Se trata del título de
una tesis. O, por mejor decir, de lo que habría sido una tesis
doctoral en el difícil caso de haber sido aprobada por el
tribunal competente. Cosa de la que estuvo muy alejada no tanto por
la cualificación profesional del doctorando, que me consta era
la máxima, ni siquiera por la extraordinaria excentricidad de
su tema y argumento, sino simple y llanamente porque fue objeto de
persecución; hecho éste no por sorprendente y
extemporáneo menos comprensible. Al menos se puede explicar, y
yo trataré de hacerlo. De su autor, Raimundo, ya he hablado en
alguna ocasión, cuando me atreví a narrar las curiosas
circunstancias que rodearon su muerte, si es que se puede llamar de
ese modo a su desaparición. En cualquier caso, estoy
persuadido de que se puede.
Hay muchos aspectos de la vida
personal de Raimundo que todos nosotros desconocíamos y cuyo
descubrimiento ha supuesto una verdadera sorpresa para mí,
cuando no una auténtica conmoción. Aunque pueda parecer
una redundancia ominosa, empleo conscientemente el término
“vida personal” (¡coño, toda vida humana lo es!) en
lugar de “vida íntima”, por ejemplo, porque ciertos
detalles que yo he llegado a saber, que ordinariamente son los
primeros que se nos revelan de cualquier persona y que de ningún
modo pueden ser calificados de íntimos, habían sido
celosamente ocultos por mi amigo. Y tan ocultos que yo, que fui su
más cercano colaborador y heredero de todos sus cuantiosos
bienes, he tardado años en averiguar, y lo hice por
casualidad, sin buscarlos. Más bien vinieron a mí. En
mi calidad de heredero supongo que mi obligación sería
respetar la decisión de Raimundo y dejar en el olvido lo que
con tanto afán quiso que se olvidara; pero, en parte porque ya
no tiene importancia que se divulgue, y en parte porque albergo la
certeza de que nadie pondrá los ojos sobre mis escritos (o,
por ser más exactos, porque ya he perdido la esperanza de que
alguien lo haga), me decido a consignarlos en estos cuatro papeles
que, supongo, después dejaré arrinconados.
Me refiero, entre otras cosas
y por poner un ejemplo elocuente, a su nacionalidad. Durante años
traté a Raimundo con relativa familiaridad, y en sus últimos
meses permanecimos realmente cerca uno del otro. Sin embargo nunca
sospeché que no fuera español. En una ocasión me
reveló que era de Mérida, y aunque es cierto que los
extremeños no poseen el gracejo de un sevillano, la verdad es
que siempre me pareció un extremeño atípico.
Pero, por sorprendente que parezca, es indubitablemente cierto que no
era español. Lo he sabido hace sólo unos meses y,
repito, por casualidad, después de haber estado revisando
durante años sus papeles. ¡Quién lo hubiera dicho
de ese sujeto de dicción perfecta que lo pronunciaba todo
salvo las haches! El más sobrio de los palentinos no hablaría
con corrección tan extremada, tan llevada a su última
consecuencia, tan fuera de sí. Ahora me lo imagino ensayando
el acento, la entonación, despojando su habla de la última
sombra de musicalidad. Cotejando fechas deduzco que lo debí de
conocer al poco de llegar a España, y ya entonces me llamó
la atención esa corrección afectada y concienzuda que
recordaba el habla de un locutor de nodo, de ministro del Régimen
que ha de llegar casi al histriónico gemido para fingir alguna
emoción cuando anuncia a los españoles la muerte de
Franco.
Creo que no se me podrá
acusar de divagar demasiado si me entretengo un tiempo en aclarar
cómo pude averiguar ese escondido detalle de la personalidad
de mi amigo. Para hacerlo habré de superar cierto pudor que
ustedes comprenderán enseguida. Yo podría
cortocircuitar el relato, ahorrarme la molestia y concluir en dos
palabras, pero temo no ser creído por nadie, aparte de que
quedaría oscurecido un episodio que considero importante. No
es que sea la causa de mis tribulaciones posteriores, pero las
explica. La culpa de todo la tiene mi fobia a las escopetas. No me
gustan, soy muy torpe con un trasto de esos en las manos. Y, sin
embargo, me gusta la caza. Pero, claro, no la caza con arma de fuego
(es demasiado facilón eso de apostarse el algún lugar,
esperar que pase un bicho a distancia prudente y endilgarle un par de
tiros; con una mira telescópica y un pulso medianamente
superior al mío es cosa hecha). No, a mí me gusta cazar
con la mano desnuda, a pelo, con paciencia o con ingenio, pero sin
eludir la dificultad.
Adquirí la afición
un día que, no sé cómo, se me coló un
ratón en el piso. Como lo oyen. Yo ni siquiera sabía
qué aspecto tienen las deyecciones de los roedores, así
que ignoraba qué serían esas pequeñas cagarrutas
que de pronto encontré en mi biblioteca. Parecía que se
reproducían, porque por mucho que las limpiara siempre
aparecían más. Lo primero que se me ocurrió fue
que se trataría del algún tipo de insecto, o huevos de
cucaracha (cuyo aspecto también desconozco, por cierto), o
cualquier otra cosa por el estilo. En mi ignorancia, creí que
un poco de insecticida resolvería el problema, pero no lo
resolvió. Caí en la cuenta de quién podría
ser el origen de tan repugnante rastro cuando descubrí que
algún animalejo había roído el canto de uno de
los volúmenes de mi vieja enciclopedia. La “R”,
precisamente. No es que le tenga mucho apego (la verdad es que la
desproporción entre el lugar que ocupa en las estanterías
y el que ocupa en mi corazón es más que notable), pero
como temía por la integridad del resto de mi exigua colección
me pareció prudente exterminar la plaga.
