Un buen día
Raimundo me invitó a cenar en su casa, cosa rara en él,
por fortuna. Nunca entendí qué motivos tenía
para invitarme precisamente a mí y no a cualquier otro, pero
sospecho que no tenía ninguno. Raimundo no disfrutaba de muy
buena prensa en el reducido grupo que, de cuando en cuando, nos
tomábamos con él un cafetito y charlábamos un
rato de cosas banales. La verdad es que entre nosotros se hallaba un
tanto desplazado. No estaba al tanto ni del fútbol ni de los
deportes, y tampoco se interesaba por los temas de actualidad. Para
él, el resto del mundo sencillamente no existía, y su
conversación se resentía en consecuencia. Tampoco para
nosotros él existía demasiado. Puedo asegurar que,
después de haberle tratado en sus últimos tiempos más
que ninguna otra persona, no estoy en condiciones de hablar de él
más que del pordiosero que nos mendiga a diario una limosna en
la puerta de la cafetería. Raimundo nos dijo un día que
no probaba la carne (nos figurábamos que fuera misógino,
pero no vegetariano), y el “torpe aliño indumentario” que
arrastraba era comúnmente considerado auténtico. ¿Qué
otra cosa podríamos saber de él? Ni el más
fantasioso de los embusteros podría decir que fuera un dandy.
Al margen de que sabe Dios por qué causa su carrera de biólogo
(por cierto, prometedor, según tengo entendido) se había
visto truncada y que disfrutaba de una considerable fortuna
probablemente heredada, ignorábamos por completo su
circunstancia.
Aquel día
estábamos él y yo solos en el café de costumbre.
El mundo no giraba aquella mañana tranquila y gris en la que
el tiempo parecía haberse estancado. Afuera no se oía
ninguno de los ruidos que llenan las calles de las ciudades, por
pequeñas que sean. En el local faltaba incluso el estruendo de
las conversaciones mezcladas, el monótono zumbido del
tocadiscos o las voces sintéticas de la radio. Yo, como cada
mañana, hacía un alto en el trabajo, pero no sé
qué rayos hacía él allí. Vestía un
pantalón mal planchado y una americana que parecía
haber sido comprada antes de que el dueño hubiera terminado de
crecer del todo. Por debajo de las mangas aparecían los puños
raídos de una camisa demasiado vieja, y por debajo de la
botonadura se adivinaba el cuello de una camiseta blanca. Me habló
con torpeza y yo –torpe también- no supe cómo
rehusar. Me quedé mirando, sin saber qué decir, su
rostro mal afeitado, su sonrisa desdibujada, sus incipientes arrugas
de cuarentón, sus incisivos perfectos y los pelillos rebeldes
que le asomaban por las ventanas de la nariz. Desde luego, poseía
un extraño poder de persuasión. ¡Bonita noche me
esperaba!
Le pedí
que me anotara su dirección, y no me atreví a rogarle
que descifrara los garabatos que, con mano insegura, trazó en
una esquina de mi periódico. Me costó horas de cábalas
y consultas a un plano callejero interpretar aquellas letras
retorcidas e irregulares que pugnaban por escaparse del papel. Si una
mosca con las patas tintadas hubiera estado caminando por la
superficie los signos no habrían resultado más oscuros.
Era un trabajo sin esperanza de recompensa. Cuando finalmente resolví
el enigma quedé un tanto decepcionado: ya no tenía
excusa para faltar a la cita.
Cuando llegó
la hora me vestí sin ceremonia y con desgana, y salí de
casa dispuesto a caminar. Tampoco demasiado, después de todo
en este pueblo casi se puede decir que todo el mundo es casi vecino.
En ningún momento dejé de lamentar no haberme quedado
en casa viendo la tele. Recuerdo que esa noche ponían “Conan
el Bárbaro”. No era ninguna novedad y verla de nuevo quizá
hubiera resultado un tanto iterativo, pero cuando no puedes
disfrutarlas es cuando echas de menos las pequeñas comodidades
domésticas. Además, me gustan esos aires que quieren
soplar a lo largo de la película –una brisa tenue, más
bien- y que se desvanecen a medida de que transcurre. Me gustan
también algunas insinuaciones acerca del poder y, sobre todo,
la indiferencia del dios Crom en lo que respecta al carácter
moral de los hombres. “A ti no te importa quién sea bueno o
malo –le reza el protagonista-, te agrada el valor. Lo único
importante es que aquí dos hombres se enfrentan a muchos”.
Después Conan saca pecho y despliega su increíble
envergadura, cual si hubiese una relación biyectiva entre los
músculos y el valor. Da la impresión de ser Conan más
apto para matar que verdaderamente valiente, de modo que nos quedamos
sin saber qué es lo que en realidad le agrada a Crom. La mejor
escena es sin duda la última, esa en la que Conan le corta la
cabeza al profeta de la secta que está combatiendo y la
muestra a sus fieles en señal de triunfo. El profeta, o
sacerdote, está divinizado y se identifica con la serpiente a
la que adoran. ¡Qué soberbia refutación de su
doctrina! Imagino que para restaurar una fe de tal modo anulada sería
necesario un poderoso milagro de resurrección. Ciertamente, no
cabe mejor golpe para acabar con una secta que matar a su dios.
Pienso que si los romanos no pudieron terminar con los cristianos fue
porque se empeñaron, precisamente, en matarlos. Por muchos que
echasen a las fieras, siempre quedaban más. En esto el hombre
se muestra superior a su dios. Se puede decir: “El rey ha muerto,
¡viva el rey!” Pero gritar “Dios ha muerto, ¡viva
Dios!” es un contrasentido (aunque sé de gente dispuesta a
gritar: “Dios ha muerto, ¡viva la Virgen!”). Si Dios muere
es como si nunca hubiera existido. Sin embargo, el hombre deja deudas
y descendencia.
