viernes, 5 de julio de 2013

El mal

Dicen que en boca cerrada no entran moscas. Por mi parte, como no me gusta evocar imágenes desagradables, diré sólo que a quien habla demasiado finalmente terminan por alcanzarle sus propias palabras. Pues bien, algo parecido me ha ocurrido a mí al hilo de, al menos, dos de mis anteriores escritos. Me refiero a mi comentario sobre la novela de F. Dostoievski "Los hermanos Karamazov", al que titulé con el interrogante "¿De verdad está todo permitido?", y el que lleva por título un escueto "Vida". De la novela de Dostoievski yo destacaba la cuestión del ateísmo y algunas de sus implicaciones teológicas y morales. En "Vida" comentaba la limitación humana, el tiempo y el carácter fugaz de la vida. Ambas opiniones han suscitado -en otros lugares- comentarios que en algunos puntos convergen, a pesar de que sus argumentos se antojaban dispares. Estos comentarios, algunos de ellos de forma explícita, me instan a aclarar mi opinión acerca de cuestiones éticas y metafísicas en cuyos laberínticos recovecos es fácil terminar tanto mordiéndose la cola como dándose de bruces contra uno mismo, de manera que mi oscura verborrea encuentra así un merecido castigo.

Antes de hacer una síntesis de la discusión que -en ámbito distinto de éste- estos dos escritos míos han abierto entre algunos de sus lectores, me gustaría resumir brevemente lo que uno puede encontrar en los manuales de metafísica acerca del mal. De este modo, al tiempo que centro la cuestión, puedo tratar de justificar el giro que con el título que encabeza estas líneas voy a dar al tema que nos ocupa.
Pues bien, básicamente hay dos concepciones acerca del mal: una negativa que considera que el mal en sí mismo no existe sino que es carencia de algo (del bien), y otra positiva según la cual tendría entidad sustaniva propia. Según esta última concepción -y dicho en términos muy breves- el mal sería el signo del carácter creador del hombre, que no tiene por qué oponerse al designio divino pero que puede apuntar en dirección divergente. El mito de Prometeo o el episodio bíblico del pecado de Adán y Eva son dos buenas ilustraciones de la rebelión del hombre contra Dios y de la afirmación de sus capacidades creativas. Prometeo nos tae el fuego para que podamos sobreponernos a la indigencia que nos es consustancial; el fruto del Arbol Prohibido nos permite tomar conciencia de nuestra libertad. El castigo a Adán y Eva consiste en la obligación de ganarnos el pan con nuestro sudor. Es decir. la obligación de llenar la Tierra y de someterla con la sola ayuda de nuestras facultades. Cómo esta capacidad creativa humana puede transgredir los designios divinos y generar un mal ha sido un argumento que los románticos explotaron con alguna frecuencia. Así, al menos es como entiendo el relato de Mary Sheley "Frankenstein o el moderno Prometeo".

Aunque más adelante tendré que volver a incidir en el tema de la libertad humana, por ahora prefiero centrarme en la concepción negativa del mal. Se trata de la más antigua en la tradición occidental y su origen es ambiguo: por una parte la fatalidad clásica, por otro lado la idea de la inconmensurabilidad entre Dios y sus criaturas. Aunque se le suele atribuir al neoplatónico Proclo (siglo V d. de C.) el inicio de esta línea de pensamiento, yo prefiero retroceder varios siglos hasta el surgimiento de la filosofía griega. Antes incluso, el alma griega estaba impregnada de la creencia de que en los asuntos de tejas abajo nada quedaba completamente bajo control. Una ciega necesidad (desde luego, mucho más ciega que la justicia) pendía sobre el hombre y amenazaba con hacer inútiles todos sus afanes, de manera que, fuesen cuales fuesen los esfuerzos de los individuos para escapar de su destino, éste terminaba siempre por alcanzarles. Entre otras muchas cosas, los griegos son los inventores de la tragedia.
También son los inventores de la filosofía, y ésta nace con la creencia de que tras el carácter azaroso e impredecible de los asuntos mundanos subyace un "logos" oculto que lo explica y lo gobierna todo. Lo que se nos muestra -el mundo- es pura apariencia que no cesa de fluir, pero, bajo su caleidoscópica figura, algo eterno e inmutable que es lo verdaderamente ente se hace accesible a la razón humana. Toda la filosofía presocratica es, por una parte, el descubrimiento de lo permanente de todas las cosas, y en segundo lugar la remoción de esto permanente hasta el plano de lo virtual, lo ideal. Hay un autor -y mi flaca memoria no alcanza ahora para recordar quién- que hablaba de filosofía preplatónica, no presocrática.Y, en efecto, podemos considerar la filosofía previa a la del noble ateniense como su necesario preliminar. Para Platón, el mundo material es una copia inexacta del mundo ideal. La causa de la discrepancia entre ambos no es la torpeza del dios -el Demiurgo- que realiza el simulacro, sino el carácter irreductible a la razón ("logos") del componente material. La materia pura es pura carencia de idea, y todo el sistema de las ideas está regido por la idea suprema del Bien. De modo que el componente material se hace incapaz del albergar de modo perfecto el bien. La negatividad de la materia sería el origen del mal en el mundo, tanto del mal físico, como del producido por la acción humana (al fin y al cabo, "la carne es débil"). Este sería el punto de vista de Proclo.

