lunes, 24 de junio de 2013

Tragicomedia de urbano y Alfonsina

Cierto día, cuando Alfonsina salió a la calle, se escoñó. Fue justo en el momento de rebasar el umbral de la puerta, al apoyar su pie izquierdo por primera vez sobre el pavimento de la acera, cuando tropezó con el derecho en el quicio del portal. Alfonsina tenía la costumbre, por no hablar de defectos, de arrastrar de cuando en cuando su pie derecho. Apoyaba la punta sobre el suelo y la deslizaba manteniendo la pierna rígida y desequilibrando la cadera cuanto era menester. Se trataba a la sazón de una tara de nacimiento que la disciplina había erradicado casi por completo. La disciplina y la obcecación de su madre, quien, en la creencia de que una hija coja quedaría soltera para siempre, de niña le obligaba a caminar por el salón de la casa paterna dando vueltas en torno a la gran mesa de pino, o de chopo, o de lo que fuese, una y otra vez, con la Biblia por montera, tiesa como el cadáver del Cid sobre Babieca, haciendo equilibrios como una foca en el circo y absorta en el control de cada uno de sus músculos. Alfonsinita cooperaba cuanto era de esperar en una niña, pero al rato se cansaba vencida por el tedio, con lo cual la Biblia rodaba sin remedio por la vieja alfombra, ora perdiendo una página, ora doblando las esquinas de las tapas. Sin duda la madre pecaba de excesivo optimismo, en primer lugar porque es muy difícil extraer alguna gracia de donde la naturaleza no ha puesto ninguna, y además porque todo vicio encubierto por virtud de la costumbre tarde o temprano termina por aflorar. No obstante todos sus desvelos, Alfonsina acusaba las disimetrías de su osamenta toda vez que se descuidaba un tanto.

Así fue como tropezó ese día en el portal, con tal mala suerte que fue a caer sobre la acera en el momento preciso en que un motociclista se servía de la misma para escapar de un inoportuno atasco. La máquina rodó sobre el pecho de la fea, que vio todas sus costillas reducidas a daditos de hueso y aplastadas las vísceras, y luego ya no vio más. El motorista tuvo mejor fortuna porque, al volverse hacia atrás para ver qué había ocurrido, dejó todos sus dientes en un contenedor de basura. Y junto con sus dientes dejó también la integridad de las vértebras dorsales, la única de la que podía presumir. Ahora, postrado para siempre en una silla de ruedas, perseveraba en el inútil empeño de que su seguro le indemnizase por los daños sufridos. Con razón o sin ella, la Compañía afirmaba que la póliza no cubría los casos de imprudencia y que era el motorista quien debía, además, dar cuenta del festín de los gusanos que roían las deslucidas carnes de Alfonsina.

Estoy completamente seguro de que la buena mujer hubiera preferido que la compañía cumpliese sus obligaciones contractuales porque su instinto de solterona le inclinaba siempre a favor de los jovencitos y porque su instinto de madre frustrada obraba en el mismo sentido. Pero si las aseguradoras no paran mientes en los deseos de los vivos mucho menos atenderán a los de los muertos, aunque no sea más que por la dificultad que éstos tienen de hacérselos saber.. Así pues, el motorista, a quien podremos llamar urbano, se veía obligado a la perseverancia en instar a que se cumpliera su contrato y, por ende, las leyes; él, que no solía acatarlas y que nunca había perseverado en nada.

Urbano pertenecía a la clase de muchachos a quienes sus padres compran un ciclomotor como premio, pero que es incapaz de aclarar qué es lo que han premiado. En su descargo podremos añadir que tampoco sus padres debían de tener una idea muy precisa al respecto. Quizá le estuviesen agradecidos por haberse dignado nacer (quién sabe, igual hasta le estaban pidiendo perdón). O por haberles permitido disfrutar de su único vástago durante todos los años que pudieron exhibirlo como una figurilla de porcelana, niño transformado en imagen a la que sólo las pecas le faltaban. O porque en el fondo le odiaban demasiado como para molestarse en llevarle la contraria. Al fin y al cabo los tiempos han cambiado y es preciso que los niños tengan a toda costa aquéllas cosas de las que nosotros carecimos –como si fuera posible no carecer de nada- y que no molesten. ¿Cómo, pues, negarle aquella moto fosforescente, verde y amarilla, que dañaba la vista con sólo acordarse de ella, aquella máquina agresiva incluso en el escaparate y que luego se mostró capaz de los más atroces estruendos? Era preciso rescatar a urbano de los traumas que sin duda le acarrearía el verse privado del prestigio de que gozaría entre sus amigos cuando le vieran aparecer con la rutilante moto y se reuniesen en torno a ella para venerarla como si se tratase de las reliquias de un Padre de la Iglesia.

La moto debía de ser de muy buena calidad, porque satisfizo todas las expectativas de su dueño. De repente, su opinión comenzó a tener algún peso entre sus iguales, y había ocasiones en que incluso se le daba abiertamente la razón, cosa que en los días anteriores a la moto nunca había sucedido. Urbano disfrutaba cada momento que se sabía el centro de atención. Se agitaba por dentro sacudido por oleadas de euforia y hormonas, removido por un aluvión de sensaciones nuevas que no hubiera acertado a expresar de otro modo que no fuera dando brincos y gritando a pleno pulmón las burradas que más hicieran al caso. Pero sus ojos se encontraban siempre, en los momentos en que su gozo alcanzaba el clímax, con los de una moza que tenía la carita de un ángel y una lengua que habría obligado a santiguarse al mismísimo Barrabás. Si ella hablaba, nada que fuese sagrado quedaba limpio. Ocurrió entonces lo que debía ocurrir. A fuerza de cruzarse la vista y de retirarla al punto para buscarla después furtivamente, ambos se enamoraron. Urbano el conquistador, el Casanova urbano que al crecer había perdido el encanto de los niños rechonchos, pudo así doblegar la voluntad de la bella que a los requerimientos de amor del resto de la pandilla solía responder con una sarta de insultos y blasfemias, arisca beldad de trato imposible que aunaba la altivez de su genio y la zafiedad de su lengua con todo el encanto de una niña de quince años que había permanecido inaccesible merced a la armadura de su portentoso lenguaje.

