domingo, 24 de febrero de 2013

Vocación o llamada.


En el capítulo tercero del libro primero de Samuel, el inspirado redactor de la palabra divina nos cuenta cómo el protagonista, apenas un muchacho, recibe la llamada de Yaveh y cómo se pone a su servicio. "Habla, Señor, que tu siervo escucha" , responde el interpelado siguiendo las instrucciones de su maestro Elí. Samuel es elegido, del mismo modo que lo habían sido antes Abraham y Moisés, como instrumento en manos de Dios para la instauración de su Reino. Lo peculiar de la vocación de Samuel, lo que le diferencia de Moisés, por ejemplo, es que el muchacho no recibe un mandato concreto. Lo único que se requiere de él es su disponibilidad. No se trata, en este caso, de un conductor de hombres, de un jefe, un líder o un caudillo, sino de un humilde siervo de Dios cuya misión es entronizar a Saúl, primer rey de Israel, y después a David. Es preciso crear en la Tierra Prometida un reino terrenal a imagen y semejanza del reino celestial.
El libro primero de Samuel, aunque narra hechos históricos reconocibles y acontecidos a finales del siglo XI antes de Cristo, se redactó muy probablemente a mediados del siglo VI antes de nuestra era a partir de tradiciones orales antiguas o quizá de algún escrito previo. Por esas mismas fechas, unos griegos asentados en el Asia Menor -los jonios- estaban pariendo la idea de que bajo el aparente carácter aleatorio de los acontecimientos de tejas abajo se escondía un orden ("logos") que, milagrosamente, transformaba el caos en un cosmos. Tales de Mileto vivió a caballo de los siglos VII y VI, Anaximandro y Anaxímenes -aunque más jóvenes- fueron sus contemporáneos y paisanos, a Pitágoras y a Jenófanes podemos fecharlos a mediados del VI, a Parménides y Heráclito a finales y principios del siguiente. Empédocles, y Anaxágoras vivieron ya en el siglo V.
Comoquiera que lo entendamos, el "logos" -la razón- es algo que el sujeto inteligente comparte con el mundo que ha de comprender. Nos resultaría radicalmente imposible pensar el mundo y razonar acerca de él si no poseyese un elemento racional que lo emparentase con nuestro espíritu. Que el parentesco sea consanguíneo o sólo político es asunto que no nos preocupa ahora, por el momento nos basta con reconocer que existe. Me atengo a la conocida sentencia de Hegel según la cual todo lo real es racional, y viceversa.
Pero, entre los jonios, enseguida caló la idea de que la razón no sólo está emparentada con el cosmos sino que lo dirige. La filosofía se centró en primer lugar en indagar acerca del "arché", el principio, el elemento, la esencia primordial de la que todo deriva. Sin embargo, ya Tales lo pensó como algo vivo porque era preciso señalar el carácter cambiante de cuanto existe. "Todo está lleno de dioses", o de espíritus, decía. Y casi desde el principio -o incluso desde el mismo principio- quedó claro que este elemento primordial no podía corresponderse con ninguna de las substancias materiales que se encuentran en la naturaleza, porque el arché debe servir para explicar la existencia de todas ellas y en ese caso quedaría una (el mismo arché) sin explicación. La consecuencia es que este "elemento" inició una deriva hacia la abstracción que terminó por alejarlo definitivamente de la naturaleza. Tales no propuso como elemento el agua, sino "lo húmedo". Anaximandro hablaba de una substancia indeterminada que llamó apeiron (a-peiron significa "sin límite", ni físico ni conceptual). Anaxímenes propuso el aire, pero no era tanto el aire que respiramos como el pneuma que exhalamos con nuestro último suspiro en el momento de la muerte (el vaho de la respiración contiene humedad). En Anaxímenes el principio ya es espíritu, principio vital, la diferencia entre un animal vivo y su cadáver.
Desde su mismo origen, el concepto griego de "Physis" incluye una nota de animación interna, de poseer vida propia, que es ajena a nuestro concepto de "Naturaleza". O, al menos, a la mayor parte de nuestras concepciones sobre la naturaleza (obsérvese la diferencia entre escribir el término con mayúscula o con minúscula). A partir de las enseñanzas de Pitágoras -muy influenciado por las tradiciones místicas orientales- y su escuela se abre camino la idea de que esta unidad viva de la physis posee naturaleza divina. El mismo Pitágoras habla de un fuego central que anima el cosmos cuya naturaleza parece superar lo puramente físico; Heráclito ve un logos que subyace bajo la aparente mutabilidad de lo real y lo identifica también con el fuego probablemente por su capacidad de ascender a las regiones superiores; Parménides prescinde de los cambios -que considera aparentes- y le confiere a la unidad del Ser los atributos de la divinidad (el Ser es uno, inmutable, perfecto y esférico).
(Aunque quede ahora fuera de tema, no me resisto a insistir sobre el carácter esférico del Ser. La importancia de la esfera en la cosmología de todas las épocas es capital y se deja ver incluso en la Teoría de la Gravitación de Newton. La Ley del inverso del cuadrado de la distancia se corresponde muy bien con el hecho de que la superficie de una esfera sea directamente proporcional al cuadrado del radio).
