La
primera palabra que me acude a las mientes después de releer
-ya por tercera vez- este ensayo de Unamuno es la siguiente:
perplejidad. Y al punto, con los ojos aún desorbitados por el
estupor, evoco imágenes absurdas de la Pantera Rosa que dibuja
agujeros en el suelo para guarecerse en ellos. Hace tiempo, un
profesor comparaba a los filósofos racionalistas con un hombre
defenestrado que, a toda velocidad y sin interrumpir su caída,
es capaz de dibujar un asidero en el muro para aferrarse a él.
Pues bien, me pregunto si no es justamente esto lo que hace el autor
en este desconcertante texto.
Unamuno
es, en efecto, un cúmulo de dudas y contradicciones. Pero,
aunque su duda es real y no metódica como la cartesiana, sus
incoherencias -al contrario de lo que le ocurría a Descartes-
son en su mayoría meramente metódicas y no reales. Y un
poco retóricas también, como se puede apreciar en buena
parte de la obra. Contradicción por exigencia del hilo
argumentativo, que le obliga a exponer puntos de vista divergentes
con los que de todos modos no puede dejar de identificarse un tanto.
Nuestro autor se confiesa no ya sólo irracionalista sino
incluso contrarracionalista por convencimiento cordial, a pesar de
que desde el punto de vista intelectual se vea obligado a
contemplarse a sí mismo desde las antípodas. Lo que
ocurre es que Unamuno considera el aspecto racional como un
epifenómeno de la conciencia, algo fronterizo si no ya externo
a ella. Una suerte de esfera o cápsula que la envuelve para
protegerla, por así decir, del mundo exterior. La racionalidad
sería no más que una adaptación evolutiva
desarrollada con el fin de sobrevivir en un ambiente sobre el que
apenas se ejerce control, adaptación que ha terminado por
imponerse con férrea tiranía sobre el entramado global
que compone al individuo. La razón, piensa Unamuno, ha llegado
hasta tal punto a constituirse en sinécdoque del hombre de
carne y hueso que ha triunfado la definición del ser humano
como el animal racional frente a otras de no menor enjundia y
tradición (v.g. bípedo implume, o animal político).
Fruto
de lo anterior es el reconocimiento de una brecha en la continuidad y
unidad del sujeto, del individuo. En su búsqueda del hombre
real, el de carne y hueso, "el que nace, sufre y muere, sobre
todo muere", el texto nos presenta un ser escindido en dos
aspectos irreconciliables (¿irreconciliables?), individuo
esquizofrénico que, en efecto, nace, sufre y muere, pero sobre
todo sufre. La "cardíaca" y la lógica serían
las dos facultades que se enfrentan en agónica lucha por
invadir el todo del que no son sino meras partes, y para las que el
autor se esforzará en fabricar, con ímprobo, hegeliano
y no sé si baldío empeño, una síntesis
que no puede disimular su condición de excesivamente
sintética, artificiosa por arbitraria y, en definitiva, poco
clara.
Ya desde el comienzo, Unamuno manifiesta no pocas dificultades en atenerse a su "hombre concreto", el de carne y hueso. Esta inequívoca referencia corporal se nos ofrece preñada de la esperanza de atención exclusiva al individuo concreto, al que cada uno es. El autor huye de conceptos generales de "hombre". Nuestro conocimiento inmediato del ser humano se restringe al del individuo, y éste no es sino la proyección del conocimiento que tengo de mí mismo. Esto es la conciencia: no sólo la capacidad sino el acto mismo de la re-flexión. A nadie extrañe, por tanto, que no encuentre diferencias sustanciales entre mi conciencia y la vuestra. Fruto de esa proyección sois vosotros que me escucháis, o que me leéis, y con quienes tengo el gusto de compartir el universo. La regla lógica de introducción del cuantificador universal, que nos permitiría la extensión general de atributos singulares, es muy útil para aplicar a la geometría, por ejemplo, a fin de garantizar que lo que yo diga sobre este triángulo que he dibujado valga también para los que podáis dibujar vosotros, pero que lo que yo afirme de mí mismo valga también para afirmarlo acerca de vosotros depende no de la lógica sino del hecho de que os concibo por analogía a mí mismo. Supongo que por ello afirma Unamuno (cap. III) que no hay nada más universal que lo individual, pues el recurso a la mera lógica destruiría su pretensión inicial de no considerar conceptos generales de "Hombre", o de "Humanidad".
