martes, 16 de abril de 2013

Ser o no ser. Unamuno y el sentimiento trágico de la vida.


La primera palabra que me acude a las mientes después de releer -ya por tercera vez- este ensayo de Unamuno es la siguiente: perplejidad. Y al punto, con los ojos aún desorbitados por el estupor, evoco imágenes absurdas de la Pantera Rosa que dibuja agujeros en el suelo para guarecerse en ellos. Hace tiempo, un profesor comparaba a los filósofos racionalistas con un hombre defenestrado que, a toda velocidad y sin interrumpir su caída, es capaz de dibujar un asidero en el muro para aferrarse a él. Pues bien, me pregunto si no es justamente esto lo que hace el autor en este desconcertante texto.
Unamuno es, en efecto, un cúmulo de dudas y contradicciones. Pero, aunque su duda es real y no metódica como la cartesiana, sus incoherencias -al contrario de lo que le ocurría a Descartes- son en su mayoría meramente metódicas y no reales. Y un poco retóricas también, como se puede apreciar en buena parte de la obra. Contradicción por exigencia del hilo argumentativo, que le obliga a exponer puntos de vista divergentes con los que de todos modos no puede dejar de identificarse un tanto. Nuestro autor se confiesa no ya sólo irracionalista sino incluso contrarracionalista por convencimiento cordial, a pesar de que desde el punto de vista intelectual se vea obligado a contemplarse a sí mismo desde las antípodas. Lo que ocurre es que Unamuno considera el aspecto racional como un epifenómeno de la conciencia, algo fronterizo si no ya externo a ella. Una suerte de esfera o cápsula que la envuelve para protegerla, por así decir, del mundo exterior. La racionalidad sería no más que una adaptación evolutiva desarrollada con el fin de sobrevivir en un ambiente sobre el que apenas se ejerce control, adaptación que ha terminado por imponerse con férrea tiranía sobre el entramado global que compone al individuo. La razón, piensa Unamuno, ha llegado hasta tal punto a constituirse en sinécdoque del hombre de carne y hueso que ha triunfado la definición del ser humano como el animal racional frente a otras de no menor enjundia y tradición (v.g. bípedo implume, o animal político).
Fruto de lo anterior es el reconocimiento de una brecha en la continuidad y unidad del sujeto, del individuo. En su búsqueda del hombre real, el de carne y hueso, "el que nace, sufre y muere, sobre todo muere", el texto nos presenta un ser escindido en dos aspectos irreconciliables (¿irreconciliables?), individuo esquizofrénico que, en efecto, nace, sufre y muere, pero sobre todo sufre. La "cardíaca" y la lógica serían las dos facultades que se enfrentan en agónica lucha por invadir el todo del que no son sino meras partes, y para las que el autor se esforzará en fabricar, con ímprobo, hegeliano y no sé si baldío empeño, una síntesis que no puede disimular su condición de excesivamente sintética, artificiosa por arbitraria y, en definitiva, poco clara.

Ya desde el comienzo, Unamuno manifiesta no pocas dificultades en atenerse a su "hombre concreto", el de carne y hueso. Esta inequívoca referencia corporal se nos ofrece preñada de la esperanza de atención exclusiva al individuo concreto, al que cada uno es. El autor huye de conceptos generales de "hombre". Nuestro conocimiento inmediato del ser humano se restringe al del individuo, y éste no es sino la proyección del conocimiento que tengo de mí mismo. Esto es la conciencia: no sólo la capacidad sino el acto mismo de la re-flexión. A nadie extrañe, por tanto, que no encuentre diferencias sustanciales entre mi conciencia y la vuestra. Fruto de esa proyección sois vosotros que me escucháis, o que me leéis, y con quienes tengo el gusto de compartir el universo. La regla lógica de introducción del cuantificador universal, que nos permitiría la extensión general de atributos singulares, es muy útil para aplicar a la geometría, por ejemplo, a fin de garantizar que lo que yo diga sobre este triángulo que he dibujado valga también para los que podáis dibujar vosotros, pero que lo que yo afirme de mí mismo valga también para afirmarlo acerca de vosotros depende no de la lógica sino del hecho de que os concibo por analogía a mí mismo. Supongo que por ello afirma Unamuno (cap. III) que no hay nada más universal que lo individual, pues el recurso a la mera lógica destruiría su pretensión inicial de no considerar conceptos generales de "Hombre", o de "Humanidad".
