lunes, 16 de diciembre de 2013

Caperucita la Roja

(Esta historia es pura ficción. Cualquier parecido con la realidad se debe únicamente al azar)


Si ustedes lo desean podría contarles la vida entera de Caperucita tal como yo la conozco, desde su nacimiento hasta hace tan sólo unos meses, pero supongo que no será necesario. Por otra parte, como sólo algunos detalles los conozco de primera mano, preferiría no tener que hacerlo. En efecto, pocas veces he tenido ocasión de hablar con ella, y menos aún son los datos de interés que me ha ido revelando. Por ella no sabré más porque la he visto cada vez menos dispuesta a sincerarse con extraños, señal inequívoca de que va adquiriendo algo de cordura. Lo poco que sé procede mayormente de terceras personas, y mi escasa capacidad deductiva me ha ido permitiendo atar algunos cabos sueltos de entre la maraña de hilos que se me ofrece. De todos modos, para escarnio y escarmiento de panolis – cuyo número crece sin tregua -, como refutación de la ortodoxia política – cada día menos dispuesta a tolerar discrepancias – y, finalmente, para satisfacer el legítimo derecho a la información de los curiosos, les referiré a ustedes lo que juzgo de interés de los avatares y desventuras de Dolores, alias Caperucita la Roja.

Sinceramente, y les ruego que me crean, yo no soy hombre dado al vano chismorreo. De cada asunto refiero sólo lo estrictamente necesario para comprenderlo, y lo hago del modo más escueto y directo que mi romo ingenio me permite. Aspiro a que, si digo menos, no se me entienda, y si digo más, algo esté de sobra. Pero ahora, aunque no viene del todo al caso, no me resisto a hablarles del origen del sobrenombre de Dolores. Ya saben ustedes que no hay nada más difícil que averiguar la procedencia de un mote y los motivos que lo ocasionaron. Con frecuencia los hijos los heredan de sus padres y de este modo se convierten en los más seguros gentilicios, en los patronímicos más exactos, en un segundo apellido que sustituye al primero y lo desplaza. Inútil indagar su causa. El caso de Caperucita es distinto, porque el suyo es un mote de primera asignación, pero a pesar de que quienes la motejaron aún viven, no hay dos personas que coincidan en señalar su origen. Lo cierto es que desde muy niña Dolores ha preferido el color rojo para su indumentaria, y siempre que se le concedió el derecho de elegir terminó decantándose por él. Con ocho años ya nadie la conocía por su nombre, con dieciséis coqueteaba con un capuchón corto de su color preferido y una minifalda que mostraba unas larguísimas y esbeltas piernas que trastornaron a más de un degustador de los encantos femeninos. A los veinticuatro todo el mundo la conocía como Caperucita la Roja porque a nadie dejaba de confesarle su fe y su ideología. Sabido es que la fe y la ideología van de la mano, por eso los dictadores se creen en el derecho de suponer que quienes no están de su lado están contra ellos, y se defienden.

Desde siempre fue Caperucita de natural confiado. No recelaba daños ni veía peligros, ni siquiera los que derivan de la omnipresente gravedad de los graves. Tuvo suerte no obstante: dos o tres fracturas no consiguieron afear ni un ápice el perfecto trazado de su grácil esqueleto. Con trece años y el carácter aun no del todo moderado era una guapa niña cuyo cuerpo mostraba exultante los cambios que afectan a las mujeres de su edad. Por aquél entonces se acostumbraba a inculcar en las niñas el deber de ayudar en las faenas domésticas, y su madre le mandaba con frecuencia hacer la compra en la tienda de la esquina. Caperucita obedecía a regañadientes quejándose de la ociosidad en que se le permitía permanecer a su hermano, se colgaba del brazo una cesta de mimbre y olvidaba enseguida su enojo. Como resulta que el hombre, más que animal racional, es animal de costumbres (lo que a veces explica el equívoco), quiso la casualidad que a menudo las salidas de la niña coincidiesen con el momento en que el vecino le abría la puerta a su perro para que diese su paseo cotidiano. Era este hombre un cuarentón, haragán como pocos, que había dado con el modo de que su perrazo saliese solo y volviese después, solo también, tras haber sembrado las calles con todas las inmundicias con que los canes obsequian a los humanos. Gozaba el perro de mejor talante que su dueño, y la niña le prodigaba mimos y caricias. Sin embargo, en una ocasión, el exceso de la carantoña molestó al chucho, que respondió con una descortés dentellada en el muslo izquierdo de la chiquilla. La cosa no tuvo más importancia que un poco de sangre, algún dolor y una pequeña cicatriz que la cirugía ni siquiera consideró conveniente corregir y que la afectada exhibe con inocencia todavía hoy, para deleite de oyentes y mirones. El incidente acarreó además el sacrificio del animal, sobre quien cayó la desgracia de que su dueño se hartase de sus responsabilidades a la primera ocasión que tuvo de ejercerlas, y el chascarrillo que circuló enseguida de que a Caperucita se le había comido el lobo.

