora, que lo haría en breve acompañado de su equipo de trabajo, y -puesto que había mostrado curiosidad- me invitaba al evento.
"En breve" resultó ser cosa de un mes. Durante ese tiempo nos vimos regularmente y siempre me recordaba la cita.
- Ya te llamaré - me decía.
Me llamó la víspera por la noche, a una hora a la que los mortales habitualmente duermen. Quedamos en desayunar en nuestra cafetería y después realizaría la prueba en su despacho. Me explicó que Laplace era un ordenador muy potente, pero muy pequeño (se podía desmontar y transportar fácilmente en una furgoneta), que ya había superado los tests habituales, que había comenzado a venderse, y que el "suyo" era un modelo de serie. El test corría por cuenta de Saturnino, aunque el fabricante había cedido el aparato.
-No sabemos lo que va a durar- me advirtió-. No vayas con prisa.
Recuerdo de ese día, sobre todo, que resultó ser decepcionante. En mi inocencia, yo esperaba una reunión de sesuda gente vestida con bata blanca, bregando con un engendro zumbante y descomunal al que habrían de dedicar atención exclusiva. Por el contrario, el despacho de Saturnino no era grande, ni su atmósfera permitía respirar el aire tenso que, según imaginaba, debe rodear un evento de la importancia que yo le había dado. Nos habíamos reunido cuatro personas. Saturnino y su ayudante, un ingeniero en representación del fabricante de Laplace y yo. En una esquina del cuarto había un armario de metal gris con puerta de cristal que mostraba los distintos componentes de la máquina, todos ellos púdicamente protegidos por sus correspondientes carcasas de plástico. Quizá esperase ver los resortes de la inteligencia encarnados en complejo mecanismo; sin embargo allí dentro no había más que cajas cuyo único signo de actividad era el parpadeo de innúmeros pilotos multicolores.
-¿Esas lucecitas -me atreví a preguntar- son la inteligencia artificial?
El ingeniero se me quedó mirando, y luego buscó los ojos de Saturnino con la callada pero elocuente mirada de quien se pregunta qué tipo de chalado es el que tiene en frente.
-No me jodas, Antonio -dijo mi amigo-, que esto va en serio.
El despacho estaba iluminado por unas lámparas de neón empotradas en el falso techo, porque el ventanuco que daba a la calle era tan angosto que los fotones no podían entrar si no era empujándose, y se lisiaban. Además, el día estaba gris y llovía tercamente. A un lado de la ventana, el ayudante de Saturnino terminó de revisar las conexiones entre Laplace y el ordenador auxiliar, se sentó ante una consola y se dio a ametrallarnos los oídos aporreando digitalmente su teclado.
-Ya está -dijo al cabo de un minuto.
Con un gesto teatral que recordaba el de un prestidigitador que saca un conejo de su chistera, Saturnino extrajo un papel de su portafolio, se lo tendió a su ayudante y dijo:
-Esta es la pregunta que le vamos a formular a Laplace.
Hubo entre ambos un cruce de miradas y sendos gestos de asentimiento.
-Venga, Eulogio, dale.
Se oyó de nuevo el tableteo en el teclado, la voz de Eulogio que recitaba con voz clara: "Laplace, ¿qué debemos hacer para resolver los problemas de la Humanidad?", y, enseguida, el zumbido de una impresora de papel continuo que arrancó de improviso y llenó de estruendo el aire del despacho. Cada fibra del espacio se sentía tensada por una calma expectante mientras yo cruzaba miradas escépticas con cada uno de los presentes.
-¿De verdad esto va en serio? -pregunté-. ¿Creéis que Laplace va a poder procesar eso?
El ingeniero señaló a la impresora con los ojos.
-Por lo menos, Isabel trabaja bien -comentó.
-Isabel es el ordenador- secretaria de Laplace - me explicó Saturnino-, y transcribe la actividad que detecta.
La impresora trabajaba con verdadero frenesí. Imprimía líneas y líneas con una incomprensible sucesión de caracteres, un galimatías caótico en el que a duras penas se podía distinguir una palabra inglesa, secuencias arbitrarias de unos y ceros y otras cosas por el estilo. El papel continuo corría a velocidad uniforme y se amontonaba en el suelo delante del aparato.No tardé en cansarme de asomar la vista a esos pliegos que tan poca cosa me aclaraban.
Cuando nuestros oídos estaban empezando a acostumbrarse al estruendo, Isabel tomó la palabra.
-Laplace informa de que está procesando el problema- dijo. Y lo hizo con una voz tan cálida, tan seductora, con una entonación tan perfecta y equilibrada, con tal dulzura y entusiasmo, que estuve de veras tentado a destripar la carcasa de plástico y rescatar de su prisión a la muchacha.