Desde que supe que había
un polizón en mi casa comencé a explicarme la
procedencia de ciertos ruiditos que desde hacía algún
tiempo habían comenzado a perturbar mi sueño. Los oía
de noche, ya acostado y con las luces apagadas. Con ratonil astucia,
el bichejo esperaba que todo se adormeciese para iniciar sus
correrías. Pronto descubrí que, además de
libros, roía muebles, el parquet, los papeles de mi
escritorio... No sé de qué se alimentaría
(prefiero no saberlo), porque nunca juzgué adecuado sospechar
que se colara en el frigorífico. En cualquier caso, como me
estaba fastidiando y no me dejaba dormir, en cuanto lo oía
encendía la luz y me dedicaba a tratar de descubrir su
escondrijo. No es que llegara nunca a verlo, hasta que conseguí
cazarlo, pero en una ocasión creí percibir una fugaz
sombra que se escondía tras el armario. Probé a matarlo
con veneno, pero mi falta de paciencia o una evidente ineficacia del
producto me impidieron alcanzar el éxito. La consecuencia
colateral fue una creciente desconfianza hacia cualquier remedio al
uso.
No voy a decir que el problema
de eliminarlo se convirtiese en una obsesión, no hay por qué
exagerar, pero es cierto que empleé bastante de mi tiempo
libre en idear un modo de capturar el ratón. Al fin decidí
que lo más justo era atraparlo con el mismo tomo de la
enciclopedia que me había estropeado. En una bolsa de plástico
coloqué un mendrugo de pan y un poco de queso, del más
oloroso que encontré en el mercado. Puse la bolsa en el suelo
de mi dormitorio sobre el dichoso tomo y ajusté el borde a dos
de sus esquinas. Cogí otro tomo, lo coloqué sobre la
bolsa y lo alcé por el extremo de modo que la bolsa quedase
abierta entre ambos libros. Para que no se cerrase, calcé el
tomo superior con un palito al que había atado un hilo. Para
entonces ya no quedaba en la ciudad alma despierta salvo la mía
y la del roedor. Necesitaba luz para ver la entrada de la bolsa sin
asustar al animal, de modo que encendí un radiador eléctrico
de manera que el piloto rojo alumbrase la zona que yo quería
tener iluminada, y después me tendí en mi cama con el
extremo del hilo en la mano.
No tuve que esperar mucho.
Supongo que en un piso ningún ratón encuentra alimento
abundante, de modo que el cebo fue un reclamo demasiado poderoso para
ignorarlo. A la poca luz del radiador descubrí al ratón
asomando la cabeza con cautela por detrás del armario. Yo no
me moví ni para respirar. El bicho se acercó con sigilo
a la trampa, giró a su alrededor un par de veces y, cuando su
hambre superó sus recelos, se introdujo en ella. En ese
momento, con el pulso a mil por hora, tiré del hilo, cayó
el mamotreto alzado sobre el que estaba en el suelo, se cerró
la bolsa y el pobre ratoncillo quedó atrapado. Recuerdo que
grité alguna obscenidad saltando sobre la cama, presa de un
salvaje júbilo que nunca he vuelto a sentir como entonces.
Eran las dos de la madrugada, de seguro que algún vecino
despertaría alertado por mis gritos, aunque no recibí
quejas.
El éxito da alas. Con
el corazón henchido por el gozo del triunfo nadie tiene en
consideración los obstáculos que se le presentan, por
grandes que sean. La euforia produce ceguera, causa una momentánea
atrofia de la retina que impide calibrar correctamente la altura de
las montañas, hasta verlas reducidas al tamaño de motas
de polvo. Se trata de una afección diametralmente opuesta a la
que padecen los cotillas durante sus ataques de mala leche, de donde
se deduce que la adrenalina y el ácido nítrico son
substancias diferentes. Quiero decir con esto que, como mi primera
experiencia venatoria había resultado tan placentera, no quise
privarme del gusto de repetirla siempre que pudiese; y en el jardín
de Raimundo, plagado como estaba de topos y ratoncillos de campo,
podía a menudo.
Mi táctica con los
topos era sencilla, aunque un tanto enojosa. Lo que yo hacía
era llenarles la madriguera de agua, para lo cual terminé
usando la manguera. Al principio, no obstante, me servía de
una botella de plástico. Sin duda, deben de excavar redes de
galerías sumamente extensas, pues no tardé en
percatarme no ya de que las botellas eran del todo insuficientes,
sino de que incluso los enormes calderos que compré al efecto
no llenaban sino las más recientes, aquéllas que los
animales aún no habían tenido tiempo de perforar
demasiado. Yo no tenía más que esperar a que, ante el
riesgo inminente de perecer ahogados, los pobrecillos topos salieran
de su escondrijo. A veces los capturaba con un saco, otras les daba
muerte con un palo o una rama.
Los ratones exigían
menos artificio. Bastaba con correr tras ellos, impedir a toda costa
que permaneciesen en sus escondrijos el tiempo suficiente para
recuperar el resuello y evitar en lo posible arrojar uno mismo las
asaduras por la boca. El ratón es rápido y astuto, pero
no tarda en extenuarse. Entonces se deja atrapar mansamente, o con la
escasa resistencia de algún que otro conato de mordisco. ¡Qué
placer observar la esbelta parábola que describían
cuando los arrojaba aún vivos sobre la tapia que cierra el
jardín! Caerían, supongo, al otro lado del camino que
corre tras ella. En el peor de los casos, creo que nadie habrá
tenido que soportar lluvia de roedores pues el camino está
invadido de maleza y no lo transita nadie desde hace mucho tiempo.
Esta técnica tan
pedestre resultó, a pesar de todo, sumamente eficaz. Tanto que
la población de ratoncillos comenzó a declinar
peligrosamente en el jardín. De cuando en cuando, en vez de
dedicarlos a sus involuntarios ensayos de vuelo, los utilizaba en el
laboratorio para mis experimentos. Pero su creciente escasez me forzó
a diversificar las especies objeto de mis estudios. Mis siguientes
víctimas fueron las lagartijas, las cuales, gracias a los
documentales que a menudo veía en la tele durante el sopor
digestivo, no tardaron en escasear. En efecto, en una ocasión
el documental trataba de la fauna del archipiélago de las
Galápagos. En la pantalla, unas iguanas marinas sesteaban
indolentes al sol sobre un peñasco mientras un grupo de
pinzones de Darwin las observaban golosos sin atreverse a abalanzarse
sobre ellas para picotear su dura piel y alimentarse de su fresca
sangre. Los reptiles esperaban a caldearse lo suficiente antes de
arrojarse al mar en busca de su sustento, lo que me dio la idea que
necesitaba para atrapar lagartijas. Muy simple: basta con arrojarles
agua fría para que se queden acartonadas e, incapaces entonces
de moverse, se resignen impotentes a ser capturadas. Sin embargo,
como es fácil adivinar, antes de desarrollar tan ingenioso
método me vi obligado durante un periodo bastante dilatado a
darles caza a mano. Llegué a tener los dedos desollados de
tanto frotarlos sobre las ásperas piedras de la tapia mientras
corría tras los reptiles, sorteando como podía las
marañas de zarzas y hortensias que aún crecen al pie
del muro entrelazadas unas con otras, ligadas en una bestial amistad
incómoda y difícil de entender. Ese descomunal esfuerzo
se veía de cuando en cuando recompensado, toda vez que podía
exhibir ante mí mismo una lagartija entre los colgantes
jirones de piel de mi mano derecha y ciento cincuenta espinas
incrustadas en cara, brazos, piernas y en los más insólitos
rincones de mi anatomía. Así fue como encontré
la llave.
