Llevo varios meses dándole vueltas al
problema de cómo comenzar, y no hallo otro modo de hacerlo que no sea de manera
tangencial, indirecta, sin ir directamente al grano. Y además, tal como es mi
costumbre, de forma bastante asistemática. Por eso me he permitido la libertad
de traer a vuestra consideración esta película que en su tiempo tuvo tan buena
acogida merced al dudoso mérito de acertar a tañer la fibra sensible del
espectador. Tengo que decir -únicamente con la intención de que se me
comprenda- que cada vez que recelo que alguien trata de hacer eso conmigo -es
decir: tocarme la fibra sensible- me solivianto y me pongo a la defensiva. Es
una cuestión de gusto: prefiero que se me conquiste por el estómago y que se
respete la intimidad del resto de mis vísceras.
Hace algún tiempo, y mi interlocutora sin duda lo
recordará, mantuve una jugosa conversación telemática que orbitaba en torno a
la conveniencia de representar el mundo a través de la mirada inocente de un
niño. Yo sostenía que se trata de un modo muy falso de hacerlo, un ardid
embustero, no porque el autor (en aquella ocasión discutíamos acerca de un
libro) osara penetrar en el alma de su personaje, cosa muy frecuente entre los
buenos novelistas, sino porque tal visión del mundo se componía sobre un armazón
distorsionado. Deliberadamente distorsionado, además. En efecto, al tratar de
introducir en el discurso infantil asuntos que por una mera consideración de
madurez deberían serle ajenos, se cae en el error obvio de que el autor se
cuele en su personaje. Se violan las normas del relato, se hace trampa en
definitiva. Algo así se lo podemos perdonar a Goscinny, porque queda clara cuál
es su intención con el pequeño Nicolás - e incluso con Obélix- . Nos
regocijamos con la hilaridad que resulta de la evidente transgresión de los
límites, pero no podemos consentir que cosa tal se nos disimule. Y eso es lo
que, a mi juicio, hace una y otra vez esta película, con la salvedad -claro
está- de que en vez de un niño nuestro protagonista es una persona
psíquicamente disminuída (dicho sea con la perversa intención de mofarme un
tanto de los eufemismos políticamente correctos).
La trama se narra en primera persona por
boca del protagonista, quien, haciendo gala de sus pocas luces, se dedica a
aburrir a sus oyentes con la exposición de su biografía y a obligarles en
algunos casos a fingir interés en el relato. Aquí el guionista (o el director,
no sé a quién imputarle la trampa) incurre ya en el error de colarse en la
acción cuando decide que el espectador ha de enterarse de la reacción de los
oyentes de Forrest. Pero lo que cuenta el protagonista en ese momento es su
vida pasada, no su relación presente con la gente que encuentra. A partir de
ese instante, el espectador se ve obligado a mantener una estrecha vigilancia
con el fin de esclarecer quién le está narrando lo que se narra en cada
momento. Y para que quede claro que la intención de la película es confundirnos
a este respecto, que no sepamos quién nos está hablando, hay dos rupturas de la
unidad de tiempo cuya función es indudablemente generar el equívoco. La primera
la tenemos ya en la misma parada del autobús, el lugar donde Forrest Gump nos
cuenta su vida hasta ese instante, porque la acción continúa después sin que se
haga patente el cambio de narrador, cambio por otra parte necesario para
mantener la coherencia del relato. La segunda consiste en la inclusión de
ciertos detalles de la vida de la co-protagonista de los que es imposible que
tengamos noticia cuando la tenemos. Y como estos relatos son mutuamente incompatibles,
su mezcla genera oscuridad.