Ambos eran lo suficientemente torpes como para no saber cómo declararse su amor, aunque de algún modo habían establecido un compromiso tácito. Por las tardes, cuando se reunía la pandilla para la adoración de la máquina, después de unos pitillos y alguna que otra cerveza, urbano anunciaba su intención de ir a darse una vuelta y buscaba los ojos de su amada. Esta, si acaso presa de júbilo se sentía inclinada a manifestar su alegría con algunos juramentos, se los callaba con recato, ocupaba el lugar que tenía reservado en la moto y se aferraba a su piloto como si se pasease al borde de un abismo. Después se alejaban ambos dejando tras de sí una estela de ruido y humo, y los rostros boquiabiertos y envidiosos de los que se quedaban y de las que se quedaban con ellos.

Pero no era el zagal persona que se mantuviese fiel a sus compromisos, y menos aún si éstos no eran explícitos. Pronto encontró Urbano con quién medir la eficacia de su moto, y en consecuencia los paseos con la novia comenzaron a menguar en beneficio de las carreras y los caballitos a toda velocidad por las calles del barrio. La niña, que aunque deslenguada, no era tonta, no tardó en percibir el cambio, calló durante un tiempo y al cabo le manifestó al infiel mancebo su intención de romper las relaciones. Urbano, que en sus dieciséis años de existencia no había tenido nunca una ocurrencia aguda, fue a tenerla cuando menos falta le hacía y respondió que le parecía una decisión precipitada y tremendamente injusta por lo desproporcionada, toda vez que él le había descuidado sólo un par de meses en tanto que ella pretendía pagarle con la misma moneda por toda la eternidad.

No hacía falta nada más para destapar la caja de los truenos.
-Me cago en Dios, maricón, hijoputa. Me cago en tu puta madre –fue la respuesta de la moza, a quien la rabia impidió expresarse de modo más contundente.

Pasado el primer momento y olvidados los improperios e injurias de que fue objeto, urbano se encontró algo más libre pero menos feliz. Descubrió que echaba de menos el abrazo de la muchacha cuando le llevaba de paquete en la moto. Ella se aferraba a su novio con todas sus fuerzas y aplastaba los senos en su espalda. El tacto de aquel pecho tibio y de los brazos de la moza alrededor de su cintura era una sensación que le gustaba y que le dolía haber perdido. En vano buscaba ahora sus ojos cuando se reunía con la pandilla, porque ella no le miraba y muchos días ni siquiera acudía con los amigos, ofendida por las risas con que fue acogida su indignación. El aprendiz de don Juan terminó, no obstante, por acostumbrarse a su nueva situación y no tardó en buscar otos ojos con los que encontrarse, otros brazos que lo ciñeran, otros pechos y otras cosas que también le agradaron. Había más de una cría en el grupo con los oídos bien cerrados a los insultos y los ojos bien abiertos para la moto. La moto era el fetiche, la piedra sagrada que había que adorar, el talismán o el filtro que le concedía a Urbano todo su atractivo. Era difícil imaginar que tuviera otro mérito con que reclamar la atención del sexo femenino. Lo cierto es que era descuidado de su persona y poco atractivo, no tan gordo como para considerarlo obeso pero en modo alguno un esbelto mozo. Llegaba a todas partes con la barriga bastante antes que con la nariz, a pesar de que caminaba inclinado hacia delante con andares de pato, cabeceando de un lado a otro como un ciclista que no puede con la pendiente que ha de subir. Se afeitaba de vez en cuando, de modo que junto a los pelos desordenados de su incipiente barba lucía siempre algún corte nuevo o antiguo, algún que otro grano y una nariz no del todo desmesurada. Urbano era como todos los chicos de su banda, no poseía virtudes reseñables ni defectos que no fuesen comunes, pero era un poco más feo que la mayoría.

A veces, ciertos objetos pueden cambiar por completo la vida de las personas que los poseen. Quizá tengan un poder que se transfiere a los espíritus y los impregnan, una suerte de halo que se difunde como el color de la ropa cuando se lava con un detergente agresivo. También es cierto que hay almas-bóveda que precisan una pieza clave para sustentarse y en cuya ausencia se derrumban como un castillo de naipes ante un mocoso, superficies que encierran nada en ocasiones con tanto celo y secreto que parece mentira, con tal perfección en el disimulo que parece que la relación se invierte y que el objeto no es nada sin su dueño. En resumidas cuentas, o poseemos las cosas o nos dejamos poseer por ellas, y en estas cos categorías cabemos todos. Lo que ocurre es que las notas que nos permitirían adscribir a los individuos a una u otra están tan escondidas entre los entresijos de la personalidad que ni siquiera uno mismo puede juzgarse en este sentido sin riesgo de error. Yo hubiera jurado que Urbano pertenecía a la segunda, pero la aparente facilidad con que cambió de vida y el modo en que se adaptó a su nueva circunstancia suscita la duda. Es posible que la misma moto en manos de una monja se convirtiese en un objeto completamente distinto, y nunca sabremos si esto se debería a alguna virtud de la monja o de Urbano. El objeto, a fin de cuentas, no es más que un objeto. Lo que sí sé a ciencia cierta es que, desde que sus padres se la compraron, sólo se separaba de la moto para dormir, y a veces soñaba con ella. En cuanto su quehacer diario, que podemos considerar un lapso entre los periodos de vida verdadera, se lo permitía, , el muchacho se adhería a la máquina y se daba con entusiasmo a las carreritas por las calles. Después, ya tarde, se reunía con sus amigos como trámite necesario para cargar a su chica y exhibir ante ella todas sus habilidades de piloto temerario, sorteando ancianitas en los pasos de peatones y niños en los parques, madres con el cochecito del bebé por las aceras, parejas que se arrullaban en los bancos de la calle, viandantes que trataban de pasear plácidamente por las plazas, los gatos que se atrevían a asomar el hocico por las calles más desoladas de los barrios.

Las cosas estuvieron en ese punto hasta que sobrevino el atropello de Alfonsina. Pasó el tiempo, no creció ninguno de los amigos y la pandilla menguó. Prudencia, la antigua novia de urbano, cambió de domicilio y no volvieron a saber de ella. En cuanto al resto, no hubo cambio de perspectivas. Unos comenzaron a trabajar y fueron espaciando sus apariciones, otros optaron por continuar los estudios y la consecuencia fue la misma. Urbano terminó por quedarse sólo con Vanesa, la novia a la que paseaba a diario en la moto, y también a ella la perdió. La moza corrió al hospital en cuanto tuvo noticia del accidente y encontró a su novio hecho un amasijo de huesos y carne fofa envuelto en escayola, convertido en presunto homicida y custodiado por orden judicial por dos agentes de policía, seguramente para evitar que los vecinos de Alfonsina –muy indignados con lo sucedido- lo linchasen. Allí lloró un tiempo impresionada por la estampa, y prometió volver al día siguiente. No obstante, volvió al cabo de una semana a rendir visita al enfermo y después ya no se vieron más.

