martes, 18 de febrero de 2014

Diseño Inteligente


He tenido la desgracia de estar estos últimos días en contacto con la enfermedad. No personalmente, por fortuna, pero me he visto obligado a visitar con frecuencia el hospital y contemplar los daños que ocasiona. Hay pocos lugares en que se le aparezca a uno de forma tan patente la degradación humana, no sólo por el hecho evidente de la ruina de los cuerpos sino, sobre todo, por la impudicia con que los males se nos muestran. En cualquier otro lugar nos encontramos al abrigo de su vista y podemos vivir en una inocente ignorancia de sus estragos. Pero , a poco que abramos allí los ojos, se nos irán revelando en vertiginosa sucesión todas esas enfermedades a las que un aséptico olvido nos ha mantenido ajenos. Es abrumadora la extensión del catálogo de males que pueden afectarnos, y tanto la dimensión como la estructura de nuestras instalaciones hospitalarias dan buena fé de ello.

Ahora que lo contemplo todo mirando hacia atrás me resulta difícil despertar la memoria. Quizá una inconsciente y oportuna defensa se ocupa de tender sus velos y ocultar a nuestros ojos despiertos lo que un ominoso sueño se empeña en evocar. Recuerdo, no obstante, que tuve que oír los gañidos de dolor o angustia de los moribundos, contemplar sus rostros cetrinos cuando los transladaban, sus pieles amarillentas y apergaminadas bajo las que se dejaba adivinar una osamenta torturada, sus miradas perdidas, ensimismadas y ya ausentes. Eludiendo la frágil privacidad de los boxes me llegaban retazos de conversaciones que no tenía más remedio que escuchar. Una doctora que tranquiliza a un paciente: “¿Ha tomado la medicación? No se preocupe, es una reacción normal”. Dos compañeros de desdichas que se cuentan mutuamente sus males y que, incluso, parecen rivalizar a ver quién sufre los más graves. Un quejido que parece desgarrar el alma de quien lo emite. Acá y allá palabras de consuelo que no se sabe si son sinceras o si se pronuncian para llenar un silencio elocuente. Otro quejido exhalado como si fuera el último, pero no, porque al cabo de un instante se repite aprovechando el esfuerzo de una espiración dificultosa, y luego otra. Y otra más, ya más tranquila, que distiende la tensión acumulada y nos permite un segundo de sosiego. Y siempre el tono estridente de las alarmas, de los monitores que registran las constantes de los pacientes, y esas gráficas que uno nunca sabe cómo interpretar. Cuanto se oye es el sonido del tiempo que se arrastra furtivo y barre las esperanzas. Yo lo sé, y supongo que lo saben todos.

A mi alrededor sólo hay enfermos. Uno sufre quizá una isquemia, un infarto, un ictus, una trombosis; aquél una estenosis. “Cardiopatía severa”, oigo decir. O una obstrucción arterial, o un derrame, una inoportuna hemorragia que te manda al garete. El vecino de al lado tiene suerte: tras la cortina que arruina su privacidad el médico le informa de que lo suyo es sólo de un ataque de epilepsia. Hay uno que simplemente tiene muchos años; otro, una infección que probablemente no pueda superar. A un tercero se lo llevan porque es preciso mantenerlo aislado. El de más allá sufre de un tumor en el estómago, o en el colon, o en el páncreas, o el hígado, y si no se deshace en alaridos de dolor es porque está tan atiborrado de morfina que es como si ya hubiera muerto hace un rato. El de acá tiene leucemia, el de allá un cáncer de pulmón o de laringe (“maldito tabaco”, dice alguien, y una presencia que sólo se intuye asiente con un silencioso movimiento de cabeza). Hay uno con una grave insuficiencia renal, otro con cirrosis terminal y sin posibilidad de transplante, el de más allá tiene los pulmones encharcados y cada nueva inspiración es a la vez un triunfo y una tortura. A un paciente se lo tienen que llevar de urgencia al quirófano, antes incluso de que se haga efectivo su ingreso hospitalario. Y, pienso, estoy sólo en la sala de observación de urgencias.

