martes, 10 de junio de 2014

"Tigre Blanco", de Aravind Adiga.

Tanto mi señora esposa como servidor de ustedes presumen de ser unos padres que atienden especialmente a la formación intelectual de sus vástagos. Como todos, supongo, tratamos de ayudarles con sus estudios, al menos hasta donde nos es posible, pero, sobre todo, nos hemos empeñado en abrirles expectativas y horizontes y también en inculcarles el hábito de la lectura. Y no sólo como entretenimiento, sino como ventana privilegiada para asomarse al espíritu de gente excelente que sabe cómo transladarse al papel. Nuestro empeño a veces ha tomado la forma de un curioso trueque: nosotros les proponemos los libros que nos parecen convenientes o adecuados y ellos, en justa reciprocidad, de cuando en cuando nos hacen caso y de cuando en cuando nos hacen sus propias recomendaciones. Así es como, casi por casualidad, he llegado este libro a mis manos, como contrapropuesta de lectura.
Muy poca cosa puedo decir acerca del autor, a pesar de que resultaría particularmente pertinente hacerlo. Sobre todo porque el novelista parece estar hablando de sí mismo, al menos en un determinado sentido. Bajo ningún concepto nos enfrentamos a una novela autobiográfica, salvo por el hecho de que a través de ella nos está exponiendo su particular visión de su país natal y, por contraposición, también lo que ha visto fuera de él. Aravind Adiga nació en 1974 en Madrás, pero emigró con su familia a Australia siendo aún adolescente. Según la escueta nota biográfica que se nos ofrece al final del libro, estudió en Oxford y Columbia y, según he visto consultando otras fuentes, se graduó allí en literatura inglesa en 1997. Ha trabajado como corresponsal del sudeste asiático para la revista "Time" y, a la fecha de la edición española de la novela, vivía en Bombay.
El autor nos ofrece un crudelísimo retrato de la India. Engañados, quizá, por la abundancia de noticias acerca de países emergentes y los omnipresentes rumores sobre superpotencias en ciernes, parece que nos hemos olvidado del secular atraso de las zonas rurales, la indolencia de las vacas, los pies descalzos en los arrozales, la lepra, las enfermedades tropicales, la ingente masa de miserables urbanos, el sistema de castas, la suciedad y el desorden de las ciudades, las pútridas aguas del Ganges donde los fieles hinduistas se atiborran de microbios durante sus baños rituales, las piras funerarias, la corrupción y las moscas. Un país con tantos dioses debería ser capaz, al menos, de atraer la atención de alguno de ellos y, sin embargo, si tenemos que juzgar por lo que leemos en la novela, vive ignorado por todos y cada uno de los miembros de su extenso panteón.
El protagonista es un muchacho cuya familia pertenece a una casta de artesanos (pasteleros, para más señas) que ha caído en la miseria y que se ve obligada a entrar al servicio de los caciques de su pueblo para subsistir. El muchacho es tan pobre que ni siquiera tiene un nombre. En su casa le llaman Munna, que significa "Chico", y ha de ser el maestro de la escuela quien le imponga uno: Balram. Balram, que no es sólo el protagonista sino también el narrador, declara que en el presente vive en la Luz, pero nació y se crió en la Oscuridad. Bien considerado, todo su pueblo, Laxmangarh, vive sumido en esa misma Oscuridad.
Importa averiguar a qué se refiere Balram, qué es esa misteriosa Oscuridad que lo envuelve y lo oculta todo. Es claro que no se trata de la miseria, porque poco a poco -y en ello juega un papel importante la esposa del amo de Balram (una estadounidense que finalmente huye de su marido y su incomprensible país)- va cayendo uno en la cuenta de que también los ricos caciques de Laxmangarh, y por extensión de toda la India, se encuentran sumidos en las mismas tinieblas. Por idénticas consideraciones, tampoco se trata de la sumisión a la que se hayan sometidos los desharrapados, ni su grado de educación, ni su aislamiento en un medio rural demasiado alejado de los focos de progreso.