¡La dichosa llave! (¡La
puta llave!) Aún no les he hablado de ella, y he de hacerlo en
seguida. Pero antes tendré que hablar de la caja, supongo. Me
refiero a la caja fuerte que por casualidad (¿se han fijado
ustedes en que a mí todas las cosas me ocurren por casualidad,
sin necesidad de que corra yo a buscarlas?) y por pura torpeza –todo
hay que decirlo- encontré oculta en el laboratorio que fue de
Raimundo y que nunca ha terminado de ser del todo mío, tras
una corchera en la que colgaba sus notas y que yo derribé una
tarde cuando tropecé con ella después de haberlo hecho
antes con una inoportuna arruga de la alfombra (más bien una
pobre jarapa) de su despacho. El despacho no era más que un
rincón del laboratorio separado del resto por un biombo
destartalado cuyos paños de madera todavía exhibían
algunas raídas pinturas de factura industrial. Ahí
estaba la caja, empotrada en el grueso muro de piedra, ofreciendo,
impúdica, a mi vista el negro orificio de su cerradura
desprovista de llave. Y volvemos a la llave sin salir de la
cerradura. Incluso para un impasible tarugo como yo, una cerradura
sin llave es una tentación demasiado poderosa para la
curiosidad.
Ignoro por qué Raimundo
me ocultó la existencia de la caja. Después de todos
los secretos que me reveló antes de morir, y comparado con
ellos, ése no era más que una minucia sin importancia.
Sin embargo nada dijo nunca de ella, ni, por supuesto, de su
contenido. Quizá quiso protegerme de su pasado, lo que
presupone que él mismo se sentía amenazado. Pero en ese
caso debía haber pensado antes que su solo trato ya me
comprometía sin necesidad de leer su testamento. En efecto, yo
soy el guardián de su propiedad intelectual y el dueño
absoluto de todos sus bienes (salvo impuestos, claro está), lo
que incluye la dichosa tesis y cuanto guardaba con ella la caja, ese
estómago petrificado que conservó, en vez de digerir,
la causa de mis tribulaciones. ¿Quién podría
creer que desconocía su existencia? De hecho, ellos no
lo creyeron. Creo que la propia inercia de ocultar sus cosas le
obligó (¡qué curioso que la inercia obligue!) a
postergar la revelación hasta que fue demasiado tarde. Para
entonces, en el momento supremo, nada tiene de extraño que
considerara antes otras prioridades, o que en la agitación de
sus últimos minutos sencillamente se olvidara del asunto.
Desde luego, si todo esto que yo he averiguado ahora me lo hubiera
contado antes lo más probable es que se habría quedado
sin colaborador. Prudencia obliga.
Pero volvamos a la caja. El
día que la descubrí yo andaba cazando topillos en el
jardín y entré apresuradamente en el laboratorio en
busca de un cubo. No les he contado que allí sólo
entraba yo. Jamás permití que entrase nadie más.
Yo limpiaba, yo ensuciaba, yo ordenaba y yo desordenaba. Allí
estudiaba y trabajaba en soledad total. Aquella mañana había
estado fregando el suelo, después de lo cual salí de
caza. Anduve rellenando de agua algunas huras y, en un momento
determinado, no me importó importunar a los futuros cadáveres
de topo con un poco de agua jabonosa. Así que entré, lo
ensucié todo de barro, tropecé y derribé la
corchera, todo antes de que pudiera llegar hasta el cubo que, en mi
desidia, había dejado junto al biombo. Al tropezar juré
en arameo y derramé el agua, lo que me obligó a escupir
una ristra de tacos que habría hecho ruborizarse al macarra
más empedernido. Cuando me levanté, completamente
calado de agua sucia, puse los ojos en el lugar de la pared que un
segundo antes ocultaba la corchera.
No puedo precisar la magnitud
de la fracción de milisegundo que medió entre el hecho
de ver la caja y el de desear la llave. Me puse inmediatamente a
buscarla con tal denuedo que olvidé la caza por espacio de una
semana. Hurgué primero en los cajones del escritorio, pero
allí no estaba. Descolgué todos los cuadros de la casa,
por si alguno ocultaba alguna hornacina , o por si la hubiera
escondido tras algún marco, sin éxito. Moví
armarios, levanté alfombras y colchones, desmonté las
cisternas de los baños, tanteé todos los alicatados por
si algún azulejo sonaba a hueco, sin que mi esfuerzo se viera
recompensado. Revisé todos los libros de todos los estantes,
pero no encontré ni llaves ni pistolas ni licores. Ni en la
Biblia, ni en el Quijote, ni en un ejemplar del Quo Vadis que
encontré en la biblioteca y que no sé para qué
podría servir si no es para esconder algo. De hecho, en cuanto
lo ví creí haber resuelto el misterio. Pero nada (la
verdad es que de Raimundo se podía uno esperar hasta que lo
hubiese leído).
¡Y mira que había
libros! Encontré en el desván un arcón lleno de
polvo y enterrado bajo un montón de trastos que albergaba,
como momias del pasado, una colección bastante completa de
vidas de santos. Y, entre tanta literatura edificante, un ejemplar de
la Pasión Turca. Una edición trilingüe del año
de la tarara del De Sensibus de Teofrasto, en latín, griego y
portugués se pudría en una caja de cartón junto
con otros veinticinco clásicos griegos y latinos de páginas
amarillas, a punto muchas de ellas de desvanecerse en polvo. Allí
las telarañas anidaban sobre Platones y Aristóteles,
sobre Lucrecio, Aristófanes, Virgilio, Séneca y Marco
Aurelio. Había huevos fósiles de insectos sobre los
cadáveres acartonados de Dante y Beatriz, en los lomos de un
Decamerón cuyas alegres historias ya no estimularían
más que a las larvas antediluvianas que habían
conseguido sobrevivir al abrigo de aquellas páginas marchitas.