La planta del hospital es más silenciosa. Allí los males se ocultan con recato tras una gruesa capa de trasiego rutinario, pero siempre asoman las narices. Una mujer con demencia senil y la cadera rota llama a su hijo y, como éste no aparece, pretende arrojarse de la cama para ir a buscarlo. Seguramente, ni siquiera conoce la situación en que ella misma se encuentra y vive en una realidad virtual construida con los retazos de los pocos recuerdos que le quedan. Hay un enfermo que se pasea constantemente por los pasillos arrastrando los pies, vestido sólo con un fino pijama de todo punto incapaz de ocultar sus vergüenzas octogenarias. A todas horas, las enfermeras acuden acá y allá con bacinillas para los internos, o con pañales, o con ropa limpia para vestir de nuevo una cama. A uno hay que tomarle la tensión, a otro es preciso vigilarle para que tome la pastilla, al de más allá hay que asistirle en la ducha. Hay un enfermo del corazón cuya dolencia se complica con una infección que puede ser tuberculosis. Hay suerte: a ése lo aíslan y ya no tendremos que oír sus constante tos. Después lo aislarán más aún y doy por seguro que ya no lo volveremos a ver.

Y yo permanezco allí observando tanto los males que me atañen como los ajenos. Cómo a una mujer hay que darle la papilla en la boca, bebé de cincuenta quilos que de seguro no va a progresar, esperando que un golpe de suerte le permita deglutir el contenido de la cuchara antes de que termine por derramarse entre las comisuras de sus labios; o cómo a otra es preciso ayudarle a incorporarse en la cama porque es de todo punto incapaz de hacerlo sola, y se angustia por permanecer siempre en la misma postura. Y no tengo más remedio que preguntarme si es verdad eso que nos cuentan, que el cuerpo humano es la máquina más perfectamente construida de entre toda la creación, que es el esplendoroso resultado de una providencia amante e inteligente que ha diseñado el mejor de los mundos posibles. Y, considerando el modo en que falla el mecanismo, me pregunto qué clase de relojero tuvo los redaños de construirlo tan defectuoso. Claro que se me responderá que el mecanismo se corresponde con la totalidad de la creación, no con las criaturas particulares, y que, eventualmente, será preciso reemplazar las piezas ajadas por otras nuevas para que el conjunto continúe en estado óptimo. Una ruedecilla nueva, un engranaje nuevo, un nuevo resorte para que todo siga en perfecto estado.

Pero quien responde de este modo cae constantemente en las mismas incongruencias. Nos cuentan que tanto la pieza como la máquina son, simultáneamente, de naturaleza perfectísima. Y, como podemos observar a diario, esta simultaneidad está en flagrante desacuerdo con la realidad. Más aún: parece que el diseñador ya ha concebido los modos en que las piezas podrían ir regenerándose solas. Por lo menos, alguna de ellas. Por ello, y sólo por ello (no olvidemos que, como decía F. Bacon, a la Naturaleza sólo se la domina obedeciéndola), es posible el desarrollo de especialidades como la medicina regenerativa. Digo que ha parece haber concebido el modo de hacerlo, pero no se decide a ponerlo en práctica. Recientemente he leído en la prensa (E. Ortega, ABC 03-12-2013, “Las células cardíacas pueden ser engañadas para regenerarse”) que, según ciertas investigaciones, se pueden desarrollar métodos para restaurar daños hasta ahora considerados irreversibles. El artículo al que me refiero alude sólo a dolencias cardíacas, pero no debemos olvidar que ya existen técnicas susceptibles de ser utilizadas para regenerar cualquier órgano.

En este momento, lo único que debe intersesarnos, al margen del grado de desarrollo actual de estas técnicas, es su mera existencia, el hecho de que sea posible forzar a la Naturaleza a invertir el proceso de degeneración que sufren constantemente sus criaturas. Se sabe que hay especies animales capaces de regenerar miembros amputados. El artículo al que antes hacía mención afirma que algunas son capaces de regenerar daños cardíacos graves y que “se cree que esta capacidad se perdió en el transcurso de la evolución”. Esta afirmación ilustra muy bien la esencia del proceso evolutivo.

