viernes, 11 de enero de 2013

Utopías: paraísos terrenales


Se necesitan grandes dosis de confianza en la Razón y -paradójicamente- también de desconfianza en el género humano para decidirse a idear repúblicas utópicas. Confianza en la Razón porque a ella se encomienda la anuencia del lector. Desconfianza en el género humano porque - a pesar de que todos reconocemos como razonables, buenas y deseables al menos la mayoría de las propuestas que se nos ofrecen- también nos percatamos, por partida doble, de la precariedad en que se hayan. En efecto, es precaria su estabilidad en las propias repúblicas descritas, como veremos después; y, además, su eventual puesta en práctica en nuestros actuales estados es asunto que suscita fundados recelos. Y quizá pudiera darse el caso de que, consideradas todas sus consecuencias, ya no las juzguemos tan apetecibles. En lo que sigue trataré de explicar cómo esta desconfianza en el Hombre determina alguna de las características esenciales de todos estos estados ficticios.
El término "utopía" lo acuñó el pensador inglés Thomas More (castellanizado como Tomás Moro), santo y mártir a manos del rey Enrique VIII a causa de su negativa a reconocer su matrimonio con Ana Bolena. En liza estaba la sucesión al trono y la autoridad religiosa del rey ante el cisma en ciernes de la Iglesia Anglicana. Moro no explicó el origen etimológico del término. Lo podemos cifrar tanto en "ou-topos" como en "eu-topos", aunque la primera de las opciones parece ser la más aceptada. En consecuencia, "utopía" significa "no-lugar", es decir, un lugar que no existe. En el relato de Moro, Utopía es el nombre de una isla imaginaria de la que tiene noticia a través de un viajero también imaginario, de nombre Rafael Hitlodeo, que navegó con Américo Vespucio y que recaló en ella por espacio de cinco años. La isla alberga un estado que, en comparación con los estados europeos de la época (y también con los actuales), podemos calificar de perfecto. Allí se han abolido el hambre y la pobreza, la injusticia y la desigualdad, la guerra y la violencia, el vicio, la corrupción y el pecado, y todo ello merced a un prodigio de organización racional tanto de la vida pública como de la vida privada. En apariencia, un buen lugar para vivir.
Aunque el nombre de la isla que descubre Hitlodeo haya hecho fortuna hasta el punto de representar todo un género literario, el género mismo no es invención de Moro. Podemos remontarlo al menos hasta Platón, quien lo inauguró para la filosofía occidental con su diálogo "La República". Platón no distingue entre la virtud del estado y la del individuo, lo que acarrea el olvido del ciudadano y el peso excesivo de lo colectivo. A este respecto, K. Popper señala al ateniense como el primer totalitarista de la historia, ignorando el hecho de que el propio Platón, desengañado por el rigor de sus ideas políticas, suavizase en su última obra (Las Leyes) la dureza de su irrealizable república ideal. También es irrealizable -en la Tierra- la Ciudad de Dios, que San Agustín relega al mundo espiritual (ésta sí es una verdadera utopía). Un autor de finales del renacimiento (Tomás Campanella), en la misma línea de San Agustín, propone una Ciudad del Sol absolutamente teocrática; y, siguiendo también la estela de Platón, en ella prevalece lo colectivo sobre lo personal. Por su parte, Francis Bacon propone un estado en el que la llamada "Casa de Salomón", que no es otra cosa que una institución científica muy al gusto del autor, es la depositaria del poder.
Frente a éstas, las utopías contemporáneas, desde las socialistas al delirio ario de Hitler, tienen la desventaja de habernos dado a conocer las consecuencias de su puesta en práctica. De una parte, la prisa bolchevique por anticiparse al movimiento histórico previsto por Marx, y por otra sus propios males intrínsecos, determinaron que el estalinismo derivase en atrocidad. Dondequiera que haya alcanzado el poder, el socialismo no se ha mostrado mejor que los regímenes políticos que desbancó. Y en algunos casos, como en la Europa del Este, fue manifiestamente peor. "Socialismo o barbarie", rezaba el lema comunista; "socialismo y barbarie", grita tenaz la realidad.
Junto a estas utopías modernas, la segunda mitad del siglo pasado ha visto desarrollarse otras que a mí me gusta calificar de postmodernas. El "post" adquiere la ambivalencia que le es característica: por una parte, su desconfianza en el progreso y la razón; por otra, la desvalida certeza de la ausencia de la naturaleza. "La postmodernidad -dice F.Jameson- es lo que queda cuando el proceso de modernización ha concluido y la naturaleza se ha ido para siempre". Sólo se puede añorar aquello que se ha perdido. Por eso resulta posmoderno el utópico retorno a la vida natural libre de los males de la técnica. Postmoderno y retrógrado. Tanto el ecologismo como el movimiento hippie, por poner ejemplos de todos conocidos, adolecen de una grave incoherencia interna: a la vez que rechazan el progreso técnico, dependen por entero de él. Por el contrario, sus versiones coherentes son locura.
