lunes, 27 de mayo de 2013

Platero y él


Un buen día Raimundo me invitó a cenar en su casa, cosa rara en él, por fortuna. Nunca entendí qué motivos tenía para invitarme precisamente a mí y no a cualquier otro, pero sospecho que no tenía ninguno. Raimundo no disfrutaba de muy buena prensa en el reducido grupo que, de cuando en cuando, nos tomábamos con él un cafetito y charlábamos un rato de cosas banales. La verdad es que entre nosotros se hallaba un tanto desplazado. No estaba al tanto ni del fútbol ni de los deportes, y tampoco se interesaba por los temas de actualidad. Para él, el resto del mundo sencillamente no existía, y su conversación se resentía en consecuencia. Tampoco para nosotros él existía demasiado. Puedo asegurar que, después de haberle tratado en sus últimos tiempos más que ninguna otra persona, no estoy en condiciones de hablar de él más que del pordiosero que nos mendiga a diario una limosna en la puerta de la cafetería. Raimundo nos dijo un día que no probaba la carne (nos figurábamos que fuera misógino, pero no vegetariano), y el “torpe aliño indumentario” que arrastraba era comúnmente considerado auténtico. ¿Qué otra cosa podríamos saber de él? Ni el más fantasioso de los embusteros podría decir que fuera un dandy. Al margen de que sabe Dios por qué causa su carrera de biólogo (por cierto, prometedor, según tengo entendido) se había visto truncada y que disfrutaba de una considerable fortuna probablemente heredada, ignorábamos por completo su circunstancia.

Aquel día estábamos él y yo solos en el café de costumbre. El mundo no giraba aquella mañana tranquila y gris en la que el tiempo parecía haberse estancado. Afuera no se oía ninguno de los ruidos que llenan las calles de las ciudades, por pequeñas que sean. En el local faltaba incluso el estruendo de las conversaciones mezcladas, el monótono zumbido del tocadiscos o las voces sintéticas de la radio. Yo, como cada mañana, hacía un alto en el trabajo, pero no sé qué rayos hacía él allí. Vestía un pantalón mal planchado y una americana que parecía haber sido comprada antes de que el dueño hubiera terminado de crecer del todo. Por debajo de las mangas aparecían los puños raídos de una camisa demasiado vieja, y por debajo de la botonadura se adivinaba el cuello de una camiseta blanca. Me habló con torpeza y yo –torpe también- no supe cómo rehusar. Me quedé mirando, sin saber qué decir, su rostro mal afeitado, su sonrisa desdibujada, sus incipientes arrugas de cuarentón, sus incisivos perfectos y los pelillos rebeldes que le asomaban por las ventanas de la nariz. Desde luego, poseía un extraño poder de persuasión. ¡Bonita noche me esperaba!

Le pedí que me anotara su dirección, y no me atreví a rogarle que descifrara los garabatos que, con mano insegura, trazó en una esquina de mi periódico. Me costó horas de cábalas y consultas a un plano callejero interpretar aquellas letras retorcidas e irregulares que pugnaban por escaparse del papel. Si una mosca con las patas tintadas hubiera estado caminando por la superficie los signos no habrían resultado más oscuros. Era un trabajo sin esperanza de recompensa. Cuando finalmente resolví el enigma quedé un tanto decepcionado: ya no tenía excusa para faltar a la cita.

Cuando llegó la hora me vestí sin ceremonia y con desgana, y salí de casa dispuesto a caminar. Tampoco demasiado, después de todo en este pueblo casi se puede decir que todo el mundo es casi vecino. En ningún momento dejé de lamentar no haberme quedado en casa viendo la tele. Recuerdo que esa noche ponían “Conan el Bárbaro”. No era ninguna novedad y verla de nuevo quizá hubiera resultado un tanto iterativo, pero cuando no puedes disfrutarlas es cuando echas de menos las pequeñas comodidades domésticas. Además, me gustan esos aires que quieren soplar a lo largo de la película –una brisa tenue, más bien- y que se desvanecen a medida de que transcurre. Me gustan también algunas insinuaciones acerca del poder y, sobre todo, la indiferencia del dios Crom en lo que respecta al carácter moral de los hombres. “A ti no te importa quién sea bueno o malo –le reza el protagonista-, te agrada el valor. Lo único importante es que aquí dos hombres se enfrentan a muchos”. Después Conan saca pecho y despliega su increíble envergadura, cual si hubiese una relación biyectiva entre los músculos y el valor. Da la impresión de ser Conan más apto para matar que verdaderamente valiente, de modo que nos quedamos sin saber qué es lo que en realidad le agrada a Crom. La mejor escena es sin duda la última, esa en la que Conan le corta la cabeza al profeta de la secta que está combatiendo y la muestra a sus fieles en señal de triunfo. El profeta, o sacerdote, está divinizado y se identifica con la serpiente a la que adoran. ¡Qué soberbia refutación de su doctrina! Imagino que para restaurar una fe de tal modo anulada sería necesario un poderoso milagro de resurrección. Ciertamente, no cabe mejor golpe para acabar con una secta que matar a su dios. Pienso que si los romanos no pudieron terminar con los cristianos fue porque se empeñaron, precisamente, en matarlos. Por muchos que echasen a las fieras, siempre quedaban más. En esto el hombre se muestra superior a su dios. Se puede decir: “El rey ha muerto, ¡viva el rey!” Pero gritar “Dios ha muerto, ¡viva Dios!” es un contrasentido (aunque sé de gente dispuesta a gritar: “Dios ha muerto, ¡viva la Virgen!”). Si Dios muere es como si nunca hubiera existido. Sin embargo, el hombre deja deudas y descendencia.