El Capital, que alimentaba a una numerosa colonia de negros
exoesqueletos, albergaba también es torno a sí una
floreciente variedad de inmundicias polvorientas y monocromas. Había
ensayos, novelas, poesía y un montón de noveluchas que
no habría leído ni el encargado de las pruebas de
imprenta y cuyas tapas duras y multicolores exhibían en
grandes caracteres, bajo años de mugre, el nombre de los
caraduras que habían osado escribirlas.
Encontré una prolija
colección de discos, apilados en columnas que llegaban hasta
el cabrio del tejado. Discos viejos en sobres amarillentos que
mostraban la sonrisa llena de glamour cutre de cantantes que debieron
de ser famosos hace décadas, fotos de aspirantes a divas de
lunarcito en algún lugar del rostro, rizo negro sobre la
frente, brazos retorcidos como columnas salomónicas y bata de
cola que cubría enormes masas sebosas y que al natural debía
de mostrar otras tantas. Sólo con verlos se podían oír
sus voces de pito lloriqueando amores o chillando a los cuatro
vientos su orgullo de minero. Entre tanta morralla había
jovencitas de hace cuarenta años que declaraban sus
intenciones de dedicarse a la farándula con botas nuevas, o
algo así; una robusta moza con los brazos abiertos ataviada
con el vestido de la Barriguitas que debió de hacerse famosa
por la profundidad de las letras de las canciones que componían
para ella; el rostro de un macarra de barrio que presumía de
haber sido capaz de extraer con ímprobo esfuerzo de la novena
sinfonía de Beethoven, merced a un derroche de talento, la
cancioncilla popular en la que se inspiró el ilustre sordo. En
fin, toda esa gente que ahora exige tasas para proteger sus derechos.
El desván, para decirlo
en pocas palabras, estaba lleno de todas las cosas y porquerías
que uno espera encontrarse en un desván. Pero de la llave no
había ni rastro.
Insisto en que, a pesar de la
pereza de que en ocasiones hago gala, en muchas otras es imposible
acusarme con asomo de razón de rendirme antes de tiempo. Pasé
días encerrado en aquel antro polvoriento soplando con furia
el precipitado del tiempo, limpiándome con la mano renegrida,
o con la manga no mucho más limpia, las telarañas con
que no cesaba de toparme y que amenazaban con obstruirme las ventanas
de las narices. Y después pasé semanas cazando topillos
en el jardín y escupiendo la basura acumulada en los más
alejados alvéolos de mis pulmones. Y ocurrió que,
cazando, descubría lugares que por algún capricho de
mis circuitos neuronales juzgaba particularmente apropiados para
enterrar cualquier cosa: un rincón de la tapia, un punto
señalado junto al brocal del pozo, una pequeña
elevación del terreno que no parecía del todo
natural... Yo qué se. Y cavaba en busca de un cofrecillo, o de
un paquete envuelto en tela vieja y podrida por la humedad, o de
cualquier recipiente que pudiera contener el objeto de mis deseos.
Todo en vano.
A menudo, en pleno ardor
exhumatorio, descubría las madrigueras de ratones y topillos,
y entonces me inflaba a matar roedores. A palazos o a pisotones, o
corriendo tras ellos un minuto antes de que volaran por encima de la
tapia un par de pares, o los que pudiera coger en la mano, y
aterrizaran fuera de mis dominios supongo que escarmentados,
maltrechos y con pocas ganas de volver a invadirlos. Gran éxito
en la labor secundaria, pero ninguno en la que más me
importaba entonces.
Debo confesar que, a medida de
que los ratones se hacían más escasos, mi ánimo
se desanimaba. Quiero decir que el desaliento fue haciendo presa en
mi espíritu. Vaya, que una tarea pesada que finalmente no
rinde fruto viene a ser insufrible, que ya no encontraba tanto placer
en remover trastos viejos u horadar el césped, que la idea de
ponerlo todo patas arriba me fatigaba moralmente. No es que
desesperara de encontrar la llave, ni que desistiera de buscarla,
ocurría sólo que la caza me procuraba más
placeres y menos sinsabores. ¿Me explico?
Pensé, incluso, en
comprarme un soldador de acetileno para reventar el acero de la caja;
pero, como nunca he usado un trasto de esos, la sola idea me daba
tremenda pereza. Tampoco me apetecía cargar a la espalda las
dos bombonas que la cosa exige, y mucho menos guardarlas en casa. De
modo que aún no había terminado de plantearme el
proyecto cuando lo abandoné. Por otra parte, ni hablar de
llamar a un cerrajero para que la abriese y de paso me friese a
preguntas acerca del laboratorio, del instrumental y, sobre todo, de
la campana extractora de pneuma. O abría yo solito la caja, o
permanecería cerrada para siempre. A nadie extrañe, por
lo tanto, que decidiese descansar de estas faenas dedicándome
por una temporada a practicar de nuevo el deporte más antiguo
de la humanidad.
Durante estos días de
frenética actividad en el jardín me fui percatando de
la creciente escasez de roedores, en tanto que bastó una
ligera mirada a la tapia para caer en la cuenta del tamaño de
la población de lagartijas que albergaba. Decidí
dedicar dos largos días a la ardua tarea de conseguir que el
césped dejase de recordar un campo minado por el que hubiese
deambulado una legión de orcos, y cuando juzgué que lo
había logrado en alguna medida comencé la caza de los
reptilejos. Al principio, como he dicho, con la mano desnuda, dejando
la piel hecha jirones en las asperezas de la tapia, antes de que el
dolor me obligase a aguzar el ingenio; después usé
medios más refinados que me reportaron un éxito sin
precedentes.