A pesar del evidente carácter divino de la physis, aún no está claro su carácter personal. La idea de un Dios personal que gobierna el mundo es extraña a Grecia, procede de Oriente. Para estos primeros filósofos griegos rige la idea de la "Necesidad", que el famoso fragmento de Anaximandro nos describe con una claridad y una belleza conmovedoras: "Ahora bien, nos dice, a partir de donde hay generación para las cosas, hacia allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan la culpa unas a otras y la reparación de la injusticia, de acuerdo con el ordenamiento del tiempo" (C. Eggers Lan y V.E. Juliá, "Los filósofos presocráticos", fragmento 134). Anaximandro nos asegura que el punto inicial del movimiento coincide con su punto final, y sólo una figura cerrada cumple esa premisa. El carácter ciego de la necesidad se nos aparece con la idea del devenir cíclico. Lo que se repite carece de sentido, no se dirige a ninguna parte, no progresa hacia ningún fin.
Lo genuinamente griego es la trágica idea del devenir cíclico y la concepción solidaria de que el mundo es accesible a la razón. Si no lo fuese no podríamos siquiera reconocer un patrón cíciclo en el devenir, ni ningún otro. Ya hemos visto que la razón es lo que convierte el caos en un cosmos. Pero, como la razón es un atributo personal, por esta vía puede introducirse el personalismo en la concepción de Dios. El pensador que inicia esta tradición es, probablemente, Pitágoras. El testigo lo recoge Jenófanes, que pasa por ser el fundador de la escuela eleática, aunque su concepción de Dios, según muchos estudiosos, no tiene por qué coincidir con la nuestra. Empédocles afirmaba que eran dos las fuerzas que movía el mundo: el amor y el odio. Pero, aunque claramente aluden a seres personales, su alternancia no escapa a la concepción cíclica. Anaxágoras de Clazomene nos habla de un espíritu, o pensamiento (nous) que gobierna el mundo. Sin embargo, nuestro platónico Sócrates se queja de que, entusiasmado en su juventud por tan revolucionario aserto, enseguida se percata de que "en absoluto hacía intervenir al intelecto y que no daba causa alguna respecto de la ordenación de las cosas, sino que la imputaba al aire, al éter y al agua, y otras muchas cosas insólitas" (Platón, "Fedón").
En un exceso de caridad nosotros podríamos disculpar el defecto de Anaxágoras alegando aquello que decía Occam: "Dios puede inmediatamente hacer por sí mismo, en el orden de la causa eficiente, todo lo que puede mediante la causa segunda" (Tratado sobre los principios de la teología). Es decir: Dios podría prescindir de cualquier instrumento, incluido el mundo mismo, para realizar su obra. Pero, puesto que el mundo existe y tiene una Historia, hay que suponer que prefiere actuar mediante las causas segundas, que son las que operan en el mundo natural. A este respecto, es pertinente recordar cómo continúa el texto de Occam:"Puesto que puede mediante alguna creatura realizar tal precepto, se sigue que también lo puede realizar por sí mismo; así pues, la voluntad obediente a tal precepto, establecido por Dios, merecería la beatitud".
De este texto hay que destacar, además de lo dicho, el hecho de que el precepto está establecido, de antemano, por Dios. Este aserto depende de la interpretación escolástica del finalismo aristotélico. Como es sabido, Aristóteles, además de ser uno de los dos filósofos capitales -si no el primero- de la tradición occidental, fue el biólogo más importante de la antigüedad. Sus doctrinas acerca del movimiento (es decir: del cambio en general) no pueden ser comprendidas al margen del desarrollo observado de los seres vivos. Una planta, por ejemplo, se encuentra toda ella preformada en la semilla, y su vida no es otra cosa que el despliegue -el desarrollo- de esta forma previa hasta alcanzar la madurez. Este estado final es considerado por el estagirita como "causa", la famosa causa final.
Restringido al ámbito de los seres vivos, el finalismo aristotélico, su teleología, es ciego, queda ayuno de Dios. Precisamente esa es su pretensión, no duplicar innecesariamente los entes con mundos suprasensibles al modo de Platón. "Entia non sunt multiplicanda", decía Occam al aplicar su famosa navaja. La idea, la forma, es inmanente, está en la cosa misma y no fuera de ella. Pero cuando se aplica a todo el abanico de la realidad se hace susceptible de alguna otra interpretación. En efecto, es posible imaginar la existencia de una causa final que rija el conjunto del cosmos y, dado el carácter divino que se atribuye a la Naturaleza, personalizar la causa en un Dios que gobierna todo el orbe.
La gentil Grecia clásica, con el lastre de su trágica concepción cíclica del devenir, no podía ella sola arribar a tales puertos. Es cierto que llegó a barruntar la idea y que estuvo realmente cerca de ella con la concepción platónica de un demiurgo que construye el mundo material a semejanza del ideal. Pero no creo que la idea platónica pueda considerarse causa -ni formal ni final- de las cosas. El dios que imagina el ateniense no es dueño del mundo ideal, lo conoce de forma eminentísima, pero no distinta del modo en que pueda llegar a conocerlo el filósofo. Y tampoco domina el sustrato material con el que ha de construir su mundo. Materia e idea pertenecen a esferas que son completamente ajenas la una para la otra. En consecuencia, el mundo es una mera copia imperfecta que se desmorona y que, supongo, deberá ser apuntalada periódicamente. El mundo de Platón es genuinamente griego.