Yo no sé si lo dicho aclarará algo la cuestión que trataba de resolver, si pertenece a la categoría de las causas o permanece aún en la de los efectos. Quizá haya que retrotraerse a la más tierna infancia de la zagala para averiguar algo más cierto, pero no estoy dispuesto a hacerlo. No he venido al mundo para contar historias, y si me avengo a hacerlo habrá de ser del modo que más me plazca. Nadie puede pretender que conozca a Caperucita mejor de lo que se conoce ella misma, que reconstruya la ilación de sus pensamientos, los motivos de cada uno de sus actos, los pretextos de quienes la rodean para juzgarla de un modo u otro. ¡Qué sé yo de todo eso! Yo sólo expongo hechos, y no todos: nada más que los que creo oportunos. Y un hecho no sólo oportuno, sino de importancia capital, es el que a continuación señalo: Dolores trabajaba como asistenta social para el ayuntamiento de su municipio. Comprenderán ustedes que tampoco cite el nombre del municipio. Puedo decir el pecado, pero me callo el nombre del pecador. Tampoco Dolores se llama Dolores, y si acudo a este artificio es por mantener el secreto de la identidad de la protagonista.

Como dije, Dolores trabajaba de asistenta social y tenía a su cargo la parte de los menores descarriados a quienes el puro azar quería usar como conejillos de indias en los experimentos sociales de integración de que tan orgullosos se sentían los próceres políticos de su ciudad, que en realidad no eran más que burdas tentativas de disciplinamiento suavizadas a base de eufemismos, lugares comunes, sonrisas a la prensa y mucha desidia a la hora de afrontar los problemas. Precisamente, fue en el desempeño de sus funciones como conocí a Caperucita. Yo era conserje de un colegio público adonde Dolores acudía para acompañar a los chavales que juzgaba preparados para la difícil experiencia de la vida escolar, y allí, en los ratos muertos de espera, a veces me contaba gentilmente su vida y sus problemas. Otras veces no, se entretenía charlando con los padres de otros alumnos mientras yo rabiaba de celos porque –fuerza es confesarlo- ninguna mujer tan guapa se había acercado nunca a menos de diez metros de mi centro de gravedad, es decir: a nueve del perímetro exterior de mi barriga.

Pero, con todo, esos breves ratitos de penuria emocional, de abandono en una mísera soledad que sólo podían romper las ondas de sebo que recorrían mi cuerpo de arriba abajo cuando, por no caer en el soez vicio de mascullar tacos, sacudía las piernas con impaciencia, no fueron nada comparados con la desolación de su primera semana de ausencia. A ésta siguieron otras, cada vez más largas y frecuentes, en tanto que sus entrevistas conmigo se iban haciendo más breves, más frías, más convencionales. Me creí morir un día que sólo hablamos del tiempo. Yo sudaba grasa, que es tanto como decir que Cristo sudó sangre, y sin embargo hice cuanto estuvo en mi mano por evitar que mis ojos traicionaran las convulsiones que anudaban mis intestinos y amenazaban con paralizar todas mis vísceras. ¡Malditas sean mis dotes de interpretación, pues estoy seguro de que ni el más pequeño átomo de mis emociones logró atravesar el grueso manto de tocino que llevo bajo la piel!

Ustedes sabrán disculpar estas digresiones que a nadie interesan. Al menos a mí me sirven de desahogo. Quizá sí interese decir que, al tiempo que su trato conmigo se hacía más distante, el trato con sus pupilos se resentía del mismo modo. Su solicitud para con ellos tornó en breve en simple corrección, después en una corrección distante y, por último, ni siquiera eso. Ni es necesario ni quiero detenerme más en estos detalles que sin duda afeaban su espléndida belleza y que precedieron por muy corto espacio de tiempo a su desaparición definitiva.