Muchas veces ocurre con la
fortuna lo mismo que con el resto de las mujeres: puedes correr tras
ellas hasta escupir las entrañas de asfixia sin que tus
requerimientos sean ni siquiera oídos, y cuando, ya harto de
seguirlas, decides que las uvas están verdes, de improviso,
van y te sonríen. Eso me ocurrió a mí con la
fortuna. Sucedió un par de días después de
reanudada la caza. Estaba yo corriendo tras una lagartija a lo largo
de la tapia cuando, a punto ya de alcanzarla, se escondió en
un hueco entre las piedras. Hasta entonces no había reparado
en él pues estaba oculto tras una maraña de zarzas,
pero en caso de haber estado a la vista nada tiene de extraño
que me hubiese pasado desapercibido porque en nada se diferenciaba
del resto de los agujeros que ostentaba la maltrecha pared. Allá
se metió la lagartija y allá fue también mi mano
sin necesidad de que le diera yo ninguna orden al respecto. Lo mismo
podía haber encontrado un tesoro o el amable colmillo de una
víbora que esperase paciente a verter su veneno en el torrente
sanguíneo del primer incauto. Sin embargo, lo que encontré
fue la llave que había estado buscando. Mis dedos tropezaron
con ella poco antes de topar con el fondo de la diminuta cueva. Al
instante olvidé la pieza y mis esfuerzos por cobrarla. Yo creo
que antes de acariciar con mis desollados dedos su fría
herrumbre ya sabía qué objeto era el que me aguardaba
en aquel antrículo. Lo cogí y, sin pensar nada más,
salí corriendo hacia el laboratorio.
No fue, por mi parte, ningún
exceso de perspicacia: ¿de qué otra llave podía
tratarse sino de la que llevaba semanas buscando? La introduje a toda
prisa en la cerradura, giré la mano con fuerza y el resorte
cedió con un ruido herrumbroso de mecanismo desvencijado. Los
goznes de la portezuela chirriaron como si adentro habitasen
hacinadas las doce legiones de fantasmas y un instante después
quedó al descubierto la oscuridad del interior. Allí
encontré un pasaporte a nombre de Raimundo, largo tiempo
caducado, por el que pude averiguar su nacionalidad, varias cartas y
diez cuadernos de folios ya amarillos mecanografiados supongo que por
el dedo trémulo del propio Raimundo, a juzgar por la cantidad
de erratas y correciones. De los diez cuadernos sólo los
cuatro últimos (un total de cuatrocientos folios) llevaban el
dudoso título que encabeza estas páginas.
¿Cómo describir
mi sorpresa nate la evidencia de la nacionalidad de mi amigo y
mentor? Raimundo era natural de cierta república bananera
caribeña cuyo nombre me guardaré de citar, aunque no
sea más que por tratar de olvidar la amable entrevista que me
vi forzado a mantener con su vicecónsul en mi ciudad,
entrevista que dejó como secuela alguna cicatriz que me
costará corregir algo más de lo que le cueste a mi
cirujano plástico (¡jodido matasanos, algo le debe
quedar de ganancia, digo yo!) y la amenaza verosímil de lo que
me puede ocurrir si denuncio los hechos. ¡Menudo tipejo el
morenito ese de habla melosa y modales presuntamente refinados que al
tercer lingotazo de ron ya daba manotazos en la mesa y exigía
con evidentes aires de autoridad que le entregase los diez cuadernos,
la documentación y la correspondencia que encontré en
la caja!
-Ahorita
nos da lo que queremos y se me va para su casa, ¿me oyó?-
decía con dulzura fingida-. Y mucho cuidadito con contarle a
nadie, ¿ah?
No debería
precipitarme en el relato, pero es el caso que aún me escuecen
las bofetadas que me propinaron al alimón el vicecónsul
y otro sujeto que le acompañaba, sujeto a quien en un
principio creí ciego, a juzgar por sus gafas negras y su
bastón, aunque el tino con que después me golpeaba me
desengañó completamente.
Debo confesar que en un
principio yo no sabía, ni podía imaginar, lo que esos
señores pretendían de mí. Justo al día
siguiente de abrir la caja me abordaron desde un cochazo negro dos
individuos con pinta de chuloputas, ataviados con impecables trajes
oscuros y cargados de oro hasta las orejas; el pelo negro, crespo,
corto, engominado y con mechones teñidos de rubio que
apuntaban hacia las alturas como alegoría, supongo, de sus
almas tendentes a lo eterno. Detuvieron el haiga a la altura del
escaparate que yo estaba contemplando y, sin apearse ni quitarse sus
gafas oscuras, llamaron mi atención.
Repito que todo esto ocurrió
al día siguiente de abrir la caja Ni siquiera había
tenido tiempo de echar a su contenido un vistazo atento. Lo único
que recordaba entonces era el pasaporte y la sorpresa que me llevé
al constatar cuál era la república que lo había
emitido. Las cartas ni las miré, y con respecto a los
cuadernos lo único que podía recordar entonces era el
escaso espacio de los márgenes y el más breve
interlineado que he visto en mi vida. Amén de un montón
de borrones, tachaduras y esquinas dobladas. Aquello, desde luego, no
era más que un borrador mecanografiado.
También recuerdo el
exótico acento con que esos dos macarras me invitaron a subir
al vehículo. Sus culos medio negros chirriaron sobre la
tapicería de reluciente cuero veige
claro cuando se giraron para hablarme. Con toda amabilidad rechacé
su ofrecimiento porque mi madre siempre me advirtió de que no
debía hablar con desconocidos, y porque mi fino instinto de
sabueso me prevenía contra el oro, las gafas oscuras y los
cochazos cuando se presentan juntos. Sin embargo, uno de ellos me
mostró con todo disimulo las cachas de lo que debía de
ser una pistola, y como no tengo tan exigua imaginación que no
pudiera representarme lo que venía a continuación de
ellas, me vi obligado a cambiar de opinión. En consecuencia,
el copiloto se apeó, me abrió la portezuela trasera y
se sentó a mi lado para hacerme compañía.
Me
llevaron al viceconsulado, un enorme piso de un edificio que debió
de ser elegante en la época en que mi bisabuelo meaba pañales,
pero que ahora aparecía medio destartalado y preso en una
callejuela tan estrecha que no se podía cruzar a la carrera.