Entretenido como iba, se me pasó el tiempo volando. Después de recorrer la ciudad de cabo a rabo llegué a casa de Raimundo a la hora convenida. El paseo había sido agradable pero breve (de mí puedo decir que sé elegir los mejores trayectos). Si no se me acusara de repetición alegaría que la ciudad donde vivo es pequeñita, de manera que no tardé en sentirme fastidiado por la proximidad del destino. Hacía calor aún, pero la tarde era poco más que un otoñal crepúsculo arrebolado cuando toqué la puerta.

Mi anfitrión me recibió ataviado como de costumbre, y creo que se le puso una cara de alivio cuando vio que yo había hecho lo propio. En esto nos parecíamos bastante: si no sabemos hacer una cosa, pues no la hacemos, y punto. Ambos preferimos no mudar de atuendo si no está claro cómo hemos de hacerlo.

Si digo que vivía en un caserón a las afueras de la ciudad, miento a medias. En efecto, vivía en un caserón, pero bastante más alejado que los que viven en las afueras. Ante la entrada había un jardincito un tanto descuidado. Muy cerca, en la misma finca, una casita de aspecto impecable pintada de blanco, pero con puertas y ventanas cerradas, como si estuviese deshabitada. La finca se extendía más atrás hasta no sé dónde, porque la perspectiva no me permitía calcularlo, pero adiviné una caballeriza o cuadra de la que me llegaban, como los ecos de las trompetas ajadas de un ángel venido a menos, largas sartas de rebuznos. ¡Raimundo criaba burros!

Sorprendido por lo que estaba oyendo, respondí a su saludo. Me hizo pasar a una sala enorme en la que había un lugar para cada cosa, pero no uno determinado. Allí lo primero que llamaba la atención era el desorden. En esto también nos parecíamos, deduje. Siempre he creído que no vale la pena luchar contra las leyes de la naturaleza, en particular contra la tercera ley de la Termodinámica. Contra esta ley, en concreto, caben tres posibles estrategias: puedes perder todo el día tratando de ordenar las cosas, puedes también no usarlas por no cambiarlas de lugar, por último puedes no preocuparte por el orden. Raimundo parecía ser de la opinión de que el hecho de que un libro estuviese sobre la mesa en lugar de estar en su estante no iba a variar las condiciones de rotación de la Tierra; y lo que vale para un libro vale también para muchos. Si el verse obligado a apartar de un sillón un montón de ropa recién lavada y sin planchar para que yo pudiera sentarme le acarrease consecuencias irreparables, probablemente habría tomado alguna medida para evitarlo. ¡Qué sé yo! Supongamos que una legión de arcángeles descendiese de los cielos en medio de un rompimiento de gloria soplando clarines y anunciando la Parusía; o que a sus pies se rompiera el suelo y entre horribles sacudidas de los cimientos del mundo se abriesen ante nosotros los infiernos y un sinnúmero de demonios prorrumpiese en gritos de anatema y excomunión, espíritus torturados sin esperanza mascullando latinajos condenatorios; o que se resquebrajara la bóveda celeste y asomase un enorme dedo señalando a Raimundo como el sujeto de todos los pecados capitales. Entonces quizá fuera ocasión de comenzar a pensar en arreglar todo ese desorden. En caso contrario, no había de qué preocuparse.

La verdad es que el desorden me es familiar, vivo instalado en él como un feto en su útero, así que me sentía como en casa. La caminata me había dado sed. Pedí una cerveza, pero como no tenía me sirvió un vaso de agua. Me la tomé despacito, saboreando cada gota, sentado en el sillón que había sido desocupado para mí. Durante un buen rato charlamos sobre el tiempo y otras tonterías, pero al cabo, intrigado y aburrido, le pregunté por los rebuznos que había oído.

Raimundo mostró interés por mi interés. Sin duda le agradaba que hubiese sacado el tema y, a la vista de lo que ocurrió después, estoy seguro de haberle resuelto algún problema. Desde luego, tenía uno serio, y para solventarlo había ideado alguna estrategia infantil. De no servirle la ocasión como lo hice, se habría visto obligado a representar la comedia que ya tenía ensayada. Pero es preciso tener paciencia: si he de referir esta historia con la intención de ser escuchado será mejor proceder con orden.

-Sígueme –me respondió-. Te enseñaré los animales.

La casa disponía, en su parte posterior, de una puerta que daba a un terreno cubierto de pasto. Era bastante mayor de lo que yo había creído en un principio y estaba cercado por un muro de piedra. Al fondo, adosada al muro, se podía ver la cuadra escondida tras una higuera. La puerta estaba entornada y era patente la imposibilidad de cerrarla más. Debía de llevar generaciones en ese estado, la madera aún recia, pero los goznes oxidados hasta el punto de hacer un milagro del hecho de que no se hubiera caído. El interior estaba oscuro, pero había luz eléctrica. Raimundo encendió una lámpara y ante mis ojos aparecieron tres burros, ahora ya sosegados. Dos de ellos no tenían nada de particular, como no fuese su astrosa apariencia. Eran asnos vulgares, de aspecto desmejorado y sucio pelaje, como los que quizá haya habido cientos, no hace muchos años, por los alrededores. Viéndolos se adivinaba cómo había llegado a ser la suya una especie en peligro de extinción. El tercero, sin embargo, era un animal singular. Era pequeño, suave, peludo, y tan blanco por fuera que se diría todo de algodón. Los ojos, mucho más negros de lo que parecía a la tacaña luz de la bombilla, miraban con una expresión inteligente y tierna, mansa y amable. No pude evitarlo, me acerqué a él para acariciarle el lomo. Al tacto era mucho más suave de lo que había creído al verle y, si en vez de ser un burro hubiese sido una mujer, yo habría jurado que estaba perfumado. Relucía de puro limpio.

-Se llama Platero –aclaró Raimundo-. Los otros no tienen nombre.

Lo juzgué muy adecuado y se lo dije.

-¿Los tienes desde hace mucho?
-Platero es el más reciente –me contestó-. Los otros los compré hace un año.

