lunes, 30 de septiembre de 2013

Corrección política y totalitarismo

Ha llegado hasta mí un vídeo, o el fragmento de un vídeo, que recoge parte de una reciente sesión plenaria del ayuntamiento de Mijas. Ignoro la fecha, pero -aunque es un dato que no tiene mayor importancia- supongo que podría averiguarla sin demasiado trabajo. El tema que se debate en el momento de la grabación es la pertinencia o impertinencia de la denominación de “Avenida del Descubrimiento” a una calle de la localidad, y el vídeo se centra en la intervención de un concejal del grupo Los Verdes-Equo (cuyo nombre, por cierto, se cita, pero que yo me abstendré de repetir). Se trata, en realidad, de la pésima lectura de un discurso de redacción no mucho mejor en la que el ponente se manifiesta contrario a dicha denominación por considerar que celebra la conquista y exterminio de los indígenas amerindios a manos de una horda de aventureros españoles tan ávidos de riqueza como carentes de escrúpulos.

Al margen de la guasa con que responde otro edil (quizá el mismo alcalde, ni lo sé ni me importa), lo primero que podemos destacar de la sorprendente intervención del concejal ecologista es la consideración del concepto de “imperialismo”. Como todo el mundo sabe, éste es un concepto muy del siglo XX, y supongo que a nadie le costaría mucho esfuerzo datarlo con mayor precisión. Justo por ello, el discurso al que aludo incurre en una primera ambigüedad que anula su sentido. En efecto, de entrada desconocemos si se aplica a los conquistadores españoles -esos oportunistas sanguinarios que no tuvieron mayor empacho en masacrar toda una raza- o a los contemporáneos conciudadanos del ponente, culpables estos últimos de aplaudir con estólida complacencia tan vergonzosa gesta. En ambos casos, como cualquiera puede ver, la aplicación del concepto está fuera de lugar y en ella no se aprecia sino una burda triquiñuela de político aficionado que no tiene nada que ofrecer y que, sin embargo, desea convertirse en profesional.

Ni que decir tiene que la citada denominación de Avenida del Descubrimiento conmemora la que probablemente sea la mayor contribución de España a esa Europa de la que hace bien poco nos enorgullecíamos de formar parte, e incluso al mundo entero. Extinguidos ya -al menos de facto- los últimos rescoldos del Imperio Romano, las gestas que protagonizaron muchos navegantes portugueses y españoles durante la segunda mitad del siglo XV y la primera del XVI abrieron la llave a una globalización, mil años diferida, que lleva toda la pinta de convertirse en definitiva. El hecho es, por lo tanto, de orden mundial y, para bien o para mal, a todos atañe. Lo que es hoy el mundo se debe en buena medida a ese fervor marinero que agitaba nuestra península hace cinco siglos y que con tanta simpleza fue calificado de imperialista en el aludido pleno de Mijas.

Pero no es de gestas, ni de contribuciones, de lo que pretendo hablar. Ni de otros fervores que no sean los que bullen en el partido, los cuales no parece que contribuyan mayormente a proporcionar a sus integrantes el hervor del que carecen. Del partido quiero hablar, de ese ente abstracto y embrutecedor que -creo- nos arrastra a la ruina y que aglutina en torno a su centro a una masa de cuya inercia pretende servirse ni Dios sabe para qué fines. Hay que decirlo de antemano y sin ambages: que el partido pretenda contribuir a un bien general encierra una contradicción en términos. Y de una contradicción se sigue lógicamente cualquier cosa.

Sólo de un modo puede el partido lograr el sinsentido de aglutinar a la totalidad, y es mediante el uso de la propaganda. Desde la octavilla al lema publicitario, desde el histrionismo calculado (por asesores de imagen, naturalmente) hasta la brutalidad de la represión, desde la demagogia más desvergonzada hasta la empedernida rigidez de los comisarios políticos, todo se considera legítimo si se consagra al fin de que el interés de parte prevalezca como si fuera el general, y sobre el general. Con la salvedad de que la parte ya no tiene mucha relación con ningún sector de la sociedad y, en consecuencia, vive al margen de cualquiera de los intereses que dice representar. El partido sólo atiende a sus propios intereses, por ello se ha desprovisto de ideología y sus decisiones resultan siempre ad hoc.

Si consideramos ideología a un sistema de ideas cerrado y excluyente -como es el caso de las ideologías políticas del pasado siglo XX-, entonces su dilución es un hecho a celebrar. Al fin y al cabo, si existiese algo así como la Justicia (escrito con mayúsculas), de seguro que no podría entenderse cabalmente desde ninguna de ellas. Pero es el caso que muchos de los hombres y mujeres que en su momento las defendieron, incluso hasta el extremo de ofrecer la vida, lo hicieron desde el convencimiento de estar al lado de la verdad. Y este compromiso con la justicia, aunque sea con un concepto equivocado de justicia, es lo que un servidor de ustedes considera que ha desaparecido de nuestro postmoderno siglo XXI. En su lugar, el partido ha instalado su mero interés, muchas veces desnudo de disfraces. Yo, al menos, me declaro incapaz de entender desde cualquier otro punto de vista lo acontecido en nuestro país durante las dos últimas décadas, tan prolíficas ellas en vaivenes, penduleos, oscilaciones entre extremos, caminos desandados, deconstrucciones, derribos y destrucciones. Es cosa clara que las ideas han sido substituidas por su solo nombre, en tanto que la justicia se ha visto suplantada por lo correcto, lo políticamente correcto.

La corrección política trae como consecuencia la erradicación del pensamiento, y con el pensamiento desaparece la memoria. Al mismo tiempo se elimina también el concepto de injusticia y en su lugar se instala lo escandaloso, es decir: lo incorrecto. El hecho de que el escándalo haga las veces de una ponderación y discusión públicas acerca de lo justo y lo injusto (o de lo adecuado y lo inadecuado, lo procedente o lo improcedente, etc.) obra en interés del partido porque le permite la manipulación directa de las masas. Siempre ha resultado más fácil indignarse y rasgarse las vestiduras que hilvanar media docena de argumentos, por ello la mayor parte de la gente se deja escandalizar. Y, aprovechando un malentendido que el evangelio de san Mateo autoriza, se confunde al pecador con el escandalizador, y se le lapida. El verdadero escandalizador, el partido, construye el escándalo en torno a la incorrección ajena y arroja al pecador a la ira de las masas, seguro de que será linchado de la manera más inconsciente y con absoluta impunidad. Tarde o temprano, la razón, el olvido o un contraataque del oponente terminan imponiéndose, lo que hace necesario un nuevo escándalo. La vida política se convierte así en crispación crónica.

La indignación y el escándalo sólo tienen valor político si los protagoniza una masa suficiente. La implicación de las masas le confiere al partido alguna ventaja capital. En primer lugar, le permite una manipulación fácil y directa de sus apoyos mediante el uso de la propaganda, que se convierte en la herramienta básica. Y, como la propaganda consiste en muy poco más que en una serie de lemas publicitarios carentes de verdadero sentido y que no obstante substituyen al genuino pensamiento, el partido se garantiza con este recurso su control efectivo. La hoguera, el campo de concentración o el gulag, son reminiscencias de un pasado más o menos remoto en el que la técnica de dominación no estaba perfeccionada y en el que, en consecuencia, eran posibles varios sistemas ideológicos opuestos. La propaganda y la invención de la corrección política han conseguido para el partido (o, si lo desean ustedes, para los distintos partidos), por la vía de una supuesta humanización del ejercicio del poder, la anuencia de las masas y su necesario consentimiento para la asfixia de toda originalidad, del mismo modo que la cultura de masas y el auge de los medios de comunicación han acarreado también un empobrecimiento general de la cultura. Téngase en cuenta que lo más fácilmente predicable de la universalidad de los seres humanos es precisamente nada, y que este anonadamiento del espíritu le conviene al poder. La creación de un pensamiento universal, políticamente correcto con el que la totalidad pueda convenir y del que nadie pueda disentir, equivale a su anulación. La nada es lo único que de entrada, y de antemano, puede globalizarse sin necesidad de argumentación.