Recuerdo que temblaba, pero si no dije nada no fue tanto por el susto
que llevaba como por puro miedo de que el revestimiento de la fachada
se desplomase sobre mí si abría la boca. Allí
mantuvimos la entrevista a la que me he referido, en un cuarto sin
ventilación que olía más a porquería que
a humedad y que estaba iluminado con un flexo con cuyo pobre haz de
luz quisieron intimidarme dirigiéndolo a mis ojos. La verdad,
no hacía falta, porque ya estaba intimidado. De lo contrario
me habría muerto de la risa y ellos se habrían visto en
la obligación de saquear la casa de Raimundo. Para cuando me
enteré de lo que querían ya me habían zurrado un
poco; pero, entre el escozor de las bofetadas y el constante peligro
de que mi miedo trascendiese por donde menos falta hacía, no
acerté a decirles que lo había encontrado. Y para
cuando ellos se enteraron de que yo estaba plenamente dispuesto a
satisfacer sus deseos, ya era demasiado tarde.
-Pero no lo llevo encima -gemí.
-Claro -respondió el ciego
con voz cantarina y cascada-, ya lo comprendemos.
No
tuvieron los redaños suficientes para meterme de nuevo en el
coche en el que me habían traído. Me pusieron de
patitas en la calle con el encargo de ir a casa y hacer un paquete
con los papeles de Raimundo y se citaron a primera hora de la mañana
para recogerlo a domicilio. Tampoco yo tuve el valor de coger un
taxi, un elemental pudor me lo impedía. Regresé andando
por las calles que creí menos transitadas, aunque a esa hora
la precaución era ya inútil, con los cinco sentidos
puestos en el empeño de caminar erguido y en línea
recta. Y cuando llegué hice lo que cualquier persona habría
hecho en mi lugar: asearme y tratar por todos los medios de que
dejase de sangrarme la nariz y los dos cortes que la vara del ciego
me había hecho en las mejillas. Después empaqueté
todos los papeles y me senté a esperar que llegase la visita,
incapaz de dormir tanto por los nervios que me atenazaban el estómago
como por la imposibilidad material de cerrar el ojo izquierdo.
Llegaron
antes del amanecer, en la hora más silenciosa, cuando las
almas de los muertos ya no se atreven a deambular por las calles y
las de los vivos aún no han despertado. No les permití
entrar en casa; en cuanto oí su llamada me precipité a
la puerta con el paquete en la mano y se lo entregué en
silencio. Eran los dos matones que me habían secuestrado la
tarde anterior a quienes acompañaba el falso ciego, aunque su
aspecto había venido un tanto a menos. Ellos, en cuanto
tuvieron los papeles en la mano, los revisaron bastante por encima,
después los rociaron con un líquido que olía a
aguarrás y finalmente les prendieron fuego a medio metro de mi
inmaculada puerta. Con una vara atizaban de cuando en cuando el hato
para que ardiese por completo, y mostraban sus dientes entre muecas
que podían pasar por sonrisas. Por último se fueron y
no les he vuelto a ver, de donde deduzco que son tontos y que
quedaron satisfechos.
A
mí me quedó la tarea de limpiar los restos de la
fogata, la ceniza que aún no había dispersado el viento
y el hollín de la entrada. Después me preparé un
desayuno desangelado, cogí mi bicicleta y fui a dar un paseo.
A escasa distancia de mi casa la carretera describe una curva
pronunciada a la izquierda, en fuerte descenso, con una profunda
cuneta y un tupido zarzal detrás; una zona húmeda donde
el sol sólo entra a mediodía y en verano, un magnífico
escoñadero que me venía ni que pintado. Mi intención
no era otra que salirme por la tangente y proveerme de ese modo de
una causa más o menos verosímil que explicase mis
heridas. Desde luego, no tenía intención de denunciar
lo ocurrido; cualquier cosa antes que exponerme a otro episodio como
el que acababa de vivir.
Tal
como lo planeé, lo lleve a cabo con notable éxito. Tuve
la suerte de que en el momento en que yo bajaba por la endemoniada
cuesta subía en sentido contrario un coche patrulla de la
policía municipal. Mi actuación debió de
resultar convincente, pues los agentes me atendieron, avisaron a una
ambulancia y mientras llegaba estuvimos comentando el peligro de la
curva. Ni se les pasó por la cabeza que el accidente pudiera
ser intencionado. Tampoco en el centro de salud al que me llevaron, y
donde limpiaron y cosieron mis heridas, hicieron demasiadas
preguntas, a pesar de que los cortes de la cara no se correspondían
del todo con el tipo de accidente sufrido. Mediaba el testimonio de
la policía, y por lo visto la gente no tiene una imaginación
lo suficientemente retorcida como para sospechar la verdad.
-Ya es mala suerte, esas heridas
-dijo el enfermero encargado de coserlas-. Quedará cicatriz.
-Algo se podrá hacer
-objeté pensando en esos cirujanos capaces de dejar a una
octogenaria como la reproducción en cera de una jovencita de
veinte años.
Debo
confesar que de ese día guardo sobre todo el recuerdo de un
extraordinario remordimineto de conciencia, y no tanto por la comedia
desplegada como por la buena voluntad con que fue recompensado mi
engaño. Aquella mañana me reconcilié con mis
impuestos a pesar de los costurones, que aún están
pendientes de tratamiento. El personal sanitario se deshizo en
atenciones conmigo, y los agentes que me atendieron aguardaron en el
centro de salud hasta que terminaron conmigo. Además
rescataron los restos de la bicicleta y se ofrecieron para acercarme
a casa en el coche patrulla, lo que me evitó cargar con la
bici a cuestas durante media hora larga. Quizá se pueda pedir
más de los servicios públicos, pero hasta el momento a
mí no se me ha ocurrido qué.
Recuerdo
también la prisa que tenía por llegar a casa. Y no
tanto por descansar de las últimas dieciocho horas, que fueron
y aún son las más difíciles de mi vida, como por
la comezón, la curiosidad por saber qué contenían
los papeles de Raimundo, la causa, razón o motivo por los que
me habían acarreado semejantes tribulaciones. Me proponía
encerrarme el tiempo que hiciera falta para leerlos, para estudiarlos
con toda la atención de que fuera capaz. Desde luego, me
intrigaba el interés de los mafiosos del viceconsulado por los
escritos de un científico chiflado; pero entiéndanme:
mi curiosidad se dirigía sobre todo a los escritos mismos. El
autor ya me había mostrado durante años la calidad de
lo que podía albergar en la mollera; nadie que haya vivido lo
que he vivido yo podría quedar indiferente en mi situación.