Lo que se necesitaba era una concepción lineal de la Historia junto con un Dios personal todopoderoso. Esa es la aportación al pensamiento occidental de la tradición cristiana y hebrea. Sin esto, no se entiende cómo ha podido transformarse el finalismo de Aristóteles en, por ejemplo, la quinta vía de Santo Tomás de Aquino. Dios tiene un plan, y el mundo progresa hacia su logro bajo la atenta mirada del Creador. Cada una de las criaturas es un instrumento en sus manos, y -como Samuel- está llamada a desempeñar su papel. Dios nos llama, nos invoca, y nosotros hemos de responder a su vocación. La vocación, como la fe, es un don, y supone un concepto prohibido para la mentalidad pagana. La premisa básica de la relación de Dios con su creación es que la Gracia la impregna por entero, desciende y cala en ella. Para un griego, sin embargo, a pesar de que el mundo se hace accesible a la razón -y precisamente porque el mundo se hace accesible a la razón- el movimiento es el inverso. Es el hombre el que ha de ascender hasta la idea. En tanto que un cristiano cree en la coincidencia final entre el mundo ideal y material, en la superación postrera de todas las contradicciones, y participa en el proceso, el pagano los imagina absolutamente disjuntos. Quizá por eso la ciencia moderna ha enunciado leyes universales, en tanto que la cosmología clásica mantenía la distinción entre las regiones celestes y las sublunares.
Sea como fuere, lo cierto es que una ciencia que trate de explicar los hechos no puede prescindir de los hechos en sus explicaciones. Y si aprendemos a observarlos desnudos de ideas previas -o casi desnudos, tal como exige el método- entonces no apreciaremos finalidad ninguna. Los fines que concebimos son siempre parciales (los designios de Dios son inescrutables), y por lo tanto arbitrarios. Si aplicamos un punto de vista lo suficientemente amplio veremos que la suma total de todas las cosas es siempre cero. La muerte sigue a la vida, la destrucción a la generación. Esta es la venganza que, finalmente, el mundo gentil perpetra contra la tiranía del cristiano.
El desmoronamiento de la cosmovisión teológica del mundo es un hecho, y yo sospecho que se ha debido, al menos en parte, a la erradicación de las causas finales en la ciencia. El mismo movimiento ideal que nos llevó a postular la idea del fin universal último a partir de las causas finales particulares nos lleva ahora a postular su negación. Hay autores, como Nietzsche, que han teorizado incluso acerca de lo inevitable del proceso. El propio despliegue de la Idea termina negándola. Pero lo innegable es que, dado que disponemos de dos modos radicalmente diferentes e irreductibles de considerar el mundo, se impone la idea de que ambos son arbitrarios. En consecuencia, no hay fin, no hay designio, el concepto de llamada o de vocación carece de contenido y la vida no posee ningún sentido fuera de sí misma.
Este es precisamente el punto al que quería llegar y donde concluyo.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Niñeras, deshollinadores, banqueros y neuróticos. Mary Poppins.


Durante siglos, a lo largo y ancho de la antigua Grecia, los poemas homéricos sirvieron de reflejo de la "areté", la nobleza, el conjunto de valores, actitudes y comportamientos que se consideraban propios de la aristocracia guerrera en primer lugar, y de la abnegación y entrega del ciudadano libre para con su ciudad y sus conciudadanos en la época clásica. El valor del héroe, que no retrocede nunca ante el enemigo por mucho que éste le supere, que arrostra el peligro de muerte y se sobrepone a la suprema incertidumbre en lo tocante al desenlace del combate, tiene su parangón y continuidad en la entereza del hoplita, del soldado que ha de mantener la línea en la formación sin flaquear ante las hordas enemigas, sosteniendo incluso al compañero muerto para no descomponer la fila. La cohesión es la fuerza de la falange, y depende de manera eminente del temple del individuo.
Siempre me he preguntado qué le impulsa al héroe, o al soldado, a no huir ante el peligro. En el caso de una guerra moderna tengo la fundada sospecha (yo he hecho la mili, y la revelación del misterio forma parte de la instrucción del recluta) de que tiene algo que ver con el famoso "tiro por la espalda" con que el oficial premia a quienes no muestran el suficiente ardor guerrero en batalla, dan la espalda al enemigo y toman el camino más natural y más deseado por todos. La verdad, no me atrevo a censurar la conducta del oficial, porque, dadas las circunstancias del combate, la indisciplina de unos pocos puede suponer la vida de muchos. Tampoco me atrevo a aprobarla, como es fácil adivinar dado mi rango. Pero no quiero ahora hablar de ello. Lo que en este momento debe preocuparme es la motivación del que voluntariamente no huye.
Podemos, en primer lugar, adoptar un tono poético, apelar a la épica y considerar eso que la gente de armas denomina con el egregio nombre de la "Gloria", o el más modesto, pero moralmente más poderoso "Honor". O el deshonor, que viene a ser lo mismo. También podemos hablar de ese concepto tan calvinista que es el "Deber". Y, por supuesto, no podemos olvidarnos del luchador altruista. En cualquier caso, no nos será difícil encontrar tras todos ellos el enorme peso de la presión social, eso que los freudianos conocían con el sugestivo apelativo del "Super-yo".
Podemos afirmar, incluso sin hacerle demasiado caso a Freud, que la presión de la sociedad sobre los individuos se manifiesta en primer lugar en la educación, y que es la familia la institución que hace de puente. La familia es, por lo tanto, la primera instancia socializadora. Por supuesto, también la escuela, pero para cualquiera que haya visto "Mary Poppins" (supongo que la mayoría) será evidente que este último caso encierra para nosotros menor interés.