Después de la visita a la cuadra me condujo de nuevo a casa y entramos al comedor. Sorprendía que esta pequeña pieza no estuviese arreglada para la ocasión. Desde luego, ofrecía un enorme contraste con el salón donde me recibió, tan desordenado y desangelado. Aquí nada se echaba en falta, pero, considerado cada elemento uno por uno, no podía dejar de considerarse austera. Sin embargo, la salita era acogedora y nada espartana. Más que un refectorio de estoicos parecía un comedor epicúreo. La mesa estaba dispuesta sin ceremonia y albergaba ya dos botellas de un vino sumamente magnético (quiero decir: susceptible de atraerse la férrea voluntad del luterano más ortodoxo), un aperitivo a base de frutos secos y -¡oh sorpresa!- cecina. Si me hubiese adivinado el pensamiento Raimundo no habría podido ponerme los dientes más largos.

Nos sentamos y llenó las copas de vino. La mesa era amplia y redonda, buena para beber, y a ello nos dedicamos sobre todo, pues no parecía que hubiera dispuesto otras viandas que las que había a la vista. Yo seguía intrigado por el asunto de los burros, pero en esos momentos tenía una preocupación más urgente. Desde luego, la noche prometía sorpresas y, aunque aún no podía adivinarlo, iba a resultar a ese respecto mucho más frugiferente de lo que cabía esperar. Por de pronto, yo sabía a ciencia cierta que Raimundo sentía hacia la carne, en cualquiera de sus variedades, una aversión insuperable. Sin embargo había surtido la mesa con una buena ración de cecina, a mi gusto poco curada, cortada en tacos. Cierto que no había otra carne sino la cecina, y cierto también que no hizo el mínimo ademán de probarla, pero en alguna ocasión le había visto protestar por su sola presencia. Protesta que recibió mi protesta, por cierto. Por otra parte, yo nunca le había hablado de mis gustos al respecto (de haberlo hecho imagino que se habría preocupado de que no sangrara), de modo que no cabía pensar que servía para halagarme.

-Creí que no probabas la carne – le dije.
-Y no la pruebo. Si te refieres a eso –señaló el plato con la mano-, la he mandado hacer para la ocasión.

He de aclarar que en mi opinión una cena perfecta ha de constar de buen vino, variedad de frutos secos y embutidos, lo que explica mi entusiasmo. Pero, para mi disgusto, se iba haciendo patente que Raimundo no me había hecho ir para cenar, precisamente. La cecina era el argumento de su comedia y, visto que no tenía que representarla, decidió contarme sin más lo que quería contarme. Le vi dispuesto a hablar
Y dejé que lo hiciera, aunque él no tuvo conmigo los mismos miramientos. De todos modos, satisfizo mi curiosidad de entonces, suscitó la futura, y no dejó, finalmente, ningún cabo sin atar.
Se levantó, me pidió que le siguiera y me aclaró que la cecina era de burro. Eso proporcionaba alguna coherencia, pero aumentaba la intriga. Se me hacía increíble que criara burros sólo para salar su carne. Además, la presencia de Platero no cuadraba bien con esas insospechadas aficiones a la chacinería. Tantos aires de misterio se daba que llegué a temer que comenzase su relato en el origen de los tiempos, pero se remontó sólo dos años. Por esas fechas, y sin que precisara más, había visitado a unos parientes en Andalucía. Por pura casualidad había tenido un encuentro con un curioso personaje –casi una atracción turística más-, un hombre de edad lo suficientemente avanzada como para sospechar que chocheaba. Este sujeto conseguía afirmar sin que le asomara al rostro la menor sombra de risa que conocía el lugar exacto donde estaba enterrado Platero, el famoso burro del poema. Mucha guasa andaluza y alguna que otra palmadita condescendiente en la espalda fue la reacción natural de quienes le escuchaban. Pero cuanto más frecuentes eran las amables –y no tan amables- chanzas con que eran acogidas sus declaraciones, tanto más insistía en la verdad de lo que aseguraba. Se indignaba. Lo juraba por lo que hiciera falta, por lo más sagrado, por todos sus muertos. Finalmente, Raimundo, que llevaba tiempo fraguando cierto proyecto, pensó que podría sacar algún provecho del secreto del anciano y, en un momento en que nadie atendía, le confesó que le gustaría visitar la tumba y le rogó que le acompañase. El pobre hombre consideró esta repentina muestra de confianza como una burla más y se hizo de rogar, pero cedió enseguida, halagado en el fondo. Dijo tener prueba documental que demostraba sin lugar a dudas que el animal que yacía en la fosa que le iba a mostrar era quien decía que era, y quedaron citados para esa misma tarde. Efectivamente, el hombre tenía pruebas y las mostró. Quedaba claro que había existido un asno llamado Platero, de cuya existencia se hacían eco los documentos, y lo que decían era coherente con las pretensiones del animal. De que se hallaba enterrado en el lugar al que fue conducido Raimundo, ninguna persona razonable podía dudar. Conocido el lugar, Raimundo se proponía volver solo, y en secreto, esa misma noche.