Semejante desenlace era de esperar y harto comprensible.¿Cómo una muchacha joven y bonita iba a atarse a un mueble cuya única esperanza en la vida era cobrar el medio puñado de millones que, según él, le adeudaba la Compañía? Había que preguntarse cuál era el vínculo que les unía: ninguno, en realidad. ¿Y qué compromiso podía esperarse de la moza, dadas las circunstancias? Urbano lo comprendía y se mostró en ello razonable, seguramente porque no le cabía otra opción. Si no se está seguro de poder cumplir una promesa es mejor no reclamarla, ni hacerla, al contrario de lo que acostumbran las compañías de seguros, que te prometen el oro y el moro y luego te dan sólo el moro, una vez que han dejado el oro bien guardado.

Esto no lo supo Urbano hasta después de haber dejado el hospital. Sólo un par de días antes había alcanzado la mayoría de edad, así que pensó que ya podía representarse a sí mismo y que a él no se atreverían a darle la respuesta que le dieron a su padre cuando fue a reclamar la indemnización. El caso había sido comentado en la prensa local y había merecido algún espacio en otros medios gracias al revuelo que armaron los vecinos de Alfonsina. En consecuencia, el director de la oficina local de la aseguradora conocía bien los detalles del suceso y se creyó en la obligación de aleccionar a sus subordinados acerca del modo de tratar el asunto. La denegación del pago era cosa que no requería mayor atención. Lo importante, según el director, era el modo en que había que tratar al cliente que osara presentar reclamaciones.

-El público –decía- debe presentarse ante nosotros como un místico ante una teofanía. Nosotros somos la nube de la que llueve su maná. Nos necesitan, les prestamos un servicio sin el cual ellos no pueden pasar. Todo lo que son, lo que hacen, nos lo deben a nosotros. Nosotros les hemos creado. Somos los pilares de la civilización. Les alimentamos, les vestimos, les proporcionamos vivienda y ocio, y además les damos trabajo con el que sufragar sus gastos. Sin nosotros no existirían. Somos su Dios y ellos lo saben, por eso aceptarán incluso que les vejemos si es por un buen fin, en beneficio de la empresa. Lo que la empresa dictamina como bueno, como justo, eso debe ser para ellos el Bien al que deben supeditar todos sus fines particulares.

De poco sirvió que uno de quienes le escuchaban alegase la inoportunidad de tratar a los clientes del mismo modo que a los empleados, amén del error de identificar los intereses de la Empresa con el Bien. El jefe respondió que si ha habido teólogos capaces de identificar el bien con la voluntad de Dios, por qué no habría de haber empresarios que lo identificasen con el interés de su empresa. Y tan serio lo dijo que no hubo modo de contradecirle sin riesgo.

-Sin nosotros no saben ni mear –concluyó, y con esta frase tan lacónica resumió toda su arenga, del mismo modo que Clint Eastwood cuando le pregunta a Willy si está cansado de vivir.

Pero, en realidad, o mentía o se equivocaba. La empresa es caprichosa como un niño, como urbano, como todo el mundo. Quizá Dios pueda conocer cuáles son sus intereses absolutos y ordenar después todos sus fines con vistas a su satisfacción. La Empresa, en cambio, los desconoce; y aunque los conociera no podría orientar su acción de forma unívoca hacia su consecución. Muy al contrario, sólo considera su beneficio inmediato, lo mismo que los párvulos el caramelo, el pelotazo. Vive tan falta de espíritu como sus clientes. En el fondo no hay mucha diferencia entre un imbécil y un banquero: el imbécil confunde el Bien con su bien, el banquero hace lo mismo.

En estas circunstancias se presentó Urbano en la oficina acompañado por su padre, que conducía la silla de ruedas con no mucha eficiencia. Los empleados hicieron un alarde de su capacidad para poner en práctica las instrucciones recibidas en la prédica del jefe y no se dieron por enterados de su llegada. Por azar o por lo que fuera, Urbano y su padre se dirigieron hacia uno cualquiera de ellos, quien en otro alarde de tacto, sin levantar siquiera la vista de unos legajos que tenía sobre su escritorio, les rogó que se sentaran, les oyó sin escucharles demasiado y les despidió sin grandes contemplaciones después de haberles recitado de memoria no sé qué artículo del contrato. Todo derecho ofendido provoca indignación, aunque tal derecho solamente se presuma; por consiguiente, el que se indigna puede indignarse por cualquier cosa. Urbano quedó dolido y en estado de indignación crónica, pero se marchó sin atreverse a decir palabra. Ninguna había entendido de cuanto le dijera el empleado. Sólo comprendió que su vida había cambiado de súbito. La impunidad de que gozaba cuando cabalgaba sobre su moto, el desparpajo con que pisoteaba el derecho ajeno, le confería cierto poder. Pero ahora el pisoteado era él. Su integridad moral, que era cosa de cilindrada, se desmoronó ante la prepotencia y la soberbia de los poderosos. Por primera vez en su vida se sintió indefenso entre una manada de cuervos ávidos de dinero, rápidos a la hora de cobrar e insufriblemente lentos cuando tocaba aflojar la panocha.

La consecuencia fue no sólo de orden moral, sino también fisiológico: sus uñas decrecieron al mismo ritmo con que medraba su desesperanza y su tedio. Las primeras semanas después de salir del hospital las empleó en olvidar penas y dolores durmiendo todo el tiempo que su espalda le consintió permanecer acostado. Al cabo, por casualidad, se miró al espejo y descubrió que la mitad de su ser era vientre y que la otra mitad no le servía para nada. Entonces blasfemó y encendió la tele. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Por lo demás, y considerando las cosas con la debida sangre fría, su vida no había cambiado tanto, y en algunos aspectos era aún mejor. Podía sustituir la moto por un videojuego: ganaba en seguridad y se ahorraba la gasolina y las multas; no tardó en darse cuenta de que no echaba de menos la compañía femenina porque se le había chafado la fuente de las hormonas; y para colmo se había librado de la disciplina y de toda responsabilidad porque ni podía ir a la escuela, ni podía ir a la mili, ni podía ir al trabajo. En suma, tenía ante sí una larga vida de pachá. Además, por mediación de un familiar que le recomendó hasta donde llegaban sus influencias, había conseguido una pequeña pensioncilla que por aquel entonces colmaba todas sus aspiraciones económicas.