No creo que sean ustedes capaces de hacerse cargo del estado de ánimo que me fue invadiendo día tras día, a medida de que la constatación de que no volvería a verla se iba convirtiendo en una sentencia irrefutable. Un día me decidí a preguntar por ella a uno de sus contertulios habituales, un sujeto ya maduro que debía de tener alguna amistad con el padre de Caperucita. Como respuesta recibí un codazo de complicidad.

- ¿Qué? ¿Está buena, eh, canalla? –me dijo. Después me refirió la historia que a continuación repito.

Como todo progresista que se precie, Caperucita presumía de utilizar siempre los transportes públicos, aunque la realidad distaba un tanto de la presunción. A la hora de la verdad todo eran excusas: que si el horario no le convenía, que si había perdido el tren, que si no tenía buena combinación… Creo que se le veía menos por la estación que a un borracho en las asambleas del Ejército de Salvación. Pero sería faltar a la verdad afirmar que nunca acudía. En efecto, en una ocasión –y no trae cuenta precisar cuándo- se vio forzada a viajar en tren, a pesar de no tener buena combinación. Si he de ser sincero, no creo que toda la culpa del olvido del transporte público sea de Caperucita: en los países subdesarrollados los viajes llevan mucho tiempo por culpa de la escasa velocidad; sin embargo, en las repúblicas bananeras, como la nuestra, donde reina la desidia y la caradura, y el interés general se olvida a veces simplemente por nada, los viajeros deben soportar esperas descomunales en los transbordos. Concluyan ustedes lo que se sigue de esto.

Sea como fuere, lo cierto es que Caperucita hubo de esperar en cierta estación durante un par de horas a que llegase un tren que le devolviese a su casa. La espera en una estación puede deparar cualquier cosa, desde un feliz suceso hasta el más desgraciado de los incidentes. Allí todos los contrarios son posibles incluso al mismo tiempo, supongo que por eso la gente encuentra algo divino en el hecho de viajar. Dos personas pueden estar sentadas una al lado de otra esperando su tren, y sin embargo correr suertes diametralmente opuestas. No es esto exactamente lo que ocurrió con Dolores en aquella ocasión, puesto que se encontraba completamente sola en la sala de espera, pero su suerte dependía de que el sujeto que entró al cabo de unos minutos de estar ella allí aburrida tuviese dos dedos de frente o no más de uno y medio. El punto crítico es exactamente dos dedos de frente. Con eso o más, cualquiera que entrase daría los buenos días y se sentaría a una distancia prudente, porque por muy buena que esté nuestra interlocutora debe primar el respeto a su intimidad y su espacio vital. Con menos de dos dedos las cosas ocurren de un modo bien diferente: el que entra pide un cigarro, se sienta a tu lado y con total falta de pudor te cuenta su vida, tanto si te interesa como si no. Después todo parece incierto.

Pues bien, no sé cuál sería el número de sombrero que calzaba el tipejo que entró, porque yo no estaba allí para calcularlo, pero por lo visto se comportaba como si tuviera las facultades mermadas. Vestía pantalón tejano y una camiseta que se había saltado tres lavados, no parecía sentir el frío de la mañana y todo él evidenciaba haberse dedicado recientemente a frecuentes y abundantes libaciones. A juzgar por una cosilla sucia que le colgaba entre los dedos de la mano derecha, debía de estar bajo los efectos de las inhalaciones del humo de cierto narcótico que consumen a menudo los porreros. En suma, era un vitola del uno. El rostro se le habría quedado tan chupado como lo tenía sin duda por el esfuerzo de arrancarle al canuto hasta la última voluta de humo. Los ojos rojos, la tez grasienta, los cabellos despeinados, todo indicaba que no había dormido en toda la noche, no al menos como suelen hacerlo los cristianos.

Permítaseme ahora afirmar que el mundo está lleno de pesados, que su número crece en proporción geométrica en tanto que la paciencia del resto lo hace como mucho en proporción aritmética y que, a pesar de ello, disponemos de una variedad muy limitada de pelmas. Básicamente, sólo hay tres tipos. A pesar de mi resistencia y aunque sea sólo por estar haciendo lo que ahora hago, la honradez me obliga a incluirme a mí en el primero. Al menos me cabe el consuelo y el descargo de pertenecer al grupo de culpa más leve: el de los cuentistas. Sin duda un cuentista puede llegar a ser molesto, pero a poco que la Naturaleza le haya provisto de talento puede estar seguro no ya de no aburrir, sino incluso de agradar. Y si sabe condimentar sus guisos con astucia verá cómo la parroquia afloja la panocha sólo por oírle, cosa que nunca viene mal del todo.