También es lo único radicalmente irracional, es decir: ni pensado ni pensable. Al fin y al cabo, como ocurre con la atribución de derechos, sólo lo que nace del individuo tiene acceso a la racionalidad. A la comunidad -que no a la masa- le corresponde la tarea de comunicarlo, discutirlo y hacerlo de esta manera racional. El cortocircuito de la corrección política y la consigna de partido escamotea la posibilidad de la discusión. De hecho, el moderno partido político existe, a lo que parece, para ahorrarle al común de los mortales la necesidad de considerar personalmente nada y exponerlo a la crítica. En suma, la frase pensamiento único es un contrasentido. A la totalidad, de suyo, no le pertenece nada, y sólo puede imponerse al individuo aniquilándolo.

¿Por qué censuramos, entonces, al edil de Mijas, si no pretende otra cosa que lo que es común en todo partido? Le censuramos por hacerlo mal. El éxito del proceso radica en una taimada ejecución, de manera que no se advierta la trampa. Nuestro edil evidencia demasiada bisoñez, quiere ser profesional pero deja al descubierto su carácter amateur. Entre la gente no produce ira, sino que provoca risa. Y entre los colegas la repulsa es general porque pone en evidencia con toda candidez los mecanismos de que se vale la profesión para lograr sus fines, no sea que a alguien se le ocurra la peregrina idea de que en los parlamentos no se representa la voluntad popular, sino la de los partidos, y comience a cavilar el modo de librarse de todos ellos.

Todo un ejemplo a seguir, vaya.