Y ahora, después de esta pequeña divagación, se hace pertinente la descripción de un hecho bruto, si es que tal cosa es posible: mi conciencia es inmediatamente la de un ser corporal. Yo no me intuyo como consciencia encarnada sino como carne consciente, y cualquier distinción entre cuerpo y espíritu, o entre realidad física y realidad consciente, o entre "res cogitans" y "res extensa", repugna a mi intuición. Supongo que no faltará quien afirme de sí mismo intuirse como consciencia encarnada, aunque confieso que, para darle crédito, necesitaré de pacientes y largas explicaciones por su parte. Y es que me parece que tal intuición no puede ser inmediata, sino que precisa la previa afirmación de la posibilidad de una consciencia descarnada. Más que intuición, allí habría concepto.
Decía antes tener la viva impresión, que toma forma a medida que transcurre la lectura, de que Unamuno encuentra dificultades para atenerse a su hombre concreto de carne y hueso. Y buena parte de esta mi impresión radica en el hecho de que don Miguel no parece haberse representado con suficiente claridad la distinción entre consciencia encarnada y carne consciente. O quizá sí lo ha hecho, pero se niega a aceptar sus implicaciones. La intención del ensayo la resume el autor aludiendo al concepto spinoziano de "conatus". "Cada cosa, nos dice citando la proposición 6ª de la parte III de su Etica, en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar en su ser".Pues bien, el empeño personal de nuestro autor es el de perpetuarse en la existencia. "¡Ser, ser siempre, exclama, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!, ¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!,¡ser siempre!, ¡ser Dios!" (cap. III). Sólo unas líneas antes se nos afirma que lo que no es eterno tampoco es real, de donde se puede pensar que la eternidad de la que habla no es sólo vida imperecedera. El ente incardinado en la Historia, en el mundo, está más cerca del no-ser que del ser. No creo que Unamuno utilice como sinónimos los términos "eternidad" e "inmortalidad".
Servidor, que no es filósofo profesional, se siente en la libertad de concebir las asociaciones que más le placen, y lo hace con la mayor inocencia que le cabe. Y es el caso que, al leer estas palabras de Unamuno, he recordado cierto pasaje del poema de Parménides que me parece pertinente poner en consideración. El poema narra cómo el filósofo es raptado por un carro celestial que lo lleva a presencia de la diosa Dike, cuyas son las palabras que siguen:
"Pues bien, te diré, escucha con atención mi palabra, cuáles son los únicos caminos de investigación que se pueden pensar; uno: que es y que no es posible no ser; es el camino de la persuasión (acompaña, en efecto, a la Verdad); el otro: que no es y que es necesario no ser. Te mostraré que este sendero es por completo inescrutable; no conocerás, en efecto, lo que no es (pues es inaccesible) ni lo mostrarás." ("Los filósofos presocráticos" fragmento 1044, C. Eggers Lan y V. E. Juliá, ed. Gredos, 1986).
Unos versos más adelante, la diosa añade:
Se debe decir y pensar lo que es; pues es posible ser, mientras a la nada no le es posible ser. Esto te ordeno que muestres. Pues jamás se impondrá esto: que haya cosas que no sean" (fragmento 1048).
Del hecho de que el ser es deduce Parménides que no puede dejar de ser, le niega toda posibilidad de cambio (pues el cambio implica dejar de ser lo que se es) y le atribuye quietud e incluso forma esférica. En suma, el Ser es uno, inmutable, esférico y eterno. Y precisamente, es este último atributo lo que me lleva a pensar que Unamuno ya no se está refiriendo al hombre de carne y hueso cuando proclama con tan encendidas palabras su sed de eternidad. La aplastante lógica del eléata no será superada hasta que Aristóteles desarrolle su doctrina del movimiento y su distinción entre ser en acto y ser en potencia, y conviene tener en cuenta que su ejemplo más pertinente es justamente el crecimiento de los seres vivos. No hay nada más contrario a la vida que la eternidad, como el propio Unamuno reconoce en uno de sus frecuentes requiebros. "Queremos bulto, nos dice, y no sombra de inmortalidad".