El segundo grupo lo componen esos impúdicos de lengua suelta, capaces de contarte sus glorias o sus desventuras, quizá con la intención de sonsacarte alguna noticia comentable, o por obtener de ti algún otro beneficio. Este es el grupo más nutrido y el más insidioso, pues no está nada claro el desinterés de quienes lo integran. Además es el que con más encono abusa de la paciencia de sus víctimas. Y que nadie venga rebuznando que la caridad de la gente ha caído en picado, que ya no hay quien sepa escuchar, u otras zarandajas de ese pelo, porque la verdad está más cerca de lo contrario. No hay más que ver lo que con jobiana o vacuna indiferencia nos dejamos hacer a diario. Valga como ejemplo el de los publicitarios, esos mercachifles vocingleros buenos para nada, mucho más arteros que honrados, capaces de pregonar con el mayor entusiasmo y desdén por los buenos modos los artículos más inútiles, si son vendedores, o los candidatos más estrafalarios, si se dedican a la política. Y si a éstos, que de fijo son interesados, los aguantamos, cuánto no aguantaremos a quienes presumimos no lo son.

El sujeto que entró aquel día en la sala de espera debía de pertenecer al tercer tipo. Es curioso lo que ocurre con éstos: no son los peores, pero sí los más desagradables. Y yo tengo para mí que, dejando aparte sus aspecto, ello se debe a que, aunque no piden nada en concreto, sí que están pidiendo algo que nosotros podemos dar a manos llenas y que sin embargo atesoramos como si temiéramos gastarlo demasiado pronto. Quizá nos pidan compasión, o quizá algo que nos cuesta mucho menos y que valoramos mucho más que la compasión. Lo que pretenden de nosotros, creo, es que consideremos que el despilfarro de su vida no ha sido en vano, que valen o han valido para algo. De otro modo no nos narrarían tan abiertamente sus desdichas. Si Caperucita no pensó esto mismo que digo ahora, o algo similar, entonces me declaro incapaz de entender lo que hizo a continuación.

Este hombre, según parece no merecía ya el apelativo de “muchacho”, dijo llamarse Leopoldo Zurbarán.

- Yo soy descendiente de Zurbarán, el pintor, ¿sabes? –declaró con esa voz nasal y algo arrastrada que es propia y peculiar de la canalla-. Soy pintor, como mi padre y mi abuelo, y toda la familia. Ahora me dedico a pintar pisos, ¿sabes lo que te digo? Mi padre me enseñó muchos truquillos de puta madre, y como necesito algunas pelillas, pues pinto pisos que te cagas.

Supongo que Dolores no sería tan boba de no recelar alguna fantasía en lo que Leopoldo contaba, porque, como se verá, algunos detalles hedían a exageración. Por lo que a mí respecta, dejaré en suspenso la labor de separar lo verídico de lo fingido, puesto que ni siquiera soy capaz de distinguir a ciencia cierta lo verosímil. Leopoldo dijo haber pintado recientemente el piso de un amigo. Dio detalles: el techo blanco, la habitación del crío en azul claro, la de la cría rosa o color salmón. El salón de puta madre, con un rodapié que pintó de negro y sobre el que imitó las vetas del mármol pintando sobre el fondo negro unas manchas blancas con ayuda de una pluma de gallina. Esta técnica, que debía de ser tradición familiar con varias generaciones de antigüedad, le había sido muy útil para otros tipos de trabajos, como el pintado de barras de bares y discotecas. Yo no conozco a Leopoldo más que de oídas, pero por el modo en que recibo la historia me da la sensación de que este tipo de detalles se aducen para dar un poco de brillo al currículum. Y que nadie se engañe en lo tocante al conocimiento del oficio: él mismo se hace las mezclas de colores según una técnica infalible que también es tradición de familia.
En lo que atañe a la cuestión crematística, Leopoldo asegura que quien contrate sus servicios puede ahorrarse hasta mil euros en comparación con lo que le pediría un pintor profesional. El a su amigo le pidió mil doscientos, pero quedó tan contento que le dio una propina de trescientos. Leopoldo tiene suerte: en el suministro de materiales le hacen descuento como si comprara al por mayor. En todas partes le conocen, por eso puede bajar los precios. Asegura que tiene apalabrado otro trabajo para el hermano de un amigo, y cree que también recibirá alguna propina.