Entretenido
como iba, se me pasó el tiempo volando. Después de
recorrer la ciudad de cabo a rabo llegué a casa de Raimundo a
la hora convenida. El paseo había sido agradable pero breve
(de mí puedo decir que sé elegir los mejores
trayectos). Si no se me acusara de repetición alegaría
que la ciudad donde vivo es pequeñita, de manera que no tardé
en sentirme fastidiado por la proximidad del destino. Hacía
calor aún, pero la tarde era poco más que un otoñal
crepúsculo arrebolado cuando toqué la puerta.
Mi anfitrión
me recibió ataviado como de costumbre, y creo que se le puso
una cara de alivio cuando vio que yo había hecho lo propio. En
esto nos parecíamos bastante: si no sabemos hacer una cosa,
pues no la hacemos, y punto. Ambos preferimos no mudar de atuendo si
no está claro cómo hemos de hacerlo.
Si digo que
vivía en un caserón a las afueras de la ciudad, miento
a medias. En efecto, vivía en un caserón, pero bastante
más alejado que los que viven en las afueras. Ante la entrada
había un jardincito un tanto descuidado. Muy cerca, en la
misma finca, una casita de aspecto impecable pintada de blanco, pero
con puertas y ventanas cerradas, como si estuviese deshabitada. La
finca se extendía más atrás hasta no sé
dónde, porque la perspectiva no me permitía calcularlo,
pero adiviné una caballeriza o cuadra de la que me llegaban,
como los ecos de las trompetas ajadas de un ángel venido a
menos, largas sartas de rebuznos. ¡Raimundo criaba burros!
Sorprendido
por lo que estaba oyendo, respondí a su saludo. Me hizo pasar
a una sala enorme en la que había un lugar para cada cosa,
pero no uno determinado. Allí lo primero que llamaba la
atención era el desorden. En esto también nos
parecíamos, deduje. Siempre he creído que no vale la
pena luchar contra las leyes de la naturaleza, en particular contra
la tercera ley de la Termodinámica. Contra esta ley, en
concreto, caben tres posibles estrategias: puedes perder todo el día
tratando de ordenar las cosas, puedes también no usarlas por
no cambiarlas de lugar, por último puedes no preocuparte por
el orden. Raimundo parecía ser de la opinión de que el
hecho de que un libro estuviese sobre la mesa en lugar de estar en su
estante no iba a variar las condiciones de rotación de la
Tierra; y lo que vale para un libro vale también para muchos.
Si el verse obligado a apartar de un sillón un montón
de ropa recién lavada y sin planchar para que yo pudiera
sentarme le acarrease consecuencias irreparables, probablemente
habría tomado alguna medida para evitarlo. ¡Qué
sé yo! Supongamos que una legión de arcángeles
descendiese de los cielos en medio de un rompimiento de gloria
soplando clarines y anunciando la Parusía; o que a sus pies se
rompiera el suelo y entre horribles sacudidas de los cimientos del
mundo se abriesen ante nosotros los infiernos y un sinnúmero
de demonios prorrumpiese en gritos de anatema y excomunión,
espíritus torturados sin esperanza mascullando latinajos
condenatorios; o que se resquebrajara la bóveda celeste y
asomase un enorme dedo señalando a Raimundo como el sujeto de
todos los pecados capitales. Entonces quizá fuera ocasión
de comenzar a pensar en arreglar todo ese desorden. En caso
contrario, no había de qué preocuparse.
La verdad es
que el desorden me es familiar, vivo instalado en él como un
feto en su útero, así que me sentía como en
casa. La caminata me había dado sed. Pedí una cerveza,
pero como no tenía me sirvió un vaso de agua. Me la
tomé despacito, saboreando cada gota, sentado en el sillón
que había sido desocupado para mí. Durante un buen rato
charlamos sobre el tiempo y otras tonterías, pero al cabo,
intrigado y aburrido, le pregunté por los rebuznos que había
oído.
Raimundo
mostró interés por mi interés. Sin duda le
agradaba que hubiese sacado el tema y, a la vista de lo que ocurrió
después, estoy seguro de haberle resuelto algún
problema. Desde luego, tenía uno serio, y para solventarlo
había ideado alguna estrategia infantil. De no servirle la
ocasión como lo hice, se habría visto obligado a
representar la comedia que ya tenía ensayada. Pero es preciso
tener paciencia: si he de referir esta historia con la intención
de ser escuchado será mejor proceder con orden.
-Sígueme –me
respondió-. Te enseñaré los animales.
La casa
disponía, en su parte posterior, de una puerta que daba a un
terreno cubierto de pasto. Era bastante mayor de lo que yo había
creído en un principio y estaba cercado por un muro de piedra.
Al fondo, adosada al muro, se podía ver la cuadra escondida
tras una higuera. La puerta estaba entornada y era patente la
imposibilidad de cerrarla más. Debía de llevar
generaciones en ese estado, la madera aún recia, pero los
goznes oxidados hasta el punto de hacer un milagro del hecho de que
no se hubiera caído. El interior estaba oscuro, pero había
luz eléctrica. Raimundo encendió una lámpara y
ante mis ojos aparecieron tres burros, ahora ya sosegados. Dos de
ellos no tenían nada de particular, como no fuese su astrosa
apariencia. Eran asnos vulgares, de aspecto desmejorado y sucio
pelaje, como los que quizá haya habido cientos, no hace
muchos años, por los alrededores. Viéndolos se
adivinaba cómo había llegado a ser la suya una especie
en peligro de extinción. El tercero, sin embargo, era un
animal singular. Era pequeño, suave, peludo, y tan blanco por
fuera que se diría todo de algodón. Los ojos, mucho más
negros de lo que parecía a la tacaña luz de la
bombilla, miraban con una expresión inteligente y tierna,
mansa y amable. No pude evitarlo, me acerqué a él para
acariciarle el lomo. Al tacto era mucho más suave de lo que
había creído al verle y, si en vez de ser un burro
hubiese sido una mujer, yo habría jurado que estaba
perfumado. Relucía de puro limpio.
-Se llama Platero –aclaró
Raimundo-. Los otros no tienen nombre.
Lo juzgué
muy adecuado y se lo dije.
-¿Los tienes desde
hace mucho?
-Platero es el más
reciente –me contestó-. Los otros los compré hace un
año.