Hecho esto, es hora de volver al  primero de los artículos a los que hacía referencia más arriba. El lema que repite Dostoievski en "Los hermanos Karamazov", y del que toda la novela es comentario, es que si Dios no existe entonces todo está permitido, no nos es preciso justificar ninguna de nuestras acciones y el mal (me refiero ahora al que tiene su origen en las acciones humanas) campa por sus fueros. Algún lector comentó que la moral es autónoma y que no puede ser dictada por Dios, pero incurría en la flagrante contradicción de considerarla de carácter personal. "Cada cual se dicta su norma, venía a decir, y se fija sus límites", sin caer en la cuenta de que en ese caso ninguna conducta es reprobable. Precisamente, esta es la tesis de Ivan Karamazov. La consecuencia es la disolución de la frontera entre el bien y el mal. La única salida posible, aducía yo, es considerar una moral autónoma pero no individual, sino compartida. La moral es un producto de la sociedad, y los individuos la subscriben de modo ya explícito ya tácito. Añadía yo que aquéllo en lo que en primer lugar, y más generalmente, convenimos es un sistema de valores; que los valores no determinan ni la norma ni la conducta sino que sólo las orientan; y que están sujetos a cambios. Además proponía un modelo de cambio semejante al que T. Kuhn describe para los paradigmas científicos: sólo cuando el paradigma muestra determinadas carencias a la hora de explicar los hechos es cuando se proponen los cambios. En el terreno moral, unos pocos individuos aventajados detectan, o diagnostican, el olvido de valores obsoletos, en desuso, y señalan otros nuevos que de hecho ya los están substituyendo. Finalmente, ya sea por convencimiento o por la desaparición física de sus detractores, el nuevo sistema de valores se impone. El papel del individuo sobresaliente no es el de crear valores, sino el de reconocer los que la propia dinámica social va generando y el de proponerlos explícitamente. El papel que se reserva al resto es el acomodar su conducta a tales valores y a la norma que inspiren en su comunidad concreta. Si -como afirmaba mi lector- cada individuo se viese obligado a repensar todo el edificio de la moral, desde los valores a la adecuación a ellos de normas y conductas, entonces se condenaría a la inacción, porque resulta humanamente imposible (aunque sea idealmente posible hacerlo) reconstruir en una sola vida un producto de toda la sociedad que, además, sólo se explica históricamente. Es virtualmente imaginable que un hombre por sí solo reconstruya todo el cuerpo de conocimientos matemáticos, desde el primitivo inicio del cálculo con piedrecillas hasta las más abstrusas y abstractas realizaciones, pero precisaría de muchos siglos y mucho talento. En general, hay muchas más personas que ideas, de modo que ninguna idea pertenece a ninguna persona en concreto. También las ideas, gracias a nuestra capacidad para comunicarlas, son autónomas, no dependen de nosotros individualmente. (Esta es la única forma aceptable de platonismo).En definitiva, la historia de los robinsones es un mito, incluso en el campo de la moral.
Con lo dicho quizá se explique el nacimiento de la moral (qué más quisiera yo), pero necesitamos justificarla. Es decir: dotarle de un fundamento, de una idea previa (y por lo tanto válida para todo sistema, universalmente válida) que le sirva de cimiento, que haga de ella algo asumible por las personas de modo que nos la podamos representar como no impuesta, sino libremente aceptada. Los términos de "universalidad" y "libertad" ( es decir: espontaneidad del entendimiento) evocan con mucha fuerza el lenguaje kantiano. La virtud del pensamiento de Kant, a mi juicio, es la de haber logrado universalizar los patrones que conforman a un sujeto que de otro modo quedaría condenado al solipsismo. Sabemos que existe un mundo independiente de nuestra voluntad y entendimiento porque cada uno de nosotros se concibe a sí mismo como un ser limitado y a merced de lo dado en la intuición sensible. Si el mundo no fuese más que un mero contenido de mi conciencia (que es autónoma y libre), ¿qué podría impedirme crearlo según la medida de mis necesidades y deseos? Como no puedo hacerlo, debo entender que es en absoluto ajeno a mí. Además, puedo reconocer la existencia de otros sujetos semejantes por la pura proyección hacia el exterior de la reflexión acerca del yo, es decir: de la conciencia. Lo dado, o al menos una parte de lo dado, se me manifiesta como sujeto. Por último, puedo hacer extensibles a los otros sujetos las prerrogativas que me concedo. Si yo me considero un "fin en sí mismo", no un medio para otros fines, entonces he de considerar a los demás del mismo modo. No me obliga a ello más que mi egocentrismo y cierto prurito de coherencia al que puedo llamar "razón". No deseo que se convierta en norma universal (es decir, aplicable contra mí) la siguiente máxima de conducta: "es lícito que un sujeto se sirva de otros sujetos como medios para lograr sus fines particulares". De modo que resulta de mi interés y -universalmente hablando- del interés de todos los sujetos racionales (valga la redundancia) el obrar siempre de manera que no tenga inconveniente en que la máxima que rige mi conducta particular se convierta en ley universal. Dicho en lenguaje llano y sencillo: tratar siempre a los demás como quisiera que me tratasen a mí. Y dicho en lenguaje cristiano: amar al prójimo como a mí mismo. Kant ha hecho del egoísmo un valor no sólo universal sino perfectamente universalizable, y de él emana una norma con la que a cualquiera le es imposible no convenir.

