lunes, 5 de agosto de 2013

El tío Marcial

En broma se puede decir incluso la verdad. Es más, hay asuntos en que, para quienes desean rebuscar por debajo de las apariencias y para quienes se dirigen a ellos, el sarcasmo llega a ser el recurso estilístico más adecuado. A su través siempre se percibe una amargura apenas teñida de los colores suavemente brillantes y cáusticos del limón. A pesar de que el ironista y el sarcástico (o el "sarcáustico") se alejan conscientemente de su objeto, no pueden evitar del todo su contacto corrosivo, su efecto devastador como la resaca de una borrachera que se contrae para olvidar. El sarcasmo es una defensa poco útil, por eso resulta una figura retórica tan poderosa.
Admiro a los pesimistas que saben serlo, no tanto a los que se disfrazan con mucho tabaco y cataratas de alcohol y en absoluto a quienes identifican el pesimismo con los estupefacientes. Un pesimista comme il faut jamás huye de sus angustias, tratará de sacar provecho de ellas, de burlarse, y, si acaso las muestra maquilladas, lo hará de modo que los afeites no las eclipsen del todo. Sufrirá no sus dolores, ni los ajenos, no estos o aquellos males, sino el mero hecho de que puede haberlos.Y además ha de huir de toda afectación. Desde luego, es más fácil ser optimista. Seguro que podemos reunir un nutrido catálogo de nombres, pero a quien yo tengo en mente ahora es a Javier Krahe.
No puedo presumir de ser conocedor ni de su persona ni de su obra. La verdad es que durante muchos años lo único que podía recordar de él es su conocidísima "Cuervo Ingenuo", pero rebuscando por aquí y por allá últimamente he tenido acceso a algunas otras de sus canciones. Entre ellas, "El Tío Marcial", cuyo título encabeza estas líneas.
Más que de "canciones" tendríamos que hablar de "recitaciones", porque Krahe las ejecuta apenas entonadas, aunque marcando bien el ritmo, y con un acompañamiento instrumental extremadamente sobrio. El efecto sobre el oyente es inmediato. Si aguzamos el oído alcanzaremos a percibir la efervescencia de su ácido sobre la superficie bruñida de las almas de quienes escuchan. Exactamente lo mismo que si vertiésemos agua regia sobre una superficie de mármol. Krahe, a juzgar por los retratos que he podido contemplar, tiene un rostro triste, de hombre que se sabe oscuro y que decide mantenerse al margen porque no le interesa la primera línea, o acaso porque ha desistido de llegar a ella. Y en ese rostro enjuto, mientras canta, imagino una sonrisa distante, inteligente y amarga, y unos ojos ensimismados que podrían no estar mirando a nadie.
El tío Marcial es un trasunto de su autor, un hombre inspirado e inteligente, pero alejado del público. No es un cateto ni un fracasado, pero siente que el tiempo se le escapa de las manos y que probablemente se ha llevado sus posibilidades de cumplir las propias expectativas. La canción es un diálogo del protagonista con la muerte, narrado en tercera persona y que comienza así:
-¿Tan pronto por aquí?
Dijo el tío Marcial
con un gesto de asombro
cuando la vio venir
con su blanco sayal
y la guadaña al hombro.
-Tengo mucho que hacer,
no me puedo morir,
vete a cortar el césped.
Al escucharla por primera vez no pude evitar traer a la memoria los versos del "Romance del enamorado y la muerte", que Amancio Prada canta de manera magistral:
Yo me estaba reposando
anoche, como solía.
Soñaba con mis amores
que entre mis brazos tenía.
Vi entrar señora tan blanca,
muy más que la nieve fría.
-¿Por dónde has entrado, amor,
por dónde has entrado, vida?
-No soy el amor amante:
la muerte que Dios te envía.
-¡Oh, muerte tan rigurosa
déjame vivir un día.
-Un día no puedo darte,
una hora tienes de vida.
