viernes, 21 de noviembre de 2014

Forrest Gump y cada una de las florecillas del campo

Llevo varios meses dándole vueltas al problema de cómo comenzar, y no hallo otro modo de hacerlo que no sea de manera tangencial, indirecta, sin ir directamente al grano. Y además, tal como es mi costumbre, de forma bastante asistemática. Por eso me he permitido la libertad de traer a vuestra consideración esta película que en su tiempo tuvo tan buena acogida merced al dudoso mérito de acertar a tañer la fibra sensible del espectador. Tengo que decir -únicamente con la intención de que se me comprenda- que cada vez que recelo que alguien trata de hacer eso conmigo -es decir: tocarme la fibra sensible- me solivianto y me pongo a la defensiva. Es una cuestión de gusto: prefiero que se me conquiste por el estómago y que se respete la intimidad del resto de mis vísceras.
Hace algún tiempo, y mi interlocutora sin duda lo recordará, mantuve una jugosa conversación telemática que orbitaba en torno a la conveniencia de representar el mundo a través de la mirada inocente de un niño. Yo sostenía que se trata de un modo muy falso de hacerlo, un ardid embustero, no porque el autor (en aquella ocasión discutíamos acerca de un libro) osara penetrar en el alma de su personaje, cosa muy frecuente entre los buenos novelistas, sino porque tal visión del mundo se componía sobre un armazón distorsionado. Deliberadamente distorsionado, además. En efecto, al tratar de introducir en el discurso infantil asuntos que por una mera consideración de madurez deberían serle ajenos, se cae en el error obvio de que el autor se cuele en su personaje. Se violan las normas del relato, se hace trampa en definitiva. Algo así se lo podemos perdonar a Goscinny, porque queda clara cuál es su intención con el pequeño Nicolás - e incluso con Obélix- . Nos regocijamos con la hilaridad que resulta de la evidente transgresión de los límites, pero no podemos consentir que cosa tal se nos disimule. Y eso es lo que, a mi juicio, hace una y otra vez esta película, con la salvedad -claro está- de que en vez de un niño nuestro protagonista es una persona psíquicamente disminuída (dicho sea con la perversa intención de mofarme un tanto de los eufemismos políticamente correctos).
La trama se narra en primera persona por boca del protagonista, quien, haciendo gala de sus pocas luces, se dedica a aburrir a sus oyentes con la exposición de su biografía y a obligarles en algunos casos a fingir interés en el relato. Aquí el guionista (o el director, no sé a quién imputarle la trampa) incurre ya en el error de colarse en la acción cuando decide que el espectador ha de enterarse de la reacción de los oyentes de Forrest. Pero lo que cuenta el protagonista en ese momento es su vida pasada, no su relación presente con la gente que encuentra. A partir de ese instante, el espectador se ve obligado a mantener una estrecha vigilancia con el fin de esclarecer quién le está narrando lo que se narra en cada momento. Y para que quede claro que la intención de la película es confundirnos a este respecto, que no sepamos quién nos está hablando, hay dos rupturas de la unidad de tiempo cuya función es indudablemente generar el equívoco. La primera la tenemos ya en la misma parada del autobús, el lugar donde Forrest Gump nos cuenta su vida hasta ese instante, porque la acción continúa después sin que se haga patente el cambio de narrador, cambio por otra parte necesario para mantener la coherencia del relato. La segunda consiste en la inclusión de ciertos detalles de la vida de la co-protagonista de los que es imposible que tengamos noticia cuando la tenemos. Y como estos relatos son mutuamente incompatibles, su mezcla genera oscuridad.
A pesar de que se me puede acusar de poco claro y de tremendamente injusto -dado que, en efecto, es posible establecer quién narra en cada momento, aunque no a primera vista,- me abstendré de extenderme a este respecto. Me bastará con añadir que, en el mejor de los casos, la presunta visión del mundo a través de los ojos del protagonista, que es lo que prometía el trailer de la película, no se nos da en estado puro, sino confrontada con la del narrador omnisciente. "El mundo ya no le parecerá el mismo, se nos decía para persuadirnos de acudir a la sala de proyección, después de verlo a través de los ojos de Forrest Gump". Pero es el caso que a través de los ojos de Forrest Gump no vemos nada interesante. Lo interesante nos lo cuenta el narrador o lo pone el espectador para rellenar vacíos, de donde concluyo la incómoda sospecha de que sobra el protagonista. No es que encuentre poco pertinente la historia, es que no me gusta cómo está narrada.
A fin de ir acercándome a la cuestión a la que quería abocarme, señalaré otro aspecto de la película, y es su extremada inverosimilitud. Todos sabemos lo difícil que resulta vivir, no sólo en lo que atañe a los requisitos materiales de la existencia, sino sobre todo a los requisitos morales. Supongo que no habrá que insistir mucho en ello. Bastará con considerar la dificultad que todos encontramos en armonizar nuestros derechos y pretensiones con los ajenos, armonía que es el fin último de la política, y el escaso acuerdo que en esta materia se ha alcanzado. Tanto nuestros actos como nuestras omisiones, todo cuanto decidamos hacer o no hacer, decir o callar, afecta a otras personas y, por consiguiente, de unas obtendremos quejas y de otras parabienes. Sea cual sea nuestra conducta, a pesar de que a muchos les pueda resultar indiferente, como consecuencia de ella habrá quien se sienta beneficiado y quien se sienta perjudicado. La inocencia la perdió para siempre nuestro padre Adán cuando no pudo resistirse a probar la fruta del paraíso que le tendía Eva. Por ello me resulta tan increíble -y molesta- la pretensión de algunos de que basta considerar las cosas de un modo más sencillo para que los problemas se vayan disipando como fantasmas sin entidad. Como si la culpa de nuestros problemas fuera nuestra, y no de lo mal hecho que está el mundo. En la mirada de un niño o en la conciencia parcial de un imbécil es donde se encuentra la pureza que habrá de salvarnos. Extraña tesis.