Después
de la visita a la cuadra me condujo de nuevo a casa y entramos al
comedor. Sorprendía que esta pequeña pieza no estuviese
arreglada para la ocasión. Desde luego, ofrecía un
enorme contraste con el salón donde me recibió, tan
desordenado y desangelado. Aquí nada se echaba en falta, pero,
considerado cada elemento uno por uno, no podía dejar de
considerarse austera. Sin embargo, la salita era acogedora y nada
espartana. Más que un refectorio de estoicos parecía un
comedor epicúreo. La mesa estaba dispuesta sin ceremonia y
albergaba ya dos botellas de un vino sumamente magnético
(quiero decir: susceptible de atraerse la férrea voluntad del
luterano más ortodoxo), un aperitivo a base de frutos secos y
-¡oh sorpresa!- cecina. Si me hubiese adivinado el pensamiento
Raimundo no habría podido ponerme los dientes más
largos.
Nos sentamos y
llenó las copas de vino. La mesa era amplia y redonda, buena
para beber, y a ello nos dedicamos sobre todo, pues no parecía
que hubiera dispuesto otras viandas que las que había a la
vista. Yo seguía intrigado por el asunto de los burros, pero
en esos momentos tenía una preocupación más
urgente. Desde luego, la noche prometía sorpresas y, aunque
aún no podía adivinarlo, iba a resultar a ese respecto
mucho más frugiferente de lo que cabía esperar. Por de
pronto, yo sabía a ciencia cierta que Raimundo sentía
hacia la carne, en cualquiera de sus variedades, una aversión
insuperable. Sin embargo había surtido la mesa con una buena
ración de cecina, a mi gusto poco curada, cortada en tacos.
Cierto que no había otra carne sino la cecina, y cierto
también que no hizo el mínimo ademán de
probarla, pero en alguna ocasión le había visto
protestar por su sola presencia. Protesta que recibió mi
protesta, por cierto. Por otra parte, yo nunca le había
hablado de mis gustos al respecto (de haberlo hecho imagino que se
habría preocupado de que no sangrara), de modo que no cabía
pensar que servía para halagarme.
-Creí que no
probabas la carne – le dije.
-Y no la pruebo. Si te
refieres a eso –señaló el plato con la mano-, la he
mandado hacer para la ocasión.
He de aclarar
que en mi opinión una cena perfecta ha de constar de buen
vino, variedad de frutos secos y embutidos, lo que explica mi
entusiasmo. Pero, para mi disgusto, se iba haciendo patente que
Raimundo no me había hecho ir para cenar, precisamente. La
cecina era el argumento de su comedia y, visto que no tenía
que representarla, decidió contarme sin más lo que
quería contarme. Le vi dispuesto a hablar
Y dejé que lo
hiciera, aunque él no tuvo conmigo los mismos miramientos. De
todos modos, satisfizo mi curiosidad de entonces, suscitó la
futura, y no dejó, finalmente, ningún cabo sin atar.
Se levantó,
me pidió que le siguiera y me aclaró que la cecina era
de burro. Eso proporcionaba alguna coherencia, pero aumentaba la
intriga. Se me hacía increíble que criara burros sólo
para salar su carne. Además, la presencia de Platero no
cuadraba bien con esas insospechadas aficiones a la chacinería.
Tantos aires de misterio se daba que llegué a temer que
comenzase su relato en el origen de los tiempos, pero se remontó
sólo dos años. Por esas fechas, y sin que precisara
más, había visitado a unos parientes en Andalucía.
Por pura casualidad había tenido un encuentro con un curioso
personaje –casi una atracción turística más-,
un hombre de edad lo suficientemente avanzada como para sospechar que
chocheaba. Este sujeto conseguía afirmar sin que le asomara al
rostro la menor sombra de risa que conocía el lugar exacto
donde estaba enterrado Platero, el famoso burro del poema. Mucha
guasa andaluza y alguna que otra palmadita condescendiente en la
espalda fue la reacción natural de quienes le escuchaban. Pero
cuanto más frecuentes eran las amables –y no tan amables-
chanzas con que eran acogidas sus declaraciones, tanto más
insistía en la verdad de lo que aseguraba. Se indignaba. Lo
juraba por lo que hiciera falta, por lo más sagrado, por todos
sus muertos. Finalmente, Raimundo, que llevaba tiempo fraguando
cierto proyecto, pensó que podría sacar algún
provecho del secreto del anciano y, en un momento en que nadie
atendía, le confesó que le gustaría visitar la
tumba y le rogó que le acompañase. El pobre hombre
consideró esta repentina muestra de confianza como una burla
más y se hizo de rogar, pero cedió enseguida, halagado
en el fondo. Dijo tener prueba documental que demostraba sin lugar a
dudas que el animal que yacía en la fosa que le iba a mostrar
era quien decía que era, y quedaron citados para esa misma
tarde. Efectivamente, el hombre tenía pruebas y las mostró.
Quedaba claro que había existido un asno llamado Platero, de
cuya existencia se hacían eco los documentos, y lo que decían
era coherente con las pretensiones del animal. De que se hallaba
enterrado en el lugar al que fue conducido Raimundo, ninguna persona
razonable podía dudar. Conocido el lugar, Raimundo se proponía
volver solo, y en secreto, esa misma noche.