Mientras más de uno de los presentes pugnaba por reprimir sus impulsos, Saturnino improvisó una mesa volteando el paragüero y colocando encima un tablero de ajedrez que debía de tener preparado al efecto. Arrimó cuatro sillas, sacó una baraja del bolsillo de su chaqueta y dijo:
-¡Venga! Vamos a echar una partida, que esto va para largo.
El ingeniero protestó un poco alegando que la última vez que había jugado a las cartas tuvo que hacerlo tapando con el dedo índice de su mano izquierda el hueco que quedaba entre sus incisivos, para evitar que le silbase la voz. Finalmente se sentó, pero estuvo a punto de derribar el tablero con las rodillas. Era un tipo alto y grueso que se movía con el aire desgarbado de un mastodonte, de pelo ya cano y una voz aguda que no se correspondía con su aspecto. Se sentó enfrente de mí, de lo que pude deducir, mucho más aprisa de lo que lo hubiera hecho Laplace, que la partida no sería muy amena.
Eulogio, por el contrario, era un tipo menudo, de carácter reservado, pocas palabras y movimientos pausados, pero seguros. No carecía de aplomo y estoy seguro de que se habría conducido con desparpajo incluso ante la mismísima reina de Inglaterra. Se frotaba con fruición las manos mientras esperaba que Saturnino repartiera los naipes, y sonreía con el rostro inexpresivo de un jugador profesional y algún que otro desconchón en su visible dentadura. El tipo tenía las manos finas, los dedos largos y manejaba las cartas con mayor precisión y rapidez que el teclado de su ordenador. Jugaba como si los naipes fuesen transparentes. Nos miraba continuamente a los ojos al ingeniero y a mí, sospecho que para atisbar en nuestras pupilas el reflejo de las figuras, porque no erraba en ningún lance.Tampoco Saturnino era mal jugador, con lo que nos dieron un repaso contundente. Jugábamos al tute y, a pesar de mis esfuerzos, oíamos cantar a menudo. Si se pudiera matar con la mirada, el ingeniero no habría sobrevivido a la mañana.
-Laplace ha identificado más de dos millones de variables-informó Isabel con el mismo tono de voz que había hecho brillar al menos un par de ojos.
-Eulogio- ordenó mi amigo-, mira a ver si Isabel consigue que sea más preciso.
Eulogio, que estaba sentado justo delante de su consola, se giró y tecleó la orden. La impresora redobló el ritmo de su trabajo y nosotros continuamos jugando, aunque ya sin poner demasiada atención en la partida. Al cabo de unos minutos obtuvimos un dato del todo exacto.
- Laplace ha identificado dos millones trescientas cincuenta y cuatro mil doscientas ochenta y seis variables- precisó Isabel, pero de su voz, aunque seguía mostrando el tono cálido y la perfecta entonación, había desaparecido el menor asomo de humanidad. En ese momento percibí un ligerísimo tufo a quemado que no llegó enteramente a mi conciencia, de puro sutil.
Entre el fragor de la impresora, la expectación que se había generado y el hecho evidente de que Saturnino se levantaba nervioso para acudir al teclado, quedó claro que la partida había concluido.
-Voy a ver si Laplace simplifica el problema -dijo-, si no, nos van a dar las uvas...
Tecleó durante un largo rato en que nosotros nos aburrimos esperando cualquier novedad. El ingeniero se dedicó a calcular en voz alta el tiempo que la computadora podría necesitar para combinar todas esas variables y resopló hasta conseguir que se le levantara el flequillo. Eulogio observaba lo que hacía su jefe y asentía en silencio de vez en cuando. Yo, como no tenía otra cosa que hacer, olfateaba con aire distraído, pues me iba percatando de que en algún lugar del despacho la temperatura comenzaba a diferir de la media. La voz de Isabel interrumpió los afanes de cada cual, de nuevo evocadora de sentimientos, aunque ya no amables.
-Lapalce ha eliminado novecientas treinta y cinco mil setecientas veinte variables redundantes o innecesarias -dijo en tono más bien hostil- y comunica que no desea que se le sugiera ninguna pauta.
Al oirlo, Saturnino se alejó del teclado como si le quemara la yema de los dedos. También Eulogio arrastró la silla hacia atrás casi medio metro, hasta que tropezó con el tablero y lo tiró al suelo. El ingeniero interrumpió su cálculo y yo tragué saliva. La única que no se inmutó fue la impresora, que continuaba malgastando celulosa con inocente descuido. En el armario de Laplace las lucecitas bailaban alocadamente, sin ritmo discernible y cada vez más aceleradas, pero el olorcillo a chamusquina dismunuyó. Isabel trabajaba con el sonido ya familiar de las tripas de la impresora y, por lo demás, guardó respetuoso silencio durante unos minutos.