Mientras me daba cuenta de estos hechos habíamos salido de casa y, a través del jardín, habíamos entrado en la de al lado. Para mi sorpresa, resultó que Raimundo había instalado allí un laboratorio completo, equipado con cuanto pudiera necesitar. Otros quizá se hubiesen gastado la fortuna en satisfacer vicios, en cambio allí había una fortuna invertida en un instrumental a todas luces muy caro. No me dejó preguntarle por el significado de todo aquello. Continuó hablando fluidamente –parecía transformado- sin dar lugar a que le interrumpiera. Me contó cómo había vuelto al pequeño túmulo, apenas reconocible, en el que una pequeña estela con el nombre del burro ya indescifrable señalaba el lugar del enterramiento. La noche era oscura y llovía a mares. Raimundo había ido provisto de una pala que pudo afanar a sus huéspedes y comenzó a cavar bajo la lluvia. El hecho de que no adornara aquí su relato da muestra de la escasa capacidad noveladora de mi amigo y pesó a la hora de concederle crédito. Lo cierto es que debió de ejecutar la operación con toda frialdad, al fin y al cabo se trataba sólo de un burro. Halló la tierra apelmazada por el mucho tiempo, pero la lluvia se había filtrado bien y la tarea no se le hizo excesivamente gravosa. Encontró los restos que buscaba a menos de un metro de profundidad envueltos en un lienzo que seguramente había sido blanco. Del sudario quedaban sólo unos jirones, del animal quedaba mucho menos. Y, sin embargo, lo suficiente. Raimundo se llevó algunos restos de piel y pelo, además de un fémur. Mientras volvía a cerrar la fosa le asaltó un temor repentino. En efecto, la tierra movida hablaba por sí sola, y para cualquiera que investigase habría de resultar ciertamente chocante hallar el esqueleto mutilado de un burro. Pero se tranquilizó pensando que no habría muchos más locos capaces de profanar el sepulcro de un asno.

Por fin hizo una pausa. Yo estaba atónito. Era incapaz de decidir si me estaba tomando el pelo o si en verdad me estaba haciendo su confidente. Pero Raimundo se adelantó a mis dudas. Abrió un armario blanco como la luz del cielo y extrajo de él un frasquito.

-Conseguí extraer el ADN de los restos que traje.

Estoy seguro de haber abierto los ojos lo suficiente para que quedara patente su forma esférica, y si lo que dijo a continuación no los hizo salir de su órbita se debió únicamente a la escasa longitud del nervio óptico.

-También he conseguido clonarlo.

Raimundo con una calma y una naturalidad que me parecían ensayadas, pero también con aplomo. Nunca lo había visto así, ni yo ni nadie. A menudo, en el café, le habíamos oído tartamudear hablando de fútbol. Confundía la Copa de Europa con la Eurocopa, así que no se quitaba de encima la sensación de estar en otra galaxia. Ahora me estaba contando una historia de marcianos, quizá por ello se mostraba tan seguro. Por mi parte, he de confesar que yo estaba nervioso, muy nervioso, incluso escandalizado, y eso era síntoma de que, por mucho que me esforzase en negar el relato, ya le concedía algún crédito. No había más que considerar el burro del establo: ¡Era blanco como la nieve! ¡Blanco como el algodón! La verdad, no recuerdo si contesté con alguna incoherencia o si sólo babeé un par de gruñidos.

-Lo he clonado dos veces-insistió.
-Pero, ¿para qué? –había conseguido rehacerme lo suficiente para formular preguntas.
-De los dos sacrifiqué uno, y con su carne hice la cecina que has probado antes.

En ese momento decidí que la dichosa cecina, que yo había considerado poco curada, estaba en realidad muy buena. Después rectifiqué y me pareció todo un sinsentido. No obstante, Raimundo aseguró no haber clonado a Platero sólo para hacer cecina. Abrió otro armario y cogió un matraz sellado que contenía un extraño fluido. Era de un color que variaba entre el gris, el verde y el azul, pero si se agitaba o se observaba al trasluz, se podían ver destellos amarillos que brillaban puros un segundo y luego eran de nuevo invadidos por volutas grises, lentas y en exceso viscosas, pues sin duda el fluido era un vapor. Me acerqué para observarlo mejor, pero no me dejó ni tocarlo.

-¡Este es el espíritu de Platero! –dijo. Un sacerdote en el momento de la consagración no es tan ceremonioso, ni tan teatral. Raimundo estaba orgulloso y me mostraba el frasco como un triunfo. Acerté a preguntarle qué significaba con el término “espíritu”, palabra que a poco que queramos puede referirse a cualquier cosa, y me respondió diciendo que se trataba del principio vital, el pneuma que gobierna la máquina del cuerpo y la pone en movimiento. En suma, la diferencia entre un animal vivo y su cadáver. Clavé los ojos en el frasquito y juro que vi agitarse el vaporcillo por sí solo. Adquiría espontáneamente los brillos para extinguirlos después, y las distintas volutas revolucionaban por todo su volumen como fieras enjauladas o cautivos que tientan la firmeza de los barrotes de su celda. Cada uno de aquellos destellos se me antojaba un pensamiento del delicado animal, una emoción, un recuerdo. Oí rebuznos y a duras penas pude reprimir la ocurrencia de que provenían de la redoma.

Toda mi lucha interior consistía en decidir si Raimundo era un loco o un genio y, como no podía resolver el dilema, consideré ambos atributos. Así pues, Raimundo era un genio y un loco. Genio por haber logrado lo que otros muchos, con mejores medios, aún esperaban alcanzar. Loco por haberlo intentado. El asunto del pneuma permanecía fuera del alcance de mi juicio más por estupor que por falta de criterio. No sé si fuel el genio o el loco el que dio en la cuenta de que para hacer creíble lo increíble lo mejor es persuadir no a la razón, sino a los sentidos, y ofrecer la llaga para que el incrédulo meta la mano.

La llaga se encontraba en una sala contigua al laboratorio, separada por una puerta de doble hoja. Era algo mayor, en todo semejante a un quirófano y blanca como la conciencia de un imbécil. En el centro se podía ver una camilla, y sobre ella una campana de vidrio lo suficientemente grande como para contenerla. Raimundo accionó un interruptor y la campana descendió a lo largo de su guía acompañada por un tenue zumbido eléctrico. El artilugio estaba dispuesto de modo que el espacio alrededor de la camilla quedaba herméticamente cerrado. La campana estaba conectada por medio de un largo tubo flexible a una potente bomba de succión. Ante mis ojos –declaró- tenía un extractor de pneuma. Su funcionamiento era bien simple: no había más que colocar en la camilla un animal que estuviese a punto de morir. Una vez cerrada, la campana absorbía todas las emanaciones últimas del bicho: su aliento, los vapores de la sudoración, sus ventosidades, su olor, sus estornudos, hasta que el moribundo exhalaba su postrer suspiro y la bomba se detenía automáticamente ante la imposibilidad de absorber el propio vacío que se generaba en su interior. En ocasiones, me contó, el animal estallaba por la ausencia de presión, y entonces la máquina aún podía extraer más substancia. En este caso se podía estar seguro de haber capturado hasta la última molécula de su alma. El proceso concluía con la destilación del producto, operación harto delicada por lo sutil del fluido.