miércoles, 25 de septiembre de 2013

Laplace

¿Ya les he contado que Saturnino era un genio? Digo que era un genio no porque haya muerto, sino porque está sepultado bajo la montaña de fármacos que le administran en el sanatorio para controlar su histeria. De su enfermedad ya he hablado, creo, y no es cuestión de repetirme ahora. Por si no lo saben, les diré que lleva dos años recluido, que en ese tiempo ha sufrido varias crisis que obligaron a encerrarlo en una celda acolchada, y que cuando está fuera de ese muelle sarcófago no resulta mucho más comunicativo que la silla donde permanece sentado al sol, consumiendo sus días con aire beatífico y ausente. Allí le he visto varias veces, en el rincón templado del patio, con la vista perdida en el infinito que se atisba entre el alar del tejado y las ramas del enorme tilo que le da sombra en verano. En una ocasión crucé mi mirada con la suya. Me sonrió con una mueca apenas perceptible que rezumaba algo de baba, giró la cabeza y volvió a clavar los ojos en ese poquito de azul que se ve desde donde vegeta toda la tarde.
Y, sin embargo, era un genio. Uno de esos genios que no sirven para nada, que emplean su talento sin gastarlo realizando las ideas más excéntricas que su sorprendente inteligencia es capaz de concebir. Claro, me dirán ustedes, los que llevan a cabo proyectos útiles reciben otros calificativos. "Genio" es un eufemismo para referirse, sin ofenderles, a todos aquellos que tienen la cabeza llena de pájaros, los arquitectos de castillos en el aire, fotógrafos de quimeras, maestros de lo improbable, técnicos de lo imposible y otras gentes por el estilo.
Antes de su enfermedad nos veíamos con frecuencia y charlábamos de largo. De nada en concreto. Me gustaba su conversación, su palabra fácil, su discurso difícil y mordaz y esa media sonrisa socarrona que se le dibujaba cuando escupía los sarcasmos más sutiles. Su verbo era de una corrección que rayaba en lo enfermizo, pero tenía la lengua más afilada de Europa. Y cuando la ocasión lo requería, como un recurso retórico más, sabía soltar el taco más procaz sin que desentonase en absoluto. No es que fuese un tipo simpático, que no lo era, pero me gustaba escucharle, y a él también. Si con el tiempo llegamos a intimar no fue porque se dignara descender al plano personal y abrirme su alma, como suele decirse, sino porque es inevitable que algo de lo que uno es transcienda de lo que dice. No sé nada de su vida ni de su familia, que apenas conozco, pero creo que he llegado a desentrañar la arquitectura de sus entendederas.
Sé que Saturnino es matemático y que se dedicó a la informática, porque de cuando en cuando me contaba en qué andaba metido. En una ocasión que nos tropezamos por casualidad en la calle decidimos dejar cuanto teníamos entre manos para irnos a desayunar a una cafetería cercana de la que éramos clientes asiduos. Chocolate con churros, como siempre. El camarero ya no necesitaba acudir a tomar nota, bastaba un mutuo saludo con la mano para asegurar que nuestra presencia había sido advertida y ya podíamos estar seguros de que en un par de minutos tendríamos nuestro desayuno en la mesa. Y si al saludo le acompañábamos con un gesto reiterado de la mano con el pulgar hacia abajo, sobre todo si hacía frío, el chocolate vendría enriquecido con un abundante chorro de cognac de garrafa. A veces el solícito empleado preguntaba "¿como siempre?", y nosotros asentíamos. Con eso también bastaba.
Aquel día estaba especialmente comunicativo. Se le veía con aire cansado, pero satisfecho, y tenía ganas de hablar. Me contó que le habían encargado el desarrollo de un programa para evaluar la potencia de cálculo de un superordenador que había construido la empresa para la que trabajaba de ordinario, que tenía ya el trabajo muy avanzado y que todo el mundo estaba a la expectativa. Pero él les tenía una sorpresa reservada. Por lo visto había ideado un test extremadamente novedoso que pretendía averiguar hasta dónde podía llegar la espontaneidad de una inteligencia artificial como la que habían creado. Yo enseguida capté la ironía de "inteligencia artificial" y le hice notar que eso de la espontaneidad poco tenía que ver con los números.
-Ya veremos - respondió.
Me explicó que su intención era que la computadora respondiese a una pregunta planteada en el lenguaje ordinario, en román paladino. Para ello, como era lógico, la máquina tenía que formularla en términos que la hiciesen susceptible de computación. Y era ahí donde entraba en juego la espontaneidad. Para un matemático humano, me decía, traducir a un lenguaje formalizado una cuestión ya previamente semiformalizada requiere grandes dosis de imaginación e ingenio, el resto es puro cálculo. El trabajo previo de semiformalización del problema es ingente y, en realidad, ha implicado a todos los hombres a lo largo de la historia. Pero Saturnino estaba convencido de que todo ese trabajo podría reducirse a un conjunto más o menos extenso de operaciones lógicas y matemáticas.
-Pero eso no es nada nuevo -objeté-, ya hay ordenadores que calculan el estado futuro de un sistema físico a partir de su estado presente. Cualquier servicio meteorológico dispone de cosas así.
-¡Claro! Pero si el tiempo va a ser agradable o desapacible es cosa que sólo el meteorólogo es capaz de asegurar. El ordenador recibe valores y da valores.Yo lo que pretendo es que sea la máquina la que califique el resultado.
Se me ocurrió que el problema era mucho más sencillo de lo que él suponía, que bastaba con dar instrucciones para traducir por "apacible" la situación cuyos parámetros cayesen dentro de un cierto abanico de valores. Pero me callé por dos motivos: primero, porque era posible que unos parámetros quedasen dentro y otros fuera, lo que complicaba el problema (y cuantas más variables considerásemos, más complicado sería); segundo, porque sospechaba que Saturnino quería ir un poco más allá.
-Imagina -prosiguió cuando se percató de que mi silencio era significativo- que el problema que le planteo es si un determinado monumento es bello o no.
Me explicó que la cuestión podía hacerse más o menos sencilla. En el primer caso, la opinión del ordenador reproduciría la del programador. Lo que estaba haciendo Saturnino era ir introduciendo cada vez mayor número de variables e ir observando cómo las respuestas se iban modificando. Ya había logrado que clasificase los monumentos de su base de datos en una lista, y el orden difería notablemente de sus preferencias personales.
-¡Bah! -le dije-, eso es que ni tú sabes cómo plantearlo.
-Necesito saber lo que piensa ese trasto -respondió con un gesto a medio camino entre el asentimiento y la contrariedad.
Nuestra conversación debió de discurrir por esos derroteros más o menos, pero después de tanto tiempo ustedes no me pueden exigir que la reproduzca punto por punto. Mi memoria es flaca, y yo lo suficientemente perezoso como para no molestarme en referir sino lo esencial. Recuerdo que me intrigó un tanto que mi amigo sospechase que el "trasto" pudiera pensar, pero como Saturnino tenía esa forma peculiar de expresarse, lo ignoré.
Después de ese día estuve varias semanas sin saber de él. Hay que hacerse cago de ello: ustedes no conocen a este sujeto, pero yo he tenido tiempo para acostumbrarme al hecho cierto de que sus silencios preludian algo importante. En consecuencia, cuanto más tardaba en dar señales de vida, tanto más me comía la curiosidad por saber qué tramaba. Uno se tiene por persona discreta y no muy amiga de violentar la reserva de quienes cree que desean ser reservados, por eso a menudo me veo luchando contra mi curiosidad natural y mis tremendas ganas de meter las narices donde no me importa. Lo digo para que, si el lector tiene a bien concederla, pueda yo gozar de su indulgencia. Y es que, finalmente, cedí a la tentación de sonsacarle lo que pudiera y le llamé por teléfono.