El ensayo comienza con la afirmación de la carnalidad del ser humano. El cuerpo sería el principio de continuidad material (se supone que de un individuo) y la conciencia su principio de continuidad espiritual. Pero pronto nos afirmará que el individuo, como el átomo, es una abstracción. Si primero nos dice que preguntarle a uno por su yo es como preguntarle por su cuerpo, después confiesa que no quiere morirse y que por ello le tortura el problema de la duración de su alma. ¿No supone tal aserto un flagrante olvido del cuerpo? ¿Y acaso el alma es otra cosa que la unidad en la sucesión de los distintos estados de conciencia?. "El (hombre) que soy hoy, nos dice, proviene, por serie continua de estados de conciencia, del que era en mi cuerpo hace veinte años". Y yo me permito subrayar la preposición "en" . El que soy hoy proviene del que era "en" mi cuerpo, como si ahora, de repente, preguntarle a don Miguel por su yo ya no fuese lo mismo que preguntarle por su cuerpo.
Es forzoso reconocer que la noción de "hombre de carne y hueso" es cosa poco clara. No está bien pensada, ni por Unamuno ni por nadie. Nuestro autor encuentra en tal noción un asidero al que se aferra para no tener que hablar sobre un concepto, cuya verdad virtual considera poco menos que fantasmagórica. Pero no cae en la cuenta de que una noción, por poca que sea la claridad con que está formulada, no deja de ser un concepto. Concepto mal formado y tremendamente equívoco por añadidura. Hasta Fichte recurre a él. "Fíjate en tí mismo, nos dice al comienzo de su Introducción a la teoría de la ciencia, desvía tu mirada de todo lo que te rodea y dirígela a tu interior". Esto es algo opuesto con exactitud geométrica al punto de partida unamuniano, es lo diametralmente opuesto, su antípoda, su reverso total.
No pretendo con lo dicho reducir el cúmulo de contradicciones en las que incurre Unamuno a un mero error lógico. Entre otras cosas, porque no creo que lo sea. A fin de cuentas, "la filosofía se acuesta más a la poesía que no a la ciencia", o a la lógica. Quiza el mejor modo de acercarse a esta obra sea considerar al autor como una suerte de filósofo pendular que deambula con isócrona alternidad, sin detenerse nunca en punto intermedio alguno, entre dos extremos. Dos extremos que, por lo demás, pugnan entre sí por hacerse centro. Conciencia o carne, lógica o cardíaca, persistencia o disolución, eternidad o vida. Esto es: el Dios eterno de la teología o el Dios vivo del Evangelio.
El problema al que se enfrenta es que, en el momento mismo de plantearse la disyuntiva, desespera del Dios vivo como garante de la inmortalidad que desea, al tiempo que desconfía de la esclerótica eternidad del Ser. La intuición de su propia finitud es demasiado inmediata como para ser superada por la fe y, en consecuencia, su confianza flaquea. La cuestión la plantea como un conflicto entre razón y voluntad de vida. La razón, que le fuerza a representarse la carne ya como carroña, y esa voluntad a la que se agarra con los ojos obstinadamente cerrados. Y sobre este conflicto fundamenta lo que denomina fé, esa peculiar fé que se apresura a distinguir de la del carbonero, de la confianza infantil, ciega y sin fisuras que atribuye a los simples.
Al Dios vivo, no al Dios eterno de la teología, lo considera como el garante de su inmortalidad. Pero el texto se nos manifiesta en un sentido bien distinto: Dios no es la garantía sino la condición necesaria (ni siquiera suficiente) de la inmortalidad. Un problema es que este Dios no es el ser necesario de que hablan los teólogos, y los polos entre los que deambula nuestro autor ya no son la razón y la fe, ni la lógica y la cardíaca, sino que su problema es exclusivamente teológico. Es decir, lógico. Simplemente resulta que el Dios vivo que precisa su anhelo no es un ser necesario (es decir: un ser que no puede no existir). Y, para colmo, tampoco tenemos relación inmediata (esto es: intuición) de él. De este modo, el "querer creer" que Unamuno identifica con la fe requiere de dos actos de voluntad, algo así como querer creer que se quiere creer. En efecto, el sujeto de esta fe ha de elegir en primer lugar al Dios vivo y desechar al Dios eterno; en segundo lugar, tiene que afirmar la bondad infinita de este Dios vivo y su infinito amor hacia sus criaturas.