A esas alturas de la noche, con lo que había bebido durante la cena, lo que había oído y lo que estaba viendo, a nadie debe extrañar que dejara de lado mis reticencias. Máxime si tenemos en cuenta que se me había concedido el privilegio de contemplar cómo se pueden extraer los pneumas. Porque así fue, en efecto. En una jaula en la que yo no había reparado Raimundo tenía encerrado un conejo. Lo asió por las orejas y le inyectó una susbstancia que tenía preparada. El conejo se agitó un poco, pero enseguida recuperó la calma. La inyección contenía un estimulante que, según me dijo, provocaría la sudoración de la víctima. Acto seguido volvió a encerrarlo, colocó la jaula en la camilla, cerró la campana y accionó el mando de la bomba. El extractor comenzó entonces a funcionar con un zumbido ensordecedor. El animal ni siquiera murió de asfixia, no tuvo tiempo. Se revolvió en la jaula, pero muy poco después quedó inmóvil. Al cabo de pocos segundos se le desorbitaron los ojos y finalmente estallaron al tiempo que lo hacían también los intestinos. La bomba siguió funcionando durante una larguísima milésima de segundo y se detuvo al cabo poco a poco. Se extinguió el zumbido y el silencio que sobrevino parecía de otro mundo. Raimundo corrió a vigilar el destilado del vapor y cuando hubo concluido me mostró una botella que contenía un fluido grisáceo y apagado, tan poco parecido al pneuma de Platero que quedé de veras decepcionado. El proceso había sido más rápido de lo que la importancia del asunto daba a entender y el producto carecía del colorido, la brillantez y la vivacidad del otro.

-Se ve que el animal era de inferior calidad –insinué.
-¡Oh,no,no! –respondió Raimundo-. Si te refieres al color, es por las prisas. Si la bomba hubiera succionado lentamente, si yo hubiera puesto más atención al destilar… En fin, vale como ejemplo. De hecho, todas las pruebas que he realizado proporcionaron pneumas casi idénticos, imposibles de distinguir a simple vista. Ni siquiera hay relación entre el tamaño del cuerpo y el volumen del alma. Sospecho que con una persona ocurriría otro tanto.

Su último comentario me pasó desapercibido en ese instante, aunque luego tuve ocasión de recordarlo. Raimundo afirmó que estaba llegando al meollo de la cuestión. Llevaba muchos años extrayendo el pneuma de animales, y su preocupación era encontrar un modo de volver a inocularlo en un cuerpo, para revivirlo. Pensaba incluso en la posibilidad de resucitar un animal en el cuerpo de otro, aunque fuesen de especies diferentes. Aún no lo había logrado, confesó, pero este proceso lo consideraba de índole estrictamente técnica.. Lo más importante consistía en averiguar, después de la reanimación, si el comportamiento del animal correspondía a su antigua alma o a la nueva, y esta averiguación era la única que podía constatar el éxito de la operación. Esa era la razón por la que siempre había inoculado almas de unas especies en otras, con la esperanza de conseguir un gato que se comportase como un ratón, un lobo como un cordero, un salmón como un elefante. Después dio en pensar que la conducta de sus animales que la conducta de sus animales debía de estar primeramente regida por sus aptitudes físicas y que sería harto difícil conseguir que una serpiente se golpease el pecho como un gorila o que volase una ballena, por mucho que en su fuero interno lo desearan. En efecto, el fuero interno resultaba demasiado interno como para poder acceder a él y conocerlo. En consecuencia, restringió sus experimentos a animales de la misma especie. Esto resolvía un problema, pero planteaba otro. Supuesto el caso de que en el futuro la reanimación fuese un éxito, ¿cómo discernir si la nueva alma operaba realmente en el cuerpo o si, por algún resorte misterioso, la antigua se empeñase en seguir gobernándolo? Decidió entonces probar con congéneres notoriamente distintos, tanto como lo pueda ser un rústico de un aristócrata, o un político de una persona honrada, y en esas cavilaciones andaba en la época en que viajó a Andalucía. En suma, la casualidad le proporcionó un animal de veras singular, cuya alma debería dejarse notar así la inoculase en el cuerpo del burro más abyecto, y decidió coger la ocasión por los pelos. Quedaba el problema de revivir a Platero, pero no había solución sin problema, ni problema sin solución. Finalmente lo consiguió y en ese punto se hallaba ahora.

Dejó de hablar esperando, quizá, que yo dijera algo. Pero yo no sabía qué decir. No dejaba de plantearme la disyuntiva: loco o genio, o genio loco. Si no fuese por lo explícito de sus pruebas ya habría optado por lo primero, pero no podía dejar de pensar en el burro del establo. No se trataba de un rucio cualquiera, era el mismo Platero, el príncipe de los asnos redivivo, un animal que a la vista prometía mayor sensatez que su dueño. Pero si alguna vez había existido, debía de llevar muchas décadas muerto. ¿Entonces? Y si en ese punto Raimundo había tenido éxito –lo que ya era bastante para encumbrarlo a la fama-, ¿por qué no considerar plausible el resto de su programa? En todo caso, el extractor de pneuma era una realidad, una máquina cuyo funcionamiento cualquiera podía comprender, y los matraces con los pneumas ya extraídos eran también reales, los había tenido a la vista y si no había podido tocarlos se debía a un exceso de celo de mi amigo.