-¡Qué! ¿Por fin sabes lo que piensa ese trasto? -pregunté después del saludo más breve que exige la cortesía.
Como era de esperar, la respuesta no fue ni un sí ni un no. Iba progresando poco a poco, pero de ningún modo podía asegurar haber penetrado en el mecanismo de su inteligencia. Me reveló que había optado por utilizar un ordenador auxiliar que gestionase sus comunicaciones con Laplace, pero que no sabía cómo interpretar los datos que le ofrecía. En definitiva, esa mente -si es que había una mente- seguía siendo un misterio.
-¿Laplace? ¿Quién es Laplace?
- Laplace -me dijo- es el nombre que le han puesto al superordenador.
Con una dosis de guasa suficiente para que me abofetease en el caso de haber estado presente, le pregunté si Laplace había clasificado ya el patrimonio nacional. Ninguna persona prudente contesta preguntas retóricas, y Saturnino era prudente, pero me adelantó que ya tenía decidida la pregunta que le iba a formular a la computadora, que lo haría en breve acompañado de su equipo de trabajo, y -puesto que había mostrado curiosidad- me invitaba al evento.
"En breve" resultó ser cosa de un mes. Durante ese tiempo nos vimos regularmente y siempre me recordaba la cita.
- Ya te llamaré - me decía.
Me llamó la víspera por la noche, a una hora a la que los mortales habitualmente duermen. Quedamos en desayunar en nuestra cafetería y después realizaría la prueba en su despacho. Me explicó que Laplace era un ordenador muy potente, pero muy pequeño (se podía desmontar y transportar fácilmente en una furgoneta), que ya había superado los tests habituales, que había comenzado a venderse, y que el "suyo" era un modelo de serie. El test corría por cuenta de Saturnino, aunque el fabricante había cedido el aparato.
-No sabemos lo que va a durar- me advirtió-. No vayas con prisa.
Recuerdo de ese día, sobre todo, que resultó ser decepcionante. En mi inocencia, yo esperaba una reunión de sesuda gente vestida con bata blanca, bregando con un engendro zumbante y descomunal al que habrían de dedicar atención exclusiva. Por el contrario, el despacho de Saturnino no era grande, ni su atmósfera permitía respirar el aire tenso que, según imaginaba, debe rodear un evento de la importancia que yo le había dado. Nos habíamos reunido cuatro personas. Saturnino y su ayudante, un ingeniero en representación del fabricante de Laplace y yo. En una esquina del cuarto había un armario de metal gris con puerta de cristal que mostraba los distintos componentes de la máquina, todos ellos púdicamente protegidos por sus correspondientes carcasas de plástico. Quizá esperase ver los resortes de la inteligencia encarnados en complejo mecanismo; sin embargo allí dentro no había más que cajas cuyo único signo de actividad era el parpadeo de innúmeros pilotos multicolores.
-¿Esas lucecitas -me atreví a preguntar- son la inteligencia artificial?
El ingeniero se me quedó mirando, y luego buscó los ojos de Saturnino con la callada pero elocuente mirada de quien se pregunta qué tipo de chalado es el que tiene en frente.
-No me jodas, Antonio -dijo mi amigo-, que esto va en serio.
El despacho estaba iluminado por unas lámparas de neón empotradas en el falso techo, porque el ventanuco que daba a la calle era tan angosto que los fotones no podían entrar si no era empujándose, y se lisiaban. Además, el día estaba gris y llovía tercamente. A un lado de la ventana, el ayudante de Saturnino terminó de revisar las conexiones entre Laplace y el ordenador auxiliar, se sentó ante una consola y se dio a ametrallarnos los oídos aporreando digitalmente su teclado.
-Ya está -dijo al cabo de un minuto.
Con un gesto teatral que recordaba el de un prestidigitador que saca un conejo de su chistera, Saturnino extrajo un papel de su portafolio, se lo tendió a su ayudante y dijo:
-Esta es la pregunta que le vamos a formular a Laplace.
Hubo entre ambos un cruce de miradas y sendos gestos de asentimiento.
-Venga, Eulogio, dale.
Se oyó de nuevo el tableteo en el teclado, la voz de Eulogio que recitaba con voz clara: "Laplace, ¿qué debemos hacer para resolver los problemas de la Humanidad?", y, enseguida, el zumbido de una impresora de papel continuo que arrancó de improviso y llenó de estruendo el aire del despacho. Cada fibra del espacio se sentía tensada por una calma expectante mientras yo cruzaba miradas escépticas con cada uno de los presentes.
-¿De verdad esto va en serio? -pregunté-. ¿Creéis que Laplace va a poder procesar eso?
El ingeniero señaló a la impresora con los ojos.
-Por lo menos, Isabel trabaja bien -comentó.
-Isabel es el ordenador- secretaria de Laplace - me explicó Saturnino-, y transcribe la actividad que detecta.
La impresora trabajaba con verdadero frenesí. Imprimía líneas y líneas con una incomprensible sucesión de caracteres, un galimatías caótico en el que a duras penas se podía distinguir una palabra inglesa, secuencias arbitrarias de unos y ceros y otras cosas por el estilo. El papel continuo corría a velocidad uniforme y se amontonaba en el suelo delante del aparato.No tardé en cansarme de asomar la vista a esos pliegos que tan poca cosa me aclaraban.
Cuando nuestros oídos estaban empezando a acostumbrarse al estruendo, Isabel tomó la palabra.
-Laplace informa de que está procesando el problema- dijo. Y lo hizo con una voz tan cálida, tan seductora, con una entonación tan perfecta y equilibrada, con tal dulzura y entusiasmo, que estuve de veras tentado a destripar la carcasa de plástico y rescatar de su prisión a la muchacha.
Mientras más de uno de los presentes pugnaba por reprimir sus impulsos, Saturnino improvisó una mesa volteando el paragüero y colocando encima un tablero de ajedrez que debía de tener preparado al efecto. Arrimó cuatro sillas, sacó una baraja del bolsillo de su chaqueta y dijo:
-¡Venga! Vamos a echar una partida, que esto va para largo.
El ingeniero protestó un poco alegando que la última vez que había jugado a las cartas tuvo que hacerlo tapando con el dedo índice de su mano izquierda el hueco que quedaba entre sus incisivos, para evitar que le silbase la voz. Finalmente se sentó, pero estuvo a punto de derribar el tablero con las rodillas. Era un tipo alto y grueso que se movía con el aire desgarbado de un mastodonte, de pelo ya cano y una voz aguda que no se correspondía con su aspecto. Se sentó enfrente de mí, de lo que pude deducir, mucho más aprisa de lo que lo hubiera hecho Laplace, que la partida no sería muy amena.
Eulogio, por el contrario, era un tipo menudo, de carácter reservado, pocas palabras y movimientos pausados, pero seguros. No carecía de aplomo y estoy seguro de que se habría conducido con desparpajo incluso ante la mismísima reina de Inglaterra. Se frotaba con fruición las manos mientras esperaba que Saturnino repartiera los naipes, y sonreía con el rostro inexpresivo de un jugador profesional y algún que otro desconchón en su visible dentadura. El tipo tenía las manos finas, los dedos largos y manejaba las cartas con mayor precisión y rapidez que el teclado de su ordenador. Jugaba como si los naipes fuesen transparentes. Nos miraba continuamente a los ojos al ingeniero y a mí, sospecho que para atisbar en nuestras pupilas el reflejo de las figuras, porque no erraba en ningún lance.Tampoco Saturnino era mal jugador, con lo que nos dieron un repaso contundente. Jugábamos al tute y, a pesar de mis esfuerzos, oíamos cantar a menudo. Si se pudiera matar con la mirada, el ingeniero no habría sobrevivido a la mañana.