Mientras me
daba cuenta de estos hechos habíamos salido de casa y, a
través del jardín, habíamos entrado en la de al
lado. Para mi sorpresa, resultó que Raimundo había
instalado allí un laboratorio completo, equipado con cuanto
pudiera necesitar. Otros quizá se hubiesen gastado la fortuna
en satisfacer vicios, en cambio allí había una fortuna
invertida en un instrumental a todas luces muy caro. No me dejó
preguntarle por el significado de todo aquello. Continuó
hablando fluidamente –parecía transformado- sin dar lugar a
que le interrumpiera. Me contó cómo había vuelto
al pequeño túmulo, apenas reconocible, en el que una
pequeña estela con el nombre del burro ya indescifrable
señalaba el lugar del enterramiento. La noche era oscura y
llovía a mares. Raimundo había ido provisto de una pala
que pudo afanar a sus huéspedes y comenzó a cavar bajo
la lluvia. El hecho de que no adornara aquí su relato da
muestra de la escasa capacidad noveladora de mi amigo y pesó a
la hora de concederle crédito. Lo cierto es que debió
de ejecutar la operación con toda frialdad, al fin y al cabo
se trataba sólo de un burro. Halló la tierra apelmazada
por el mucho tiempo, pero la lluvia se había filtrado bien y
la tarea no se le hizo excesivamente gravosa. Encontró los
restos que buscaba a menos de un metro de profundidad envueltos en un
lienzo que seguramente había sido blanco. Del sudario quedaban
sólo unos jirones, del animal quedaba mucho menos. Y, sin
embargo, lo suficiente. Raimundo se llevó algunos restos de
piel y pelo, además de un fémur. Mientras volvía
a cerrar la fosa le asaltó un temor repentino. En efecto, la
tierra movida hablaba por sí sola, y para cualquiera que
investigase habría de resultar ciertamente chocante hallar el
esqueleto mutilado de un burro. Pero se tranquilizó pensando
que no habría muchos más locos capaces de profanar el
sepulcro de un asno.
Por fin hizo
una pausa. Yo estaba atónito. Era incapaz de decidir si me
estaba tomando el pelo o si en verdad me estaba haciendo su
confidente. Pero Raimundo se adelantó a mis dudas. Abrió
un armario blanco como la luz del cielo y extrajo de él un
frasquito.
-Conseguí extraer
el ADN de los restos que traje.
Estoy seguro
de haber abierto los ojos lo suficiente para que quedara patente su
forma esférica, y si lo que dijo a continuación no los
hizo salir de su órbita se debió únicamente a la
escasa longitud del nervio óptico.
-También he
conseguido clonarlo.
Raimundo con
una calma y una naturalidad que me parecían ensayadas, pero
también con aplomo. Nunca lo había visto así, ni
yo ni nadie. A menudo, en el café, le habíamos oído
tartamudear hablando de fútbol. Confundía la Copa de
Europa con la Eurocopa, así que no se quitaba de encima la
sensación de estar en otra galaxia. Ahora me estaba contando
una historia de marcianos, quizá por ello se mostraba tan
seguro. Por mi parte, he de confesar que yo estaba nervioso, muy
nervioso, incluso escandalizado, y eso era síntoma de que, por
mucho que me esforzase en negar el relato, ya le concedía
algún crédito. No había más que
considerar el burro del establo: ¡Era blanco como la nieve!
¡Blanco como el algodón! La verdad, no recuerdo si
contesté con alguna incoherencia o si sólo babeé
un par de gruñidos.
-Lo he clonado dos
veces-insistió.
-Pero, ¿para qué?
–había conseguido rehacerme lo suficiente para formular
preguntas.
-De los dos sacrifiqué
uno, y con su carne hice la cecina que has probado antes.
En ese momento
decidí que la dichosa cecina, que yo había considerado
poco curada, estaba en realidad muy buena. Después rectifiqué
y me pareció todo un sinsentido. No obstante, Raimundo aseguró
no haber clonado a Platero sólo para hacer cecina. Abrió
otro armario y cogió un matraz sellado que contenía un
extraño fluido. Era de un color que variaba entre el gris, el
verde y el azul, pero si se agitaba o se observaba al trasluz, se
podían ver destellos amarillos que brillaban puros un segundo
y luego eran de nuevo invadidos por volutas grises, lentas y en
exceso viscosas, pues sin duda el fluido era un vapor. Me acerqué
para observarlo mejor, pero no me dejó ni tocarlo.
-¡Este es el
espíritu de Platero! –dijo. Un sacerdote en el momento de la
consagración no es tan ceremonioso, ni tan teatral. Raimundo
estaba orgulloso y me mostraba el frasco como un triunfo. Acerté
a preguntarle qué significaba con el término
“espíritu”, palabra que a poco que queramos puede
referirse a cualquier cosa, y me respondió diciendo que se
trataba del principio vital, el pneuma que gobierna la máquina
del cuerpo y la pone en movimiento. En suma, la diferencia entre un
animal vivo y su cadáver. Clavé los ojos en el
frasquito y juro que vi agitarse el vaporcillo por sí solo.
Adquiría espontáneamente los brillos para extinguirlos
después, y las distintas volutas revolucionaban por todo su
volumen como fieras enjauladas o cautivos que tientan la firmeza de
los barrotes de su celda. Cada uno de aquellos destellos se me
antojaba un pensamiento del delicado animal, una emoción, un
recuerdo. Oí rebuznos y a duras penas pude reprimir la
ocurrencia de que provenían de la redoma.
Toda mi lucha
interior consistía en decidir si Raimundo era un loco o un
genio y, como no podía resolver el dilema, consideré
ambos atributos. Así pues, Raimundo era un genio y un loco.
Genio por haber logrado lo que otros muchos, con mejores medios, aún
esperaban alcanzar. Loco por haberlo intentado. El asunto del pneuma
permanecía fuera del alcance de mi juicio más por
estupor que por falta de criterio. No sé si fuel el genio o el
loco el que dio en la cuenta de que para hacer creíble lo
increíble lo mejor es persuadir no a la razón, sino a
los sentidos, y ofrecer la llaga para que el incrédulo meta la
mano.
La llaga se
encontraba en una sala contigua al laboratorio, separada por una
puerta de doble hoja. Era algo mayor, en todo semejante a un
quirófano y blanca como la conciencia de un imbécil. En
el centro se podía ver una camilla, y sobre ella una campana
de vidrio lo suficientemente grande como para contenerla. Raimundo
accionó un interruptor y la campana descendió a lo
largo de su guía acompañada por un tenue zumbido
eléctrico. El artilugio estaba dispuesto de modo que el
espacio alrededor de la camilla quedaba herméticamente
cerrado. La campana estaba conectada por medio de un largo tubo
flexible a una potente bomba de succión. Ante mis ojos
–declaró- tenía un extractor de pneuma. Su
funcionamiento era bien simple: no había más que
colocar en la camilla un animal que estuviese a punto de morir. Una
vez cerrada, la campana absorbía todas las emanaciones últimas
del bicho: su aliento, los vapores de la sudoración, sus
ventosidades, su olor, sus estornudos, hasta que el moribundo
exhalaba su postrer suspiro y la bomba se detenía
automáticamente ante la imposibilidad de absorber el propio
vacío que se generaba en su interior. En ocasiones, me contó,
el animal estallaba por la ausencia de presión, y entonces la
máquina aún podía extraer más substancia.