A pesar de que se me puede acusar de poco claro y de
tremendamente injusto -dado que, en efecto, es posible establecer quién narra
en cada momento, aunque no a primera vista,- me abstendré de extenderme a este
respecto. Me bastará con añadir que, en el mejor de los casos, la presunta
visión del mundo a través de los ojos del protagonista, que es lo que prometía
el trailer de la película, no se nos da en estado puro, sino confrontada con la
del narrador omnisciente. "El mundo ya no le parecerá el mismo, se nos
decía para persuadirnos de acudir a la sala de proyección, después de verlo a
través de los ojos de Forrest Gump". Pero es el caso que a través de los
ojos de Forrest Gump no vemos nada interesante. Lo interesante nos lo cuenta el
narrador o lo pone el espectador para rellenar vacíos, de donde concluyo la
incómoda sospecha de que sobra el protagonista. No es que encuentre poco
pertinente la historia, es que no me gusta cómo está narrada.
A fin de ir acercándome a la cuestión a la
que quería abocarme, señalaré otro aspecto de la película, y es su extremada
inverosimilitud. Todos sabemos lo difícil que resulta vivir, no sólo en lo que
atañe a los requisitos materiales de la existencia, sino sobre todo a los
requisitos morales. Supongo que no habrá que insistir mucho en ello. Bastará
con considerar la dificultad que todos encontramos en armonizar nuestros
derechos y pretensiones con los ajenos, armonía que es el fin último de la
política, y el escaso acuerdo que en esta materia se ha alcanzado. Tanto
nuestros actos como nuestras omisiones, todo cuanto decidamos hacer o no hacer,
decir o callar, afecta a otras personas y, por consiguiente, de unas
obtendremos quejas y de otras parabienes. Sea cual sea nuestra conducta, a pesar
de que a muchos les pueda resultar indiferente, como consecuencia de ella habrá
quien se sienta beneficiado y quien se sienta perjudicado. La inocencia la
perdió para siempre nuestro padre Adán cuando no pudo resistirse a probar la
fruta del paraíso que le tendía Eva. Por ello me resulta tan increíble -y
molesta- la pretensión de algunos de que basta considerar las cosas de un modo
más sencillo para que los problemas se vayan disipando como fantasmas sin
entidad. Como si la culpa de nuestros problemas fuera nuestra, y no de lo mal
hecho que está el mundo. En la mirada de un niño o en la conciencia parcial de
un imbécil es donde se encuentra la pureza que habrá de salvarnos. Extraña
tesis.
Extraña, pero no nueva. Ya en los evangelios se nos
dice: "si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de
los cielos" (Mateo 18,3). Dejando de lado las aspiraciones de cada uno en
materia de fe, es cosa clara que nuestro primer interés no se cifra tanto en
ingresar en el reino de los cielos como en aprender a vivir tejas abajo. Aunque
los calvinistas divergen un tanto en esta creencia, a los católicos siempre se
nos ha enseñado que la salvación es función del modo en que vivamos en la
Tierra. De ahí la acuciante necesidad de vivir correctamente, necesidad cuyo
apercibimiento nos hermana a los ateos, puesto que, al no concebir éstos más
vida que la presente, consideran de su máximo interés vivirla como Dios manda.
Por ello, en cuanto los griegos aprendieron de Sócrates que era posible
adquirir esa ciencia, se apresuraron a inaugurar el discurso filosófico acerca
de cuestiones morales.
Lo que nos propone San Mateo es el total
reverso. Más adelante (Mateo, 16,25), incide en la misma idea cuando nos dice
aquello de que "quien quiera salvar su vida, la perderá", pasaje en
el coinciden también San Juan y San Marcos, pero no San Lucas. Claro que los
evangelistas no nos hacen esta propuesta para que olvidemos toda consideración
mundana y nos arrojemos como corderitos suicidas en una espantosa nada. El
mismo San Mateo, en un pasaje previo, se adelanta a nuestras objeciones y nos
pone en manos de la Divina Providencia cuando nos pide que fijemos nuestra
atención en los lirios y las florecillas del campo y el modo en que, a pesar de
su escaso valor y lo efímero de su existencia, merecen la mirada protectora del
Creador, quien las viste -siquiera por unos días- de galas y esplendores a los
que ni el mismo rey Salomón pudo aspirar nunca (Mateo, 6, 26-34). Dios
proveerá, se nos dice, nada temáis.