Si nos empeñásemos en continuar asiéndonos a la doctrina del diseño inteligente tendríamos que aceptar varias tesis. En primer lugar, sería preciso no cerrar los ojos a la evidencia disponible y considerar que en el desarrollo histórico del Diseño constantemente se adquieren y se pierden capacidades. Es fuerza aceptar también que existe un hipotético estado de la creación, más o menos lejano en el futuro, en que ésta adquiera el máximo de su desarrollo. O, lo que es lo mismo: que al final aguarda el Paraíso. Si nos negásemos a aceptar esto último se nos arruinaría el concepto de diseño. Si no hay un fin al que tienda y al que se aproxime paulatinamente, entonces no hay plan. Y, no lo olvidemos, un plan en un diseño cuyos elementos se suceden en el tiempo. En tercer lugar, es preciso que reconozcamos que todo cuanto acontece forma parte del plan, tanto los progresos como los aparentes retrocesos. Y, de modo particularísimo, todo el sufrimiento, todo el dolor, todas las tribulaciones de las criaturas. Si hubiese un solo mal gratuito, uno sólo por pequeño que fuese, o un bien (pero claro, esto ya nos importa menos), entonces la idea del diseño se va al garete porque quien la concibe no podrá distinguir lo necesario de lo innecesario y, en consecuencia, quedará autorizado a suponer que todo es innecesario y que no hay ningún plan.

Sin embargo, lo que a mí me resultaría insufrible, paradójicamente, es que todo fuese necesario, que todo cuanto acontece a las criaturas -y las criaturas mismas- no fuesen sino medios para lograr un fin más alto. Medios para un fin, simples herramientas, cosas. No puedo aceptar que yo no exista para mí, sino para otro. No quiero ser siervo de ningún señor, por grande que éste sea o por mucho que resida por encima de las nubes. Se me ha enseñado que todos los hombres son fines en sí mismos. Así pues, ¿qué derecho asiste al Diseñador a crearme primero libre y someterme después a sus planes? ¿Acaso, con el mismo derecho, no puedo yo arrogarme sus privilegios y exigirle que sea él quien se someta a los míos? Claro que semejante pretensión no vendría avalada por ningún poder que la respaldase, salvo la fuerza de la razón. El hecho de que el Diseñador, según todos los indicios, se niegue de manera tan evidente a respetar mis derechos indica a las claras que puede ser un diseñador astuto, pero no inteligente, toda vez que nos hemos empeñado en que la razón y la inteligencia vayan de la mano.



                   A fin de atemperar ésta, y de evitar en lo posible posteriores blasfemias, será conveniente que desechemos esta intrigante idea del Diseño Inteligente. Es más fácil representarse el mundo si prescindimos de ella y como, por lo visto, no podemos evitar el representárnoslo de algún modo, más nos vale usar la famosa herramienta de Occam y cortar por lo sano. Personalmente, prefiero pensar todo el proceso del despliegue del supuesto plan, toda la historia desde el primer instante del big-bang hasta el presente, como una sucesión de azares. Algo así como una casa antigua que, a través de los siglos, ha ido acumulando reconstrucciones y reformas dependiendo de cuáles fuesen las necesidades del momento. El resultado será un edificio con múltiples facetas, complejo, abundante en dependencias cuyas funciones han ido variando de época en época, llena de rincones, de esquinas, incluso de cámaras ciegas cuando resulte más fácil condenar una que derribar un tabique. Vista desde afuera quizá haya perdido ya su original forma poliédrica y se nos aparezca como un amasijo de añadidos, de construcciones anexas o adosadas. Si en un muro podemos abrir una puerta, también podemos levantar una nueva estancia a la que ésta nos franquee el paso. El conjunto no se puede entender de manera sincrónica porque no responde a un proyecto decidido de antemano. Ni siquiera tiene sentido plantearse si hubo un proyecto inicial, el primitivo edificio prismático, porque, de haberlo habido, respondería también él a una necesidad del momento, idénticamente análoga a cada una de sus modificaciones. Que no vengan luego los arquitectos snobs a construirnos chalecitos que no son otra cosa que pastiches de casas con verdadera historia.