Ustedes me perdonarán ahora que no pueda yo esclarecer completamente cuál era la ilación del discurso del yonqui, comprendan que refiero su historia de tercera mano. Probablemente no había ninguna y Leopoldo simplemente hablaba de sí mismo con la coherencia de un borracho, sin permitir que Caperucita interrumpiese su monólogo. Sea como fuere, de la cuestión del dinero pasó a la cuestión familiar. Por lo visto no está casado, pero tiene dos hijos. Al mayor, que ya tiene veinticinco años y que por decisión de la madre no lo ha reconocido, lo ve muy poco porque vive en el extranjero. Ahora se va a casar el muy cabrón, hay que ver cómo pasa el tiempo. Vive con la madre de la novia, y siempre que va a visitarlo le invitan a quedarse una semana o dos, o todo el tiempo que quiera. Me da la sensación de que Leopoldo confunde la hospitalidad con el cariño, de lo contrario prefiero no imaginar cómo será la futura consuegra, la nuera, el hijo, y qué diablos hace el muchacho en esa casa. Ya sé que pensarán ustedes que me estoy convirtiendo en un deslenguado, pero háganse cargo: de tal palo, tal astilla. Yo sólo conozco de la misa la media, y entre la curiosidad y mi afición a hacer cábalas… Ustedes comprenden.

Nuestro locuaz yonqui tiene otra hija reconocida, una muchacha de trece años a la que casi no conoce porque se ha pasado ocho en la cárcel. Injusticias de la vida: total, unos radiocasetes y una máquina recreativa, pero le trincaron. Noto que según me cuentan la historia me hago más suspicaz. Una de dos: o Leopoldo es el único chorizo que ha dado con un juez justiciero o sus hurtos han ido acompañados de alguna otra calaverada. También es posible que le hayan ido trincando una y otra vez hasta sumar ocho años, pero tanta eficacia me parece impropia de una república bananera. Hasta ahora, por lo que cuenta mi amigo, no da la impresión de ser Leopoldo un sujeto violento, pero todavía no he escuchado toda la historia.

El primer atisbo del rencor que lleva dentro lo dejó ver cuando le contó a Caperucita que en los ocho años que pasó en la trena sólo le concedieron seis días de permiso. Prácticamente, como quien dice, acaba de salir de prisión, asegura, pero a mí no me cuadran las cuentas. Lo primero que hizo nada más salir fue tratar de visitar a su hija. Sin embargo topó con la oposición tajante del abuelo, que prefiere que la chiquilla ignore la existencia de su padre. Por lo que me cuentan, la primera vez Leopoldo se marchó decepcionado y con el rabo entre las piernas, pero volvió al día siguiente dispuesto a todo. Como no le abrían la puerta, de una patada la echó abajo y se lió a hostias con el abuelo. Le dio a placer en la cara hasta romperle los morros y sentir el tacto tibio y viscoso de la sangre en ambos puños. Quinientos euros de multa por la puerta y tres meses de arresto por la agresión, de los que sólo cumplió veinte días (cómo puede pretender después de decir esto que le cayeron ocho años por unos radiocasetes).

-¡Déjale, Poldo –le decían-, que le vas a matar!
- A estos hijoputas habría que matarlos de pequeños.

Cuando se lo contaba a Caperucita, Leopoldo juraba por su libertad que, si le hubieran dejado, le habría inflado la cara a hostias al abuelo hasta matarlo. Incluso de tercera mano, el relato es tan vivo en este punto que yo le concedo todo mi crédito. Como resultas del episodio, desde entonces no tiene problemas cuando quiere visitar a su hija. Los tiene el abuelo, que considera más prudente ausentarse. Eso fue, al menos, lo que ocurrió un día que el dolido progenitor acudió a visitar a su niña y a llevarle un regalo que compró con el fruto de su trabajo. El abuelo hizo mutis por el foro del modo más digno posible, probablemente siguiendo órdenes o instrucciones de la familia, y dejó el terreno expedito para el triunfal avance del pintor. Me lo imagino tan sólo un momento antes devanándose la roída sesera para elegir no un regalo adecuado, sino uno que le permitiera conquistar a la cría de un plumazo. Finalmente le entregó una camiseta de esas que llaman de Chenoa, ceñida al cuerpo y lo suficientemente corta como para que la niña pudiese lucir su virginal ombligo. Además, le largó cincuenta euros para que se comprase lo que quisiera. No hago otra cosa que imaginarme la cara de la madre al ver que a su hija le vestían de furcia, aunque no sé que se quejara por ello. Un regalo es un regalo, y lo que cuenta es la intención, debió de pensar. El caso es que, a la hora de despedirse, la chiquilla se negó a agradecer el regalo de su padre con el correspondiente beso. Figúrense: no quiso darle un beso a su padre, quien, como viera que era imposible ganarse el amor filial con halagos, decidió hacerlo a voz en grito. Leopoldo se sulfuró, montó en cólera, se subió por las paredes y le ladró a su hija que en lo sucesivo prefería darle regalos a cualquiera antes que a ella. Por lo visto, la madre de la niña le recriminó su terca negativa (en esto insistió Leopoldo varias veces), pero la hermana de la madre, al ver que el yonqui perdía los estribos, corrió a llamar a su tío –es decir: el hermano del abuelo hostiado- quien acudió enseguida amenazando con una cachaba.