-¿Y qué perspectivas de éxito tienes? –me aventuré a preguntar.
-Ninguna-me dijo.

El rostro se le ensombreció y perdió el tono exultante con el que había hablado hasta entonces. Aseguró que seguiría ensayando a pesar de todo, pero que dudaba de tener tiempo suficiente para obtener siquiera algún progreso, por pequeño que fuese. Yo le hice notar que disponía de todo el tiempo del mundo, libre como estaba, sin familia ni obligaciones. Le dije que no había nada que pudiera estorbarle si él así lo deseaba. Pero entonces, con la voz más triste del mundo, desprovisto como siempre de solemnidad, confesó que le quedaban pocos meses de vida.

Raimundo había convertido la velada en una suerte de declaración de su última voluntad. De pronto me pareció que todo el relato que había escuchado de su boca, dejando de lado la cuestión de la verosimilitud, cobraba sentido. Y no tanto el relato como el hecho de haberse decidido a narrarlo. De todos modos sentí el peso de su última declaración como una losa que anonadaba su historia, que la reducía a anécdota sin importancia. La losa debía de haber caído sobre él algún tiempo atrás, y en ese instante me invitaba a que soportara parte de su peso. Pero yo, torpe de mí, no supe hallar palabras adecuadas, si es que lo más adecuado en estos casos no es el silencio. ¿Quién puede censurarme por ello? ¿Acaso hay algo que se pueda decir? ¿Hay alguien tan sabio que ose decir algo? Recomendar fe o resignación es una suerte de patada en el culo del moribundo: “jódete, que a todos nos ha de llegar el mal trago”. Nadie compadece de veras a un moribundo, nos incomoda porque lo que en realidad sentimos es el dolor de nuestra propia muerte. Me limité a preguntar si no había ningún médico que le hubiera dado esperanzas, y me respondió que él no necesitaba médicos para diagnosticarse las enfermedades, ni siquiera las graves, que ningún médico podía ayudarle ya y que tan solo unos meses era todo cuanto podía esperar del mundo.



* * *




De regreso a mi casa, apurando el paso para sacudirme el relente de la noche, me sentía como un cobarde que deja morir a un amigo en la más extrema soledad. Era una tontería por mi parte, pues sabía que Raimundo no se moría aún. Además, la velada había concluido y era absurdo prolongarla. Sin embargo, tenía la sensación de haber dejado algo sin acabar. Hubiera deseado –para ser sincero, más por mí que por él- encontrar una palabra balsámica, una suerte de imposición de voz que curase sus dolores y su angustia, un vade retro a las tinieblas. Pero para ello se requiere una virtud que yo no poseo, sea la elocuencia u otra cualquiera. Si lo que buscaba Raimundo era consuelo, se había equivocado de persona. Por lo tanto no buscaba consuelo. Con eso me consolé yo.

A la mañana siguiente acudió a la cita del café con el mismo semblante y las mismas trazas de siempre. Por prudencia, a nadie había revelado nada de cuanto sucedió la noche anterior, y Raimundo me pidió que no lo hiciera en el futuro. No sé si se refería a todo el futuro o sólo al suyo, pero eso ahora no tiene importancia. Continuó acudiendo regularmente y actuando con tanta naturalidad como le conocíamos. Hubo un día, sin embargo, en que lo echamos en falta. No eran inhabituales sus ausencias, de modo que nadie encontró extraña la circunstancia, pero yo me quedé con un cierto desasosiego. Tampoco le vimos los días siguientes, y la angustia se convirtió en una congoja que me abotonaba el esófago. Por la noche le telefoneé.

-Todo va bien, todo va bien – me contestó sorprendido -. Sólo que estoy ocupado.

Anduvo ausente unos días más, al cabo de los cuales volvimos a verle como siempre. No parecía tener aspecto desmejorado, ni perdió lustre con el paso del tiempo. Terminé creyendo que me había tomado el pelo y se lo dije un día en que estábamos solos. Se indignó y respondió que no podía darme más pruebas y que si la presencia de Platero no bastaba para convencerme, entonces no habría prueba suficiente para ello. Yo aduje que rea sumamente difícil creer lo que me había confiado y que su estado de salud evidenciaba cierto talento teatral en el final de su historia. Raimundo no estaba conforme –es sorprendente que esas fueran exactamente sus palabras- con que hubiera habido teatro, asintió en lo demás y añadió que no había sido ningún capricho revelarme su secreto ni me había elegido al azar. El final sería rápido, fulminante, pero prometió mantenerse en contacto frecuente conmigo.

Esto último lo cumplió en la medida en que un tipo como él podía cumplirlo. Nos vimos poco e irregularmente. Sus visitas al café se hicieron más escasas, pero nos telefoneábamos a menudo. Hablábamos poco entonces, y en ocasiones me informaba de que había hecho algún progreso en sus experimentos, aunque nunca aclaraba cuáles. Otras veces decía hallarse estancado. Un día me confesó que quizá pudiera necesitar mi ayuda, y yo, sin saber qué esperaba de mí, me ofrecí para cuanto precisase. ¿Qué otra cosa podría hacer?

Transcurrieron unos meses sin novedad. El invierno fue duro, apto para que un enfermo no lo superase, y la primavera llegó espléndida y sin aviso. Las dudas me asaltaban de nuevo y, si no fuese porque en lo tocante a sus relaciones sociales conocía bien a Raimundo, de seguro me habría dado a imaginar sus risas y sus burlas de mi inocencia bien rodeado de buena y femenil compañía. No había tal, como bien sabíamos todos. Caía la tarde de un viernes tardíamente frío cuando me llamó y me pidió que acudiese a su casa. Temí lo peor, pero me tranquilizó enseguida. Estaba perfectamente y sólo quería enseñarme una cosa. Entonces temí algo peor que lo peor.