En claro contraste con las demás, las utopías del renacimiento ofrecen un cariz mucho más amable. Están escritas por humanistas y filósofos de primera línea que aúnan la belleza y serenidad de su estilo, la resuelta denuncia de las injusticias y la conciencia de los males de la época con las magnífcas oportunidades de progreso que ofrecen los recién inaugurados viajes transoceánicos de descubrimiento. Un nuevo mundo, grande y desconocido se abre a la conciencia de los europeos. Nuevas civilizaciones, culturas exóticas, costumbres extrañas, tierras ignotas. Allí sí que es posible el "borrón y cuenta nueva" de los iluminados por la razón. Por eso conviene fijar en ellos nuestra atención, a fin de desenmascarar lo problemático de sus propuestas. Al fin y al cabo, de aquellos polvos provienen nuestros actuales lodos.
Hay algunos rasgos que son comunes a todas las utopías. El utopista reconoce una realidad social disfuncional. Algo no va bien en la vida política de su patria, algo que hay que identificar y combatir. Así pues, el estado ideal se pone en frente de un estado real que se descompone. En la época de Platón era la polis clásica el modelo que se abocaba a la ruina. En el renacimiento es el feudalismo el que ha de ceder el paso a una monarquía absoluta ávida de justificarse racionalmente. En sí misma, la razón ya es una fuerza utópica que se impone. El pensamiento político moderno transferirá la soberanía al pueblo o, por ser más exacto, a la parte del pueblo que tiene posibilidades de hacerse con el poder: la burguesía. Finalmente, el liberalismo -que es la ideología política burguesa- crea las tensiones sociales suficientes para desmoronarlo y se desarrollan utopías socialistas. Sólo inmersos en una situación injusta añoramos la justicia. Nadie tiene sed en medio de un oasis.
Tal como pensaba Platón, para imponer la justicia hay que conocerla. Ahora bien, quien conoce la justicia es un sabio o un mensajero divino, un profeta. Ningún estado utópico es democrático. El que gobierna ostenta una posición elevada con respecto a los gobernados, tanto si es un filósofo, como un sacerdote o un científico. Si el estado utópico no es una teocracia -como en el caso de Campanella- resulta que su fundación sí que lo es (como ocurre con la Nueva Atlántida de F. Bacon). El filósofo-rey de la república platónica, en tanto conocedor de la Idea del Bien- que está divinizada- adquiere también una legitimidad poco menos que sagrada. Los líderes comunistas suelen declararse ateos, con lo que no se puede aducir origen divino que justifique su poder. Sin embargo el socialismo es utópico o científico, y en ambos casos el dirigente es un demagogo que gana su autoridad por la persuasión de la prédica. En la obra de Moro, a los magistrados se les llama "padres", y no hace falta señalar cuáles son las connotaciones del término.
Ahora bien, el estado de justicia es esencialmente precario. Todo orden es inestable. Cualquier sistema, sea físico o social, tiende siempre al máximo desorden, que es el estado que espontáneamente adquieren todas las cosas, incluidas las personas y los grupos de personas. Abandonados a su albedrío, los hombres serán incapaces de mantener una cohesión que permita una organización superior a la de la horda tribal. Toda cultura, toda civilización, incluye dentro de sí los elementos y las tensiones necesarios para su disolución, y evitarla requiere una presión constante sobre ella. Por ello el estado se reserva el derecho de la violencia física legítima. Esta es, según Max Weber una de sus notas definitorias. Y cuanto menos percibamos en los asuntos públicos la presencia de las fuerzas coercitivas, tanto más necesario se hará el control de los ciudadanos. En la evolución histórica de esta institución que llamamos estado se deja ver la tendencia general a la desaparición de la fuerza física, lo que conlleva la necesaria inflación del control ideológico. Michael Foucault, en su libro "Vigilar y Castigar" explica de manera harto elocuente este movimiento. El control ideológico de la población parece ser un invento moderno. Platón no recurre a tales métodos en su república. Allí es una casta de guerreros a las órdenes del filósofo-rey la encargada de mantener el orden. Pero las utopías renacentistas precisan de este control férreo e invisible. Allí el gobernante se reviste de la autoridad de un padre, o de un sabio, o de un sacerdote. Es la ciencia, la razón o el mismo Dios quien legitima su dominio.
La primera consecuencia del control al que el "magistrado" somete a la población es la uniformidad de la vida pública. En el estado ideal el más ínfimo detalle aparece reglamentado y dirigido por rígidas estipulaciones. Los horarios, el trabajo, las comidas, las distracciones, el ocio, la organización y estructura de la familia, el vestido... La sociedad entera es un ejército de hormigas obedientes y laboriosas, de dóciles abejas melíferas, sonrientes y disciplinadas a quienes sólo falta marchar marcando el paso. La organización de la vida toda es monacal o castrense y, como corresponde, hasta la virtud está institucionalizada.