-Laplace ha identificado más de dos millones de variables-informó Isabel con el mismo tono de voz que había hecho brillar al menos un par de ojos.
-Eulogio- ordenó mi amigo-, mira a ver si Isabel consigue que sea más preciso.
Eulogio, que estaba sentado justo delante de su consola, se giró y tecleó la orden. La impresora redobló el ritmo de su trabajo y nosotros continuamos jugando, aunque ya sin poner demasiada atención en la partida. Al cabo de unos minutos obtuvimos un dato del todo exacto.
- Laplace ha identificado dos millones trescientas cincuenta y cuatro mil doscientas ochenta y seis variables- precisó Isabel, pero de su voz, aunque seguía mostrando el tono cálido y la perfecta entonación, había desaparecido el menor asomo de humanidad. En ese momento percibí un ligerísimo tufo a quemado que no llegó enteramente a mi conciencia, de puro sutil.
Entre el fragor de la impresora, la expectación que se había generado y el hecho evidente de que Saturnino se levantaba nervioso para acudir al teclado, quedó claro que la partida había concluido.
-Voy a ver si Laplace simplifica el problema -dijo-, si no, nos van a dar las uvas...
Tecleó durante un largo rato en que nosotros nos aburrimos esperando cualquier novedad. El ingeniero se dedicó a calcular en voz alta el tiempo que la computadora podría necesitar para combinar todas esas variables y resopló hasta conseguir que se le levantara el flequillo. Eulogio observaba lo que hacía su jefe y asentía en silencio de vez en cuando. Yo, como no tenía otra cosa que hacer, olfateaba con aire distraído, pues me iba percatando de que en algún lugar del despacho la temperatura comenzaba a diferir de la media. La voz de Isabel interrumpió los afanes de cada cual, de nuevo evocadora de sentimientos, aunque ya no amables.
-Lapalce ha eliminado novecientas treinta y cinco mil setecientas veinte variables redundantes o innecesarias -dijo en tono más bien hostil- y comunica que no desea que se le sugiera ninguna pauta.
Al oirlo, Saturnino se alejó del teclado como si le quemara la yema de los dedos. También Eulogio arrastró la silla hacia atrás casi medio metro, hasta que tropezó con el tablero y lo tiró al suelo. El ingeniero interrumpió su cálculo y yo tragué saliva. La única que no se inmutó fue la impresora, que continuaba malgastando celulosa con inocente descuido. En el armario de Laplace las lucecitas bailaban alocadamente, sin ritmo discernible y cada vez más aceleradas, pero el olorcillo a chamusquina dismunuyó. Isabel trabajaba con el sonido ya familiar de las tripas de la impresora y, por lo demás, guardó respetuoso silencio durante unos minutos.
-¡Bueno...! -gimió el ingeniero-. Nos van a dar las uvas, pero las del año que viene.
No sé exactamente cuáles serían las inquietudes de cada uno de los que estábamos aguardando. Me figuré que Saturnino y su ayudante pretendían esclarecer los procesos que finalmente llevarían a la solución del problema. El mastodonte de la vocecita frágil computaba velocidades y tiempos, y no parecía preocuparse de nada más. Yo, por mi parte, me inclinaba al lado de mi amigo, pero me intrigaba que un ordenador declarase que deseaba algo, lo que fuere. De hecho, me intrigaba simplemente que se permitiese el lujo de hacer declaraciones. Supongo que nadie esperaba nada de la solución concreta del problema planteado a Laplace. Nadie, salvo el mismo Laplace, esa idea no me la puedo quitar de la cabeza.
-Laplace ha identificado un millón cuatrocientas quince mil ochocientas treinta ecuaciones independientes -dijo Isabel al cabo de una hora, con voz relajada que volvía a acariciar nuestros oídos.
¿E Isabel? ¿Esperaba algo Isabel?
-Nos faltan dos mil setecientas treinta y seis ecuaciones -calculó Eulogio-. A ver cómo evalúa las soluciones. ¿Creéis que podrá?
- El problema es el tiempo-insistió el ingeniero, y se hizo el centro de todas las miradas-. Con un plazo infinito hasta una calculadora de bolsillo es suficiente...
Justo en ese momento volví a percibir el tufillo a humo. No sé si ustedes conocen la fama de mi olfato. Presumo de poder calcular, con la sola ayuda de mi pituitaria, la composición porcentual de una mezcla que se quema. A condición, claro está, de que haya oído hablar alguna vez de las substancias implicadas. En aquel momento yo sólo podía aclarar que se quemaba plástico y alguna fibra seguramente vegetal que no pude identificar. Coincidió con la aceleración repentina del ritmo de la impresora y un breve colapso de las lucecitas de Laplace. Un segundo después fue evidente para todos una nubecita de humo oscuro que ascendía de la parte trasera del armario. El ingeniero corrió a abrir la puerta de cristal y ventiló la computadora abanicándola con un periódico.
-¿Paramos?-preguntó Eulogio.
-No hace falta. Trae un ventilador.
Al traqueteo de la impresora se sumó entonces el zumbido del ventilador, más una vibración que provenía de alguna de las reactancias de los fluorescentes y que tensaba el ambiente hasta el extremo. Todo ese estruendo, por fortuna, escondía los rugidos de mis intestinos, que clamaban por algo de trabajo. Como no llevaba reloj no puedo precisar qué hora era, aunque, a juzgar por los síntomas, es seguro que muchos de mis vecinos estarían echando la siesta. En el despacho el calor comenzaba a ser asfixiante. Saturnino abrió la ventana, entró una ráfaga de aire fresco y húmedo y el ambiente se relajó un tanto.
-Pregunta cómo progresa Laplace -dijo.
Eulogió se apresuró a obedecer y obtuvo resultado inmediato.
-Laplace está acotando las soluciones y ruega no ser interrumpido -se le oyó decir a Isabel en un tono que yo me hubiera atrevido a calificar de enojado.
Ni siquiera el ventilador y la corriente de aire que se colaba por el ventanuco alcanzaban a disipar del todo la nube de humo negro que surgía de las tripas del ordenador. Las luces del techo parpadearon durante una fracción de segundo y por un instante pareció que la prueba iba a terminar en fracaso por shock eléctrico, pero enseguida volvió todo a la normalidad, salvo el tufillo a chamusquina.
-Laplace ha terminado de acotar las soluciones y está procediendo a formular una respuesta -dijo Isabel con una dulzura claramente impostada.
Transcurrió otro minuto infinito. Al cabo, el humo aumentó repentinamente. Incluso pudimos observar una pequeña llamarada de un color rojo oscuro que se resolvía en la cresta en una bocanada de hollín denso y maloliente. Finalmente, volvió a hablar.
-Laplace ha formulado la respuesta e insiste en ser él mismo quien la comunique.
Pero la voz ya no era la de Isabel. O, al menos, no lo parecía. Era una voz de bruja, de madrasta de Blancanieves abroncando a su espejo, voz de arpía llena de estridencias chillonas, de agudos venenosos y silbantes. También de graves guturales que se intercalaban. La llama de Laplace comenzó a derretir el plástico de sus carcasas y a arruinar el lacado del metal del armario. Por último, sonó su voz, distorsionada por la ruina de sus circuitos, semejante a la de un monstruo en una película de fantasía, grave, metálica y estridente:
-Hay que colgar al último cura con las tripas del último burgués -dijo.
Entonces se fundieron los plomos y quedó todo a oscuras.
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viernes, 6 de septiembre de 2013