Ya no era necesaria la excusa de la cena y prescindió de ella. Me hizo pasar, atravesamos la casa hasta la puerta trasera y me condujo a la cuadra. Allí estaban aún los tres asnos. No entiendo cómo Raimundo no dio en pensar en la posibilidad de que los pneumas se transfiriesen por ósmosis, o por algún otro mecanismo singular, pues los tres se mostraron afables. De seguro, por fortuna para los animales, no tenía con ellos más trato que el imprescindible para surtirles de pienso el pesebre. De otro modo quizá se hubiera percatado de su cambio de carácter. Lo que quería mostrarme allí era una ventana que yo había creído ciega y que daba a un camino descuidado e invadido de zarzas que corría por detrás del muro. Desde dentro quedaba a la altura de la cabeza de un hombre, pero por fuera era más accesible.

-Si alguna vez quieres entrar sin que nadie te vea –me dijo-, puedes usar esta ventana.

Nueva sorpresa. ¿Por qué habría yo de querer entrar en secreto a una casa donde sólo había estado dos veces, que en realidad no conocía y donde no tenía nada que hacer? De todos modos, como ya comenzaba a acostumbrarme a las rarezas de ese hombre, no dije nada. Fuimos después al laboratorio y me explicó que había dotado al extractor de un mando a distancia. De ese modo, dijo, podría manejarlo desde dentro. Yo asentí como si se tratase de una idea natural, de esas que de puro fácil no se nos ocurren a menudo, porque en ocasiones, aunque prestes atención, las consecuencias de lo que te dicen asoman un tanto diferidas. Raimundo pensaba manejar la campana desde dentro, por tanto...

-Pero, ¿es que todavía no has comprendido? –dijo al ver mi cara de estupefacción.

Me recordó que se moría y que la muerte siempre llega demasiado pronto. Se atrevió a bromear: desde luego, no se trataba de ninguna mujer. Entendí que no estaba asustado, él no creía ni en infiernos ni fantasmas, no aguardaba nada después de su hora, pero supe por la inefable luz de sus ojos lo que es la desesperanza. Nada. Raimundo tenía el poder de hacerme llegar a esos lúcidos momentos de clarividencia en los que la verdad se nos hace asequible. Comprendí que yo tampoco tenía miedo a la muerte. Si acaso, la más profunda incomprensión de lo que significa. Ningún epicúreo podrá jamás curar eso. Por más que lo intento, me resulta imposible imaginar un mundo en el que yo no esté presente. En todos los ensayos me descubro en alguna parte, incluso fuera, observándolo. El mundo soy yo, nace conmigo y conmigo perece, pero no entiendo por qué se empeña en contrariar mis deseos. Eso, ni el poder de Raimundo ha podido revelarlo.

También mi anfitrión se abría de cuando en cuando a la comprensión de los arcanos, y se expresaba de modo contundente. Hay un lugar, me decía, del que todos salimos sin haber entrado, y otro al que todos hemos de entrar para no salir: la fría y húmeda fosa donde sólo los gusanos nos harán compañía, sórdida agrupación de materia inconsciente. No se resignaba, confesó, y había ideado un plan para evitarlo. Pero el fin se adelantaba a todos los medios y amenazaba con abortar el proyecto. Pretendía, llegado el momento, someterse al extractor de pneuma y embotellar su espíritu. En ese proceso no era preciso que interviniese nadie, toda vez que había conseguido automatizarlo (el propio extractor estaba programado para proceder a la destilación del fluido), de modo que ya podía considerar embotellado su pneuma. Pero necesitaba de alguien que conociese su trabajo y que se encargara de inocularlo en otro cuerpo. Estaba claro que ese alguien era yo. Protesté alegando que él mismo no lo había conseguido en ninguno de sus ensayos, pero él respondió que yo era su única esperanza. Me pidió que me hiciera cargo de su matraz, que lo custodiase, que repasase sus notas y estudiase sus métodos a fin de concluir la tarea. Se lo había prometido, me recordó. El laboratorio quedaría a mi disposición si aceptaba, y también su casa y su fortuna.

Mi primer impulso, como todo el mundo podrá figurarse, fue salir sin demora y lo más aprisa posible, pero no pude eludir su mirada ni escapar a su persuasión. Entiéndanme: no me pedía que continuase sus experimentos, me pedía que lo resucitara. ¿Dónde iba yo a conseguir un cuerpo?, alegué. Y no un cuerpo cualquiera. Fui cruel, le pregunté si querría uno atlético y atractivo para las mujeres, un buen cadáver reciente y bien parecido. Añadí que hurgar en los entresijos de las cosas vivas me producía repugnancia, que no tenía la menor idea de cómo había que usar una pipeta, menos aún un microscopio, y que su matraz en mis manos corría serio peligro. Pero Raimundo ya estaba decidido: aún tenía tiempo para aprender, si mostraba interés, y me consideraba una persona muy capaz. Me pedía que entendiese su situación. No podía acudir a ninguno de sus colegas, pues entre ellos estaba desacreditado, y en todo caso se celaba del éxito que pudieran obtener a su costa. Era preciso un lego discreto y diligente en el que pudiera confiar: yo. El éxito, me dijo, podría reportarnos a ambos grandes beneficios, en cambio el fracaso me haría ganar una fortuna.

Considerando el asunto con frialdad, yo creía más probable el fracaso, y eso me satisfizo. Así pues, Raimundo me convenció y yo fui su aplicado alumno durante seis largos meses.