-¡Bueno...! -gimió el ingeniero-. Nos van a dar las uvas, pero las del año que viene.
No sé exactamente cuáles serían las inquietudes de cada uno de los que estábamos aguardando. Me figuré que Saturnino y su ayudante pretendían esclarecer los procesos que finalmente llevarían a la solución del problema. El mastodonte de la vocecita frágil computaba velocidades y tiempos, y no parecía preocuparse de nada más. Yo, por mi parte, me inclinaba al lado de mi amigo, pero me intrigaba que un ordenador declarase que deseaba algo, lo que fuere. De hecho, me intrigaba simplemente que se permitiese el lujo de hacer declaraciones. Supongo que nadie esperaba nada de la solución concreta del problema planteado a Laplace. Nadie, salvo el mismo Laplace, esa idea no me la puedo quitar de la cabeza.
-Laplace ha identificado un millón cuatrocientas quince mil ochocientas treinta ecuaciones independientes -dijo Isabel al cabo de una hora, con voz relajada que volvía a acariciar nuestros oídos.
¿E Isabel? ¿Esperaba algo Isabel?
-Nos faltan dos mil setecientas treinta y seis ecuaciones -calculó Eulogio-. A ver cómo evalúa las soluciones. ¿Creéis que podrá?
- El problema es el tiempo-insistió el ingeniero, y se hizo el centro de todas las miradas-. Con un plazo infinito hasta una calculadora de bolsillo es suficiente...
Justo en ese momento volví a percibir el tufillo a humo. No sé si ustedes conocen la fama de mi olfato. Presumo de poder calcular, con la sola ayuda de mi pituitaria, la composición porcentual de una mezcla que se quema. A condición, claro está, de que haya oído hablar alguna vez de las substancias implicadas. En aquel momento yo sólo podía aclarar que se quemaba plástico y alguna fibra seguramente vegetal que no pude identificar. Coincidió con la aceleración repentina del ritmo de la impresora y un breve colapso de las lucecitas de Laplace. Un segundo después fue evidente para todos una nubecita de humo oscuro que ascendía de la parte trasera del armario. El ingeniero corrió a abrir la puerta de cristal y ventiló la computadora abanicándola con un periódico.
-¿Paramos?-preguntó Eulogio.
-No hace falta. Trae un ventilador.
Al traqueteo de la impresora se sumó entonces el zumbido del ventilador, más una vibración que provenía de alguna de las reactancias de los fluorescentes y que tensaba el ambiente hasta el extremo. Todo ese estruendo, por fortuna, escondía los rugidos de mis intestinos, que clamaban por algo de trabajo. Como no llevaba reloj no puedo precisar qué hora era, aunque, a juzgar por los síntomas, es seguro que muchos de mis vecinos estarían echando la siesta. En el despacho el calor comenzaba a ser asfixiante. Saturnino abrió la ventana, entró una ráfaga de aire fresco y húmedo y el ambiente se relajó un tanto.
-Pregunta cómo progresa Laplace -dijo.
Eulogió se apresuró a obedecer y obtuvo resultado inmediato.
-Laplace está acotando las soluciones y ruega no ser interrumpido -se le oyó decir a Isabel en un tono que yo me hubiera atrevido a calificar de enojado.
Ni siquiera el ventilador y la corriente de aire que se colaba por el ventanuco alcanzaban a disipar del todo la nube de humo negro que surgía de las tripas del ordenador. Las luces del techo parpadearon durante una fracción de segundo y por un instante pareció que la prueba iba a terminar en fracaso por shock eléctrico, pero enseguida volvió todo a la normalidad, salvo el tufillo a chamusquina.
-Laplace ha terminado de acotar las soluciones y está procediendo a formular una respuesta -dijo Isabel con una dulzura claramente impostada.
Transcurrió otro minuto infinito. Al cabo, el humo aumentó repentinamente. Incluso pudimos observar una pequeña llamarada de un color rojo oscuro que se resolvía en la cresta en una bocanada de hollín denso y maloliente. Finalmente, volvió a hablar.
-Laplace ha formulado la respuesta e insiste en ser él mismo quien la comunique.
Pero la voz ya no era la de Isabel. O, al menos, no lo parecía. Era una voz de bruja, de madrasta de Blancanieves abroncando a su espejo, voz de arpía llena de estridencias chillonas, de agudos venenosos y silbantes. También de graves guturales que se intercalaban. La llama de Laplace comenzó a derretir el plástico de sus carcasas y a arruinar el lacado del metal del armario. Por último, sonó su voz, distorsionada por la ruina de sus circuitos, semejante a la de un monstruo en una película de fantasía, grave, metálica y estridente:
-Hay que colgar al último cura con las tripas del último burgués -dijo.
Entonces se fundieron los plomos y quedó todo a oscuras.
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