La película nos muestra, en primer lugar, a los supuestos protagonistas: una pareja de hermanos de corta edad, Jane y Michael Banks, hijos de un matrimonio perteneciente al estrato superior de la burguesía acomodada londinense. Sus padres, un directivo de un reputado banco y una activista en favor de los derechos políticos de las mujeres, confían su educación a una serie de institutrices salidas, en apariencia, de las filas del Ejército de Salvación y que abandonan su puesto en el preciso momento en que se convencen de que no hay modo humano de inculcar en los traviesos infantes la menor traza de los valores que representan. Mujeres feas, desprovistas de cualquier vestigio de feminidad, mujeres bajo cuyas cuadradas faldas se esconde únicamente el engranaje de las piernas, con toda la apariencia y el carácter de un sargento instructor de reclutas. Orden, disciplina, sentido del deber y la moralidad, rígidos patrones de conducta, obsesión por la decencia, el decoro y las formas, absoluta impermeabilidad con respecto a toda fantasía que les desvíe del supremo fin de la existencia: ganar dinero, como se verá en la más sublime escena de la película. Estos son los valores a los que los niños se muestran refractarios y en los que es preciso embutirlos a toda costa.
El matrimonio Banks está compuesto también por una pareja de individuos asexuados. La esposa del banquero, Winifred, es una idiotizada activista política que ha sido cuidadosamente despojada por la guionista de cualquier atributo y función maternal y cuya vida conyugal se reduce a una completa sumisión a la autoridad del esposo, con desprecio absoluto de las ideas que dice defender. En lo que menos pensaría un hombre al verla es en una mujer, y en lo que menos pensaría un niño es en una madre. El personaje parece calculado en la superficialidad exacta necesaria para el mantenimiento del orden establecido. Cualquier sentimiento o idea transgresora se mantiene en la periferia, alejada del ombligo, del centro de gravedad del ser humano que la encarna, de modo que resulta absolutamente inocua. En suma, Winifred Banks es un fraude.
Otro tanto podemos afirmar de George W. Banks. Este sujeto representa la estabilidad del burgués acomodado y de su estrecho mundo. Un hombre cuya única vocación parece reducirse a la puntualidad. Dicen de Kant (que fue educado en el pietismo) que en Koenisberg se le consideraba el patrón horario más preciso, por encima incluso de los relojes de los campanarios a pesar de su mecánica marcha. El señor Banks posee toda la apariencia de un perfecto caballero inglés, tanto en el porte como en su atuendo. Gobierna su casa como un rey su reino, con inflexible disciplina pero con una generosa dosis de amorosa condescendencia hacia las flaquezas de su familia. Siempre regresa del banco a las seis de la tarde, justo cuando su vecino el almirante se apresta a lanzar su último cañonazo, en la seguridad de que sus hijos estarán ya dispuestos a regalarle con un vespertino y candoroso ósculo de buenas noches, como vasallos que constantemente han de rendir homenaje a su señor. Pero todo su aplomo, su seguridad y su autoridad dependen, en última instancia, de circunstancias que él no puede controlar. Basta con que sus hijos se demoren, solo es preciso el mínimo desorden en su rutina, para que su mundo se desplome. Es un pelele en manos de poderes lejos de su alcance, como se verá luego en el banco, ante los que no le cabe sino capitular vergonzantemente y agachar la cabeza. No se trata pues, de un caballero, de un gentleman, de un gentilhombre, sino de una pieza más en un inmenso mecanismo cuyo impersonal pulso se ha convertido en la única razón de su existencia y que se ve obligado a atender con toda la exactitud de un engranaje de excelente precisión.
En esa tesitura se encuentra una tarde nuestro impecable padre de familia.Sus hijos se han retrasado. Se han extraviado en el parque y la institutriz, harta ya de sus indisciplinas, ha claudicado ante sus constantes travesuras y se ha despedido llena de justa indignación. No valen contra su resolución las súplicas de la madre de las criaturas, más preocupada por el empleo del aya que por la seguridad del fruto de su vientre, ni las protestas de la criada, que teme que la responsabilidad del cuidado de los niños recaiga sobre ella al menos hasta que se pueda encontrar una sustituta. Al señor Banks no le cabe más remedio que hacerse cargo de la situación y, en un elocuente despliegue de sus facultades de mando y organización racional, encarga un anuncio en el "Times" en el que no se digna incluir ninguno de los requisitos que sus vástagos, felizmente aparecidos gracias a la eficiencia de la policía, le sugieren con inocente ternura. Rapidez, eficacia, consecución del fin: he aquí las virtudes de una máquina, que nuestro ínclito ejecutivo hace suyas con evidente satisfacción.
Lo que menos nos debe preocupar a nosotros, llegados a este punto, es si el fracaso en la gestión del señor Banks se ha debido a una cuestión puramente mágica -como es el caso- o sólo al cúmulo de circunstancias adversas que frecuentemente hacen zozobrar los asuntos humanos. En lo que sí debemos centrar nuestra atención, por el contrario, es en el hecho cierto de que el control sobre los resultados de su acción se le ha escapado de las manos. Una cierta perplejidad desdeñosa es el artificio con que nuestro caballero trata de encubrir su impotencia frente a los envites del azar, ante los que no le cabe sino resignarse, y una pequeña dosis de indiferencia flemática que le permite mantener las formas.