En este caso se podía estar seguro de haber capturado hasta
la última molécula de su alma. El proceso concluía
con la destilación del producto, operación harto
delicada por lo sutil del fluido.
A esas alturas
de la noche, con lo que había bebido durante la cena, lo que
había oído y lo que estaba viendo, a nadie debe
extrañar que dejara de lado mis reticencias. Máxime si
tenemos en cuenta que se me había concedido el privilegio de
contemplar cómo se pueden extraer los pneumas. Porque así
fue, en efecto. En una jaula en la que yo no había reparado
Raimundo tenía encerrado un conejo. Lo asió por las
orejas y le inyectó una susbstancia que tenía
preparada. El conejo se agitó un poco, pero enseguida recuperó
la calma. La inyección contenía un estimulante que,
según me dijo, provocaría la sudoración de la
víctima. Acto seguido volvió a encerrarlo, colocó
la jaula en la camilla, cerró la campana y accionó el
mando de la bomba. El extractor comenzó entonces a funcionar
con un zumbido ensordecedor. El animal ni siquiera murió de
asfixia, no tuvo tiempo. Se revolvió en la jaula, pero muy
poco después quedó inmóvil. Al cabo de pocos
segundos se le desorbitaron los ojos y finalmente estallaron al
tiempo que lo hacían también los intestinos. La bomba
siguió funcionando durante una larguísima milésima
de segundo y se detuvo al cabo poco a poco. Se extinguió el
zumbido y el silencio que sobrevino parecía de otro mundo.
Raimundo corrió a vigilar el destilado del vapor y cuando hubo
concluido me mostró una botella que contenía un fluido
grisáceo y apagado, tan poco parecido al pneuma de Platero que
quedé de veras decepcionado. El proceso había sido más
rápido de lo que la importancia del asunto daba a entender y
el producto carecía del colorido, la brillantez y la vivacidad
del otro.
-Se ve que el animal era
de inferior calidad –insinué.
-¡Oh,no,no!
–respondió Raimundo-. Si te refieres al color, es por las
prisas. Si la bomba hubiera succionado lentamente, si yo hubiera
puesto más atención al destilar… En fin, vale como
ejemplo. De hecho, todas las pruebas que he realizado proporcionaron
pneumas casi idénticos, imposibles de distinguir a simple
vista. Ni siquiera hay relación entre el tamaño del
cuerpo y el volumen del alma. Sospecho que con una persona ocurriría
otro tanto.
Su último
comentario me pasó desapercibido en ese instante, aunque luego
tuve ocasión de recordarlo. Raimundo afirmó que estaba
llegando al meollo de la cuestión. Llevaba muchos años
extrayendo el pneuma de animales, y su preocupación era
encontrar un modo de volver a inocularlo en un cuerpo, para
revivirlo. Pensaba incluso en la posibilidad de resucitar un animal
en el cuerpo de otro, aunque fuesen de especies diferentes. Aún
no lo había logrado, confesó, pero este proceso lo
consideraba de índole estrictamente técnica.. Lo más
importante consistía en averiguar, después de la
reanimación, si el comportamiento del animal correspondía
a su antigua alma o a la nueva, y esta averiguación era la
única que podía constatar el éxito de la
operación. Esa era la razón por la que siempre había
inoculado almas de unas especies en otras, con la esperanza de
conseguir un gato que se comportase como un ratón, un lobo
como un cordero, un salmón como un elefante. Después
dio en pensar que la conducta de sus animales que la conducta de sus
animales debía de estar primeramente regida por sus aptitudes
físicas y que sería harto difícil conseguir que
una serpiente se golpease el pecho como un gorila o que volase una
ballena, por mucho que en su fuero interno lo desearan. En efecto, el
fuero interno resultaba demasiado interno como para poder acceder a
él y conocerlo. En consecuencia, restringió sus
experimentos a animales de la misma especie. Esto resolvía un
problema, pero planteaba otro. Supuesto el caso de que en el futuro
la reanimación fuese un éxito, ¿cómo
discernir si la nueva alma operaba realmente en el cuerpo o si, por
algún resorte misterioso, la antigua se empeñase en
seguir gobernándolo? Decidió entonces probar con
congéneres notoriamente distintos, tanto como lo pueda ser un
rústico de un aristócrata, o un político de una
persona honrada, y en esas cavilaciones andaba en la época en
que viajó a Andalucía. En suma, la casualidad le
proporcionó un animal de veras singular, cuya alma debería
dejarse notar así la inoculase en el cuerpo del burro más
abyecto, y decidió coger la ocasión por los pelos.
Quedaba el problema de revivir a Platero, pero no había
solución sin problema, ni problema sin solución.
Finalmente lo consiguió y en ese punto se hallaba ahora.
Dejó de
hablar esperando, quizá, que yo dijera algo. Pero yo no sabía
qué decir. No dejaba de plantearme la disyuntiva: loco o
genio, o genio loco. Si no fuese por lo explícito de sus
pruebas ya habría optado por lo primero, pero no podía
dejar de pensar en el burro del establo. No se trataba de un rucio
cualquiera, era el mismo Platero, el príncipe de los asnos
redivivo, un animal que a la vista prometía mayor sensatez que
su dueño. Pero si alguna vez había existido, debía
de llevar muchas décadas muerto. ¿Entonces? Y si en ese
punto Raimundo había tenido éxito –lo que ya era
bastante para encumbrarlo a la fama-, ¿por qué no
considerar plausible el resto de su programa? En todo caso, el
extractor de pneuma era una realidad, una máquina cuyo
funcionamiento cualquiera podía comprender, y los matraces con
los pneumas ya extraídos eran también reales, los había
tenido a la vista y si no había podido tocarlos se debía
a un exceso de celo de mi amigo.