Ya desde el comienzo, Unamuno manifiesta no pocas dificultades en atenerse a su "hombre concreto", el de carne y hueso. Esta inequívoca referencia corporal se nos ofrece preñada de la esperanza de atención exclusiva al individuo concreto, al que cada uno es. El autor huye de conceptos generales de "hombre". Nuestro conocimiento inmediato del ser humano se restringe al del individuo, y éste no es sino la proyección del conocimiento que tengo de mí mismo. Esto es la conciencia: no sólo la capacidad sino el acto mismo de la re-flexión. A nadie extrañe, por tanto, que no encuentre diferencias sustanciales entre mi conciencia y la vuestra. Fruto de esa proyección sois vosotros que me escucháis, o que me leéis, y con quienes tengo el gusto de compartir el universo. La regla lógica de introducción del cuantificador universal, que nos permitiría la extensión general de atributos singulares, es muy útil para aplicar a la geometría, por ejemplo, a fin de garantizar que lo que yo diga sobre este triángulo que he dibujado valga también para los que podáis dibujar vosotros, pero que lo que yo afirme de mí mismo valga también para afirmarlo acerca de vosotros depende no de la lógica sino del hecho de que os concibo por analogía a mí mismo. Supongo que por ello afirma Unamuno (cap. III) que no hay nada más universal que lo individual, pues el recurso a la mera lógica destruiría su pretensión inicial de no considerar conceptos generales de "Hombre", o de "Humanidad".
Y
ahora, después de esta pequeña divagación, se
hace pertinente la descripción de un hecho bruto, si es que
tal cosa es posible: mi conciencia es inmediatamente la de un ser
corporal. Yo no me intuyo como consciencia encarnada sino como carne
consciente, y cualquier distinción entre cuerpo y espíritu,
o entre realidad física y realidad consciente, o entre "res
cogitans" y "res extensa", repugna a mi intuición.
Supongo que no faltará quien afirme de sí mismo
intuirse como consciencia encarnada, aunque confieso que, para darle
crédito, necesitaré de pacientes y largas explicaciones
por su parte. Y es que me parece que tal intuición no puede
ser inmediata, sino que precisa la previa afirmación de la
posibilidad de una consciencia descarnada. Más que intuición,
allí habría concepto.
Decía
antes tener la viva impresión, que toma forma a medida que
transcurre la lectura, de que Unamuno encuentra dificultades para
atenerse a su hombre concreto de carne y hueso. Y buena parte de esta
mi impresión radica en el hecho de que don Miguel no parece
haberse representado con suficiente claridad la distinción
entre consciencia encarnada y carne consciente. O quizá sí
lo ha hecho, pero se niega a aceptar sus implicaciones. La intención
del ensayo la resume el autor aludiendo al concepto spinoziano de
"conatus". "Cada cosa, nos dice citando la proposición
6ª de la parte III de su Etica, en cuanto es en sí, se
esfuerza por perseverar en su ser".Pues bien, el empeño
personal de nuestro autor es el de perpetuarse en la existencia.
"¡Ser, ser siempre, exclama, ser sin término, sed
de ser, sed de ser más!, ¡hambre de Dios!, ¡sed de
amor eternizante y eterno!,¡ser siempre!, ¡ser Dios!"
(cap. III). Sólo unas líneas antes se nos afirma que lo
que no es eterno tampoco es real, de donde se puede pensar que la
eternidad de la que habla no es sólo vida imperecedera. El
ente incardinado en la Historia, en el mundo, está más
cerca del no-ser que del ser. No creo que Unamuno utilice como
sinónimos los términos "eternidad" e
"inmortalidad".