En vez de la austera y áspera institutriz que espera el señor Banks, quien hace su aparición es la infantilmente guapa y también asexuada Mary Poppins. Si duda, su atuendo revela la existencia de alguna forma femenina, como la luz de su rostro, pero al margen de los inocentes requiebros de Bert, el deshollinador, lo cierto es que Mary podría ser un ángel, un hada sin lentejuelas o una niña algo más crecida de lo ordinario. Al menos, no se trata de una mujer en el sentido más cabal del término. Para llegar a serlo necesitaría investirse de algún atributo del que carece, y despojarse de algún otro que le sobra.
Mary Poppins reúne los requisitos que el señor Banks ignoró cuando sus hijos le comunicaron sus preferencias, pero de un modo que éstos no pueden sospechar. Pese a las apariencias, la niñera es un ser inflexible y despiadado.Sabe cantar, su rostro no es verrugoso y trata a los niños con dulzura, pero carece de la menor empatía. Mary Poppins es a la ternura lo que Robocop es a la justicia. O, para ser más precisos, lo que Locomotoro es a la aventura. No hay nada cálido en el interior de su impecable epidermis, ni el menor rastro de conmiseración hacia sus pupilos. Ante todo, Mary tiene un deber que cumplir. Su misión consiste en forzar a cada miembro de la familia Banks a asumir sus obligaciones, cuyo olvido les encamina al caos. Es preciso que, siempre que los intereses personales choquen contra el sagrado deber, éstos queden relegados.
Un alma que fuese realmente caritativa, que sintiese algún afecto hacia sus semejantes, se inclinaría naturalmente -es decir, no forzada por la externa conciencia del deber- a su consideración. El reconocimiento de que el otro, quienquiera que tengamos en frente, es un ser humano como nosotros y sujeto de los mismos derechos que nos arrogamos es la consecuencia inmediata del hecho de que lo amemos como a nosotros mismos. A su vez, para que efectivamente podamos amar al prójimo como a nosotros mismos, es absolutamente necesario que nos amemos a nosotros mismos. Pero Mary Poppins no tiene hacia sí ningún miramiento, como muy bien le recuerda el mango de su paraguas al final de la película. Ante todo, el deber; y después del deber, nada. Si hay algún soplo de vida humana en su interior ha de ser inmediatamente reprimido. Así ocurre, por ejemplo, con el leve rubor que le causan los galanteos que le dedica el deshollinador: se desvanecen y se relegan al olvido.
Un poco de azúcar en la píldora que hemos de tomar, en el gusarapo que tenemos que tragarnos, es la fórmula de Mary Poppins para inclinarnos a la resignación. Lo mismo que al soldado del que hablaba al principio le sazonamos los balazos con el señuelo de la gloria, los afanes diarios han de ser administrados bajo el dulce recubrimiento del juego (incluso la Bolsa y las finanzas son un juego, de riesgo en este caso). Que cada cual cargue con su cruz y siga. Y, como en la mentalidad calvinista no tiene cabida nada que no sea el deber, resulta de ello que todo ha sido trivializado, desde la lucha por los derechos cívicos hasta las pulsiones eróticas. El objeto de nuestros deseos se nos ha expropiado y ha sido substituido por adecuados sucedáneos: la verdadera alegría por las burbujas, el calor humano por la pornografía, el disfrute de lo obtenido en el trabajo por la ganancia, el dolor de quienes han sido atropellados por el afán de lucro por una deportiva derrota en el juego. En definitiva, si la anciana que vende migas de pan para las palomas permanece en la miseria, se debe a que la inversión que propone no resulta suficientemente rentable. Está jugando mal al juego, con lo que se hace culpable de su desgracia.
Bajo la forma de una parodia que pretende, al menos, arrancar la sonrisa del espectador se nos presenta una de las escenas más duras y violentas de la historia del cine (seamos modestos: de la historia del cine que conozco). La inversión de los dos peniques de Michael llega a ser un asunto que compromete la estabilidad del banco, los fundamentos del capitalismo. El capitalismo depende de la certeza de la revalorización del capital, cualquiera que sea su cuantía, que a su vez depende de sólo dos factores: una inversión adecuada y tiempo. Cualquier capital no adecuadamente colocado (el que se guarda bajo el colchón, por ejemplo) supone un torpedo bajo la línea de flotación del barco y socava gravemente los fundamentos de la sociedad. Sólo así se explica la sofocante presión a que nos someten los medios bajo la forma del culto al éxito, que en definitiva depende siempre del éxito económico. Se nos hace perentorio lograr que fructifiquen nuestros talentos, que se acreciente el número de nuestros táleros, que la masa de nuestros denarios rinda su interés.
Pero la realidad se empeña constantemente en distinguirse de la idealidad, y he aquí que todo inversor se ha de enfrentar tarde o temprano a la conciencia angustiosa del riesgo. No hay nadie con el poder suficiente para controlar todas las circunstancias, lo mismo el grande que el pequeño. La abrumadora pequeñez de cualquier agente, comparado con la masa de factores distintos que pueden hacer fracasar una empresa, o con la insondable y absolutamente despiadada voluntad divina -que viene a ser lo mismo- , junto con el estigma del fracaso y la ruina, someten al capitalista a intolerables tensiones y lo abocan a la neurosis.