Esto es lo que me asoma a las entendederas cada vez
que recuerdo cómo Forrest Gump es conducido a lo largo de su existencia con esa
falta de cuidado de la que hace gala y con ese peculiar éxito que corona cada
una de sus empresas. En su primer día de colegio se gana al mismo tiempo la
amistad de Jenny y la antipatía del resto de sus compañeros. Pero es Jenny
quien le espolea para huir a la carrera del acoso a que, a causa de su
minusvalía, le someten los demás. Correr le sirve en primer lugar para librarse
de sus prótesis, y después para ingresar en el equipo de fútbol y obtener una
beca universitaria. Justo a la salida del acto de graduación le ofrecen
alistarse en el ejército. Le envían a Vietnam,donde conoce a su amigo Bubba y
donde será condecorado por unos actos de valor sobre los que siempre pesará la
sospecha de ser irreflexivos. Consecuencia de su amistad con Bubba es su
proyecto común de pescar gambas en el Golfo. Finalmente, Bubba muere, pero
Forrest lleva a cabo su proyecto con la colaboración del teniente Dan. La
empresa será un entero fracaso hasta que, en medio de una tormenta que arruina
toda la flota pesquera del lugar salvo el barco de los protagonistas, tras una
invocación a Diós, o una imprecación, o blasfemia, o lo que fuere que tiene
lugar en esa patética escena, encuentran el filón que les hará millonarios.
Todo parece ocurrir según una
concatenación de eventos que se mantiene en una adecuada equidistancia entre lo
azaroso y lo providencial. El espectador encuentra algo maravilloso,
sobrenatural, en esa encantadora serie de sucesos extremadamente improbables,
algo feérico que sólo comienza a atribuir a la acción directa de Dios después
de considerar lo acaecido durante la tormenta. Los protagonistas son salvados
de las olas, como Jonás por la ballena, no para que crean ellos, sino para que
creamos nosotros. El inmenso caudal de dinero que les viene encima le sirve a
Forrest para rescatar de la pobreza a la familia de Bubba, para despreocuparse
él mismo por los aspectos materiales de la existencia y, sobre todo, para volver
a convencer al teniente Dan de que la vida merece la pena. Notable acicate. Y
para reforzar la sospecha de intervención divina, la famosa caída de la pluma,
tan parecida a la hoja de un árbol. Dice el Evangelio: "¿No se venden dos
pájaros por unos cuartos? Y, sin embargo, ninguno de ellos cae en tierra sin el
consentimiento de vuestro Padre" (Mateo, 10, 29-30). Pues bien: no sólo un
pájaro, ni siquiera una pluma.
Por dos motivos resulta sumamente llamativo el hecho
de que para escenificar la providencial intervención divina en los asuntos
humanos -que, a mi juicio, es el argumento de la película- se haya elegido como
protagonista a un tonto. En primer lugar, apelar a la Providencia supone la
asunción de una restricción fundamental en el grado de libertad en el mundo. La
imagen del relojero y la del mecanismo pesan demasiado como para ser obviadas.
En segundo lugar, que la acción de la Providencia se ejerza sobre un simple
pone en entredicho el libre albedrío. Me pregunto si el llamado a la inocencia
a que nos insta tanto el evangelio como esta historia no será, en el fondo, una
instancia para que renunciemos a lo más sagrado del ser humano: nuestra
libertad y nuestra conciencia. Es el momento de adelantar ahora lo que será el
tema de posteriores opiniones: la necesaria distinción entre libertad y libre
albedrío, y el conflicto entre ambos conceptos. Lo que ocurre con la
interpretación final de esta película es que, si como asegura Forrest,
verdaderamente sabe lo que es el amor, entonces quizá ya no sea tan tonto. Que
cada cual juzgue según le parezca.