Un tanto perplejo por el peso que el término adquiere en el transcurso de la novela y por lo inasible de su referencia precisa, llegué a considerar el concepto de "alienación". Aunque lo cierto es que ni el sentido marxista ni el hegeliano le cuadra bien. A pesar de que se considera un valor la adhesión absoluta del siervo a su señor, y seguramente por ello, Balram no es un esclavo. En su calidad de doméstico de sus señores se le podría considerar quizá como un vasallo de bajo rango, nunca como un trabajador en el sentido moderno de "asalariado". Pero la relación de vasallaje, en un grado u otro, es fructífera tanto para el vasallo, que recibe su beneficio, como para el señor que se sirve de su lealtad. Por otro lado, hay demasiado vínculo emocional entre amo y criado, aparte del hecho de que Balram no produce, para que se pueda aplicar la frialdad de un término, en definitiva económico, como el de "relaciones producción". En el segundo de los Manuscritos de economía y filosofía, Marx señala que las relaciones de producción en el seno de una sociedad capitalista acarrean la funesta consecuencia de un progresivo embrutecimiento de trabajadores y capitalistas. "Inmoralidad, dice, deformación, embrutecimiento" que proceden de considerar la fuerza de trabajo, y por extensión al Hombre, quiero decir a la masa de todos los seres humanos, como mera mercancía. Marx habla siempre del extrañamiento de la clase trabajadora con respecto del producto de su trabajo, pero es claro que estas conclusiones son extrapolables al capitalista. También el capitalista es ajeno a la mercancía porque no considera de ella más que su equivalente en dinero. De este modo, el producto es algo abstracto, extraño al hombre, algo que se opone al hombre, a todo hombre.
Si no he entendido mal a Aravind Adiga, habrá que suponer que también las sociedades decimonónicas de los países industrializados vivían inmersas en esa Oscuridad de que nos habla. En primer lugar, si el extrañamiento y cosificación de unos se tradujera en la plenitud de otros, entonces -aunque el estado de las cosas fuese injusto- cabría hacer una suerte de balance de males y bienes que es cosa imposible en medio de la tiniebla, porque ésta alcanza a la totalidad de los seres humanos. Y ésta es su primera nota característica: que alcanza por igual a todos y por lo tanto es intrínsecamente mala. Se me podrá objetar que donde haya una relación de dominación de unos sobre otros (es decir: en todas partes) habrá Oscuridad; pero, bien considerado, la sola dominación no basta, porque a menudo sólo es reflejo de la natural desigualdad entre humanos. Ni siquiera cabe calificar de dominación la relación de amo y esclavo en las sociedades esclavistas de la antigüedad. A menudo ha sucedido que el esclavo llegase a alcanzar cargos de elevada responsabilidad en la administración del estado, como fue el caso de Moisés el el Egipto de Ramsés II. Sólo las sociedades esclavistas modernas tuvieron al siervo como poco más que ganado, o incluso menos, como cosa, como máquina. Consideremos, por ejemplo, la naturalidad con que, según la leyenda, la esclava de Tales de Mileto se burla de su amo cuando éste cae a un pozo, distraído en la observación de las estrellas. Hay familiaridad en esa risa. Si nos atenemos a la literatura, la situación del esclavo en casa del señor no era calamitosa. Cuando Ulises regresa a Itaca, después de vagar durante diez años tras la guerra de Troya, Atenea le aconseja visitar en primer lugar a Eumeo, su porquerizo, quien "te quiere bien y adora a tu hijo y a la prudente Penelopea". Después será la esclava Euriclea, nodriza de Ulises, quien lo reconozca cuando se presente en su palacio, disfrazado por las artes de su diosa protectora. "¡Ay, hijo mío, que no puedo salvarte!" exclama la anciana en cuanto lo ve. Lo que menos se advierte aquí es una lucha de clases. Al contrario, tanto Eumeo como Euriclea han alcanzado la virtud que les cabe -virtud que es reconocida por sus señores- porque se han mantenido al margen del pecado de "hybris", de transpasar los límites que les corresponden.
Que la Oscuridad afecte a todos, siervos y señores, se debe a que en este caso los unos viven enfrentados a los otros. No necesariamente en lucha, pero ignorantes los unos de la persona del otro. El esclavista moderno se justifica negando la humanidad del esclavo y éste vive ignorante de la de su amo. El capitalista considera la fuerza de trabajo como mercancía y con ello abre la posibilidad de vender, si fuera preciso, su propia fuerza de trabajo. La relación entre ambas partes no es más que la de los extremos de una fría transacción económica y ambas se enfrentan, con sus intereses contrapuestos, en el acto de la transacción. Así también Balram y su amo AshoK. La servidumbre de Balram lo desprovee de su status de persona, pero a Ashok le imposibilita el reconocerle como un semejante, reconocimiento que es la base de toda moralidad. Ni el uno ni el otro se entienden, no hay verdadera sociedad entre ellos. Sólo astucia de un lado para lograr beneficios, y un lejano desdén del otro para recamar sus fueros. Este sucio juego de intereses inconexos, exportado a la totalidad de los hombres y a todos los ámbitos, se traduce en omnipresente corrupción.
En definitiva, hay Oscuridad porque se ha cerrado toda posibilidad de entendimiento entre las personas, toda posibilidad de diálogo. Y, precisamente, desde Platón al menos, se considera la capacidad y el arte del diálogo -es decir: la dialéctica- como el pilar de la racionalidad.