Ocurre, no obstante, con las aspiraciones lo mismo que con el vientre: ambos crecen por un proceso de retroalimentación. Tanto comes, tanto engordas; tanto engordas, tanto más necesitas comer para alimentar tu creciente humanidad. En resumidas cuentas, la mísera pensión llegó a no alcanzarle para costearse los discos, los videojuegos piratas y esa suerte de caprichos gastronómicos que sirven a domicilio, más parecidos a un vómito sobre una torta que a cualquier otra cosa, a los que dan el nombre de “pizza”. De los videojuegos pasó a los naipes y, como no había modo de conseguir compañero de juego, cayó en la costumbre de hacer solitarios.. Sin embargo, como tampoco era capaz de ganar sin hacerse trampas, pronto se aburrió de ellos. De esta suerte, repitiendo merienda y entretenimiento, acuciado por el hastío tanto o más que por su penuria económica, Urbano dio en la idea, un tanto estrafalaria aunque eficaz, de reclamar al ayuntamiento una modesta cantidad, en concepto de daños y perjuicios, por la deficiente colocación de los contenedores de basura. Su madre, mujer dada a satisfacer los deseos del inválido, se avino a conducirle al consistorio una triste mañana de junio en que llovía porque sí y hacía un frío que habría hecho jurar en lenguas muertas a los operarios municipales cualquier día de febrero.

Allá se personaron ambos, la madre empujando la silla de ruedas, el hijo protestando a voz en grito con el mayor escándalo de que era capaz por la profusión de barreras arquitectónicas que un ciudadano debía superar para hacer uso de sus derechos de contribuyente.

-Si es que vosotros, los maderos, -le decía a uno de los dos guardias jurados que le ayudaron a subir la escalinata que daba acceso a la casa consistorial- sois unos dejaos. ¿Por qué no dais cuenta de esto?

El pobre hombre, incapaz de determinar si los improperios de Urbano se dirigían o no a él, se encogía de hombros.

-Presente usted una reclamación –respondió insistiendo en el “usted”.
-No, si a eso vengo, jefe…

Después de algunas idas y venidas le condujeron a una ventanilla donde, más por dejar de oírle que por otra cosa, admitieron su demanda. El empleado que le atendió extendió un impreso que Urbano rellenó con la mejor letra que pudo, pero sin preocuparse de la gramática. El papel fue a parar al cajón de los asuntos pendientes u olvidados y allí se abandonó a la inercia, esa fuerza pasiva cuya única virtud es lograr que todas las cosas sigan adelante por mucho que sea su lastre. No encuentro otra explicación a lo sucedido. El papel siguió su curso probablemente por casualidad, llegó a manos de algún funcionario municipal con autoridad suficiente que debió de considerar, sin informarse del asunto, más razonable y menos dado a salir en los papeles atender la reclamación del hemipléjico antes que desestimarla. En consecuencia, decidió subvencionarle la molicie con una discreta suma, algo inferior a la solicitada, y estampó el licet en el escrito.

Todos quedaron contentos, y alguno, incluso, muy contento. A la madre de Urbano no le cabía el corazón en el pecho de puro gozo cuando le comunicaron la resolución de la demanda, y cuando su padre supo la noticia le felicitó calurosamente.

-Si es que tú tenías que haber estudiao pa abogado –le dijo.

Urbano no estaba acostumbrado a recibir parabienes paternos, lo que explica el estado de euforia en que cayó por aquella época. De todos modos, ponerse a estudiar la carrera de derecho, como le sugería su padre, se le hizo una tarea lo suficientemente larga y penosa como para no planteársela en serio, y, como quiso la casualidad que por aquel entonces cayese en sus manos un panfleto que anunciaba cursos de electrónica por correspondencia, confiando ciegamente en su talento, decidió matricularse en uno de ellos. El curso en cuestión no era tal, sino que se reducía a una serie de instrucciones prácticas para construir unos cuantos aparatos de uso presuntamente cotidiano. El monitor, cuyo rostro de científico loco aparecía fotografiado en el panfleto, proponía en primer lugar un sintonizador de radio muy fácil de montar y tan eficaz que permitía captar emisiones de las regiones más remotas de la Tierra, tanto que no habría modo de entender lo que se oyese, artefacto –según afirmaba el sujeto- muy apto para acometer el estudio siempre útil de lenguas exóticas e, incluso, para rastrear vestigios de civilizaciones extraterrestres. Ese charlatán de feria con aires de Arquímedes postmoderno proponía también la construcción de un termómetro ambiente cuya precisión podía ser de centésimas de grado, encendedores con mando a distancia, televisores portátiles con un peso inferior a la arroba, un robot-despertador alimentado con energía solar que daba las buenas noches con la voz casi del todo humana de una señorita cibernética, una máquina tragaperras para uso doméstico, una hucha que avisaba de la cantidad de dinero introducida siempre que se hiciese constar el valor de las monedas, y algunos otros artefactos de curioso funcionamiento y de montaje, a juzgar por los resultados, bastante más difícil de lo prometido.

Urbano llenó su cuarto de cables, resistencias y transistores, de diodos, de triodos. Hasta de pentodos, si los hubiese, se habría provisto. De pantallitas de cuarzo, de circuitos impresos y de multitud de componentes cuyo nombre ni él mismo sabía pronunciar. Y se lanzó con entusiasmo y nulo éxito a la fabricación de los chismes. Uno de los aparatos que más tiempo le mantuvo ocupado fue un cuentakilómetros para bicicletas. Hay que decir que parte del dinero con que el ayuntamiento recompensó su inutilidad lo invirtió el inválido en liberar a sus familiares de la ingrata labor de acémila y comprar una flamante silla eléctrica para minusválidos. Ya dueño de su nuevo vehículo, quiso Urbano dotarlo del famoso velocímetro del profesor Comosellamase y se puso manos a la obra con denuedo. Tuvo que emplear una montaña de estaño y desbaratar una docena de soldadores antes de pergeñar un engendro de más de dos kilos de peso cuya pantalla de cuarzo líquido fue incapaz de mostrar un solo dígito. Lejos de perder la paciencia, Urbano repasó los circuitos, las conexiones, las resistencias, los esquemas de construcción, las facturas de los materiales, el impreso de la matrícula y la cara de Einstein despistado del monitor en la foto del panfleto, y marchó a comprar un aparato convencional cincuenta veces más barato y ligero al primer centro comercial de gran superficie que le vino a la memoria.