¿Que
cómo podía, y puedo aún, leer documentos que
fueron destruidos ante mis narices? Pues muy sencillo: los papeles
fueron quemados como he descrito, pero no sus copias. Desde que murió
Raimundo, una de mis tareas ha sido la de poner en orden todos los
apuntes y las notas que me dejó. Lo reviso y lo transcribo
todo, depuro la gramática y la ortografía, clasifico
los documentos... De otro modo me hubiera sido imposible penetrar en
ellos. Y para mayor comodidad, tomé la precaución de
fotocopiarlos todos según me iban llegando. Por fortuna, la
misma tarde en que pude abrir la caja me vino a la mano proceder de
igual modo con su contenido. Así pues, conservo las copias y
cualquiera puede verlas.
¿Que
cómo no se les ocurrió a los botarates del
viceconsulado que pudiera haber copias de los documentos que
destruyeron? Pues verán, eso habrán de preguntárselo
a ellos. De todos modos, yo les ruego a ustedes que se abstengan de
hacerlo, no sea que se repita el episodio.
En
cuanto al contenido de las cartas, poco hay que decir. Se trata de
correspondencia antigua que cruzaba Raimundo con profesores y amigos
en su época de estudiante, en su mayor parte sin interés,
pero donde esboza ya su novedoso plan de clasificación de los
animales. El conjunto abarca un lapso de tiempo considerable, pero
siempre escribe desde Mérida. Sólo hay correspondencia
emitida por mi amigo, ninguna respuesta a sus planteamientos. La
verdad es que las esperanzas de novedad que infundía la
tercera que leí ya me compensaron en un periquete por lo
sufrido. Se trata de una de las más antiguas, del año
seseintaitantos, y por el contenido y el tono creo que está
dirigida a un compañero de estudios, no a un profesor. Pero no
puedo estar seguro, ya que todo el manojo lo componen o borradores o
copias apresuradas. Me da la impresión de que Raimundo primero
escribía la carta y luego decidía a quién la
enviaba, aunque ello le obligara a reescribirla. Gracias a ello,
supongo, han podido llegar hasta mis manos, pues no me imagino a
Raimundo conservando metódicamente nada.
En
ella, en una observación marginal, mi amigo manifiesta su
intención de elaborar una clasificación del reino
animal atendiendo a la “conducta observada de las especies”. No
aclara más, y el resto son cuestiones personales sin interés
(sin interés, ¿me entienden?, nada de faldas). La
verdad es que mis escasos conocimientos de la historia de la ciencia
no me alcanzan para decidir si Raimundo ya había podido oír
hablar de ella, o si, por el contrario, la etología no era aún
más que la larva de un sueño en la mente inquieta de
algún sociobiólogo locuaz. Tampoco sé cuál
era el alcance de sus intenciones. Quiero decir que no lo sé
ni siquiera ahora, después de haber leído y releído
los diez cuadernos que encontré. Ignoro qué quería
decir con el término “especie”, pues si lo que pretendía
era una nueva clasificación dicho concepto debería ser
redefinido radicalmente. Desconozco también la referencia de
“clasificación”, y la sospecha de que lo único que
consigue con ella es un catálogo de conductas animales
distintas enturbia de vez en cuando la admiración que siempre
he sentido por mi amigo. La cuestión no carece de importancia,
pues, en contra de la opinión que los hechos que he revelado
aquí me indujeron, la exclusión de la profesión
de un individuo de innegable talento pudo deberse más a un
error metodológico que a la persecución de que fue
objeto posteriormente.
En
cualquier caso, Raimundo cayó en la cuenta de que determinados
rasgos conductuales podían corresponderse unívocamente
a las peculiaridades anatómicas de los individuos. Si, por
ejemplo, nunca vemos a las vacas golpearse el pecho como hacen los
gorilas quizá no sea tanto por un rechazo específico
a ese tipo de conducta como por la distinta configuración de
las articulaciones de los cuartos delanteros de los ungulados en
comparación con las de los miembros superiores de los
primates. De modo que la presunta clasificación conductual de
mi amigo sería paralela a la tradicional, pero lastrada con
múltiples dificultades derivadas de la novedad. Todo el que
esté familiarizado con la figura de Raimundo advertirá
la coherencia de estas cuestiones tempranas con su trabajo posterior.
Pero
el hecho de que se haya percatado explícitamente de esta
dificultad no bastó para apartarle de su idea. Primeramente
trató de definir rasgos conductuales básicos que no se
correlacionasen con los morfológicos, aunque con
posterioridad, y quizá de modo inadvertido, fue abandonando
tales precauciones. Así, cuando define la odontofanía
no le preocupa que sólo pudiese aplicarse propiamente a
animales con dientes, sino que, obstinado en su empeño,
clasifica a todos los animales sin dientes como no odontofánticos.
Taxon que, a la sazón, comparten los protozoos y buena parte
de los vertebrados.
Si
me entretengo en estas cuestiones un tanto áridas y,
finalmente, estériles es porque constituyen el tema de los
diez cuadernos. Desde que los descubrí y los salvé de
las llamas los he leído muchas veces, primero por la simple
curiosidad por lo escrito, y después, no sin perplejidad, por
si podía, a través de ellos, descubrir la causa por la
que fueron objeto de tan enconada persecución. Debo suponer
que la persecución fue ardua porque se prolongó mucho
en el tiempo. Raimundo los debió de escribir en su país
de origen, y habrá que imaginar que hablaría del tema
con alguien (o profesor o estudiante, quizá un alumno suyo). Y
teniendo en cuenta sus dotes para elegir confidentes, es evidente que
se los dió a leer a quien menos convenía. No es una
suposición descabellada. Las leyes naturales están
llenas de constantes: la de la gravitación, la de la atracción
electrostática, la velocidad de la luz, la proporción
constante de cretinos en las sociedades humanas... El que en todas
partes hay un porcentaje mínimo de imbéciles es una ley
natural de rango superior, y el encontrarse a menudo con alguno de
ellos es algo que a todo el mundo le ha de ocurrir.