- ¡No te tengo miedo, cabrón! –le gritó Leopoldo-. Si es que de los tres hermanos sólo el difunto Tinín valía…

Deduzco que el abuelo de la criatura tenía dos hermanos, de los cuales uno –Tinín- le debía de tener en vida alguna simpatía al furibundo expresidiario. Deduzco también que toda la familia vivía junta, porque las hijas y la viuda del finado llegaron tras el tío alarmadas por el escándalo.

-Pero dejadle –decían enternecidas, según Leopoldo, por la espontánea declaración de estima hacia su padre y esposo muerto-, si sólo viene a ver a su hija y a traerle un regalo.

¡Qué cabrona! Trece años y no quiere darle un beso a su padre… Pero la camiseta y el dinero sí que lo aceptó. Leopoldo juró no darle nunca nada más.

- ¡Que no sabe lo que hace, con trece años! –se quejó a Caperucita-. ¡Pero si los niños ahora con cinco años ya te torean!

No podía ser de otro modo. Caperucita reconoció en Leopoldo el género de desgraciados con los que estaba acostumbrada a trabajar. Pero no vio ningún muchacho irresponsable y despreocupado de su futuro, sino un pobre hombre casi de fijo perdido irremisiblemente a quien la vida le negaba todas las alegrías y no le ofrecía a cambio más que amarguras. El mismo Poldo se percata de que nadie le quiere: su hija se niega a besarlo y probablemente mira con asco su tez grasienta y oscura, sus ropas sucias, su voz cascada de drogadicto; tampoco sabemos que su hijo le haya invitado a la boda, y es seguro que ese detalle no lo habría pasado por alto. ¿No es éste un perfecto ejemplo de marginado, de víctima de una sociedad que no perdona el fracaso, la demostración viviente y evidentísima de que el sistema penal, lejos de lograr la reinserción social de los reos a quienes supuestamente trata de recuperar, no consigue sino su desahucio absoluto? Ojo, que yo no afirmo categóricamente que Caperucita no viera más que eso, es probable que también sintiera lástima del pobre Leopoldo, pero su instinto profesional le avisaba de que no se hallaba en situación de resolver sus problemas afectivos, mientras que seguramente sí podría hacer alguna cosa con respecto a su situación social.

Fue pensado y hecho, es decir: cosa poco meditada, supongo. Dolores se las arregló para meter baza en el interminable monólogo de Leopoldo y desviar la conversación de nuevo hacia su incipiente actividad profesional.

-Pues yo necesito pintar el piso –dijo como si de repente se acordara del asunto.

¡Habráse visto semejante estupidez! ¿Pero es que no estaba viendo que el tío es un yonqui de tres al cuarto, un expresidiario, un chorizo que tiene arrebatos violentos y de cuya competencia profesional no posee más referencias que las propias? ¿Cómo vas a meter a un sujeto así en tu casa? Se ve que los asistentes sociales, además de saber tratar los problemas personales de sus pupilos, disfrutan también de vista aguda a la hora de calcular el montante de sus impuestos. Quién sabe, quizá Caperucita pensó que a la vez que le echaba un cable a Leopoldo podría ahorrarse un piquillo mediante una pequeña y trivial trampa con el IVA. Para colmo de desgracia, todo cuadraba bien porque el pintorzuelo esperaba el mismo tren que la hermosa y resultó que eran casi vecinos, hay que ver lo que es la suerte. Unas pocas y eficaces preguntas acerca de las dimensiones y el reparto de la vivienda le permitieron a Leopoldo ajustar un buen precio para su cliente y, al tiempo, hacer gala de su pericia profesional tanto como de su falta de memoria, toda vez que pareció olvidar por entero el compromiso con el hermano de su amigo, aquél de quien también esperaba una propinilla.