También para estos males encontramos alivio en el azúcar de Mary Poppins. Contra el riesgo de neurosis grave, o simplemente contra el estrés, se nos propone una pequeña dosis de ciclotimia. La risa compulsiva del tío Albert, ante la que la niñera muestra una artificiosa condescendencia, lo mismo que el paseo por el parque, supone un remanso para la tensión diaria, una distracción necesaria incluso para esa caricatura de judío usurero que es el señor Dawes, el director del banco. Es tremendamente significativa la escena del despido del señor Banks, en la que éste, después de haber sido humillado por sus superiores sin la menor muestra de defensa o de rebeldía por su parte, decide ceder a la tentación de tomarse su lenitivo de risa y cuenta el chiste que le refiriera su hijo, que procede del ciclotímico tío Albert. El viejo Dawes morirá de risa esa misma noche, en cuanto su atrofiado sentido del humor se reavive lo suficiente para caer en el doble sentido de la historieta, y su muerte deja una vacante que permite la readmisión inmediata del despedido. Al fin y al cabo, su falta le procuró una buen final al anciano.
He aquí la eficacia del remedio de Mary Poppins. La institutriz nos enseña que podemos ignorar las normas en la medida estrictamente necesaria para conseguir que nada cambie. Y mientras nos tomamos nuestro respiro, resulta de buen tono que el resto de los mortales mire para otro lado. Al fin y al cabo, nada del orden establecido va a ser removido un ápice del lugar que en justicia le corresponde. Así las cosas, una vez cumplido su cometido, Mary ya puede marcharse tal como vino.



lunes, 4 de febrero de 2013

El nombre de la rosa, de U. Eco



No me interesa la cuestión de por qué tiene tanto éxito la novela histórica, sino más bien para qué la queremos. Como supongo que cada cual tiene al respecto sus opiniones y sus preferencias, yo me voy a limitar, antes de comentar la obra a que se refieren estas líneas, a exponer las mías sin más preámbulo. Se me ocurre adelantar que una novela de este género no debe tener nada de fantástica. Lo que espero de ella es que el autor haya reflejado, a través de la peripecia de los personajes, la cabal realidad de la época en que está ambientada. Es decir -teniendo en cuenta que el autor seguramente no es omnipotente-, que con la mayor exactitud sea capaz de transcribir en ella la imagen que, con la honradez que se le supone a un intelectual, se haya podido forjar. Esto implica la exigencia de que el autor no sólo se haya documentado, sino que haya pensado y comprendido del modo más amplio posible el contexto histórico en que se desarrolla su acción, todo el entramado cultural, ideológico y político cuyas fibras atraviesan y componen el espíritu de los protagonistas. Y en esta comprensión ha de incluirse el diálogo que tanto el autor como nosotros, que lo contemplamos a través de la novela, podemos mantener con el pasado. Sólo si se cumplen estas condiciones la consideraré una novela histórica, y sólo con respecto a ellas me atreveré a juzgarla.
Que Umberto Eco "dialoga" con la época en que ambienta la novela es indiscutible, sobre todo si tenemos en cuenta que, al final, introduce una cita, en lengua vernácula, de Wittgenstein, a quien califica de místico. Además, también al final, alude -según creo- al tema nietzscheano de la muerte de Dios. Y si, por último, consideramos sus constantes alusiones al método científico, que tan modernas resultan, no podremos sino convenir en ello. Eco está pensando el presente a través del pasado. No es que el pasado determine el presente, simplemente lo hace comprensible.
Una observación se hace ahora pertinente. Como reflejo de la "cabal realidad de la época en que está ambientada", esta novela cojea por una pata: el autor ha obviado el modo de vida del común de las gentes. Salvo alguna observación marginal del protagonista, motivada por su caridad de franciscano, las vicisitudes de los campesinos y de los burgueses -de los "simples", como se repite con frecuencia- quedan relegadas a la esfera externa de lo desconocido. Y de lo innecesario. Dos son las causas que el autor podría alegar en su defensa. En primer lugar, el contexto que elige para el desarrollo de la trama es el de la vida retirada de una abadía benedictina del norte de Italia, perdida entre montañas, cuyos monjes desconocen el siglo y limitan sus relaciones con el mundo a un conocimiento genérico y -siguiendo las doctrinas nominalistas del protagonista- consecuentemente vago. En segundo lugar, la "historia" a la que se refiere el adjetivo que califica el nombre del género al que pertenece esta novela, es una historia de ideas; y los "simples", por definición, carecen de ellas.
Al igual que ocurre en la actualidad, en el siglo XIV el acto de concebir ideas (y ha de tenerse en cuenta que tanto la concibe el primero que lo hace como quienes la reciben de él) queda restringido a una ínfima minoría. Jamás el pensamiento conceptual fue cosa de la masa. Y, sin embargo, la vida de las ideas (porque las ideas viven) ejerce una innegable influencia en la vida en general. Y, por lo tanto, en términos más particulares, también en la vida del pueblo. En consecuencia, la gente no protagoniza una parte tremendamente importante de su propia vida. Así pues, el novelista, obligado a encarnar en sus personajes a los verdaderos protagonistas de su trama, prescinde de las gentes del común. Nos las vemos, según lo dicho, con una novela de ideas y no de personas.