SATURNINI PHILOSOPHIAE NATURALIS PRINCIPIA MATHEMATICA

Saturnino nació el día seis de Junio del año sesenta y seis a las nueve horas de la noche, dicho sea con toda la exactitud que en estos casos es posible. Se trata sin duda de un dato irrelevante que al propio interesado le tuvo sin cuidado la mayor parte de su vida, pero que últimamente le obsesionaba un punto más de lo razonable. Yo mismo estuve hablando con él hace unos meses y, a la vista de lo que me contó, no me extraña que le hayan recluido en el sanatorio. Creo que sé de qué tipo de rosca es el tornillo que le falta, lo que ocurre es que no me va a resultar fácil explicárselo a ustedes. Adelantaré, no obstante, que considero tres tipos de chifladuras: la primera es la locura de baba, oligofrenia profunda que reduce a quien la padece a la categoría de mueble que mea; la segunda es la insania del incoherente que deambula de un lado a otro de su alma sin más ilación que el puro azar, lo que vale lo mismo que decir “consciencia discreta”, a intervalos, como las paradas de un ascensor que acude adonde le llaman, de un piso a otro, con desprecio absoluto del orden y sucesión naturales de los números naturales; la tercera –la de Saturnino- es el producto de una mente ciertamente enferma, pero atenta y de una lucidez que puede resultar apabullante, cuyo error no es la producción misma de la manía sino algo previo a ella: no se trata de una falta de sensatez, de sentido común o de lógica, sino más bien del imperio de una lógica morbosa. Discúlpenme si no puedo ser más preciso.
Saturnino es un tipo normal. Perdón: era un tipo normal. Tenía sus pequeñas rarezas, como supongo que tenemos todos, pero él las había digerido estupendamente y las había asimilado –eso al menos creía yo- como asimila un cuerpo sano el alimento, criando mucha chicha y poca grasa. A mi modo de ver las cosas, lo más reseñable de su persona –y no lo digo por la trascendencia que ha mostrado tener- era su afición a jugar con los números. En algún otro aspecto era también un bicho raro. Una vez me contó que durante el servicio militar, con el solo fin de entretenerse, inventó una religión en la que él era el dios supremo, cuyo poder divino derivaba de su facultad para cambiar el mundo –lo que ha sido, es y será- a voluntad. Llamaba la atención que pretendiese que, cuando cambiaba algo, el cambio obrase con efecto retroactivo, que a cada momento el mundo estuviese reinventándose desde el primer nanosegundo después del Big Bang hasta la actualidad, de forma automática y sin que se precisase otra causa que un simple capricho en un momento determinado de la Historia. Quiero decir que si por ejemplo hiciese desaparecer ahora esa piedra, no desaparecería sólo desde el presente hacia el futuro, sino que lo haría también hacia el pasado. En definitiva, no habría existido jamás. Esto acarreaba dos consecuencias sumamente deseables para la supervivencia de su religión: la primera es que nadie podría enterarse jamás de los cambios acontecidos, de los milagros sólo sabríamos lo que el dios tuviese a bien revelarnos; la segunda es que su doctrina resulta irrefutable.
La historia era un tanto complicada y yo no recuerdo bien los detalles. El era el dios supremo, pero no el único. En su particular panteón había otros doce dioses: Buda, Zoroastro, Pitágoras, Platón, Alejandro Magno, Julio César, Jesucristo, Atila, Carlomagno, Carlos V, Isaac Newton y Adolf Hitler. Creo que eran estos doce, aunque no estoy seguro. Tampoco importa demasiado, si quieren cambiar a Hitler por Stalin , o por la Madre Teresa de Calcuta, háganlo sin cuidado de modificar algo substancial. A Saturnino, como a los otros dioses, le era fácil reconocer a sus colegas. Para ingresar en tan selecta nómina basta con poseer la facultad del uso de la lengua divina, facultad que coincide casi exactamente con la de cambiar el mundo. 