La desobediencia a esta norma es lo que le repugna a Ivan Karamazov del crimen que ha cometido Smerdiakov en la novela de Dostoievski. Smerdiakov ha cometido la estupidez de autorizar a los demás a obrar con él como él con su víctima. En el fondo, aún está viva la noción socrática de que el malechor obra el mal por ignorancia, o por estulticia. ¿Y no es esto lo que celebran los niños cuando en los cuentos que les narramos resulta que el malo es siempre también el más tonto? En resumidas cuentas, el delito es reprobable porque me expone (expone al delincuente) a males al menos tan grandes como los que quería evitar. Se trata de un cálculo errado. Una muestra más de la limitación y la falibilidad humanas.
Hay otra muestra de la finitud y la imperfección del ser humano que deseo comentar antes de abordar el resunen de la discusión en torno a la segunda de mis opiniones a que hacía referencia al principio. El hombre actúa en dos niveles al menos de facto inconexos: el plano moral y el político. Si desde el punto de vista moral nuestras acciones se resienten por nuestras limitaciones físicas e intelectuales -aparte de nuestras flaquezas-, en el terreno de la política vivimos en una indigencia casi absoluta. En algún lugar he leído que la política no es otra cosa más que el arte de optar por el mal menor, definición que podemos calificar de pesimista por partida doble. Por una parte, con ella renunciamos a la consecución del bien, salvo que ahora invirtamos lo que ha sido creencia universal y queramos considerar el bien como la mera carencia de mal. Por otro lado, la definición no nos dota de ningún baremo para calibrar males, de modo que el político desconoce qué opciones son preferibles e ignora las consecuencias futuras de su elección. Por ello un político nunca razona, sino que persuade. Todo ello, por supuesto, suponiendo que el gobernante gobierna en beneficio se los gobernados y no, por ejemplo, en el propio. En el peor de los casos, que el gobernante actúe por motivos espurios, supongo que cabe aplicar criterios morales.

Hecha esta observación, creo que podemos abordar ya metidos en harina la discusión acerca de mi escrito "Vida". Dicho en términos afines a nuestra discusión actual, el asunto que yo planteaba era el del mal físico ocasionado por el puro paso del tiempo, su impacto sobre la conciencia individual y el modo en que podemos observar que todo, por el hecho de existir, se marcha al garete. El contexto en que tiene lugar la marcha universal hacia el fin es el de la limitación del sujeto que lo contempla, el hombre.
Para mi sorpresa, la discusión derivó desde el principio hacia el plano moral. "Creo que es importante, comenta un lector, vivir, vivir siempre y todos los días. No permitir que la vida pase por nosotros, sino tomar caminos,decisiones, elegir". Frente al zarandeo a que nos somete todo cuanto no es yo, el comentarista propone la imperturbabilidad estoica junto con algún vestigio de responsabilidad expresado en lenguaje existencialista. Ahora bien, ¿elegir qué? me pregunto yo. Y es que el simple "carpe diem" que nos aconseja a continuación (es decir: el aprovechar la ocasión que se nos brinda sin buscarla) no parece otra cosa que someterse al zarandeo y permitir que la vida nos pase por encima sin más. La ocasión, en todo caso, habrá que buscarla, fabricarla, hacerse responsable de ella, poner en juego toda la capacidad creativa del ser humano. Y esta última frase mía reproduce intencionadamente los términos usados más arriba con ocasión de la concepción positiva del mal.