El vendedor que le atendió se mostró sumamente solícito, siempre con una sonrisa en los labios que en ocasiones juzgó Urbano un tanto socarrona, y le instaló el velocímetro en la silla dándole a cada momento lujo de detalles y explicaciones sobre el manejo del aparato. Acto seguido, el nuevo piloto se lanzó por los rectos pasillos del centro para estrenar su nueva adquisición y comprobar la velocidad que era capaz de alcanzar la silla. Frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos para protegerlos del viento observó con perplejidad que el velocímetro no marcaba más de cinco kilómetros a la hora. Parecía evidente que ese valor no podía ser verdadero, así que regresó al establecimiento para asegurarse de que no había ninguna avería. El vendedor le atendió de nuevo con amabilidad, aunque con menos sonrisas, programó por segunda vez el velocímetro y despidió al cliente. Comoquiera que el artilugio se empeñaba en no alterar su dictamen a pesar de los desvelos del comerciante y de la desazón del cliente, Urbano se decidió a programar él mismo el aparato. Finalmente consiguió que arrojase un valor tres veces superior al inicial, lo que casi le satisfizo del todo, y volvió a convertirse en el terror de los corredores, inclinado hacia delante con los ojos achinados, llorando más por la emoción que por el vértigo y pidiendo paso a los atónitos viandantes que le miraban sin creerse demasiado lo que estaban viendo. No obstante, de habérsele ocurrido también colocar un retrovisor habría podido admirar el esfuerzo titánico de la gente que se apelotonaba tras él para adelantarle a la mínima oportunidad que se les ofreciese, gente que cruzaba miradas de enojo, de conmiseración o de burla, y que si no se llevaba el dedo índice a la sien era por no caer en la ordinariez de expresar de modo explícito lo que implícitamente declaraban todos aquellos ojos.

Este espléndido éxito lo achacó Urbano a sus conocimientos de electrónica, con lo que cobró nuevo brío su afición. Se armó de nuevo de soldador y de estaño y se lanzó a la construcción de otros aparatos. Como ya estaba harto de matar marcianos y como la idea de fabricarse un despertador no le seducía lo más mínimo, decidió abordar la difícil tarea de montar un detector de mentiras, trasto que proponía el monitor como cenit y colofón del curso, a la vez que como ejercicio de autoevaluación. Superar esta prueba equivalía a un “cum laude”, y quien lo lograse podría parangonarse con el más excelso técnico de la Nasa, o de la Cía, la KGB, las SS, o quien fuera.

Consistía el artilugio en una suerte de relojito que, colocado en la muñeca, contaba los latidos del corazón. Su principio de funcionamiento era bien sencillo: un incremento del ritmo cardíaco se consideraba efecto del complejo de emociones liberadas al decir conscientemente cualquier cosa que no se correspondiese con la realidad. En tal caso, el cacharro emitía un pitido agudo y prolongado. La confianza del ilustre profesor en su invento era tal que llegaba a considerar como definición del concepto de “mentira” el sonido del aparatejo, con lo que resultaba ser infalible.

Como he dicho, Urbano se lanzó a su construcción, y consiguió que todas las piezas cupiesen en la breve carcasa que le había sido proporcionada. Una vez concluida la tarea, como no tenía conejillos en quien probar la eficacia del detector ni esperanza de lograrlos, se designó a sí mismo como el pionero que habría de inaugurar la nueva era de la humanidad; edad en la que, por fin, la mendacidad sería erradicada. Ponerse el relojito en la muñeca y comenzar éste a pitar fue todo uno. El sonido que emitía era de veras insidioso, penetraba en el oído y su persistencia dolía como un pinchazo en el tímpano. Ni siquiera al quitarse el aparato cesó aquel estruendo y Urbano, convencido de que no funcionaba correctamente, lo desbarató de un martillazo. De este modo puso fin a su aprendizaje y a su actividad.

Cuando digo que puso fin a su actividad no me refiero sólo a su efímera afición por las nuevas tecnologías. Lo que quiero decir es que, convertido ya definitiva e irremediablemente en sujeto pasivo, comenzó a padecer frecuentes ataques de histeria. Comenzaron éstos en forma de breves periodos de melancolía, quizá provocados por el aburrimiento, o quizá por ese error tan común que consiste en confundir el arrepentimiento con los remordimientos de conciencia, o por el insufrible bochorno de las noches de verano. Fuese lo que fuese, lo cierto es que muchas tardes se encerraba en su cuarto, rápidamente mudado de taller de electrónica en celda de recluso. Pedía que le ayudaran a acostarse y después de hacerlo se pasaba las horas muertas con la vista fija en una esquina del techo, o mucho más allá, papando moscas o fantasmas con la boca abierta como si fuese lerdo y con un hilo de salivilla que le brillaba en la comisura de los labios a la tenue luz que se colaba por los orificios de la persiana.

La madre, que como todas las madres no le quitaba a su hijo la vista de encima, advirtió enseguida el cambio de costumbres del hemipléjico, y era una sola cosa encerrarse Urbano y poner ella la oreja en la puerta de su cuarto por si le oía roncar o quejarse, o pedir lo que fuera.
-¡Jesús, cómo duerme este chico! –decía.
Pero Urbano no dormía. Desde su cama oía cómo su madre, en un torpe empeño por no hacer ruido, arrastraba los pies sobre la alfombra del pasillo y se adosaba a la puerta. Urbano oía pero no escuchaba, ajeno a los desvelos de la mujer y absorto en sus propios pensamientos.

Tampoco es para exagerar. El inválido no gozaba, por hablar en términos exactos, de la facultad del pensamiento abstracto. Su pensamiento, por el contrario, era sumamente concreto. En definitiva, Urbano no pensaba, sólo imaginaba. Y así fue como se le apareció la imagen de Alfonsina, supongo. Por supuesto, no la conocía de nada y la única vez que pudo verle la cara resultó que estaba demasiado ocupado contando los crujidos de sus vértebras cuando se estampanó contra el dichoso contenedor de basura. Lo que Urbano veía era un montón de carne pocha sobre el que pululaba un enjambre de animáculos vermiformes y fosforescentes empeñados en reciclar toda la energía vital de la difunta.