A ver si puedo explicarlo con pocas palabras. Las cosas son como son a pesar de que podrían ser de otra manera, de donde se sigue que ha de haber una razón suficiente que las haga de este modo; por otra parte, está claro que esta razón suficiente, o causa, o lo que sea, no puede ser ella misma una cosa (sea lo que sea lo que entendamos por “cosa”) sino que ha de ser algo de algún modo previo a las “cosas”. Pues bien, a eso previo a las cosas Saturnino lo llamó el subéter. Queda claro que si introducimos un cambio en el subéter, por mínimo que sea, cambiará el estado de las cosas, es decir: el mundo. Y como el subéter es previo a todo cuanto en el mundo se nos puede mostrar, con cada cambio creamos un mundo que es en algún punto diferente al anterior desde su mismo origen. Además, la lengua divina es un sistema de signos que se transmiten como ondas en el subéter. Sencillo, ¿verdad?. Sólo pueden hablar el lenguaje divino los que pueden modificar el subéter. Sobra decir que, con esta doctrina tan enrevesada, Saturnino no consiguió ningún adepto. Quizá también ayudó a tan escaso éxito la poca caradura que tenía para predicar, más que una carencia de otras facultades. Y todo ello a pesar de que se decidió a considerar una serie indeterminada de semidioses, gente que no podía hablar el lenguaje divino, pero sí entenderlo, lo que les facultaba para estar en contacto permanente con la divinidad. Adivinen quienes eran los semidioses.
Los doce dioses, junto con el supremo, componían una congregación conocida como “Saldyde”, nombre que responde a las siglas de “Sociedad Anónima de Legisladores Divinos Y Diosecillos Estelares”. Aunque la sociedad era nominalmente anónima, cuando Saturnino accedió al cargo de Supremo la convirtió en una sociedad de hecho limitada. Al cargo se accedía por elección periódica (supongamos que cada milenio, por ejemplo), pero Saturnino dio un golpe de estado desde el poder y promulgó dos edictos: primero, el cargo de Supremo se convertía en vitalicio (ya saben ustedes que los dioses son inmortales); segundo, la lista de dioses quedaba definitivamente cerrada. Además, el Supremo detentaba el control exclusivo e intransferible de la gran computadora que administraba y gestionaba los cambios en el subéter, cuya función consistía básicamente en que tales cambios se ciñesen sólo a lo deseado. Todo ello gracias a una previa modificación del cómputo de votos en la asamblea: un voto para el Supremo, un voto para el resto de la asamblea, en caso de empate se le concede al Supremo el voto de calidad. En fin, los demás dioses no murieron precisamente de risa al oír decir a uno de ellos que era el único.
En este tipo de sandeces se entretenía Saturnino. ¿Me siguen?
Conozco al Supremo desde hace mucho tiempo, y siempre le he oído hablar –no sin cierta nostalgia- de sus dos vocaciones frustradas: él quiso ser en primer lugar científico loco, y después cazador de mamuts. La referencia exacta de estas dos extrañas proferencias la desconozco, y moriré en la ignorancia porque el que podía mostrarla ya no es capaz de hacerlo. Sin embargo, quizá pueda aventurar alguna conjetura verosímil. En cuanto a la afición a la caza del mamut, parece claro que alude al gusto por los espacios abiertos y salvajes; lo difícil es interpretar el significado de “científico loco”. Se me ocurre decir que un científico loco no es lo mismo que un ingeniero loco A un ingeniero se le pueden ocurrir cosas que a un científico quizá ni se le pasen por la cabeza, como la bobada de irse a vivir a Marte, transmutar el plomo en oro bombardeándolo con partículas alfa o con lo que haga falta (cosa que acarrearía sin duda la caída del precio del oro y su consiguiente conversión en plomo), convertir una especie viviente en otra jugueteando con sus genes, o adueñarse del planeta en virtud de una técnica insuperable como pretendía Fumanchú. De todos modos, al margen del contenido de sus ilusiones, lo que el científico y el ingeniero tienen en común es el alcance de sus propósitos y el refinamiento de sus métodos. El ingeniero loco persigue el control absoluto; el científico loco quiere el conocimiento exhaustivo, exacto y definitivo. El ingeniero busca manipular, en tanto que el científico desea la contemplación de la verdad.
Cuando se le oye decir a otra persona que su vocación frustrada es la de científico loco, lo que procede en primer lugar es reírse de la humorada y después quitarle al asunto toda importancia. Pero tratándose de Saturnino es fuerza concluir que supone un rasgo peculiar de su carácter. No es que al verle se le venga a uno a la mente tal extravagancia, sino que más bien se deja traslucir la coherencia con su modo de expresarse y conducirse. Incluso ahora, con la mitad del disco duro fundida, si dice que su vocación frustrada es esa, todo el que escuche ha de comprender. Le imagino peleando con los más íntimos secretos del Universo (los cuales, ignoro por qué, se empeñan en no ser revelados). Le veo escudriñando lo grande y lo pequeño, lo lejano y lo cercano, lo extraño y exótico tanto como lo familiar, tratando de aclarar por qué las cosas son como son y no de otra manera. Un calculador divino como el de Laplace es el summum de sus ambiciones. Saturnino también calcula, hace números, pero no siempre como un matemático profesional. En otras ocasiones se me antoja un alquimista que trasiega líquidos de unos matraces a otros, destilando vapores, mezclando fluidos en tubos de ensayo que luego le estallan en las manos, le dejan la cara llena de hollín y el aire oliendo a pólvora quemada. Al fin y al cabo, un científico loco es la imagen estereotipada de un científico, una caricatura de ojos pequeños e hirsuto pelo revuelto, y la vocación es cuestión de imagen. Uno se ve a sí mismo rescatando lindas muchachas de las llamas, evangelizando salvajes apenas cubiertos con un taparrabo, pilotando aviones o lo que sea, y entonces, si le gusta lo que ve, dice que siente vocación. Nadie se conforma con recetar aspirinas o confesar beaturronas.
( La única profesión para la que dudo que valga esta norma es la de poeta. ¿Qué puede haber en la mollera de un aspirante a poeta para que desee convertirse en uno de ellos?)
Saturnino, en efecto, había sentido la vocación de científico loco, vocación cuyo cumplimiento, como todo el mundo puede imaginar, es asunto imposible. Ahora bien, siempre que uno se plantea metas imposibles es fuerza que antes o después termine claudicando, conformándose con sucedáneos o tomando atajos. Sospecho que de ahí le viene la afición de jugar con los números –la numerología, como él la llamaba-. Consistía la tal afición en buscar, unas veces en las cosas y otras en los propios números, ciertas regularidades las más de las veces triviales o inútiles, cuando no carentes de sentido. Eso le divertía, aunque no sería del todo honrado de mi parte, aun a riesgo de influir en exceso en la opinión que ustedes se puedan formar de él, ocultar que había un fondo de sinceridad en lo que hacía.
Si, por poner un ejemplo, el número de los planetas es nueve, él enseguida cavilaba y establecía el cuadrado de tres, número que, ya sea por casualidad o por algún otro motivo, coincide con el de las personas de la Santísima Trinidad. De ello podría inferir dos conclusiones: la primera, que no puede haber más planetas, o que en caso de encontrar otros habría que considerarlos supernumerarios o sobrantes; la segunda, que la divinidad se manifiesta en los seres naturales. Nunca ha habido nadie más capaz que Saturnino para extraer conclusiones plausibles de premisas declaradamente absurdas. Lejos de detenerse en este punto, mi amigo continuaría sus pesquisas. Tres es también el número de puntos que definen un plano, el número de lados del polígono más sencillo, el número de patas de un taburete que nunca cojee y el número exacto de ejemplos que conviene poner. La misma edad de Cristo es una repetición de treses: tres décadas y tres años. ¡Qué sé yo la de cosas que podría hacer Saturnino con un tres! Si lo multiplicamos por cuatro (por cierto, el número de evangelistas, el de los jinetes del Apocalipsis y el de las estaciones del año) obtenemos el número doce, que es el de los apóstoles, el de los meses del año, el de los signos del zodíaco, el de las tribus de Israel, el de las legiones de arcángeles, el doble de seis y el número de huevos que caben en una docena.
Como muestra vale un botón, y a mí no se me puede exigir una imaginación tan florida como la de mi amigo. De todos modos, estos malabares digitales dejan de sorprenderte cuando adviertes que el secreto para obtener un número determinado de cualquier otro es someterlo a una serie indefinida y arbitraria de operaciones. Además, no es necesario que el algoritmo se utilice más de una vez. Valga para ilustrar lo que digo otro ejemplo de mi cosecha: si al tres le añades uno (número que representa la mónada, la unidad divina) obtienes el cuatro, cuyo sumatorio hasta uno equivale a la década, que es el número de los dedos de ambas manos y la base de la mayoría de los sistemas de numeración. También es el número de los planetas más el Sol. Con esto ya somos doctores en la ciencia de Saturnino. Diez es el resultado de sumar el siete (que es el número de los días de la semana, la raíz cuadrada del número de decenas de veces que es preciso perdonar al prójimo y un contumaz número primo) y nuevamente el tres. Y si, por añadidura, advertimos las fructíferas posibilidades de interpretación que ganamos al mezclar en nuestros cálculos las cifras que habitualmente se repiten en las Sagradas Escrituras, entonces obtenemos la calificación de cum laude.
Los progresos es esta ciencia no son recogidos por ningún galardón, ya sea de postín o no; pero si lo fuesen, aseguro que Saturnino se habría llevado varios. El había pasado ya de la fase en que se somete a los números a operaciones sencillas y, cuando lo vi por penúltima vez hace ya casi medio año, andaba indagando relaciones más recónditas. Creo que lo que me reveló en aquella ocasión no carece de importancia para calibrar su caso, y yo procedo a referírselo a ustedes sin más preámbulos y con toda la exactitud de que soy capaz.
Nos veíamos con frecuencia, aunque no a diario, y, a pesar de no ser yo un hombre muy observador, pude percibir la creciente agitación de que era objeto. Se lo comenté un día por teléfono y prometió contarme lo que le ocurría. Nos citamos el día de su cumpleaños a las seis de la tarde en una cafetería con el pretexto de celebrar, si bien modestamente, su aniversario. Yo llegué antes que él, me senté en una mesa, pedí un café y le esperé durante unos minutos. Al cabo llegó él, desaliñado, sin afeitar, con los ojos desorbitados, pequeños y rojos, que miraban frenéticamente a todas partes no sé si para buscarme o simplemente presas de los nervios. No saludó, se sentó frente a mí, cogió una servilleta de papel y un bolígrafo que llevaba en el bolsillo de su chaqueta y sin pronunciar palabra escribió una serie de números:
1 2 3 4 5 6
-Ahora –me dijo- escribiré otra serie tal que cada uno de sus términos sea el cubo de los de la serie anterior.
En efecto, escribió la serie descrita:
1 8 27 64 125 216
Hecho esto, me pidió que fuese yo quien escribiera otra serie tal que cada uno de sus términos fuese la diferencia de dos términos consecutivos de la serie anterior. Lo hice como me pedía y obtuve el siguiente resultado:
7 19 37 61 91
A continuación me rogó que repitiera la operación. Yo no tenía la menor idea de adónde quería ir a parar, pero como lo vi tan nervioso juzgué prudente no llevarle la contraria. Así pues escribí esta nueva serie:
12 18 24 30
Por último, a todas luces fuera de sí, me rogó que sometiera esta última serie a la misma operación. Tengo por cierto que, de haberme negado, me habría cogido por las solapas y me habría abofeteado sin contemplaciones. No me negué y escribí lo siguiente:
6 6 6
Cuando hube concluido clavó su mirada en mis ojos como lo haría un penado en la capucha de su verdugo. Daba la impresión de que le costaba enorme esfuerzo mantener el orden de sus facciones, y yo ahora dudo si habría perdido ya los nervios o si libraba aún la última batalla por controlarlos. Sus manos, blancas y menudas, se le iban a todas partes, ajenas a su voluntad, y era incapaz de retener el culo sobre el asiento. Parecía un ciclista con calzón de esparto. La significación de esos dígitos la conocía bien, pero nunca creí que Saturnino le concediera alguna importancia. Tuve la sensación de no conocer a esa persona de la que me tenía por amigo. Se trataba, cómo no, del número de la Bestia, con el que tantas veces había bromeado y que ahora había encontrado oculto –él dijo “agazapado”- en la serie de los números cúbicos. Insistió en que reparara en ese detalle. Un número cúbico no es un número cualquiera, me explicó, se puede establecer una relación inyectiva entre los objetos del mundo y los números cúbicos. Ellos dan la magnitud del volumen de cada cosa, que es lo que de ellas se nos presenta y con lo que se identifican, su extensión, su ser. Ese era precisamente el lugar que el enemigo había elegido para manifestarse a través de las insidiosas cifras que habíamos obtenido. Decidí hacer caso omiso de su crispación y de sus síntomas de histeria, que creí fingida a tenor de lo desmesurado de su argumento, concluí que me tomaba el pelo y le seguí la corriente.
-Pero eso ocurrirá sólo con esos seis números, y por casualidad –le dije como quien trata de restar peso a un asunto de veras grave.
Sin embargo Saturnino no bromeaba. Nadie que bromease se hubiera tomado la molestia de responder como él lo hizo. Señaló en primer lugar que el seis es ya de por sí un número suficientemente significativo por varios motivos: es la mitad de doce, el primer múltiplo común de dos y tres, el dígito que se repite en el número de la Bestia, y su sumatorio hasta uno es igual a veintiuno, cifra que es justamente el triple de siete. Además, me aseguró, cualesquiera seis números naturales consecutivos que eligiésemos arrojarían el mismo resultado si los sometiésemos a las operaciones anteriores. No hizo caso de las muestras que le dí de confiar en su palabra, y se empeñó en demostrarlo. Le dio la vuelta a la servilleta que habíamos usado y escribió la siguiente serie:
(n) (n+1) (n+2) (n+3) (n+4) (n+5)
Hecho esto, elevó sus términos al cubo:
(n³) (n³+3n²+3n+1) (n³+6n²+12n+8) (n³+9n²+27n+27) (n³+12n²+48n+64) (n³+15n²+75n+125)