-¿Y qué
perspectivas de éxito tienes? –me aventuré a
preguntar.
-Ninguna-me dijo.
El rostro se
le ensombreció y perdió el tono exultante con el que
había hablado hasta entonces. Aseguró que seguiría
ensayando a pesar de todo, pero que dudaba de tener tiempo suficiente
para obtener siquiera algún progreso, por pequeño que
fuese. Yo le hice notar que disponía de todo el tiempo del
mundo, libre como estaba, sin familia ni obligaciones. Le dije que no
había nada que pudiera estorbarle si él así lo
deseaba. Pero entonces, con la voz más triste del mundo,
desprovisto como siempre de solemnidad, confesó que le
quedaban pocos meses de vida.
Raimundo había
convertido la velada en una suerte de declaración de su última
voluntad. De pronto me pareció que todo el relato que había
escuchado de su boca, dejando de lado la cuestión de la
verosimilitud, cobraba sentido. Y no tanto el relato como el hecho de
haberse decidido a narrarlo. De todos modos sentí el peso de
su última declaración como una losa que anonadaba su
historia, que la reducía a anécdota sin importancia. La
losa debía de haber caído sobre él algún
tiempo atrás, y en ese instante me invitaba a que soportara
parte de su peso. Pero yo, torpe de mí, no supe hallar
palabras adecuadas, si es que lo más adecuado en estos casos
no es el silencio. ¿Quién puede censurarme por ello?
¿Acaso hay algo que se pueda decir? ¿Hay alguien tan
sabio que ose decir algo? Recomendar fe o resignación es una
suerte de patada en el culo del moribundo: “jódete, que a
todos nos ha de llegar el mal trago”. Nadie compadece de veras a un
moribundo, nos incomoda porque lo que en realidad sentimos es el
dolor de nuestra propia muerte. Me limité a preguntar si no
había ningún médico que le hubiera dado
esperanzas, y me respondió que él no necesitaba médicos
para diagnosticarse las enfermedades, ni siquiera las graves, que
ningún médico podía ayudarle ya y que tan solo
unos meses era todo cuanto podía esperar del mundo.
* * *
De regreso a
mi casa, apurando el paso para sacudirme el relente de la noche, me
sentía como un cobarde que deja morir a un amigo en la más
extrema soledad. Era una tontería por mi parte, pues sabía
que Raimundo no se moría aún. Además, la velada
había concluido y era absurdo prolongarla. Sin embargo, tenía
la sensación de haber dejado algo sin acabar. Hubiera deseado
–para ser sincero, más por mí que por él-
encontrar una palabra balsámica, una suerte de imposición
de voz que curase sus dolores y su angustia, un vade retro a
las tinieblas. Pero para ello se requiere una virtud que yo no poseo,
sea la elocuencia u otra cualquiera. Si lo que buscaba Raimundo era
consuelo, se había equivocado de persona. Por lo tanto no
buscaba consuelo. Con eso me consolé yo.
A la mañana
siguiente acudió a la cita del café con el mismo
semblante y las mismas trazas de siempre. Por prudencia, a nadie
había revelado nada de cuanto sucedió la noche
anterior, y Raimundo me pidió que no lo hiciera en el futuro.
No sé si se refería a todo el futuro o sólo al
suyo, pero eso ahora no tiene importancia. Continuó acudiendo
regularmente y actuando con tanta naturalidad como le conocíamos.
Hubo un día, sin embargo, en que lo echamos en falta. No eran
inhabituales sus ausencias, de modo que nadie encontró extraña
la circunstancia, pero yo me quedé con un cierto desasosiego.
Tampoco le vimos los días siguientes, y la angustia se
convirtió en una congoja que me abotonaba el esófago.
Por la noche le telefoneé.
-Todo va bien, todo va
bien – me contestó sorprendido -. Sólo que estoy
ocupado.
Anduvo ausente
unos días más, al cabo de los cuales volvimos a verle
como siempre. No parecía tener aspecto desmejorado, ni perdió
lustre con el paso del tiempo. Terminé creyendo que me había
tomado el pelo y se lo dije un día en que estábamos
solos. Se indignó y respondió que no podía darme
más pruebas y que si la presencia de Platero no bastaba para
convencerme, entonces no habría prueba suficiente para ello.
Yo aduje que rea sumamente difícil creer lo que me había
confiado y que su estado de salud evidenciaba cierto talento teatral
en el final de su historia. Raimundo no estaba conforme –es
sorprendente que esas fueran exactamente sus palabras- con que
hubiera habido teatro, asintió en lo demás y añadió
que no había sido ningún capricho revelarme su secreto
ni me había elegido al azar. El final sería rápido,
fulminante, pero prometió mantenerse en contacto frecuente
conmigo.
Esto último
lo cumplió en la medida en que un tipo como él podía
cumplirlo. Nos vimos poco e irregularmente. Sus visitas al café
se hicieron más escasas, pero nos telefoneábamos a
menudo. Hablábamos poco entonces, y en ocasiones me informaba
de que había hecho algún progreso en sus experimentos,
aunque nunca aclaraba cuáles. Otras veces decía
hallarse estancado. Un día me confesó que quizá
pudiera necesitar mi ayuda, y yo, sin saber qué esperaba de
mí, me ofrecí para cuanto precisase. ¿Qué
otra cosa podría hacer?
Transcurrieron
unos meses sin novedad. El invierno fue duro, apto para que un
enfermo no lo superase, y la primavera llegó espléndida
y sin aviso. Las dudas me asaltaban de nuevo y, si no fuese porque en
lo tocante a sus relaciones sociales conocía bien a Raimundo,
de seguro me habría dado a imaginar sus risas y sus burlas de
mi inocencia bien rodeado de buena y femenil compañía.
No había tal, como bien sabíamos todos. Caía la
tarde de un viernes tardíamente frío cuando me llamó
y me pidió que acudiese a su casa. Temí lo peor, pero
me tranquilizó enseguida. Estaba perfectamente y sólo
quería enseñarme una cosa. Entonces temí algo
peor que lo peor.