Extraña, pero no nueva. Ya en los evangelios se nos dice: "si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mateo 18,3). Dejando de lado las aspiraciones de cada uno en materia de fe, es cosa clara que nuestro primer interés no se cifra tanto en ingresar en el reino de los cielos como en aprender a vivir tejas abajo. Aunque los calvinistas divergen un tanto en esta creencia, a los católicos siempre se nos ha enseñado que la salvación es función del modo en que vivamos en la Tierra. De ahí la acuciante necesidad de vivir correctamente, necesidad cuyo apercibimiento nos hermana a los ateos, puesto que, al no concebir éstos más vida que la presente, consideran de su máximo interés vivirla como Dios manda. Por ello, en cuanto los griegos aprendieron de Sócrates que era posible adquirir esa ciencia, se apresuraron a inaugurar el discurso filosófico acerca de cuestiones morales.
Lo que nos propone San Mateo es el total reverso. Más adelante (Mateo, 16,25), incide en la misma idea cuando nos dice aquello de que "quien quiera salvar su vida, la perderá", pasaje en el coinciden también San Juan y San Marcos, pero no San Lucas. Claro que los evangelistas no nos hacen esta propuesta para que olvidemos toda consideración mundana y nos arrojemos como corderitos suicidas en una espantosa nada. El mismo San Mateo, en un pasaje previo, se adelanta a nuestras objeciones y nos pone en manos de la Divina Providencia cuando nos pide que fijemos nuestra atención en los lirios y las florecillas del campo y el modo en que, a pesar de su escaso valor y lo efímero de su existencia, merecen la mirada protectora del Creador, quien las viste -siquiera por unos días- de galas y esplendores a los que ni el mismo rey Salomón pudo aspirar nunca (Mateo, 6, 26-34). Dios proveerá, se nos dice, nada temáis.
Esto es lo que me asoma a las entendederas cada vez que recuerdo cómo Forrest Gump es conducido a lo largo de su existencia con esa falta de cuidado de la que hace gala y con ese peculiar éxito que corona cada una de sus empresas. En su primer día de colegio se gana al mismo tiempo la amistad de Jenny y la antipatía del resto de sus compañeros. Pero es Jenny quien le espolea para huir a la carrera del acoso a que, a causa de su minusvalía, le someten los demás. Correr le sirve en primer lugar para librarse de sus prótesis, y después para ingresar en el equipo de fútbol y obtener una beca universitaria. Justo a la salida del acto de graduación le ofrecen alistarse en el ejército. Le envían a Vietnam,donde conoce a su amigo Bubba y donde será condecorado por unos actos de valor sobre los que siempre pesará la sospecha de ser irreflexivos. Consecuencia de su amistad con Bubba es su proyecto común de pescar gambas en el Golfo. Finalmente, Bubba muere, pero Forrest lleva a cabo su proyecto con la colaboración del teniente Dan. La empresa será un entero fracaso hasta que, en medio de una tormenta que arruina toda la flota pesquera del lugar salvo el barco de los protagonistas, tras una invocación a Diós, o una imprecación, o blasfemia, o lo que fuere que tiene lugar en esa patética escena, encuentran el filón que les hará millonarios.
Todo parece ocurrir según una concatenación de eventos que se mantiene en una adecuada equidistancia entre lo azaroso y lo providencial. El espectador encuentra algo maravilloso, sobrenatural, en esa encantadora serie de sucesos extremadamente improbables, algo feérico que sólo comienza a atribuir a la acción directa de Dios después de considerar lo acaecido durante la tormenta. Los protagonistas son salvados de las olas, como Jonás por la ballena, no para que crean ellos, sino para que creamos nosotros. El inmenso caudal de dinero que les viene encima le sirve a Forrest para rescatar de la pobreza a la familia de Bubba, para despreocuparse él mismo por los aspectos materiales de la existencia y, sobre todo, para volver a convencer al teniente Dan de que la vida merece la pena. Notable acicate. Y para reforzar la sospecha de intervención divina, la famosa caída de la pluma, tan parecida a la hoja de un árbol. Dice el Evangelio: "¿No se venden dos pájaros por unos cuartos? Y, sin embargo, ninguno de ellos cae en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre" (Mateo, 10, 29-30). Pues bien: no sólo un pájaro, ni siquiera una pluma.
Por dos motivos resulta sumamente llamativo el hecho de que para escenificar la providencial intervención divina en los asuntos humanos -que, a mi juicio, es el argumento de la película- se haya elegido como protagonista a un tonto. En primer lugar, apelar a la Providencia supone la asunción de una restricción fundamental en el grado de libertad en el mundo. La imagen del relojero y la del mecanismo pesan demasiado como para ser obviadas. En segundo lugar, que la acción de la Providencia se ejerza sobre un simple pone en entredicho el libre albedrío. Me pregunto si el llamado a la inocencia a que nos insta tanto el evangelio como esta historia no será, en el fondo, una instancia para que renunciemos a lo más sagrado del ser humano: nuestra libertad y nuestra conciencia. Es el momento de adelantar ahora lo que será el tema de posteriores opiniones: la necesaria distinción entre libertad y libre albedrío, y el conflicto entre ambos conceptos. Lo que ocurre con la interpretación final de esta película es que, si como asegura Forrest, verdaderamente sabe lo que es el amor, entonces quizá ya no sea tan tonto. Que cada cual juzgue según le parezca.