Hicieron el viaje juntos y Caperucita tuvo que soportar la interminable cháchara del pintor, que no dejó de hablar –ni dejó hablar- en todo el tiempo. La conversación consistió en un enorme acopio de detalles acerca de cómo iba a quedar la obra. Oyéndole se podría creer que ya estaba idealmente finalizada, que no quedaba sino el pequeño trámite de ejecutarla y que ya se podría disfrutar, siquiera virtualmente, de la recién estrenada decoración del hogar. Les juro a ustedes que eso habría bastado para despertar todos mis recelos acerca de la voluntad del pícaro, porque con toda seguridad el ejercicio que estaba llevando a cabo es a la satisfacción por el trabajo bien hecho lo mismo que el cuento de la lechera es a la economía doméstica. Leopoldo estaba consumiendo ya todo el goce, pero aún no había probado el bocado amargo.

Sin embargo, ahora debía de estar eufórico. Se sintió generoso e invitó a su cliente a tomar un café en el bar de a bordo. Caperucita dio las gracias y se excusó alegando que ya había tomado uno en la estación y que un segundo habría rebasado con creces los límites de la dosis que su sistema nervioso puede recibir sin alterarse. Supongo que al menos una de ambas alegaciones era falsa, que no le apetecía tomar café con él y que estaría clamando al cielo para que el viaje concluyese cuanto antes.

-Bueno, pues tona un cigarro –dijo-. Te lo fumas luego, que aquí no se puede.

Leopoldo rebuscó en una cajetilla arrugada que sacó de su bolsillo y le tendió a Caperucita uno que tenía la boquilla rota, seguramente el último que le quedaba. No le cabía en la cabeza que no hubiese adquirido la costumbre de fumar, una más de sus hermosuras. Entretanto, el viaje tocaba a su fin, demasiado largo para la una y supongo que demasiado corto para el otro. Le veo sentado enfrente de su cliente, tratando de deslizar la vista sobre su escote, o muslos arriba hasta tropezar con la minifalda roja que de fijo llevaba, seguramente buscando una fórmula mágica que detuviera el tiempo en aquel instante. A saber lo que pensaba el pobre desgraciado en esos momentos. Cada uno imagina el cielo según Dios le da a entender, y no soporto que nadie lo entienda como yo. Finalmente el tren se estacionó en el andén de destino, y ambos viajeros descendieron, la una con prisa, el otro abriéndole las puertas y lamentando que no llevara equipaje para permitirse la galantería de cargar con él hasta donde fuera posible. Antes de despedirse concertaron una cita para ultimar los detalles de su negocio, y después se separaron ambos.

-Cuando quieras empiezo, y si quieres otra cosa también te la hago –dijo Leopoldo, y lo dijo de tal modo que Caperucita se arrepintió al punto de haberlo contratado.

Pero claro, no podía volverse atrás tan pronto. Al fin y al cabo no tenía en su contra más que una interpretación seguramente injusta. No se rompe un trato sólo porque la entonación de una frase no te haya gustado, se necesita una causa proporcionada. Por ejemplo, que tú digas “verde” y él, de su mano mayor, ponga azul; o que deje más pintura en el suelo que en las paredes. Eso sí, se dio prisa para acabar cuanto antes.

Se vieron en el piso de Caperucita un par de días después. Concretaron colores y texturas con toda rapidez porque Dolores tenía al respecto las ideas muy claras y porque Leopoldo no puso objeciones a sus argumentos. Se limitó a unos cuantos comentarios que él debió de considerar pertinentes, pero que en realidad sobraban, y a asentir en todo lo demás.

-Se ve que sabes –dijo con su modo peculiar de decir.

No era necesario desalojar la vivienda de muebles. El propio Leopoldo se encargaría de ir desplazándolos según conviniera, y prometió hacerlo con todo cuidado. Los cubriría con una lona que tenía a esos efectos, después de terminada la obra volvería a colocarlos en su sitio, y no habría viviente alguno que pudiera encontrar después en ellos rastros de haber sufrido tales operaciones. Caperucita no tendría que ocuparse de nada. Eso sí, él siempre pedía un anticipo para comprar los materiales y necesitaba una semana antes de comenzar la faena para que se los sirvieran. Como el anticipo era pequeño y el plazo razonable, ambas partes se pusieron de acuerdo enseguida. Caperucita le dejaría un juego de llaves al comenzar, para que no tuviera que estar pendiente de sus salidas y entradas, y con ello toda cuestión quedó zanjada.