La protesta de Unamuno contra la razón, su confesa contrarracionalidad, se desvanece como por arte de magia. Esa presunta síntesis entre los dos extremos de la lógica y la cardíaca a la que dice llegar, y que quiere presentarnos como más cercana a la segunda que a la primera, no es más que un subterfugio para ocultarse y ocultarnos su absoluta dependencia de la lógica. El autor se ha dedicado a calcular cuáles son las condiciones que garantizarían necesariamente su inmortalidad para afirmarlas luego por vía de la fe. El contenido material de su fe es, por lo tanto, un producto riguroso de la razón. Y se entiende que Don Miguel se habría apresurado a creer lo contrario de lo que afirma si así lo hubiese exigido el resultado de su cálculo.
Hay algo triplemente fraudulento en la presunta fe unamuniana. Por una parte, nos escamotea al hombre de carne y hueso. En segundo lugar, nos oculta la total dependencia de la cardíaca con respecto de la lógica. Es cierto que es el ansia de supervivencia la que dicta sus fines a la razón, pero, al hacerlo, entabla con ella una relación parasitaria. La facultad cordial se nutre de la racional y la ahoga, con el consiguiente riesgo para ambas. Por último, el "querer" del "querer creer" es un querer impostado, lo que determina que también lo sea el creer. O dicho de otro modo: el objeto de su querer es distinto del objeto de su creer. El primero es la inmortalidad, el segundo la existencia de un Dios vivo, bondadoso y omnipotente. Así las cosas, el segundo objeto no puede ser el complemento directo del primer verbo. Lo que quiere Unamuno no es creer sino sobrevivir a la muerte.
Aunque el autor llega a plantearse con alguna claridad la cuestión de qué tipo de vida "post mortem" es la que nos aguarda, abandona pronto esa senda y dedica los capítulos finales de su ensayo a consideraciones de orden práctico. Sea como sea esa vida que nos espera, y sean cuales sean las garantías que tengamos de ella, incluso si no tenemos ninguna y nuestro peregrinar por este absurdo valle de lágrimas se asemeja tristemente a la errática aventura de Don Quijote, que aboga obstinadamente por una causa perdida, incluso si la totalidad de nuestra conciencia está destinada a perderse en el tiempo "como lágrimas en la lluvia", aún así debemos ganarnos el derecho a la salvación. Y me permito enfatizar el "debemos". "L' homme est périssable -cita Unamuno a Sénancour-. Il se peut; mais périssons en résistant, et, si le néant nous est reservé, ne faisons pas que ce soit une justice". Traer a colación este tremendo pensamiento justifica plenamente el resto del ensayo, tanto sus inconsistencias como sus vaivenes, y aunque nos parezca que sus disparos no son otra cosa que metralla lanzada al azar por un soldado al que ha ganado el pánico, con él se nos revela el punto al que dirige su mira.
Muy al gusto de Unamuno, estas palabras de Sénancour resultan ser ambiguas. Muestran dos lecturas distintas y complementarias la una de la otra. Se nos revela, por un lado, no ya la duda sino la desgarradora desconfianza en que exista un Dios que garantice la salvación. O que exista de tal modo como se precisa para obtener de él tal garantía. En el fondo, tanto Sénancour como Unamuno repiten el viejo argumento de Epicuro, que Hume hace suyo, contra la existencia de Dios. O resulta que Dios no puede vencer al mal (póngase la muerte, en este caso), o que no quiere hacerlo, o -en el caso de poder y querer- que no acierta con el modo adecuado. Y está claro que, al negar los atributos de omnipotencia, omnisciencia y bondad, es al propio Dios personal a quien se niega.
Por otro lado se nos invita a morir resistiendo. ¿Pero contra qué, o quién, hemos de ejercer la resistencia que se nos solicita? No, por cierto, contra ese Dios que o bien no existe o bien no se ocupa de nosotros, sino más bien contra la propia muerte. Este hacerse imprescindible a que nos invita Unamuno, esta búsqueda de la excelencia (que por tantos motivos resulta hoy en día tan conveniente predicar) supone un obstáculo al arrollador avance de la muerte, o lo que es lo mismo: de la indiferencia, que amenaza con borrarnos física y espiritualmente del mapa. Quizá no podamos evitar el desaparecer, pero sí está en nuestra mano lograr que la naturaleza, tan ciega ella como la propia justicia, obre en nosotros la injusticia de aniquilarnos como a seres despreciables y fungibles. Se nos invita a hacer cultura en el sentido amplio que este término debe recibir, a trabajar en el acrecimiento de la cultura, que es la condición necesaria para toda vida que merezca el calificativo de "humana". "Hazte imprescindible", es la máxima moral que propone Unamuno. Y esta es una norma que garantiza la vida. La vida en la Tierra, claro está.