Sin embargo, ocurre a menudo que la ilación entre distintas ideas olvida su interdependencia lógica y se refiere mayormente a su relación histórica. Por mucho que analicemos el concepto de omnipotencia divina, por mucho -incluso- que queramos tergiversar sus notas características, difícilmente lograremos incrustarlo en alguna secuencia lógica que nos permita concluir la independencia del poder político y del poder espiritual. Más bien , dicha relación deberá buscarse en intereses políticos particulares, en la lucha entre instituciones antagonistas (el Imperio y el papado) por acaparar el poder. De ahí la pertinencia de una novela de ideas. Es cosa clara que la vida de las ideas no es independiente de la vida de los hombres que las esgrimen, y éstos tratarán de justificar sus intereses acudiendo, cuando el recurso a las armas no es aún el único, al ideario que tienen a su disposición. La explanación de estas relaciones requiere, por lo tanto, un relato que puede ser histórico o novelado, o ambas cosas.
Umberto Eco nos propone con esta novela tres líneas argumentales diferenciadas y hábilmente interconectadas por una secuencia anecdótica de asesinatos ocurridos en el seno de una abadía benedictina. Podemos distinguir, en primer lugar, una disputa de orden teológico e histórico, argumentada sobre la Sagrada Escritura, en torno a la pobreza de Cristo y los bienes terrenales de la Iglesia. En segundo lugar, la querella entre el papa y el emperador acerca de quién debe ostentar el poder terrenal. Ambas cuestiones se entrelazan históricamente por el hecho de que poder político, posesión del territorio y jurisdición sobre las gentes coincidían en la época feudal. En la época en que se ambienta la acción comienza a disolverse esta identidad con el ascenso del poder económico, político y cultural de las ciudades. También la Iglesia se resiente de estos cambios sociales bajo la forma de una creciente tensión entre la iglesia secular, comandada por los obispos, y las órdenes monacales. En medio quedan las órdenes mendicantes (franciscanos y dominicos), cuya adscripción a uno u otro bando nos la pinta Eco con tonos escasamente teológicos.
La tercera línea argumental es la que, en mi opinión, ocupa un lugar preeminente en las intenciones de Umberto Eco. Podríamos tratar de resumir afirmando que se trata de una exposición de las tesis nominalistas, muy cercanas a los doctores franciscanos de Oxford, cuya figura capital es la de Guillermo de Occam. De hecho, el protagonista -Guillermo de Baskerville- puede pasar como un trasunto literario del Guillermo histórico. Como digo, podríamos resumir de este modo y yo no me vería obligado a proseguir con esta reseña, recomendaría la lectura atenta de la novela y me limitaría después a hecer mutis del modo más elegante posible. Pero, en ese caso, quedaría oscurecida en estas líneas la que considero que es la intención principal del novelista: la proyección hacia el futuro -hasta nuestros días- de una serie de ideas del siglo XIV. La historia -ya sea social, política económica o ideológica- sería una actividad estúpida si no fuera porque nos permite comprendernos mejor a nosotros mismos. Por eso cambian las interpretaciones que se elaboran sobre el pasado, porque los intereses con vistas a los cuales se conciben nunca permanecen estables. Por eso, también, resulta tan adecuada la reconstrucción del nominalismo.
En su exposición el autor adopta un método inductivo muy coherente con las tesis que pretende explicar. Deja para el final el fundamento, que no es otro que la idea de la omnipotencia de Dios, y comienza con el modo en que se produce el conocimiento humano. No es que los nominalistas sean también inductivistas. Hay una sutil diferencia entre unos y otros: el inductivista piensa que todo conocimiento parte de la experiencia y procede en sentido ascendente de lo particular a lo universal; el nominalista, en cambio, considera que el único conocimiento humanamente posible es el conocimiento sensible de las cosas. El conocimiento conceptual es confuso. El concepto está alejado de la cosa, por tanto el conocimiento conceptual es un conocimiento lejano. De manera que, cuando atisbamos un animal en la distancia, al principio sólo podemos decir de él que se trata de un animal negro; al acercarnos un poco más quizá podamos determinar que se trata de un caballo; y sólo cuando estemos a la distancia adecuada podremos concluir que se trata de Brunello. A medida que nos acercamos hemos ido disminuyendo la generalidad de nuestro conocimiento hasta llegar a la claridad y distinción del animal concreto. Todos nuestros conceptos (y, por extensión, también nuestras teorías, que no son sino el modo en que relacionamos unos conceptos con otros) suponen sólo un modo confuso de conocimiento. Como diría Jesús Mosterín, "la realidad se nos escapa entre la malla de nuestras teorías", como la arena entre los dedos.
Que esto sea así depende del hecho de que todo nuestro tejido conceptual resulta ser una proyección de nuestro entendimiento en las cosas, con el fin de establecer sobre ellas una apariencia de control que nos permita comprenderlas, manejarlas y, en última instancia, sobrevivir. Umberto Eco ve en el nominalismo una anticipación del método hipotético-deductivo que es el propio de la ciencia moderna. La ciencia, en contra de la opinión popular, no es inductiva: no parte de la experiencia para llegar al conocimiento teórico. Más bien, en consonancia con los nominalistas, que le niegan realidad al concepto (en la versión más extrema sería sólo un "flatus vocis"), la teoría es sólo una anticipación, una invención que ha de cumplir el requisito ineludible de ser coherente con la experiencia.
El científico procede en la elaboración de teorías como el detective que investiga un crimen: partiendo de los indicios que encuentra ha de componer una hipótesis que tiene que mostrarse coherente con posteriores descubrimientos experimentales. La investigación en el laboratorio, lo mismo que las pesquisas detectivescas, se dirigen a la confirmación de la tesis previamente pergeñada, cosida de retales de observaciones, de certezas fragmentarias pero inequívocas y que nunca la determinan por completo. En definitiva, el hombre es ciego para la Verdad, a la que sólo Dios puede acceder. La idea de la inconmensurabilidad entre Dios y sus criaturas, típicamente protestante, está ya anticipada en el nominalismo del siglo XIV.