Otro lector califica de "plaga humana" al ser vivo que está llevando a cabo esta labor de creación, o de co-creación, que nos estamos exigiendo. E, inmediatamente, un tercero suscribe su deseo de que esta plaga sea erradicada cuanto antes de un edén que, de ese modo, quedará privado de toda conciencia que lo disfrute. Ha sido frecuente en el pasado que a esta plaga se le diese el nombre de "civilización" o "cultura", y no creo que haya mucha gente dispuesta a renunciar a ella y regresar a las cavernas, o más atrás, en nombre de la conservación de un jardín que de todos modos terminará también por sucumbir al paso del tiempo. Sólo la conciencia, y su secuela de civilización, puede erigirse en esperanza frente al final inexorable que nos aguarda.
La cuestión que nos estamos planteando es si merece la pena o no la cultura. Y como el hombre es un ser que vive inmerso en una cultura, nos preguntamos si merece la pena vivir o no. Todo ser vivo altera el medio ambiente. Al principio de los tiempos, una bacteria anaeróbica contaminó de oxígeno una rica y saludable atmósfera de dióxido de carbono, obligó con ello a todas las demás a adaptarse al cambio producido y, finalmente, propició que nosotros viniéramos al ser. Es cierto que la especie humana es la única que realiza estos cambios conscientemente (cuando lo hace, porque en muchas más ocasiones contamina con toda inocencia, y eso es lo que se le critica, supongo), la única que crea, la que se fabrica su propio entorno. Y lo cierto es que esta creación humana se asienta sobre aquella destrucción, la necesita, supone su condición sine qua non.

También es condición necesaria el sufrimiento humano. Toda cultura se asienta sobre el dolor, aunque sólo sea por que precisa del trabajo y el esfuerzo de las gentes. Ni una sola realización humana, nada de cuanto consideramos valioso, se ha llevado a cabo sin dolor. Todo proyecto exige un coste en capital, en trabajo, en vidas consumidas o sacrificadas. Quizá haya quien pretenda comparar el beneficio obtenido con el daño ocasionado y decida que éste supera a aquel. Contra tales pensamientos nada se puede argüir (tampoco es posible hacerlo a favor), se trata de una cuestión de preferencias y no de razones. Lo único de puedo decir al respecto es que si estuviese a nuestra mano el preguntar a las miríadas de víctimas del progreso si, una vez sacrificados, prefieren que se mantenga el edificio de la cultura o que se venga abajo, dudo que eligiesen esto último. Otra cosa sería habérselo preguntado antes, pero ya no es posible hacerlo. Ocurre que el mundo que me he encontrado al nacer ya era así, y a mí me toca responder cuestiones tan pintorescas (cada cual ha de hacerlo por su cuenta). Y sucede también que me parece inmoral trabajar para que todo ese sufrimiento ya pasado venga a ser inútil, o pretender que lo es. Sea como fuere, resulta que en este mundo de fundamentalismos encontrados tal situación no es insólita y, ya sea idealmente o de hecho (como ocurrió con los talibanes y las gigantescas estatuas de Buda que destruyeron), se está procediendo a la destrucción de un legado que no nos pertenece, que pertenece sólo al universo de la consciencia, al conjunto de todos los seres conscientes habidos y por haber. Destruir la cultuya es el mayor atentado posible contra la vida humana, es el crimen de los crímenes, la más perfecta encarnación del mal.
Vivir es también proyectar el futuro. Pero como la civilización y la cultura son productos históricos, se sigue que el futuro nos encadena al pasado. Nosotros no podemos producir la utopía, incluso aunque construyéramos un mundo perfecto se asentaría sobre el dolor y la injusticia que ya no podremos redimir jamás. Podemos elegir un mundo con un entorno natural bien cuidado, pero como ya nos sabemos animales al margen de la naturaleza, ésta no dejará de ser un jardín para nuestro deleite y disfrute.Nuestras próximas fronteras ya no están aquí, y espero que los siglos venideros puedan decir lo mismo. Siempre que la humanidad se ha enfrentado a una situación sin salida, la solución ha sido un salto tecnológico, una nueva contribución a la cultura. Corresponde al cuerpo social plantear tales fronteras, y corresponde a los gobernantes sólo el arbitrar los medios para alcanzarlas. El mundo es, y debe seguir siendo, de quienes paren y conciben ideas.