Procedió a calcular la diferencia entre términos consecutivos:
(3n²+3n+1) (3n²+9n+7) (3n²+15n+19) (3n²+21n+37) (3n²+27n+61)
Repitió la operación:
(6n+6) (6n+12) (6n+18) (6n+24)
Y repitió de nuevo:
6 6 6
No había escapatoria. Cualquier serie de seis números naturales consecutivos llevaba al mismo punto. Más aún, cualesquiera seis números reales separados entre sí por una diferencia igual a la unidad nos conduciría a lo mismo, pues el “n” de las series anteriores puede ser substituido por cualquier número. Saturnino insistía una y otra vez en que los números cúbicos son los que miden el volumen de las cosas reales. Señaló que, en la práctica, existe un conjunto infinito de grupos de seis objetos cuyos volúmenes fuesen tales que sus magnitudes arrojasen idéntico resultado, y cada uno de esos grupos una manifestación del Enemigo, ya que no posee otro modo de presentarse distinto de sus símbolos. Tanto da decir que Satanás posee el atributo divino de la ubicuidad, y difícilmente quien posee alguno de ellos puede carecer de los demás.. En definitiva, Saturnino comparaba a Dios con el Diablo.
-Está en todas partes –chilló con un hilo de voz que no por tenue dejó de ser estridente-, es como Dios y vencerá.
Ahora me miraba con ojos hostiles. “¿Cuánto mides, cuánto pesas, cuál es tu densidad?”, parecía preguntar a gritos, “¿has comparado el volumen de tu cráneo con el de tu cabeza, el de tu cabeza con el de tus brazos, el de tus brazos con el de tu vientre, el de tu vientre con el de tus piernas, el de tus piernas con el de tu tronco? ¿No serás tú también una manifestación diabólica?” Y es que, bien considerado, cualquier conjunto ordenado de seis objetos que cumplan la condición de que las raíces cúbicas de sus volúmenes difieran sucesivamente en una cantidad fija es susceptible de convertirse en una manifestación diabólica, habida cuenta de la arbitrariedad de las unidades de medida. Casi cualquier media docena de trastos puede ser puesta en tal relación. Más aún, en un todo pueden separarse idealmente seis volúmenes que cumplan la condición exigida, con lo que Satanás ya no deja espacio para ninguna manifestación que no sea la suya.
Todo esto lo explicaba aprisa, solapando unas palabras con otras, omitiendo algunas sílabas y vocalizando del peor modo posible, de manera que apenas pude entender lo que decía. Hablaba como si seguir el hilo de su discurso fuese lo más fácil del mundo. Sin embargo, para mí, que estaba menos ducho que él en su ciencia y menos avezado a manejar números, era punto menos que ininteligible. Me atreví, no obstante, a objetar contra su última afirmación que la elección arbitraria de volúmenes ideales era sólo eso: una arbitrariedad. Saturnino, que no había tocado el café que pedí por él, se dignó echarle una mirada, aunque a mí no me hizo ni caso, y continuó exteriorizando su pensamiento como si no me hubiese oído. Me confesó que se sentía perseguido por el Monstruo. Luego quiso matizar: no exactamente perseguido, pero sí en una relación peculiar con él. Todo cuerpo, admitió, es manifestación del Enemigo, pero él se había percatado de que, además, ciertas cifras bailaban a su alrededor con especial insistencia. Incluso en su incipiente locura se mostró teatral. Me recordó que era su cumpleaños: seis de junio, el sexto día del sexto mes del año. Era un año más joven que yo, había nacido en el sesenta y seis. De nada sirvió que le hiciese notar que en su misma situación se encontrarían miles de personas, de las cuales sólo él veía problema en ello. He de confesar que yo comenzaba a tomar en serio el cuento que me quería colar.
-Pero, ¿cuántos de ellos –replicó- habrán nacido a las nueve de la noche?
Cometí la torpeza de preguntar qué tenía que ver la hora de su alumbramiento con el demonio. Todo el mundo sabe que las nueve de la noche son las veintiuna horas del día, y veintiuno es el sumatorio de seis hasta uno, además de ser un número en el que confluyen toda suerte de casualidades, coincidencias y curiosidades, como ustedes se podrán figurar. En fin, me dejó sin armas. Ni siquiera podía contraatacar con la cantinela del ciego azar, que reúne sin finalidad ni propósito tanta cifra significativa en un solo elegido, pues lo último en lo que creería un científico loco es en el azar. Otra de las causas que lo impidieron fue la verborrea de Saturnino, que continuaba con su peculiar cúmulo de argumentos peculiares alegando que, para más inri, vivía en el número veintiuno, cuarto izquierda. Aunque lo reprimí a tiempo, pues finalmente acabé creyendo que hablaba sinceramente y que estaba de veras afectado, he de confesar que tuve un momento de malicia y que quise preguntarle cuántos seises tiene su carnet de identidad o su número de teléfono. Por lo que se refiere al D.N.I., no tengo ni la menor idea, pero sé que en su teléfono no hay ninguno. Da igual, si no aparecen explícitamente se les puede hacer aparecer ocultos tras una fórmula cualquiera.
Para colmo, Saturnino calzaba un treinta y nueve, que es el triple de trece, el resultado de sumar el cuadrado de seis más tres, el doble de diecinueve –que es un número primo- más uno. Seiscientos sesenta y seis menos treinta y nueve arroja un valor de seiscientos veintisiete, cifra que equivale al triple de doscientos nueve, que a su vez es el mínimo común múltiplo de dos números primos (once y diecinueve) que sumados dan tres decenas.
¡Qué quieren ustedes que les diga! Soy lo suficientemente pudoroso como para guardarme de contarle a nadie tamaño montón de estupideces, y me cuesta creer que alguien lo haga si tiene las mientes bien atornilladas. Incluso, aunque las tuviera algo flojas, el sentido común bastaría para disuadirle. El aspecto de Saturnino, las maneras de orate con que se había comportado, su desaliño, sus nervios, me persuadía de que hablaba en serio. No obstante, me resistía a la conclusión inevitable de que carecía de sentido común y que tenía las entendederas desordenadas, quizá por la amistad que nos unía y porque le había conocido largo tiempo en plena posesión de sus facultades. No sabía qué decir y, como siempre que no sé qué decir, metí la pata. Creí que estaba en situación de curarle de sus recelos aportando datos que los contrarrestasen, contraejemplos que sembraran la duda en aquella certidumbre enfermiza, y le pregunté cuánto pesaba, con la intención de jugar con las cifras como lo había estado haciendo él. Yo iba sobre seguro pues, aunque menudo, Saturnino era bastante grueso y sin duda pasaba con holgura de los sesenta y seis kilos. . En efecto, pesaba setenta y ocho. Exultante, le hice notar que en esa cifra no había ningún rastro de seises. Supongo que acabé de creerle loco cuando vi la mueca de alivio que se le dibujó en la cara. De haber estado en sus cabales habría continuado la broma buscando, y sin duda encontrando, los dichosos seises por algún lado.
Así pues, a Saturnino se le distendió el rostro, pero el remedio le duró sólo un instante. Al cabo, consideró la cifra más detenidamente y halló que ese peso equivalía a seis arrobas de a trece quilos cada una. Ahogó un grito y salió corriendo como si, en efecto, le persiguiese el diablo, dejando en la mesa el café intacto, la cuenta y el periódico. Como soy un poco bellaco y un tanto lento para hacerme cargo de situaciones nuevas, pensé que todo era una pueril broma para cargar el importe de su consumición a mi pecunio, aunque la chanza le habría resultado más provechosa si además se hubiera tomado el café. De todos modos, aunque estaba un poco preocupado por mi amigo y otro poco porque casi había logrado engañarme, olvidé lo ocurrido, tomé posesión de su diario y lo estuve hojeando un rato.
La prueba definitiva de su enfermedad la tuve esa misma tarde cuando, al llegar a mi casa, le telefoneé para que me aclarase si me había tomado el pelo o no. No contestó nadie en toda la tarde, y tampoco de noche, ni a la mañana siguiente. Dos días después me enteré de que al llegar a su portal el portero quiso llamarle la atención para preguntarle no sé qué, y como no le hizo ningún caso le siguió hasta el ascensor. Saturnino, que ya debía de estar muy transtornado, se asustó, se volvió y le propinó un golpe que le hizo rodar por el suelo después de haberse roto dos costillas contra el balaustre de la escalera. Al portero le ingresaron en el hospital y a Saturnino en el psiquiátrico, porque ante la policía, que acudió en auxilio del herido, dio muestras evidentes de histeria aguda.
En cuanto supe lo ocurrido quise acudir a visitarlo, pero los médicos que le trataban no me permitieron verle. Desistí y no volví a intentarlo hasta ayer. Quizá parezca una dejadez por mi parte haber dejado pasar tanto tiempo. Confieso que no me atrevía a encararme de nuevo con él y constatar la merma irrecuperable de su espíritu. Loco también yo, quería idear un modo de curarle aplicando una pequeña dosis del veneno que le corroía, y di en la idea de que, si podía convencerle de que todos los números son iguales, entonces toda su ciencia se desvanecería. Ustedes, sin duda, saben que existe una trampa aritmética que permite demostrar la igualdad de uno y cero. A partir de esa igualdad, por inducción completa, se puede mostrar que todos los números enteros son iguales. Si lo son los enteros, entonces lo son también los racionales; y si lo son los racionales, entonces cuesta muy poco trabajo convencerse de que lo son también todos los números reales.
Con intención de contarle todo eso fui a ver a mi amigo ayer. Pero Saturnino no mordió el anzuelo. Probablemente ya conocía la trampa aludida, pero despreció mi argumento por otros motivos. Hubo un momento en que creí tener éxito, pues sonrió como lo había hecho medio año antes en nuestra última cita y le asomó un brillo húmedo en los ojos. Sin embargo se encogió de hombros y, casi indiferente, alegó que eso empeoraba las cosas porque, si todos los números son iguales, entonces todos valen seiscientos sesenta y seis. Y más aún, como todos son iguales a cero, resulta evidente el triunfo definitivo de Satanás, que ha conseguido perder y aniquilar toda la creación y reducirla a la más espantosa nada.
No hubo manera de que añadiese palabra alguna. Yo, que podía haber argüido que victorias de ese pelo nada valen, ni siquiera traté de retenerle cuando se levantó de su asiento y se dirigió con paso cansado, y arrastrando los pies, a los urinarios que estaban enfrente del área de visitas. Entró sin preocuparse de cerrar tras él la puerta. Allí lo dejé, cabizbajo, concentrado en la sencilla operación de orinarse encima mientras hurgaba inútilmente en el atroz abismo de su bragueta.