La querella de los universales reproduce, a distinto nivel y en circunstancias diferentes, la discusión, iniciada por Platón, sobre el status ontológico de las ideas. Los platónicos, que curiosamente dominan el pensamiento europeo hasta los albores del siglo XIV, consideran la existencia real de las ideas universales, ideas que estaban en la mente de Dios en el momento de la Creación. Este supuesto, en opinión de los nominalistas, pone en entredicho una de sus tesis fundamentales: la omnipotencia divina. "Dios puede hacer, piensa Occam, todo lo que, al ser hecho, no implica contradicción". Lo que significa que su acción creadora no puede estar limitada por idea previa alguna. A lo sumo, las ideas serían también creación divina, producto de su absoluta espontaneidad, de su infinita disponibilidad con respecto a todas las opciones. Lo que, a su vez, significa que las ideas, al menos, no tienen mayor estatus ontológico que el que poseen las cosas mismas para los platónicos. Sólo los hombres piensan sujetos a conceptos, el conocimiento que Dios tiene de las cosas nos es por completo extraño: Los caminos del Señor son inexcrutables.
Sólo porque me interesa aludir a Aristóteles debo señalar que, con todo, la gnoseología nominalista tiene alguna semejanza con la platónica que la aleja irremisiblemente de la aristotélica. Para Platón, el conocimiento es conocimiento de las ideas. Sin embargo, ocurre que de las cosas naturales, como meras copias de ideas que son (y hechas, además, con la indúctil materia bruta), no cabe ciencia exacta. Nuestro conocimiento de la naturaleza debe ser hipotético, tal y como Eco nos pinta la doctrina nominalista. Para Aristóteles, en cambio, la ciencia procede deductivamente partiendo de primeros principios indubitables establecidos por inducción, aunque por este término no entienda lo mismo que los modernos inductivistas (quienes, curiosamente, a este respecto mantienen una deuda mayor con Roger Bacon que con el estagirita). "Adso -dice Guillermo dirigiéndose hacia su amanuense- resolver un misterio no es como deducir a partir de primeros principios. Y tampoco es como recoger un montón de datos particulares para inferir después una ley general" (Cuarto día. Vísperas).
Decía que interesaba aludir a Aristóteles por dos motivos. El primero es que la propia trama de la novela nos lleva al Segundo Libro de la Poética, que El Filósofo supuestamente dedicó a la comedia y que no nos ha llegado. El segundo es que, al hilo de la comedia y de la risa, a lo largo de toda la novela, Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos mantienen una jugosa discusión que pone de manifiesto, por decirlo de alguna manera, su concepción general sobre el mundo. "La risa, dice Jorge, es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne". La risa, y también el arte en definitiva, sería un arma en manos del Diablo, que aprovecha la negatividad de la materia, para subvertir el orden establecido por Dios. Para Jorge, el mundo natural es algo imperfecto y no perfectible, un engendro ontológicamente inferior, y su actitud con respecto de él recuerda la de los fundamentalistas musulmanes. Me viene ahora a la memoria la demolición de las gigantescas estatuas de Buda en Afganistán por parte de los talibanes, y también la masacre reciente de diecisiete hombres y mujeres que osaron festejar una boda (creo) bailando juntos. Horrendo delito. Jorge es un enemigo de la vida, tal y como diagnosticó Nietzche. "Eres el diablo", le espeta Guillermo. Desde luego, tampoco éste es el Superhombre, pero reconoce en la comedia y en el arte en general una cierta potencia reveladora de la verdad. El de Baskerville va un poco más lejos cuando afirma que no reconoce leyes generales ni orden alguno en la Naturaleza -como por otra parte se espera de un nominalista-, aunque sin caer en ningún relativismo. Guillermo es un optimista que cree en la posibilidad que nos brindan las ciencias naturales para mejorar la condición humana, y esto basta para situarlo en las antípodas de la posición de su oponente.
Esta tesis nominalista de la omnipotencia divina abre dos cuestiones que ahora nos interesan: la relación de Dios con la ley moral y con la ley natural. En un pasaje de la novela, Guillermo de Baskerville afirma que no reconoce ni leyes generales ni orden en la naturaleza, y tampoco un plan para la creación que limite la infinita libertad de Dios. "La libertad de Dios es nuestra condena" afirma. Entonces, su amanuense, Adso de Melk, osa extraer la única conclusión teológica de su vida: "¿Pero cómo puede existir un ser necesario totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta omnipotencia de Dios y su absoluta disponibilidad respecto de sus propias opciones, ¿no equivale a demostrar que Dios no existe?". Adso es sagaz, según el principio de identidad de los indiscernibles -que formuló Leibniz, según creo- si no es posible distinguir entre dos ideas, si sus notas características coinciden, entonces estamos tratando de la misma idea. De este modo, el concepto de Dios resulta ser inconsistente. Por distinta vía, Adso ha llegado a la conclusión de Nietzsche: los antiguos valores ya no rigen y es preciso inventar otros nuevos. Más aún, es el propio Guillermo el que está negando a Dios y quien pretende establecer un orden ficticio pero útil. El párrafo final de la novela, que no transcribiré, es la consecuencia natural de todas estas disquisiciones.