* * *


Durante ese tiempo llevamos a cabo, con nulo éxito, gran cantidad de pruebas. Ensayamos con conejos, con ratas, gallinas o gatos, y con cuantos perros vagabundos nos premiaba la fortuna. En fin: con todo animal que se nos pusiese al alcance. Y cuanto mayor era el número de razones para ceder al desánimo, tanto mayor era el denuedo de mi mentor a la hora de afanarse las víctimas. En una ocasión creímos haber logrado nuestro propósito, y tanto fue el alboroto de Raimundo que, de haber sido yo el mal que le mataba, al punto lo habría abandonado. En efecto, después de una inoculación de pneuma en el espinazo de un cordero, vimos que se agitaba. El cadáver, aún caliente, tensó sus miembros y se retorció como presa de un espasmo de dolor. Después de unos segundos –eso fue lo que duró el júbilo de mi maestro- cesó para siempre el movimiento. Raimundo afirmaba que había percibido un latido, pero yo no lo creí; en mi opinión comenzaba ya a perder su objetividad. Falsa alarma y nuevo fracaso: en ocasiones es muy tenue la frontera que divide el mundo de los vivos y el de los muertos.

Raimundo reservaba el espíritu de Platero para la prueba final, justo antes de someterse él mismo al proceso. Mientras tanto, estos trabajos me servían de aprendizaje. Poco a poco me iba haciendo diestro en el manejo del instrumental y la provisión de suministros, y no tardé en adquirir la capacidad de tomar decisiones. La familiaridad que iba tomando con esta ocupación –nueva para mí- me facultó para la inteligencia de los apuntes que Raimundo había comenzado a confiarme. Debo confesar que yo los estudiaba sin reparos, ni me mostraba escéptico ni les concedía crédito. Para mí no se trataba de una cuestión de fe, y pienso que tampoco para Raimundo, sino más bien de una técnica que tratábamos de poner a prueba. La única diferencia entre nosotros era que él confiaba en el éxito y yo no, del mismo modo que desconfiaría de que arrancase el motor de un coche excesivamente viejo. En cualquier caso, conforme transcurría el tiempo, yo ganaba iniciativa y mi amigo perdía vigor.

Aceptaba con naturalidad el progreso de su enfermedad. A veces tenía la sangre fría de hacer cálculos con la fecha de su final, y programaba las tareas en consecuencia, como si no pudiera equivocarse. Los constantes fracasos no le desanimaban, quizá porque no tenía otra esperanza o porque de ese modo se distraía, pero a mí me acrecían la duda acerca de la posibilidad de concluir la tarea. Raimundo parecía convencido de que, un tiempo después del final, volvería a estar otra vez cómodamente instalado en la existencia, habitando un cuerpo nuevo y saludable. Me exhortaba, me corregía, se afanaba en dedicarme toda suerte de consejos de última hora, revisaba el funcionamiento de los instrumentos, se cercioraba de que todo estuviese dispuesto y a punto para cuando llegase el momento, que ya sentía próximo.

Me telefoneó una noche gélida que anunciaba nuevamente el invierno. No podía esperar más, me dijo. El espíritu había comenzado a abandonarle y era preciso capturarlo íntegro. Si he de decir la verdad, me sobrecogía su sangre fría, su confianza. Para él, la espera en el matraz, por larga que llegase a ser, no supondría sino un instante. Yo no sabía qué decir ni qué hacer. Me ofrecí a ayudarle, a prestarle el apoyo que sin duda todo hombre requiere en semejante trance, pero él rechazó el consuelo. Tenía que adelantarse a un final que, en el curso normal de los acontecimientos, aún tardaría días e incluso semanas. Dijo que confiaba en mi habilidad y en mi perseverancia, y me aconsejó proceder con cautela. Antes de pronunciar un adiós que no sonó nada patético me encomendó recoger su matraz. El se sometería al extractor esa misma noche, yo debería entrar en el laboratorio sin que nadie me viese para evitar problemas, guardar el frasco en lugar seguro – a ser posible en mi casa- y regresar a la mañana siguiente a la hora habitual para descubrir y notificar el horrible suceso. A los ojos de todo el mundo aparecería como un loco suicida. Tuvo el humor de compararse con Heráclito.

Salí de casa a toda prisa con la esperanza de llegar antes de que fuese demasiado tarde, pero en mi fuero interno deseaba llegar cuando todo hubiese concluido. Consideré necesaria la precaución de entrar a la finca por el ventanuco de la cuadra, lo que supuso algunos minutos de demora. Nadie podía verme desde allí. Los burros rebuznaron a pleno pulmón cuando me vieron entrar de ese modo, pero por fortuna lo hacían a menudo sin que mediara causa alguna. Oídas desde lejos, las voces combinadas de los tres asnos debían de resultar hermosas.

De lo que vi en el laboratorio prefiero no hablar. Raimundo se había convertido en una especie de borrón sanguinolento todo a lo ancho de la campana. Sobre la camilla descansaban sus restos sin vísceras, desnudos y enflaquecidos. Su mano derecha sujetaba aún el mando del extractor. Me tragué mis propios vómitos y salí a la carrera con el matraz en la mano por la misma vía por la que había entrado.


* * *


He aquí todo cuanto estoy dispuesto a revelar de esta historia. Ya sé que a los oídos de la mayoría aparecerá como inverosímil y yo como un loco, pero mi desvarío no excedió los términos de seguirle la corriente a Raimundo. Por lo demás, cuanto he referido es real, y puedo mostrar como prueba tanto el extractor, que usé durante un tiempo, como tres matraces que conservo en casa, en lugar seguro. En dos de ellos podía leerse el nombre de Platero, en el del tercero se leía el de Raimundo. Desgraciadamente, con el tiempo confundí las etiquetas que los identificaban y ya no puedo distinguir el uno de los otros. Además, hace años que desistí –si es que alguna vez me lo propuse con la seriedad suficiente- de buscar el modo de encarnarlos de nuevo. Para mí es asunto concluido y nada tengo que reprocharme. Sencillamente, no sé cómo concluir la tarea que me fue encomendada. Si no sé cómo hacer una cosa, pues no la hago. Y punto.


Por cierto, en la segunda ocasión la cecina estaba buenísima.