Ya no era
necesaria la excusa de la cena y prescindió de ella. Me hizo
pasar, atravesamos la casa hasta la puerta trasera y me condujo a la
cuadra. Allí estaban aún los tres asnos. No entiendo
cómo Raimundo no dio en pensar en la posibilidad de que los
pneumas se transfiriesen por ósmosis, o por algún otro
mecanismo singular, pues los tres se mostraron afables. De seguro,
por fortuna para los animales, no tenía con ellos más
trato que el imprescindible para surtirles de pienso el pesebre. De
otro modo quizá se hubiera percatado de su cambio de carácter.
Lo que quería mostrarme allí era una ventana que yo
había creído ciega y que daba a un camino descuidado e
invadido de zarzas que corría por detrás del muro.
Desde dentro quedaba a la altura de la cabeza de un hombre, pero por
fuera era más accesible.
-Si alguna vez quieres
entrar sin que nadie te vea –me dijo-, puedes usar esta ventana.
Nueva
sorpresa. ¿Por qué habría yo de querer entrar en
secreto a una casa donde sólo había estado dos veces,
que en realidad no conocía y donde no tenía nada que
hacer? De todos modos, como ya comenzaba a acostumbrarme a las
rarezas de ese hombre, no dije nada. Fuimos después al
laboratorio y me explicó que había dotado al extractor
de un mando a distancia. De ese modo, dijo, podría manejarlo
desde dentro. Yo asentí como si se tratase de una idea
natural, de esas que de puro fácil no se nos ocurren a menudo,
porque en ocasiones, aunque prestes atención, las
consecuencias de lo que te dicen asoman un tanto diferidas. Raimundo
pensaba manejar la campana desde dentro, por tanto...
-Pero, ¿es que
todavía no has comprendido? –dijo al ver mi cara de
estupefacción.
Me recordó
que se moría y que la muerte siempre llega demasiado pronto.
Se atrevió a bromear: desde luego, no se trataba de ninguna
mujer. Entendí que no estaba asustado, él no creía
ni en infiernos ni fantasmas, no aguardaba nada después de su
hora, pero supe por la inefable luz de sus ojos lo que es la
desesperanza. Nada. Raimundo tenía el poder de hacerme llegar
a esos lúcidos momentos de clarividencia en los que la verdad
se nos hace asequible. Comprendí que yo tampoco tenía
miedo a la muerte. Si acaso, la más profunda incomprensión
de lo que significa. Ningún epicúreo podrá jamás
curar eso. Por más que lo intento, me resulta imposible
imaginar un mundo en el que yo no esté presente. En todos los
ensayos me descubro en alguna parte, incluso fuera, observándolo.
El mundo soy yo, nace conmigo y conmigo perece, pero no entiendo por
qué se empeña en contrariar mis deseos. Eso, ni el
poder de Raimundo ha podido revelarlo.
También
mi anfitrión se abría de cuando en cuando a la
comprensión de los arcanos, y se expresaba de modo
contundente. Hay un lugar, me decía, del que todos salimos sin
haber entrado, y otro al que todos hemos de entrar para no salir: la
fría y húmeda fosa donde sólo los gusanos nos
harán compañía, sórdida agrupación
de materia inconsciente. No se resignaba, confesó, y había
ideado un plan para evitarlo. Pero el fin se adelantaba a todos los
medios y amenazaba con abortar el proyecto. Pretendía, llegado
el momento, someterse al extractor de pneuma y embotellar su
espíritu. En ese proceso no era preciso que interviniese
nadie, toda vez que había conseguido automatizarlo (el propio
extractor estaba programado para proceder a la destilación del
fluido), de modo que ya podía considerar embotellado su
pneuma. Pero necesitaba de alguien que conociese su trabajo y que se
encargara de inocularlo en otro cuerpo. Estaba claro que ese alguien
era yo. Protesté alegando que él mismo no lo había
conseguido en ninguno de sus ensayos, pero él respondió
que yo era su única esperanza. Me pidió que me hiciera
cargo de su matraz, que lo custodiase, que repasase sus notas y
estudiase sus métodos a fin de concluir la tarea. Se lo había
prometido, me recordó. El laboratorio quedaría a mi
disposición si aceptaba, y también su casa y su
fortuna.
Mi primer
impulso, como todo el mundo podrá figurarse, fue salir sin
demora y lo más aprisa posible, pero no pude eludir su mirada
ni escapar a su persuasión. Entiéndanme: no me pedía
que continuase sus experimentos, me pedía que lo resucitara.
¿Dónde iba yo a conseguir un cuerpo?, alegué. Y
no un cuerpo cualquiera. Fui cruel, le pregunté si querría
uno atlético y atractivo para las mujeres, un buen cadáver
reciente y bien parecido. Añadí que hurgar en los
entresijos de las cosas vivas me producía repugnancia, que no
tenía la menor idea de cómo había que usar una
pipeta, menos aún un microscopio, y que su matraz en mis manos
corría serio peligro. Pero Raimundo ya estaba decidido: aún
tenía tiempo para aprender, si mostraba interés, y me
consideraba una persona muy capaz. Me pedía que entendiese su
situación. No podía acudir a ninguno de sus colegas,
pues entre ellos estaba desacreditado, y en todo caso se celaba del
éxito que pudieran obtener a su costa. Era preciso un lego
discreto y diligente en el que pudiera confiar: yo. El éxito,
me dijo, podría reportarnos a ambos grandes beneficios, en
cambio el fracaso me haría ganar una fortuna.
Considerando
el asunto con frialdad, yo creía más probable el
fracaso, y eso me satisfizo. Así pues, Raimundo me convenció
y yo fui su aplicado alumno durante seis largos meses.