Pues bien, me he empeñado en hacer una lectura platónica de esta novelita. A lo largo de casi toda ella interpreté el paso de la oscuridad a la luz, a que se hace constante referencia, como una mera ilustración de las castas oprimidas de la sociedad hindú. Y, en consecuencia, al autor lo tomé por un afrancesado en versión oriental. Como ya he dicho, tras una breve reflexión, autorizada por el propio autor, cae uno en la cuenta de que también las castas superiores viven en la oscuridad. Por otra parte, lo que se nos narra es el tránsito de la Oscuridad a la Luz. Si se me permite jugar con la polisemia de los términos diré que el asunto atañe más a "iluminación" que a "ilustración".
Es preciso recordar cómo el divino Platón, cuando nos refiere el conocidísimo mito de la Caverna, nos describe la liberación del cautivo que osa salir de la oscuridad de su prisión a la luz del Sol. Quien se aventure a acometer tamaño esfuerzo, nos dice el ateniense, se verá deslumbrado por la rutilante luz del exterior. Quizá con el tiempo sus ojos se acomoden a la nueva luz, pero es cosa clara que el paso ha de ser doloroso. Y tiene algo de transgresor. Las distintas mitologías lo han descrito como pecado, o crimen. como un acto de violencia contra la Ley. El cautivo de Platón ha de romper sus cadenas y escapar. Prometeo hubo de robar el fuego a los dioses y traérselo a los hombres, delito por el que fue castigado. Adán y Eva desobedecieron a Yaveh y comieron del árbol prohibido. El propio Balram accede a su iluminación a través del asesinato. Cuando degüella y roba a su amo Ashok, el torrente de su sangre le golpea en los ojos."Me quedé cegado, dice el protagonista, me convertí en un hombre libre". Y en un proscrito, por añadidura. Algo debió de ver en él su maestro en Laxmangahr cuando lo motejó de "Tigre Blanco", raro animal con un cierto toque de divinidad.
Balram tiene suerte de vivir en un país en el que por doquier campea la inoperancia y la corrupción. No sólo elude la persecución policial sino que, estableciéndose a plena luz en Bangalore, soborna a la policía local a fin obtener los permisos pertinentes para la empresa de transporte que desea fundar. Y con esto se completa su paso a la luz. Sus trabajadores no son criados, ni siervos, sino empleados libres con los que ha establecido un contrato. Y todos ellos -cuestión capital- se responsabilizan de sus actos. Ashok quería endilgarle a Balram la responsabilidad en un accidente de tráfico, un homicidio por imprudencia, que no le correspondía. Nuestro protagonista, sin embargo, carga sobre su empresa la responsabilidad en un caso parecido que afecta a uno de sus empleados y es él mismo quien da la cara ante los familiares de la víctima. Se advierte en este episodio un deliberado esfuerzo, que en la práctica le lleva al protagonista más allá de sus estrictas obligaciones, de asumir las consecuencias de sus acciones. Podría argüir que corresponde al empleado la observancia de las normas y el adaptarse con la prudencia debida a las condiciones del tráfico, pero sabe que la brutal competencia obliga a la empresa a asumir riesgos para subsistir. El caso podría abrir otra línea argumental, pero la única intención del novelista es contrastar unas actitudes con otras, y a ella me atengo.
La diferencia entre las luces de la ilustración y las del exterior de la caverna en el mito de Platón es que estas últimas ciegan y las primeras dan luz. Y, sin embargo, aquéllas no se pueden concebir sin éstas. En el libro VII de "La República", el platónico fugitivo, una vez que sus ojos se han adaptado a las condiciones exteriores, decide regresar a la caverna a ilustrar al resto de sus compañeros cautivos. Es claro que se arriesga a ser tildado de loco, a la incomprensión de sus iguales, a la persecución por parte de quienes ostentan el poder, al fracaso. Así Balram. Tras su crimen podría vivir cómodamente del fruto de su homicidio, pero desea, en un cierto sentido, regresar para mostrar a quien pueda escucharle - a sus empleados- lo que ha visto a la luz del Sol. Y lo que ha visto al ganar su libertad es que la sociedad de los hombres ha de basarse en el mutuo reconocimiento como seres iguales en derechos, no necesariamente en condiciones. El reconocimiento del otro como un ser igual a mí depende exclusivamente de un ejercicio de interiorización, de reflexión, que finalmente se abre al mundo. El respeto a los demás es, en primer lugar, amor por uno mismo. Por ello el Sócrates platónico afirma que es preferible sufrir una injusticia a cometerla, porque cometerla deja abierta de modo permanente una puerta de entrada -y no sólo de salida- a posteriores desmanes. La maldad es un error de cálculo, el error es fruto de la ignorancia, y la ignorancia es lo mismo que la oscuridad.