Es claro que esta blanca señora llega siempre demasiado pronto, a juicio de quienes han de recibirla, ignorante de los planes que necesariamente ha de truncar y sin anunciarse. Su virtud es no encontrar a nadie preparado. Y la nuestra, vivir como si nunca fuera a visitarnos.
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida
cómo se viene la muerte,
tan callando.
Sorprende la familiaridad, incluso el desdén, con que el tío Marcial recibe a su visita. A pesar de que se adelanta a sus planes ya lleva tiempo esperándola. Desde luego, no es un hombre joven. Un joven la vería con horror, lleno de angustia trataría de zafarse de su presencia, huir, aferrarse a la vida de la que espera aún tantos goces... A toda costa trataría de retener la tibia primavera que apenas ha conocido y cuyo deleite se le arrebata demasiado pronto. El viejo, sin embargo, ya ha vivido. En él sólo hay tristeza, el dolor de marchar con unas manos que se le antojan vacías, la visión repentina de que cuanto ha hecho no pesa nada al lado de la inmensa oscuridad que le aguarda. Quizá la pena de saber que todo podría haber sido de otra manera. En el frío cualquier vestigio de calor se disipa con facilidad y sin dejar rastro, pero es frío, y un ineludible abandono, lo que le cabe esperar. Puede que haya miedo, pero no es un miedo que horrorice. En tanto que el joven llora por lo que no ha conocido, por lo que se le ha negado, el viejo se lamenta por el tiempo perdido, por lo que tuvo a la mano y no supo aprovechar.
Pero la visitante no se deja enternecer por las cuitas de su pupilos e ignora sus argumentos.
-Al contrario, Marcial,
te debieras sentir
feliz de ser mi huésped.
Has trabajado bien,
hora es de descansar
bajo losa de mármol
para quien, como tú,
al mundo ya dejó
un hijo, un libro y un árbol.
Ningún hombre puede hacer más bajo el cielo. Encriptadas en las tres categorías que el tópico trivializa se encuentra todo cuanto una persona es: El cuerpo que, aunque muera, se perpetúa en la descendencia; el espíritu que, aunque olvide, podrá ser recordado; la impronta que deja en el mundo, arraigada en la tierra con vocación de eternidad. Al menos, lo que ha sido ya no puede cambiarse. Y lo mismo que el árbol renovará su savia cada primavera, la propia descendencia se renovará de generación en generación mientras el mundo dure. "¿Qué más te da, Marcial -parece decir la muerte-, si ya me has vencido? Yo represento la posibilidad de que sigas viviendo".
Pero el pesimista sabe que se le tiende una trampa.
-El árbol que planté,
benemérita acción
porque ya quedan pocos 
en mi pobre ciudad,
era un sauce llorón.
Llorón, pero sin mocos.
Pero resulta que
tenían otro plan 
las urbanizaciones.
Pobre sauce llorón,
ya secó el alquitrán 
tus verdes lagrimones.
Lo mismo que se renuevan las generaciones, también el mundo ha de dejar morir sus viejas estructuras para crear otras nuevas. Es un iluso el que pretenda ver en él algo perdurable, y más aún el que pretenda dominarlo y erigir en él algo perdurable. Precisamente, el mundo es lo que no controlamos. Es "yo" lo que puedo controlar; es "mundo" todo lo que escapa a mi dominio. Marcial ve su tesis como una pura tautología, en tanto que en su visitante advierte una flagrante contradicción. Quizá la razón sea optimista y crea en el progreso, pero la lógica es pesimista y sabe que una cosa siempre será igual a sí misma. El mundo no es yo.
Marcial continúa exponiendo su argumento:
-El libro que escribí,
y que a nadie plagié,
era un grueso volumen
donde con ilusión
puse todo lo que
guardaba en el cacumen.
Pero resulta que,
sopesando el papel
de muy mala manera,
dijo el inquisidor:
"A la pira con él".
Y pereció en la hoguera.
