He tenido la desgracia de
estar estos últimos días en contacto con la
enfermedad. No personalmente, por fortuna, pero me he visto obligado
a visitar con frecuencia el hospital y contemplar los daños
que ocasiona. Hay pocos lugares en que se le aparezca a uno de forma
tan patente la degradación humana, no sólo por el hecho
evidente de la ruina de los cuerpos sino, sobre todo, por la
impudicia con que los males se nos muestran. En cualquier otro lugar
nos encontramos al abrigo de su vista y podemos vivir en una inocente
ignorancia de sus estragos. Pero , a poco que abramos allí los
ojos, se nos irán revelando en vertiginosa sucesión
todas esas enfermedades a las que un aséptico olvido nos ha
mantenido ajenos. Es abrumadora la extensión del catálogo
de males que pueden afectarnos, y tanto la dimensión como la
estructura de nuestras instalaciones hospitalarias dan buena fé
de ello.
Ahora que lo contemplo todo mirando hacia atrás
me resulta difícil despertar la memoria. Quizá una
inconsciente y oportuna defensa se ocupa de tender sus velos y
ocultar a nuestros ojos despiertos lo que un ominoso sueño se
empeña en evocar. Recuerdo, no obstante, que tuve que oír los
gañidos de dolor o angustia de los moribundos, contemplar sus
rostros cetrinos cuando los transladaban, sus pieles amarillentas y
apergaminadas bajo las que se dejaba adivinar una osamenta torturada,
sus miradas perdidas, ensimismadas y ya ausentes. Eludiendo la frágil
privacidad de los boxes me llegaban retazos de conversaciones que no
tenía más remedio que escuchar. Una doctora que
tranquiliza a un paciente: “¿Ha tomado la medicación?
No se preocupe, es una reacción normal”. Dos compañeros
de desdichas que se cuentan mutuamente sus males y que, incluso,
parecen rivalizar a ver quién sufre los más graves. Un
quejido que parece desgarrar el alma de quien lo emite. Acá y
allá palabras de consuelo que no se sabe si son sinceras o si
se pronuncian para llenar un silencio elocuente. Otro quejido
exhalado como si fuera el último, pero no, porque al cabo de
un instante se repite aprovechando el esfuerzo de una espiración
dificultosa, y luego otra. Y otra más, ya más
tranquila, que distiende la tensión acumulada y nos permite un
segundo de sosiego. Y siempre el tono estridente de las alarmas, de
los monitores que registran las constantes de los pacientes, y esas
gráficas que uno nunca sabe cómo interpretar. Cuanto se
oye es el sonido del tiempo que se arrastra furtivo y barre las
esperanzas. Yo lo sé, y supongo que lo saben todos.
A mi alrededor sólo hay enfermos. Uno sufre
quizá una isquemia, un infarto, un ictus, una trombosis; aquél
una estenosis. “Cardiopatía severa”, oigo decir. O una
obstrucción arterial, o un derrame, una inoportuna hemorragia
que te manda al garete. El vecino de al lado tiene suerte: tras la
cortina que arruina su privacidad el médico le informa de que
lo suyo es sólo de un ataque de epilepsia. Hay uno que
simplemente tiene muchos años; otro, una infección que
probablemente no pueda superar. A un tercero se lo llevan porque es
preciso mantenerlo aislado. El de más allá sufre de un
tumor en el estómago, o en el colon, o en el páncreas,
o el hígado, y si no se deshace en alaridos de dolor es porque
está tan atiborrado de morfina que es como si ya hubiera
muerto hace un rato. El de acá tiene leucemia, el de allá
un cáncer de pulmón o de laringe (“maldito tabaco”,
dice alguien, y una presencia que sólo se intuye asiente con
un silencioso movimiento de cabeza). Hay uno con una grave
insuficiencia renal, otro con cirrosis terminal y sin posibilidad de
transplante, el de más allá tiene los pulmones
encharcados y cada nueva inspiración es a la vez un triunfo y
una tortura. A un paciente se lo tienen que llevar de urgencia al
quirófano, antes incluso de que se haga efectivo su ingreso
hospitalario. Y, pienso, estoy sólo en la sala de observación
de urgencias.
La planta del hospital es más silenciosa.