Esto
lo tengo por cierto: alguien, de seguro muy celoso de la integridad
del régimen político recién estrenado, leyó
los cuadernos y denunció su contenido presuntamente
subversivo. La verdad es que en determinadas circunstancias
políticas fáciles de imaginar basta una simple denuncia
para convertirse en objeto de persecución, es algo que
observamos con frecuencia y que incluso hemos padecido en propia
carne no hace tanto tiempo. Hasta aquí mi suposición es
plausible. Lo que desconozco, o al menos no conozco a ciencia cierta
es qué texto de Raimundo ha podido ser considerado como
subversivo. Al respecto sólo puedo aventurar hipótesis
más o menos inverosímiles.
Los
diez cuadernos, aunque tratan todos ellos de temas íntimamente
relacionados, forman dos grupos bien diferenciados. Los seis
primeros, los más antiguos, describen de manera detallada y
excesivamente prolija el conato de clasificación animal
atendiendo a la conducta de los individuos. En ellos hay harto más
historia que teoría y de su contenido he emitido un juicio
sucinto y suficiente hace muy poco. Aparte de lo dicho, se encuentra
muy poco más que un conjunto arbitrario de tipos básicos
de conducta, que no me cansaré en enumerar, ilustrados con
abundante copia de ejemplos de todo tipo y procedencia.
Para
nosotros, los más interesantes son los cuatro últimos,
que hablan todos ellos de una de las formas básicas de
conducta animal: la odontofanía. De ella distingue dos
modalidades, a saber: la natural y la cultural que, sabe Dios por
qué, Raimundo denomina “odontofanía vocacional”. La
odontofanía es el rasgo conductual “propio de los animales
que enseñan los dientes” (cuaderno séptimo, pag. 16).
A la odontofanía natural no le dedica más que un puñado
de páginas destinadas sólo a destacar varios ejemplos
(el más significativo es el de los lobos). La odontofanía
vocacional, ejemplificada sobre todo con los primates, es el tema
único del inmenso resto, en el que estudia sus causas y
consecuencias y la somete a un análisis más exhaustivo
que riguroso. Estos cuatro últimos cuadernos tienen toda la
pinta de ser una tesis abortada, y como tal los considero. Ignoro de
ellos la fecha de redacción, pero son con toda seguridad los
más recientes. Todos los cuadernos están numerados,
pero el tono escasamente amarillento de los cuatro últimos no
permite suponer que se remonten más allá de los años
noventa, de donde se colige que al menos su transcripción no
es muy anterior a su llegada a españa.
Repito
que yo no veo en ellos nada que pueda considerarse subversivo, salvo,
claro está, que se empeñe uno en encontrarlo. Ya se
sabe que toda interpretación tiene algo de intencional, pero
en este caso se necesita también una dosis de mala leche. Como
muestra vale un botón; consideremos el siguiente párrafo
extraído del cuaderno octavo, página 78:
“Algunos
primates del Nuevo Mundo utilizan este peculiar rasgo conductual para
situarse en la cúspide de la jerarquía social y, una
vez allí, conservar el status. Por tal motivo carece
de sentido hablar de castas dominantes entre estos simios,
muy al contrario de la creencia popular arraigada según la
cual la prole del macho dominante heredará de su padre una
posición de privilegio. Esto quizá sea cierto entre los
grandes antropiodes del Viejo Mundo, que ascienden a la jerarquía
merced a demostraciones efectivas de fuerza, si se confirma que la
descendencia de los dominantes recibe más y mejor alimento que
el resto. Pero, entre nosotros, es
la amenaza dirigida
hacia los miembros del grupo, más que la represión (que
es poco frecuente, aunque no del todo carente de importancia) la que
determina la posición del individuo. Bien entendido que la
amenaza ha de ser verosímil. En consecuencia, cualquiera
puede acceder al liderazgo.”
Hay
que adimitir, puestos en la piel de un dictador celoso o de un
colaborador suyo, que este texto se presta a cierto tipo de
interpretaciones interesadas que, a mi juicio, se alejan muchísimo
de su verdadero sentido. Concedo que es fácil hacer aparecer
aquí una doble intención entre líneas, y es aún
más fácil si consideramos que el subrayado es de
Raimundo. Y si, además, prestamos oídos a una humorada
fuera de lugar, pero inocente, que podemos leer sólo unas
líneas más abajo en la que el autor compara las hordas
de simios arborícolas del Amazonas con las repúblicas
iberoamericanas surgidas tras la revolución de Bolívar,
y a las monarquías europeas con la posible herencia del
status entre los gorilas y los chimpancés del Congo, entonces
tal interpretación es menos
arbitraria. Esta tonta broma puede muy bien ser considerada como un
ataque ad hominem contra el dictador de turno. Añádase
el uso del “cualquiera”, que se puede hacer pasar por “un
cualquiera” (en el sentido que tiene “una cualquiera”) y
compárese con el gusto morboso de los gerifaltes de las
repúblicas bananeras por destacar sus humildes ascendencias
incluso con la austeridad de la propia indumentaria a fin de
presentarse al pueblo como uno más. Yo no afirmo que Raimundo
no pensase las democracias populistas iberoamericanas como el
gobierno del más vulgar, del más vocinglero, del que
mejor enseña los dientes, sólo digo que no se trasluce
en sus escritos.
Hay
otro pasaje en el cuaderno séptimo, página 13, en el
que se puede sospechar una alusión personal más
evidente. Raimundo no restringe el patrón odontofántico
a los monos antropomorfos, pero sí asegura que es en este
grupo donde cobra una importancia decisiva, “y tanto es así
-afirma- que si alguien me pidiese que adivinara la especie de un
individuo que, a fin de llegar a la cumbre de la jerarquía del
grupo o para mantenerse en ella, se viese obligado constantemente a
la ostentación de fuerza, a la amenaza y a la intimidación,
yo diría al punto que se trata de un gorila”. Y
prácticamente a renglón seguido concluye que “el
recelo y el miedo a perder el status es el rasgo conductual más
característico de los machos dominantes entre las hordas de
los simios antropomorfos”.
Insisto
en que es preciso un esfuerzo plenamente consciente para
malinterpretar estos escritos hasta el punto de considerarlos
subversivos, aunque no ignoro que todo tirano es algo paranoico.
Además, ahora que conozco la tribu de la que procedía
mi amigo, no me sorprende que su macho dominante se haya sentido
molesto. La verdad es que, visto lo que hay por el mundo, lo extraño
sería que nadie se hubiera dado por aludido. Naturaleza
obliga.