Así como el cuerpo busca perdurar renovándose en generaciones sucesivas, el espíritu tiende a eternizarse en su memoria. Allí será también renovado del modo que le cuadra a su naturaleza. El espíritu, para sobrevivir, ha de ser recordado y transformarse en cultura. La cultura es la vida del espíritu, pero precisa de otro espíritu que quiera recibirla y asimilarla. Sin esa voluntad de nuestros sucesores, cada hombre particular está condenado al olvido. Por tanto, no importa que Marcial haya trabajado bien si su libro ya ha sido destruido en la hoguera. Ningún provecho hay en que en él haya vertido cuanto de valioso había en sus vivencias, porque, una vez perezca, ya será imposible que puedan ser recibidas por nadie. De nuevo, nuestro protagonista advierte el engaño de su huésped. Su individualidad está, de todos modos perdida, pero ni siquiera puede aspirar a esa inmortadilad difusa que le garantizaría su entrada en la posteridad.
No le queda a Marcial más posibilidad de trascendencia que su hijo. Pero para que pueda sentirse vivo en sus descendientes ha de existir entre ellos cierta continuidad que percibe rota. No basta la mera transmisión de genes, la pura biología no ofrece el sentido que espera. El hijo ha de vivir la vida del padre en la tierra del padre, en la patria. Sin embargo, ni la sociedad ni el país donde vive permiten tales extremos. El posesivo que emplea Marcial para referirse a su tierra no alcanza ni para mantener vivo su árbol. Ni el padre ni el hijo tienen tierra. No tienen patria. Son extraños en el país en el que viven, es un país inhospitalario e invita a abandonarlo.
-Y el hijo que me dio
mi adorada mitad
nos salió inconformista,
o quizá intelectual,
o emigrante quizá,
o, en fin, quizá turista.
Porque resulta que,
nacido en un país 
de gritos iracundos,
tuvo que abandonar
y ahora vive en París.
Se fue por esos mundos.
Llegado a este punto, Marcial se da cuenta de que no ha vivido. Necesita vivir de nuevo, enderezar su fracaso. También es posible que, seguro ya de que la muerte le ha derrotado, se niegue a que también le derrote la vida. Imagina una segunda oportunidad. Si tuviera otra oportunidad no repetiría sus errores, actuaría de otro modo. Probablemente piensa en ello, pero sucumbe a su amargura y decide tomarse la revancha. Ya se ha esforzado en vivir con la frente alta, y se ha dado de bruces con todos los dinteles. Es viejo y ha aprendido que sólo reptando puede eludir el dolor. Así pues, si tuviese una segunda oportunidad no se molestaría ya en caminar erguido.
-Y la próxima vez
te juro que seré,
oh patria, algo más práctico.
Te dejaré un borrego,
una fotonovela
y una flor de plástico.
Marcial es un hombre inteligente. No se ha dejado embaucar por las mentiras de su visitante y ha argumentado contra sus pretensiones del único modo a su alcance. Pero ha olvidado que contra la muerte no valen ni razones ni pretextos. Su tiempo ha concluido. Pero no sólo su tiempo, también su esperanza. La Blanca Señora ha de abrirle los ojos al infinito abismo que le aguarda. Marcial ya no dirá nada más, ignoramos si por falta de tiempo o presa quizá de estupor, anonadado por la inmensa oscuridad que no había acertado a ver hasta entonces.
-No habrá próxima vez, 
déjalo ya Marcial,
le respondió la muerte.
La guadaña zumbó, 
así que menos mal: 
hemos tenido suerte.
He aquí el supremo toque de humor de Krahe. La guadaña zumbó y zumbará para todos, pero nosotros hemos tenido suerte: nos hemos librado del borrego, de la fotonovela y de la flor de plástico. Marcial no vivió el tiempo suficiente para llegar a perpetrar su venganza, murió sin haber podido siquiera planteársela seriamente. ¿No será que la salvación definitiva de la Humanidad depende en último término de la fugacidad de la vida de los individuos? ¿Nos hemos planteado alguna vez hasta qué extremo de desesperación, desánimo y estulticia llegaríamos de vivir, por decir una cifra, sólo cien años más?