Allí los males se ocultan con recato tras una gruesa capa de
trasiego rutinario, pero siempre asoman las narices. Una mujer con
demencia senil y la cadera rota llama a su hijo y, como éste
no aparece, pretende arrojarse de la cama para ir a buscarlo.
Seguramente, ni siquiera conoce la situación en que ella misma
se encuentra y vive en una realidad virtual construida con los
retazos de los pocos recuerdos que le quedan. Hay un enfermo que se
pasea constantemente por los pasillos arrastrando los pies, vestido
sólo con un fino pijama de todo punto incapaz de ocultar sus
vergüenzas octogenarias. A todas horas, las enfermeras acuden
acá y allá con bacinillas para los internos, o con
pañales, o con ropa limpia para vestir de nuevo una cama. A
uno hay que tomarle la tensión, a otro es preciso vigilarle
para que tome la pastilla, al de más allá hay que
asistirle en la ducha. Hay un enfermo del corazón cuya dolencia
se complica con una infección que puede ser tuberculosis. Hay
suerte: a ése lo aíslan y ya no tendremos que oír sus
constante tos. Después lo aislarán más aún
y doy por seguro que ya no lo volveremos a ver.
Y yo permanezco allí observando tanto los
males que me atañen como los ajenos. Cómo a una mujer
hay que darle la papilla en la boca, bebé de cincuenta quilos
que de seguro no va a progresar, esperando que un golpe de suerte le
permita deglutir el contenido de la cuchara antes de que termine por
derramarse entre las comisuras de sus labios; o cómo a otra es
preciso ayudarle a incorporarse en la cama porque es de todo punto
incapaz de hacerlo sola, y se angustia por permanecer siempre en la
misma postura. Y no tengo más remedio que preguntarme si es
verdad eso que nos cuentan, que el cuerpo humano es la máquina
más perfectamente construida de entre toda la creación,
que es el esplendoroso resultado de una providencia amante e
inteligente que ha diseñado el mejor de los mundos posibles.
Y, considerando el modo en que falla el mecanismo, me pregunto qué
clase de relojero tuvo los redaños de construirlo tan
defectuoso. Claro que se me responderá que el mecanismo se
corresponde con la totalidad de la creación, no con las
criaturas particulares, y que, eventualmente, será preciso
reemplazar las piezas ajadas por otras nuevas para que el conjunto
continúe en estado óptimo. Una ruedecilla nueva, un
engranaje nuevo, un nuevo resorte para que todo siga en perfecto
estado.
Pero quien responde de este modo cae constantemente
en las mismas incongruencias. Nos cuentan que tanto la pieza como la
máquina son, simultáneamente, de naturaleza
perfectísima. Y, como podemos observar a diario, esta
simultaneidad está en flagrante desacuerdo con la realidad.
Más aún: parece que el diseñador ya ha concebido
los modos en que las piezas podrían ir regenerándose
solas. Por lo menos, alguna de ellas. Por ello, y sólo por
ello (no olvidemos que, como decía F. Bacon, a la Naturaleza
sólo se la domina obedeciéndola), es posible el
desarrollo de especialidades como la medicina regenerativa. Digo que
ha parece haber concebido el modo de hacerlo, pero no se decide a
ponerlo en práctica. Recientemente he leído en la
prensa (E. Ortega, ABC 03-12-2013, “Las células cardíacas
pueden ser engañadas para regenerarse”) que, según
ciertas investigaciones, se pueden desarrollar métodos para
restaurar daños hasta ahora considerados irreversibles. El
artículo al que me refiero alude sólo a dolencias
cardíacas, pero no debemos olvidar que ya existen técnicas
susceptibles de ser utilizadas para regenerar cualquier órgano.
En este momento, lo único que debe
intersesarnos, al margen del grado de desarrollo actual de estas
técnicas, es su mera existencia, el hecho de que sea posible
forzar a la Naturaleza a invertir el proceso de degeneración
que sufren constantemente sus criaturas. Se sabe que hay especies
animales capaces de regenerar miembros amputados. El artículo
al que antes hacía mención afirma que algunas son capaces de regenerar daños cardíacos graves y que “se
cree que esta capacidad se perdió en el transcurso de la
evolución”. Esta afirmación ilustra muy bien la
esencia del proceso evolutivo.