Servidor,
que no es filósofo profesional, se siente en la libertad de
concebir las asociaciones que más le placen, y lo hace con la
mayor inocencia que le cabe. Y es el caso que, al leer estas palabras
de Unamuno, he recordado cierto pasaje del poema de Parménides
que me parece pertinente poner en consideración. El poema
narra cómo el filósofo es raptado por un carro
celestial que lo lleva a presencia de la diosa Dike, cuyas son las
palabras que siguen:
"Pues
bien, te diré, escucha con atención mi palabra, cuáles
son los únicos caminos de investigación que se pueden
pensar; uno: que es y que no es posible no ser; es el camino de la
persuasión (acompaña, en efecto, a la Verdad); el otro:
que no es y que es necesario no ser. Te mostraré que este
sendero es por completo inescrutable; no conocerás, en efecto,
lo que no es (pues es inaccesible) ni lo mostrarás."
("Los filósofos presocráticos" fragmento
1044, C. Eggers Lan y V. E. Juliá, ed. Gredos, 1986).
Unos
versos más adelante, la diosa añade:
“Se
debe decir y pensar lo que es; pues es posible ser, mientras a la
nada no le es posible ser. Esto te ordeno que muestres. Pues jamás
se impondrá esto: que haya cosas que no sean" (fragmento
1048).
Del
hecho de que el ser es deduce Parménides que no puede dejar de
ser, le niega toda posibilidad de cambio (pues el cambio implica
dejar de ser lo que se es) y le atribuye quietud e incluso forma
esférica. En suma, el Ser es uno, inmutable, esférico y
eterno. Y precisamente, es este último atributo lo que me
lleva a pensar que Unamuno ya no se está refiriendo al hombre
de carne y hueso cuando proclama con tan encendidas palabras su sed
de eternidad. La aplastante lógica del eléata no será
superada hasta que Aristóteles desarrolle su doctrina del
movimiento y su distinción entre ser en acto y ser en
potencia, y conviene tener en cuenta que su ejemplo más
pertinente es justamente el crecimiento de los seres vivos. No hay
nada más contrario a la vida que la eternidad, como el propio
Unamuno reconoce en uno de sus frecuentes requiebros. "Queremos
bulto, nos dice, y no sombra de inmortalidad".
El
ensayo comienza con la afirmación de la carnalidad del ser
humano. El cuerpo sería el principio de continuidad material
(se supone que de un individuo) y la conciencia su principio de
continuidad espiritual. Pero pronto nos afirmará que el
individuo, como el átomo, es una abstracción. Si
primero nos dice que preguntarle a uno por su yo es como preguntarle
por su cuerpo, después confiesa que no quiere morirse y que
por ello le tortura el problema de la duración de su alma. ¿No
supone tal aserto un flagrante olvido del cuerpo? ¿Y acaso el
alma es otra cosa que la unidad en la sucesión de los
distintos estados de conciencia?. "El (hombre) que soy hoy, nos
dice, proviene, por serie continua de estados de conciencia, del que
era en mi cuerpo hace veinte años". Y yo me permito
subrayar la preposición "en" . El que soy hoy
proviene del que era "en" mi cuerpo, como si ahora, de
repente, preguntarle a don Miguel por su yo ya no fuese lo mismo que
preguntarle por su cuerpo.
Es
forzoso reconocer que la noción de "hombre de carne y
hueso" es cosa poco clara. No está bien pensada, ni por
Unamuno ni por nadie. Nuestro autor encuentra en tal noción un
asidero al que se aferra para no tener que hablar sobre un concepto,
cuya verdad virtual considera poco menos que fantasmagórica.