Al principio la visión era sólo una visión, un producto de la fantasía sobre las facultades de la percepción, y como tal debía de ser considerada. Pero después se transformó en verdadera aparición, en ectoplasma. Los jirones del karma de la solterona comenzaron a pasearse de una esquina a otra de la habitación con un ritmo ora pausado, ora frenético e indescriptible. El fantasma unas veces arrastraba cadenas, otras gemía o reía –que ese particular nunca se puede discernir a ciencia cierta en los fantasmas- y otras amenazaba con llevar al homicida a aquellos lugares de los que las visiones pugnan por escaparse. Si en vez de beber cerveza hubiera leído a Dante, el pobre muchacho se habría visto metido de cabeza en una enorme tinaja puesta al fuego. Urbano, horrorizado, sufría en silencio, pero algunas veces se golpeaba el pecho con el puño, como si tuviera el costillar oprimido por un peso. Por fin, cuando su madre le oyó una tarde chillar de espanto, llamaron a un médico.

Los médicos confían en la alquimia. Un brebaje, una poción, un filtro, una pócima e incluso una ponzoña –si viene al caso- son los remedios que aplican a todos los males. El que visitó a Urbano no era distinto de los demás, así que atiborró de tranquilizantes al enfermo y lo tuvo sumido en un largo sueño sin sueños durante más de dos semanas, al cabo de las cuales recobró la consciencia olvidado de sus pesares pero con un terrible dolor de cabeza. El dolor duró lo que tardaron las vísceras del pobre inválido en filtrar los restos de la medicina, lapso que empleó la madre en orear la habitación. Cuando por fin la buena mujer abrió la ventana, los rayos de un sol que ya no era mañanero entraron a raudales pugnando entre sí por ocupar el espacio que les había sido vedado durante dieciséis días. Urbano oyó el estrépito de su choque contra las paredes, la reverberación en cada una de las esquinas, incluso su reflejo sobre los restos de estaño que habían escapado de las sigilosas limpiezas que su madre había practicado a oscuras con poco éxito y algún que otro golpe contra los muebles, restos que perlaban la alfombra de una suerte de rocío metálico de brillo levemente apagado por la pátina de óxido del metal. Urbano cerró los ojos y pudo ver al trasluz la circulación de la sangre en los capilares de los párpados. Incluso esa pobre luz le cegaba, aunque sus pupilas no tardaron en acostumbrarse y, merced a esa eficacia, su único momento de sensibilidad exacerbada se diluyó en el tiempo como si nunca hubiera existido.

Urbano perdió esa sensibilidad propia de los místicos, pero recobró otra a la vez más grosera y más perentoria. Sintió hambre, pidió de comer y cuando se hubo saciado comenzó de nuevo a aburrirse. La madre, feliz por el restablecimiento de su vástago, porque se acercaba ya la Navidad y porque el bajo sol otoñal invadía toda la casa, decidió amenizar la siesta del convaleciente con unos villancicos. En cualquier otra circunstancia el destinatario de tales atenciones habría rechazado esas cancioncillas dulzonas e infantiles y quizá hubiera pedido otra música más acorde con sus preferencias, pero no se sintió con ánimo para protestar. Escuchó, por tanto, más resignado que adormecido el sonido un tanto estridente que emitía la pequeña radio de transistores de su madre, y no tardó en encontrarle el ritmo a las coplillas.

Dicen que el Diablo, cuando se aburre, espanta las moscas con el rabo. Urbano, a la fuerza mucho menos malo, sólo podía tararear un villancico que sabe dios por qué se le había quedado grabado en la memoria. En la radio, un coro de niños lo cantaba con candoroso entusiasmo, pero él ya había imaginado un solo de batería que entre los peces del río aporreaba un melenudo de rostro chupado mientras hacía volar al viento todo lo que el viento podía hacer volar su grasienta cabellera. Ya he dicho antes que urbano no podía concebir ideas, sin embargo, cuando se le fijaba una imagen se diría que pensaba. A él le bastaba con eso para ponerse en acción. Por tanto, no encontró descanso hasta que halló el modo de materializarla.

No tenía batería ni facultades para tocarla, pero se le ocurrió que el traqueteo de un tren que circulase a toda velocidad bien podía suplir sus carencias. Si además había suerte y la locomotora silbaba, entonces quedaba completo el cuadro. Con el proyecto en las mientes no tuvo paciencia para agotar el periodo de convalecencia que le había aconsejado su médico, se armó de grabadora y se marchó al punto más cercano a la vía del tren al que pudo llegar.

Urbano no vivía lejos de la estación y conocía bien la zona. Sobre la playa de las vías, en un lugar lo suficientemente aislado del resto de la ciudad, una vieja pasarela de hormigón permitía el paso de los peatones sobre los raíles. Allá se acomodó bajo un tibio sol de diciembre una mañana en que los empleados del ferrocarril realizaban las maniobras a salvo ya de la helada. De cuando en cuando, un vagón lanzado se deslizaba silenciosamente sobre la vía por debajo de la pasarela y corría a reunirse con su lote. Otras veces era un corte de varios vagones el que pasaba traqueteando con suavidad hasta detenerse. Pero no era ése el sonido que buscaba. En otros tiempos, cuando podía valerse de sus piernas, el muchacho había visto a las locomotoras arrastrar enormes trenes de carbón o de chatarra, o de otras mercancías, y a su paso bajo la pasarela, cuando las ruedas lastradas por la pesada carga pisaban los cambios de agujas, el mundo temblaba de miedo ante la potencia que se estaba desplegando. Los trenes allí ya llevaban velocidad suficiente para obligar a los incautos a taparse las orejas, víctimas del zumbido de los motores eléctricos, del chirrido de las ruedas sobre las agujas, los topetazos de los vagones cada vez que la locomotora aceleraba, los silbidos y el traqueteo, todo ello entremezclado y concentrado en los pocos segundos, apenas un minuto, que tardaba el tren en rebasar el miradero.

Hubo de esperar al filo del mediodía no a que saliera, sino a que entrara uno largísimo. Y tuvo suerte, porque a todos esos estruendos pudo añadir la estridencia de las zapatas en la frenada. Urbano lo vio llegar desde lejos, preparó la grabadora y esperó a que comenzaran a vibrarle las tripas para ponerla en marcha. Después, con su medio minuto de grabación, regresó a casa. Y una vez en su cuarto se dio a la tarea de mezclar en su flamante aparato estéreo los villancicos que escuchaba su madre con lo que había logrado grabar.