Ni siquiera es preciso bucear demasiado entre líneas para percatarse de ello.Veamos lo que dice Francis Bacon de su Nueva Atlántida con ocasión de la recepción en una ciudad de uno de los "padres" de la casa de Salomón: "La calle estaba maravillosamente organizada, tanto que el orden que mantenían las personas era superior al orden de batalla en que pudiera estar cualquier ejército".Y poco después añade:"La gente tampoco se amontonaba en las ventanas, sino que cada persona se hallaba en ellas como si hubiera sido colocada de antemano". Lejos de esta gente la menor sombra de espontaneidad. Incluso la natural alegría de la juventud se reprime. Rafael Hitlodeo nos refiere el modo en que los ciudadanos se distribuyen en los comedores comunales, y concluye: "De esta manera se distribuyen por toda la sala, y dicen que lo hacen así para que la reverencia y autoridad de los mayores contenga el barullo y jolgorio propios de la gente joven, siendo así que no pueden decir o hacer nada sin que lo oigan o vean los ancianos desde cualquier parte". No cabe aducir que estas observaciones se corresponden con la autoridad que en época del autor ejercían sobre los jóvenes sus mayores. Es fácil caer en la cuenta de que en Utopía ha desaparecido todo vestigio de libertad personal.
Resulta curioso que unas leyes con vocación no sólo de ser las mejores, sino de ser insuperables, y que de tal modo como se dice contribuyen a la felicidad y bienestar de los ciudadanos, precisen, para garantizar su observancia, del control sobre las personas de que estas repúblicas hacen gala. Y, para los casos en que la contumaz estupidez humana llegue al extremo de la desobediencia, las penas prescritas no son precisamente suaves. Moro prevé la esclavitud a perpetuidad, el destierro e, incluso, la muerte. Pero es aún más llamativo el hecho de que los delitos previstos en el relato no se refieran ni a delitos de sangre ni a delitos contra la propiedad. Que no se cometan robos puede explicarse por las particularidades de Utopía, pero ocurre que podríamos buscar argumentos similares para explicar la ausencia de delitos contra las obligaciones de trabajo (que es liviano, que se percibe claramente la proporcionalidad entre el esfuerzo y el beneficio obtenido, por ejemplo). Sin embargo, el delito contra la obligación de trabajar es uno de los que Moro cita expresamente. El segundo delito señalado es el delito contra la virtud, que entiende más bien a la manera puritana, esto es: como castidad. Cualquier ciudadano que no esté conforme con las costumbres establecidas en el país puede abandonarlo cuando desee e ir a vivir a otras tierras. Pero si pretende visitar la ciudad vecina ha de solicitar el permiso del magistrado. La medida es coherente: el desplazamiento imposibilita la corvea.
El inmovilismo en que se desarrolla la vida de estas repúblicas no es fruto sólo del control a que sus habitantes se ven sometidos. La misma legislación desconoce la posibilidad de cambio. Es natural que así sea: en una república ideal cualquier reforma menoscaba la perfección. Podría concebirse que un estado como Nueva Atlántida, en el que en la práctica gobierna la Casa de Salomón, acogiese de vez en cuando la novedad de algún progreso técnico. El inconcluso opúsculo de Bacon no nos dice gran cosa al respecto, pero lo que leemos no nos permite concluir sino lo contrario. En la isla "disponen" de laboratorios, observatorios, técnicas diversas, distintas substancias para usos variados... Insisto en ello: ya disponen de todas estas cosas, no necesitan nada más. La Casa de Salomón es una institución que realiza el ideal científico baconiano: observación e inducción. Pero la historia de la ciencia ha mostrado cómo siempre que la observación precede a la teoría ésta se estanca, no produce ningún avance, ningún cambio teórico. Los miembros de la Casa de Salomón podrán trabajar con ímprobo afán, pero su esfuerzo no producirá más que la constatación rutinaria de que dos y dos son cuatro y de que el sol sale a diario por el este. Allí se han obtenido todos los logros en el momento fundacional del estado, in illo tempore. Desde entonces todo es repetición y rutina. Y del mismo modo que no hay progreso en las técnicas tampoco puede haber progreso ni en las leyes ni en las costumbres. En la utopía, como en el cielo y en la muerte, los días no se distinguen unos de otros. Se suceden indistintamente, interrumpidos sólo por celebraciones institucionalizadas, por ceremonias rígidas que excluyen deliberadamente la menor traza de júbilo y que no alcanzan a romper la monotonía cotidiana. No hay ocasión para el descanso, para la fiesta, para el goce de los sentidos, no se oyen risas ni conversaciones alegres, no se oye ruido. Todo es triste y gris en aquellos lares por los siglos de los siglos.
Permitidme concluir con una recapitulación rápida y un último comentario, todo en uno. Inmovilismo, control, disciplina, uniformidad, liderazgo personal fundado sobre los dotes demagógicos del gobernante -que se nos aparece como un salvador, un mesías-, prevalencia de lo colectivo sobre lo individual... Todas ellas son características comunes a las dictaduras, pertenecen de suyo al totalitarismo. No creo razonable extender, como se pretende en el estado ideal, el uso de la razón hasta cubrir toda posible eventualidad, que, por otra parte, no podrá dejar de manifestarse. No estamos en el cielo. Aquí abajo la vida o es peligrosa o es tedio cristalizado. A elegir.