Pero no cae en la cuenta de que una noción, por poca que sea
la claridad con que está formulada, no deja de ser un
concepto. Concepto mal formado y tremendamente equívoco por
añadidura. Hasta Fichte recurre a él. "Fíjate
en tí mismo, nos dice al comienzo de su Introducción a
la teoría de la ciencia, desvía tu mirada de todo lo
que te rodea y dirígela a tu interior". Esto es algo
opuesto con exactitud geométrica al punto de partida
unamuniano, es lo diametralmente opuesto, su antípoda, su
reverso total.
No
pretendo con lo dicho reducir el cúmulo de contradicciones en
las que incurre Unamuno a un mero error lógico. Entre otras
cosas, porque no creo que lo sea. A fin de cuentas, "la
filosofía se acuesta más a la poesía que no a la
ciencia", o a la lógica. Quiza el mejor modo de acercarse
a esta obra sea considerar al autor como una suerte de filósofo
pendular que deambula con isócrona alternidad, sin detenerse
nunca en punto intermedio alguno, entre dos extremos. Dos extremos
que, por lo demás, pugnan entre sí por hacerse centro.
Conciencia o carne, lógica o cardíaca, persistencia o
disolución, eternidad o vida. Esto es: el Dios eterno de la
teología o el Dios vivo del Evangelio.
El
problema al que se enfrenta es que, en el momento mismo de plantearse
la disyuntiva, desespera del Dios vivo como garante de la
inmortalidad que desea, al tiempo que desconfía de la
esclerótica eternidad del Ser. La intuición de su
propia finitud es demasiado inmediata como para ser superada por la
fe y, en consecuencia, su confianza flaquea. La cuestión la
plantea como un conflicto entre razón y voluntad de vida. La
razón, que le fuerza a representarse la carne ya como carroña,
y esa voluntad a la que se agarra con los ojos obstinadamente
cerrados. Y sobre este conflicto fundamenta lo que denomina fé,
esa peculiar fé que se apresura a distinguir de la del
carbonero, de la confianza infantil, ciega y sin fisuras que atribuye
a los simples.
Al
Dios vivo, no al Dios eterno de la teología, lo considera como
el garante de su inmortalidad. Pero el texto se nos manifiesta en un
sentido bien distinto: Dios no es la garantía sino la
condición necesaria (ni siquiera suficiente) de la
inmortalidad. Un problema es que este Dios no es el ser necesario de
que hablan los teólogos, y los polos entre los que deambula
nuestro autor ya no son la razón y la fe, ni la lógica
y la cardíaca, sino que su problema es exclusivamente
teológico. Es decir, lógico. Simplemente resulta que el
Dios vivo que precisa su anhelo no es un ser necesario (es decir: un
ser que no puede no existir). Y, para colmo, tampoco tenemos relación
inmediata (esto es: intuición) de él. De este modo, el
"querer creer" que Unamuno identifica con la fe requiere de
dos actos de voluntad, algo así como querer creer que se
quiere creer. En efecto, el sujeto de esta fe ha de elegir en primer
lugar al Dios vivo y desechar al Dios eterno; en segundo lugar, tiene
que afirmar la bondad infinita de este Dios vivo y su infinito amor
hacia sus criaturas.
La
protesta de Unamuno contra la razón, su confesa
contrarracionalidad, se desvanece como por arte de magia. Esa
presunta síntesis entre los dos extremos de la lógica y
la cardíaca a la que dice llegar, y que quiere presentarnos
como más cercana a la segunda que a la primera, no es más
que un subterfugio para ocultarse y ocultarnos su absoluta
dependencia de la lógica. El autor se ha dedicado a calcular
cuáles son las condiciones que garantizarían
necesariamente su inmortalidad para afirmarlas luego por vía
de la fe. El contenido material de su fe es, por lo tanto, un
producto riguroso de la razón. Y se entiende que Don Miguel se
habría apresurado a creer lo contrario de lo que afirma si así
lo hubiese exigido el resultado de su cálculo.