El producto de tantos afanes le plugo en grado sumo. Lo escuchó varias veces sacudiendo la cabellera como si fuera una centrifugadora de piojos, acompasando su movimiento frenético con el ritmo desbocado de la canción tal y como había visto que hacían los distintos componentes de las hordas de músicos. Se imaginó a sí mismo, o les imaginó a ellos, sobre un enorme escenario ante una descomunal multitud que rugía y repetía el movimiento de los rockeros. Pudo sentir la extraña sensación de poder ilimitado que se debe de experimentar cuando toda aquella masa se convulsiona ante cada llamada de atención, ante cada gesto obsceno, cada aullido del cantante o cada vez que la batería aporrea el bombo; esa especie de magia de gestos que embruja de un solo golpe a tanto incauto. Toda la humanidad pendiente de la más pequeña pequeñez, remotamente consciente de depender absolutamente del paria que les maneja desde el tablado y sin cuya presencia se verían reducidos a la nada. No sorprende que el rockero se endiose; él, que no es más que un títere en manos de otros, que le crean incluso físicamente, y que restringe su concurso a ejercer de soporte material de tanta mentira.

Como digo, Urbano quedó satisfecho del resultado de su experimento. O, por mejor decir, habría quedado satisfecho de no haber caído en la cuenta de que un tema tan duro y tan marchoso como el que había compuesto en su último trabajo merecía una letra acorde con su talante, en vez de esa cancioncilla de borriquitos camino de Belén o de los calzones viejos de san José. Así pues, fiel a los hábitos de bricoleur que había adquirido en los últimos tiempos, decidió suplir él mismo sus carencias y se lanzó con renovado entusiasmo a la tarea de letrista. O sea, que se hizo poeta y cantor del sentimiento popular y urbano, voz y eco del sentir de la masa, de su angustia interior, de la esencia misma de su mismidad esencial. Quiso, además, solidarizarse con todo lo que se mueve y respira, lo que en teoría y práctica equivale a no solidarizarse con nada, y pretendió hacerlo colocando el adjetivo preciso y revelador en el lugar exacto, palabra abierta al sentido que iluminase de un golpe al oyente como lo que, en el clímax de la excitación poética, se le revela al genio. Y por cierto que debió de quedar anonadado por la revelación, porque nunca supe que llegara a concluir este trabajo, como ningún otro, y tengo por seguro que andará aún devanándose la sesera tratando de componer algo que parezca digno, o al menos que concuerde bien sintácticamente, y que pueda adaptarse a su canción.

Hace tiempo que no sé de Urbano, y nada puedo decir acerca de qué anda haciendo ahora, si es que hace algo. Pero me le imagino sumido en un universo de barones rojos entusiasmados por el estallido de unas piezas de artillería cuyas detonaciones hacen rodar magras piedras que ponen en un serio peligro a unos escarabajos que de todas formas se ahogarían en un líquido rosa que mana a borbotones de los cráteres que dejan al explosionar las bombas volantes de von Braun.


Bromas aparte, si alguno de ustedes sabe algo de él, le ruego me lo comunique a la mayor brevedad posible. Hace ya un par de años que le perdí de vista, pero últimamente me acuerdo de él y me pica la curiosidad saber de sus andanzas. Yo bien quisiera averiguar también algo sobre Alfonsina, personaje oscuro donde los haya, de quien sólo una amiga superficial supo decirme muy poca cosa. Abrigo una remota esperanza de que urbano pueda revelarme algún detalle que me ayude a atar ciertos cabos, aunque de sobra sé que su relación con ella se redujo a procurarle alivio a sus desventuras. Ni siquiera tuvo con ella la delicadeza, y habría sido la única vez que alguien la tuviera con ella, de llevarle un ramito de flores que adornase un poco la triste lápida que le pusieron. Pero eso a la pobre mujer no le importó en absoluto.