* * *
Durante ese
tiempo llevamos a cabo, con nulo éxito, gran cantidad de
pruebas. Ensayamos con conejos, con ratas, gallinas o gatos, y con
cuantos perros vagabundos nos premiaba la fortuna. En fin: con todo
animal que se nos pusiese al alcance. Y cuanto mayor era el número
de razones para ceder al desánimo, tanto mayor era el denuedo
de mi mentor a la hora de afanarse las víctimas. En una
ocasión creímos haber logrado nuestro propósito,
y tanto fue el alboroto de Raimundo que, de haber sido yo el mal que
le mataba, al punto lo habría abandonado. En efecto, después
de una inoculación de pneuma en el espinazo de un cordero,
vimos que se agitaba. El cadáver, aún caliente, tensó
sus miembros y se retorció como presa de un espasmo de dolor.
Después de unos segundos –eso fue lo que duró el
júbilo de mi maestro- cesó para siempre el movimiento.
Raimundo afirmaba que había percibido un latido, pero yo no lo
creí; en mi opinión comenzaba ya a perder su
objetividad. Falsa alarma y nuevo fracaso: en ocasiones es muy tenue
la frontera que divide el mundo de los vivos y el de los muertos.
Raimundo
reservaba el espíritu de Platero para la prueba final, justo
antes de someterse él mismo al proceso. Mientras tanto, estos
trabajos me servían de aprendizaje. Poco a poco me iba
haciendo diestro en el manejo del instrumental y la provisión
de suministros, y no tardé en adquirir la capacidad de tomar
decisiones. La familiaridad que iba tomando con esta ocupación
–nueva para mí- me facultó para la inteligencia de
los apuntes que Raimundo había comenzado a confiarme. Debo
confesar que yo los estudiaba sin reparos, ni me mostraba escéptico
ni les concedía crédito. Para mí no se trataba
de una cuestión de fe, y pienso que tampoco para Raimundo,
sino más bien de una técnica que tratábamos de
poner a prueba. La única diferencia entre nosotros era que él
confiaba en el éxito y yo no, del mismo modo que desconfiaría
de que arrancase el motor de un coche excesivamente viejo. En
cualquier caso, conforme transcurría el tiempo, yo ganaba
iniciativa y mi amigo perdía vigor.
Aceptaba con
naturalidad el progreso de su enfermedad. A veces tenía la
sangre fría de hacer cálculos con la fecha de su final,
y programaba las tareas en consecuencia, como si no pudiera
equivocarse. Los constantes fracasos no le desanimaban, quizá
porque no tenía otra esperanza o porque de ese modo se
distraía, pero a mí me acrecían la duda acerca
de la posibilidad de concluir la tarea. Raimundo parecía
convencido de que, un tiempo después del final, volvería
a estar otra vez cómodamente instalado en la existencia,
habitando un cuerpo nuevo y saludable. Me exhortaba, me corregía,
se afanaba en dedicarme toda suerte de consejos de última
hora, revisaba el funcionamiento de los instrumentos, se cercioraba
de que todo estuviese dispuesto y a punto para cuando llegase el
momento, que ya sentía próximo.
Me telefoneó
una noche gélida que anunciaba nuevamente el invierno. No
podía esperar más, me dijo. El espíritu había
comenzado a abandonarle y era preciso capturarlo íntegro. Si
he de decir la verdad, me sobrecogía su sangre fría, su
confianza. Para él, la espera en el matraz, por larga que
llegase a ser, no supondría sino un instante. Yo no sabía
qué decir ni qué hacer. Me ofrecí a ayudarle, a
prestarle el apoyo que sin duda todo hombre requiere en semejante
trance, pero él rechazó el consuelo. Tenía que
adelantarse a un final que, en el curso normal de los
acontecimientos, aún tardaría días e incluso
semanas. Dijo que confiaba en mi habilidad y en mi perseverancia, y
me aconsejó proceder con cautela. Antes de pronunciar un adiós
que no sonó nada patético me encomendó recoger
su matraz. El se sometería al extractor esa misma noche, yo
debería entrar en el laboratorio sin que nadie me viese para
evitar problemas, guardar el frasco en lugar seguro – a ser posible
en mi casa- y regresar a la mañana siguiente a la hora
habitual para descubrir y notificar el horrible suceso. A los ojos de
todo el mundo aparecería como un loco suicida. Tuvo el humor
de compararse con Heráclito.
Salí de
casa a toda prisa con la esperanza de llegar antes de que fuese
demasiado tarde, pero en mi fuero interno deseaba llegar cuando todo
hubiese concluido. Consideré necesaria la precaución de
entrar a la finca por el ventanuco de la cuadra, lo que supuso
algunos minutos de demora. Nadie podía verme desde allí.
Los burros rebuznaron a pleno pulmón cuando me vieron entrar
de ese modo, pero por fortuna lo hacían a menudo sin que
mediara causa alguna. Oídas desde lejos, las voces combinadas
de los tres asnos debían de resultar hermosas.
De lo que vi
en el laboratorio prefiero no hablar. Raimundo se había
convertido en una especie de borrón sanguinolento todo a lo
ancho de la campana. Sobre la camilla descansaban sus restos sin
vísceras, desnudos y enflaquecidos. Su mano derecha sujetaba
aún el mando del extractor. Me tragué mis propios
vómitos y salí a la carrera con el matraz en la mano
por la misma vía por la que había entrado.
* * *
He aquí
todo cuanto estoy dispuesto a revelar de esta historia. Ya sé
que a los oídos de la mayoría aparecerá como
inverosímil y yo como un loco, pero mi desvarío no
excedió los términos de seguirle la corriente a
Raimundo. Por lo demás, cuanto he referido es real, y puedo
mostrar como prueba tanto el extractor, que usé durante un
tiempo, como tres matraces que conservo en casa, en lugar seguro. En
dos de ellos podía leerse el nombre de Platero, en el del
tercero se leía el de Raimundo. Desgraciadamente, con el
tiempo confundí las etiquetas que los identificaban y ya no
puedo distinguir el uno de los otros. Además, hace años
que desistí –si es que alguna vez me lo propuse con la
seriedad suficiente- de buscar el modo de encarnarlos de nuevo. Para
mí es asunto concluido y nada tengo que reprocharme.
Sencillamente, no sé cómo concluir la tarea que me fue
encomendada. Si no sé cómo hacer una cosa, pues no la
hago. Y punto.
Por cierto, en
la segunda ocasión la cecina estaba buenísima.