Si nos empeñásemos en continuar asiéndonos
a la doctrina del diseño inteligente tendríamos que
aceptar varias tesis. En primer lugar, sería preciso no cerrar
los ojos a la evidencia disponible y considerar que en el desarrollo
histórico del Diseño constantemente se adquieren y se
pierden capacidades. Es fuerza aceptar también que existe un
hipotético estado de la creación, más o menos
lejano en el futuro, en que ésta adquiera el máximo de
su desarrollo. O, lo que es lo mismo: que al final aguarda el
Paraíso. Si nos negásemos a aceptar esto último
se nos arruinaría el concepto de diseño. Si no hay un
fin al que tienda y al que se aproxime paulatinamente, entonces no
hay plan. Y, no lo olvidemos, un plan en un diseño cuyos
elementos se suceden en el tiempo. En tercer lugar, es preciso que
reconozcamos que todo cuanto acontece forma parte del plan, tanto los
progresos como los aparentes retrocesos. Y, de modo particularísimo,
todo el sufrimiento, todo el dolor, todas las tribulaciones de las
criaturas. Si hubiese un solo mal gratuito, uno sólo por
pequeño que fuese, o un bien (pero claro, esto ya nos importa
menos), entonces la idea del diseño se va al garete porque
quien la concibe no podrá distinguir lo necesario de lo
innecesario y, en consecuencia, quedará autorizado a suponer
que todo es innecesario y que no hay ningún plan.
Sin embargo, lo que a mí me resultaría
insufrible, paradójicamente, es que todo fuese necesario, que
todo cuanto acontece a las criaturas -y las criaturas mismas- no
fuesen sino medios para lograr un fin más alto. Medios para un
fin, simples herramientas, cosas. No puedo aceptar que yo no exista
para mí, sino para otro. No quiero ser siervo de ningún
señor, por grande que éste sea o por mucho que resida
por encima de las nubes. Se me ha enseñado que todos los
hombres son fines en sí mismos. Así pues, ¿qué
derecho asiste al Diseñador a crearme primero libre y
someterme después a sus planes? ¿Acaso, con el mismo
derecho, no puedo yo arrogarme sus privilegios y exigirle que sea él
quien se someta a los míos? Claro que semejante pretensión
no vendría avalada por ningún poder que la respaldase,
salvo la fuerza de la razón. El hecho de que el Diseñador,
según todos los indicios, se niegue de manera tan evidente a
respetar mis derechos indica a las claras que puede ser un diseñador
astuto, pero no inteligente, toda vez que nos hemos empeñado
en que la razón y la inteligencia vayan de la mano.
A fin de atemperar ésta, y de evitar en lo
posible posteriores blasfemias, será conveniente que
desechemos esta intrigante idea del Diseño Inteligente. Es más
fácil representarse el mundo si prescindimos de ella y como,
por lo visto, no podemos evitar el representárnoslo de algún
modo, más nos vale usar la famosa herramienta de Occam y
cortar por lo sano. Personalmente, prefiero pensar todo el proceso
del despliegue del supuesto plan, toda la historia desde el primer
instante del big-bang hasta el presente, como una sucesión de
azares. Algo así como una casa antigua que, a través de
los siglos, ha ido acumulando reconstrucciones y reformas dependiendo
de cuáles fuesen las necesidades del momento. El resultado
será un edificio con múltiples facetas, complejo,
abundante en dependencias cuyas funciones han ido variando de época
en época, llena de rincones, de esquinas, incluso de cámaras
ciegas cuando resulte más fácil condenar una que
derribar un tabique. Vista desde afuera quizá haya perdido ya
su original forma poliédrica y se nos aparezca como un amasijo
de añadidos, de construcciones anexas o adosadas. Si en un
muro podemos abrir una puerta, también podemos levantar una
nueva estancia a la que ésta nos franquee el paso. El conjunto
no se puede entender de manera sincrónica porque no responde a
un proyecto decidido de antemano. Ni siquiera tiene sentido
plantearse si hubo un proyecto inicial, el primitivo edificio
prismático, porque, de haberlo habido, respondería
también él a una necesidad del momento, idénticamente
análoga a cada una de sus modificaciones. Que no vengan luego
los arquitectos snobs a construirnos chalecitos que no son otra cosa
que pastiches de casas con verdadera historia.