Hay
algo triplemente fraudulento en la presunta fe unamuniana. Por una
parte, nos escamotea al hombre de carne y hueso. En segundo lugar,
nos oculta la total dependencia de la cardíaca con respecto de
la lógica. Es cierto que es el ansia de supervivencia la que
dicta sus fines a la razón, pero, al hacerlo, entabla con ella
una relación parasitaria. La facultad cordial se nutre de la
racional y la ahoga, con el consiguiente riesgo para ambas. Por
último, el "querer" del "querer creer" es
un querer impostado, lo que determina que también lo sea el
creer. O dicho de otro modo: el objeto de su querer es distinto del
objeto de su creer. El primero es la inmortalidad, el segundo la
existencia de un Dios vivo, bondadoso y omnipotente. Así las
cosas, el segundo objeto no puede ser el complemento directo del
primer verbo. Lo que quiere Unamuno no es creer sino sobrevivir a la
muerte.
Aunque
el autor llega a plantearse con alguna claridad la cuestión de
qué tipo de vida "post mortem" es la que nos
aguarda, abandona pronto esa senda y dedica los capítulos
finales de su ensayo a consideraciones de orden práctico. Sea
como sea esa vida que nos espera, y sean cuales sean las garantías
que tengamos de ella, incluso si no tenemos ninguna y nuestro
peregrinar por este absurdo valle de lágrimas se asemeja
tristemente a la errática aventura de Don Quijote, que aboga
obstinadamente por una causa perdida, incluso si la totalidad de
nuestra conciencia está destinada a perderse en el tiempo
"como lágrimas en la lluvia", aún así
debemos ganarnos el derecho a la salvación. Y me permito
enfatizar el "debemos". "L' homme est périssable
-cita Unamuno a Sénancour-. Il se peut; mais périssons
en résistant, et, si le néant nous est reservé,
ne faisons pas que ce soit une justice". Traer a colación
este tremendo pensamiento justifica plenamente el resto del ensayo,
tanto sus inconsistencias como sus vaivenes, y aunque nos parezca que
sus disparos no son otra cosa que metralla lanzada al azar por un
soldado al que ha ganado el pánico, con él se nos
revela el punto al que dirige su mira.
Muy
al gusto de Unamuno, estas palabras de Sénancour resultan ser
ambiguas. Muestran dos lecturas distintas y complementarias la una de
la otra. Se nos revela, por un lado, no ya la duda sino la
desgarradora desconfianza en que exista un Dios que garantice la
salvación. O que exista de tal modo como se precisa para
obtener de él tal garantía. En el fondo, tanto
Sénancour como Unamuno repiten el viejo argumento de Epicuro,
que Hume hace suyo, contra la existencia de Dios. O resulta que Dios
no puede vencer al mal (póngase la muerte, en este caso), o
que no quiere hacerlo, o -en el caso de poder y querer- que no
acierta con el modo adecuado. Y está claro que, al negar los
atributos de omnipotencia, omnisciencia y bondad, es al propio Dios
personal a quien se niega.
Por
otro lado se nos invita a morir resistiendo. ¿Pero contra qué,
o quién, hemos de ejercer la resistencia que se nos solicita?
No, por cierto, contra ese Dios que o bien no existe o bien no se
ocupa de nosotros, sino más bien contra la propia muerte. Este
hacerse imprescindible a que nos invita Unamuno, esta búsqueda
de la excelencia (que por tantos motivos resulta hoy en día
tan conveniente predicar) supone un obstáculo al arrollador
avance de la muerte, o lo que es lo mismo: de la indiferencia, que
amenaza con borrarnos física y espiritualmente del mapa. Quizá
no podamos evitar el desaparecer, pero sí está en
nuestra mano lograr que la naturaleza, tan ciega ella como la propia
justicia, obre en nosotros la injusticia de aniquilarnos como a seres
despreciables y fungibles. Se nos invita a hacer cultura en el
sentido amplio que este término debe recibir, a trabajar en el
acrecimiento de la cultura, que es la condición necesaria para
toda vida que merezca el calificativo de "humana". "Hazte
imprescindible", es la máxima moral que propone Unamuno.
Y esta es una norma que garantiza la vida. La vida en la Tierra,
claro está.