Leopoldo fue puntual. Se presentó el día fijado ataviado con un mono de trabajo que en tiempos había sido blanco y que le quedaba un tanto demasiado grande. La hora era la convenida. Caperucita salía a trabajar entonces, le entregó las llaves, le ayudó a meter en casa los cubos de pintura que había traído, un manojo de brochas y rodillos y una escalera de tijera de tamaño proporcionado a la altura del piso. Después salieron ambos, pues el pintor aún tenía que subir el pesado fardo de lona para proteger los muebles, la máquina para mezclar los colores y alguna que otra cosilla.
-Menos mal que hay ascensor, que si no…

Qué más quieren ustedes que les cuente. Pasó lo que tenía que pasar. Miren, yo me niego a interpretar la conducta de Leopoldo. Se podrá decir que acudió a trabajar con toda la buena voluntad del mundo –de hecho, comenzó el trabajo-, que su intención era buena pero que le falló la voluntad. Lo que ustedes prefieran. También cabe pensar que llevaba la fechoría premeditada, que en principio cubrió las apariencias para prevenir una reaparición repentina de la víctima y que se dedicó después a sus anchas al saqueo doméstico sin que nadie le pudiera acusar de allanamiento. Un simple hurto, con eso ni le detienen a uno. Lo cierto es que cuando Caperucita regresó a casa lo encontró todo patas arriba. Ninguno de sus muebles estaba en su sitio. Algunos estaban amontonados en un rincón, las paredes desnudas esperando recibir su mano de pintura, pero el único lugar sobre el que la habían extendido en cantidad apreciable era el suelo. De la lona que debía proteger los muebles no había ni rastro, y alguno de los enseres había sufrido la carencia. Había algunos cajones tirados por el suelo, con su contenido revuelto o disperso por doquier, papeles que habían volado y consiguieron aterrizar donde Dios les dio a entender, notas escritas a mano sucias de pintura seca y pegadas sobre el tapizado del sofá, el teléfono descalabrado mostraba impúdicamente sus entrañas electrónicas, la ropa de los armarios llenaba los pocos espacios que se habían librado de la pringue, la cajita de caudales donde guardaba las pocas joyas que poseía –nada más que baratijas sólo un poco más caras que las ordinarias- y el dinerillo para los gastos corrientes había sido forzada con un destornillador y yacía en medio de su dormitorio como una boca que pidiese auxilio o clamase venganza. El microondas, el televisor, el vídeo, el estéreo y el ordenador habían desaparecido, así como alguna otra bagatela que no merece la pena recordar. Un par de pinturas al óleo y media docena de grabados de mediano valor habían sido despreciados por el caco, pero se salvaron, quizá de milagro, del estropicio general. Ningún libro había sido movido de los estantes, que debieron de ser desplazados con todo su peso, pero faltaba algún que otro disco. En fin, si desean un balance pormenorizado y más exacto, pregunten ustedes mismos a la interesada. Y si además pueden darle alguna noticia del ladrón, supongo que les quedará muy reconocida.

Del sinvergüenza de Leopoldo ella no volvió a tener noticia a pesar de los desvelos de la policía, cuyos efectivos se volcaron con toda la fuerza de su espíritu en el inútil empeño de localizarlo. Sé de buena tinta que Caperucita lloró su ausencia harto más de lo que ya había llorado por su presencia, y que si, por alguna de esas casualidades de la vida, su gaznate hubiera ido a caer entre sus manos, no quedaría mucho más arreglado de lo que le dejó el nido. Repito que las últimas veces que tuve la dicha de verla apenas si hablé con ella, pero es claro que el desguace de su domicilio coincidió en el tiempo, y precedió por poco a su desaparición. Es curioso: bastó este episodio para que se hartase de la canalla. Me he enterado también de que abandonó la militancia en cierto partido político al que se sentía muy vinculada emocionalmente, que se convirtió voluntariamente en una funcionaria al uso y que ya no quiere saber nada de proyectos de reinserción. Por lo que sé, ahora sella legajos e instancias del modo más mecánico de que es capaz y, para colmo, ha cambiado su minifalda escandalosamente bermellona por unos vaqueros en los que podría entrar por duplicado. Maldito sea por siempre el rufián de Leopoldo.