viernes, 7 de junio de 2013

Vida

Han transcurrido apenas unos segundos desde que me senté en la silla, cogí un folio y comencé a emborronarlo con estas líneas. Sólo unos segundos, pero es claro que la distancia que me separa de ese momento se me hace ya infinita. No me cabe ninguna duda de que tengo más a mano la llegada del próximo siglo que la repetición de ese instante que ya se me ha escapado y que no podré recuperar jamás.
Lo único que queda de él es mi recuerdo o, menos aún, aquello en que yo creo que ha consistido el evento. Tan sólo una secuencia de imágenes que he debido recrear, pues ni siquiera las he visto: una silla a la que se aproxima un culo. Puedo completar mi versión del suceso añadiendo otras imágenes que sí he debido de ver, pero a las que no he prestado atención, de modo que también he de recrearlas. Así pues, imagino un papel en blanco y unos dedos -los míos- que sujetan un bolígrafo con el que trazan extraños garabatos. No voy a hacer cuestión de lo que llamamos "realidad", así que diré sin más que de ese suceso ya acontecido, "real", no queda registro alguno en los anales de Dios, se ha evaporado para siempre en las nieblas del tiempo de modo que de él no perdura más que lo que yo guardo en la memoria, y sé perfectamente que se trata sólo de una reconstrucción. Ha pasado el tiempo, y eso que en aquel instante era una realidad, es ahora sólo una sombra.
Llamamos "tiempo" al proceso de conversión de todas las cosas en meros fantasmas, y llamamos "vida" a la consciencia de dicho proceso. Me refiero, claro está, no a la vida en el sentido de la biología, sino a la vida humana singular, a la vida de cada cual. Vivir es, por lo tanto, ver pasar el tiempo (los seres eternos no viven) y contemplar cómo se desvanece cuanto nos rodea, cómo se pierde irremisiblemente en la nebulosa del pasado, cómo todas las cosas vienen a ser polvo, ceniza, nada.
Quizá hayamos caído en la nota característica de la vida: su fugacidad, el carácter eventual y fugitivo de cada vivencia, la terquedad con que definitivamente se nos escapa de las manos. Parece que vida y nostalgia son inseparables. Se me objetará que los jóvenes no sienten nostalgia, que es posible estar vivo sin añorar el pasado, que la conciencia de pérdida es ya un síntoma de vitalidad decreciente, de decadencia senil. Sin embargo, no hay nadie más vivo que un viejo. El hombre maduro conoce sus límites, se sabe perecedero, vulnerable, frágil y a merced del azar. El joven aún no ha pensado sus límites -no ha tenido tiempo- y vive en la eternidad que es propia de los dioses, como si su tiempo no fuera a terminar nunca. Por eso se puede permitir el lujo de ser indolente o temerario, altruista y desinteresado en unas ocasiones y tremendamente egoísta en otras. Un joven es una individualidad en construcción y, en consecuencia, aún no lo es. Podrá estar vivo en el sentido biológico del término, pero no lo estará en el sentido ético hasta que sea capaz de representarse la frontera entre ser él mismo y no serlo. Es decir, hasta que envejezca. El poeta Jorge Manrique nos dejó dicho aquello de que "cualquiera tiempo pasado fue mejor", a sabiendas de que ni el presente ni el futuro existen, pero el joven es sólo futuro, en términos absolutos no existe todavía.
Cuando hablo de límites, es claro que no me refiero a la superficie externa de la piel, a nuestro perímetro somático. Aunque podría haber comenzado por ahí, pues la psicología nos advierte de la identificación del recién nacido con la madre (y seguramente también, pienso yo, a la inversa: la identificación de la madre con el recién nacido). Así se explica el modo en que el bebé reclama sus fueros, como si fuera un órgano más de la anatomía femenina, con la ciega terquedad con que el estómago reclama alimento o el intestino su alivio. Y así se explica también la premura con que la madre acude a los requerimientos de su hijo. Tampoco hablo de las limitaciones que nos impone nuestro ser físico, a pesar de que con esto nos acercamos más a nuestro tema. Yo no puedo sustraerme a la gravedad, ni puedo desplazarme por encima de un determinado límite de velocidad, ni puedo calcular de memoria la decimoséptima cifra decimal del número pi, ni podré saber jamás el contenido de la última mirada que Julio César le dedicó a Bruto. Todas éstas limitaciones no son más que el contenido material que cada cual agrega a la conciencia misma de límite. Pero no podemos hacer cuestión del concepto de límite sin recurrir al único contenido universal que le cabe recibir: el límite temporal.
Tiempo y vida son conceptos paralelos, sólo de ese modo se explica que podamos concebir la idea de límite. En efecto, yo no puedo tener conciencia de mi inicio como ser consciente. Para mí se pierde en una nebulosa de recuerdos tanto más escasos y confusos cuanto más remotos. Nadie es testigo de su venida al ser, por mucho que nos queramos convencer de que estábamos presentes cuando ocurrió el hecho. Y, de manera análoga y por razones evidentes, nadie podrá dar cuenta de su ingreso en el no-ser. No es posible no ser y ser (testigo) al mismo tiempo. Sólo porque vemos cómo pasa el tiempo, cómo todo se arruina y se pierde, cómo nacen nuevos seres y perecen otros, cómo en el mundo todo caduca y se renueva, se nos va haciendo presente la necesidad de la muerte. Su certeza no es un conocimiento empíricamente adquirido, porque la experiencia y la seguridad son incompatibles. Repito que la idea se nos va haciendo presente, poco a poco vamos cayendo en la cuenta.
Descartes encontró la verdad fundante de todo el edificio del conocimiento humano en el"cogito ergo sum". Kant lo situó en la idea de la limitación humana. Somos seres limitados y no protagonizamos toda la realidad, de la que sólo tenemos noticia por intuición sensible, cuya forma "a priori" es el tiempo. Lo que no es yo se nos aparece como algo dado que nos impone su ley. Ambos pensamientos (el límite y la dependencia) no se suceden según un orden consecutivo -no es cierto que sea uno consecuencia del otro- sino que se identifican. Lo que es ajeno a nosotros se nos opone, nos ataca, se convierte en nuestro enemigo. De este modo, la conciencia del límite es lo mismo que la certeza del mal, de donde se sigue que el mal es el fundamento del yo, de la conciencia y de la ciencia. En "La Inmortalidad", Milan Kundera hace del dolor, del sufrimiento, de la presión que sobre nosotros ejerce el mundo, la base de la individualidad. Si el vecino me golpea, es a mí y sólo a mí a quien acude el dolor. El dolor me individualiza, me hace yo, me separa y me enfrenta a la realidad.
Como la certeza de la muerte no es un concepto aprendido, sino más bien descubierto y previo al conocimiento, nosotros se lo imponemos a todo cuanto somos capaces de idear. Y, en un prodigioso ejercicio de venganza contra el destino -o de rebeldía contra Dios- lo hemos aplicado también a ese nebuloso noúmeno que nos ahoga, al que hemos racionalizado como "Universo" a fin de convertirlo en objeto de estudio para la ciencia. Ya hemos situado en el tiempo el origen de todo y la Física lo describe cada vez con mayor detalle. Y desde hace dos siglos fantasea con su final.
Desde que la termodinámica descubrió la flecha del tiempo con su Tercera Ley, la idea de la muerte del Universo planea sobre la ciencia. Primero fue en la forma de una muerte térmica, un estado en el que ya no sería posible encontrar un ápice de energía que sustentase alguna vida o algún cambio. Entonces, la totalidad de cuanto existe dormiría un eterno sueño, inmutable, yermo, quieto como un cementerio en un otoño ya sin hojas. Pero como el estado opuesto es uno de los estados posibles, en un tiempo infinito habría de producirse no una, sino mil veces. Con lo que todo volvería a su comienzo. En el comienzo vio Dios que todo era bueno, y la estadística le devuelve la razón que la Física le había negado.
Después, tras el descubrimiento de la expansión del universo, muchos pensaron que el final vendría por la disolución de todas las cosas en un espacio -ya euclídeo- infinitamente extenso. En esta situación, la probabilidad de encontrar cualquier cosa en un punto determinado se hace cero, y por tanto nada existe, sin necesidad de que haya dejado de existir. Pero tampoco está claro que el universo vaya a seguir expandiéndose por toda la eternidad (aunque, por lo que tengo entendido, se trata del modelo más plausible).
Si, a pesar de todo, el universo no perece de alguno de estos dos modos, en un plazo increíblemente largo (un cantidad de años del orden de la centésima potencia de diez) los protones de que se compone el núcleo de los átomos se desintegrarán, ya que -por lo visto- no existe ninguna partícula que sea eternamente estable. Entonces ya no tendrá sentido pensar en la existencia de cosa alguna, pues todo se desvanecerá como un rayo de luz en el espacio, como "lágrimas en la lluvia".
Cualquiera de los tres finales depende de teorías que, en último extremo, son inverificables; así pues, no pasan de meras fantasías. Por eso podemos combinarlas e imaginar un universo térmicamente muerto que se ha expandido hasta el punto de que su densidad total se anule, las galaxias se conviertan en islas de materia en medio de un infinito océano de nada y, finalmente, se evaporen por el colapso de los núcleones de átomos que durante trillones de siglos han sido incapaces de crear nada.
¿Y mis huesos? ¿Qué será entonces de mis pobres huesos?