sábado, 13 de diciembre de 2014

Darwin y la ciencia-ficción

Como todo el mundo sabe, la Ilustración fue un fenómeno -o un movimiento, para quien prefiera calificarlo de ese modo- de índole social, política, cultural, artística, religiosa y científica. En fin, una nueva forma de pensamiento, un espíritu nuevo que, sustentándose sobre una confianza sin límite en las potencialidades de la razón humana y afirmándose entre los hombres merced a una educación (ilustración, precisamente) deliberadamente calculada para que tomen conciencia de su valor como seres humanos libres, autónomos y capaces, se extendió por Europa durante el siglo XVIII. El movimiento tuvo su origen en la Inglaterra del siglo anterior, donde recibieron a su modo las enseñanzas de Descartes -pero también de su Fancis Bacon- y las fueron madurando hasta desembocar en la figura de Locke; de allí se exportó a Francia, donde culminó con su célebre Revolución de 1789 que, como a menudo les ocurre a las revoluciones, fue de todo menos civilizada. De Francia se exportó al resto de Europa. Kant, un alemán, la definió con su famosísimo "sapere aude", es decir: atreverse a considerar todas las cosas a la luz de la propia razón. Y, finalmente, gracias a los esfuerzos de Pepe Botella y de nuestro amadísimo Fernando VII, el siglo que viene llegará a España, cuando los bisnietos de los políticos que actualmente nos mangonean se decidan al disfrute tranquilo y civilizado de lo que sus bisabuelos no se hayan gastado en putas.
Entre las consecuencias de la Ilustración -quizá sea una de sus notas características- se puede destacar un nuevo modo en que los individuos y sus agregados, las sociedades, se relacionan con el hecho religioso. No resulta difícil presentar la religión como fruto del oscurantismo medieval, de una época de inmadurez en que la humanidad desconocía aún el modo de gestionar racionalmente sus propios asuntos. Por otra parte, si comparamos la quietud del dogma con el avance imparable de las ciencias, es fuerza que el primero quede en desventaja. Desde hace al menos dos mil años se viene predicando la igualdad, la libertad y la fraternidad entre todos los seres humanos, pero sólo muy recientemente en términos históricos este ideario ha entrado en la discusión política, precisamente cuando el milagro pierde terreno ante la teoría. Pero no es justo, porque es incierto, afirmar que la religión ha sido superada y que debe ser reemplazada por la razón. Lo que ha ocurrido es que el fenómeno religioso se ha redimensionado, ha abandonado el espacio político y gnoseológico y se ha recluido en la intimidad de cada cual. Allá donde el dogma choca con la ciencia ésta reclama sus fueros y aquél retrocede, de este modo se disuelve el conflicto. La fe se afirma donde la ciencia no llega, del mismo modo que la moral religiosa se detiene en la frontera misma de la ley. Y nunca ocurre esto en sentido contrario.

Cuando Georges Lemaître, sacerdote belga y astrofísico eminente, publicó en 1927 un artículo en el que proponía (y, que yo sepa fue el primero en hacerlo) la teoría del Big Bang, no hizo otra cosa que localizar la frontera y señalar quién debía ocupar cada lado. La comunidad científica siempre receló de que la teoría de Lemaître tuviera motivaciones ajenas a la física, aunque finalmente terminó convenciendo a todos, incluido el propio Einstein, que prefería un modelo estacionario para el universo sin que sus motivos al respecto estuviesen demasiado claros. Ultimamente, S. Hawking ha afirmado poder explicar científicamente el gran estallido y haber mostrado así que el recurso a Dios para explicar el universo es prescindible. Pero, de confirmarse el éxito de Hawking, lo único que habrá logrado será obligar al teólogo a replegarse un paso. De todas formas, parece que la providencia divina debe alejarse un poco más y cada vez parece más evidente que la intervención de Dios en el mundo se concibe mejor no como providencia sino como simple previdencia. Ni Lemaître demostró que existe Dios, ni Hawking ha demostrado que no existe.
Un poco más arriba decía que Inglaterra exportó la Ilustración y señalaba sus destinatarios en Europa; sin embargo, olvidé deliberadamente uno de sus receptores más influyentes: las colonias británicas en Norteamérica. La verdad es que las grandes ideas ilustradas ya se habían materializado allí prácticamente desde su fundación. Los colonos eran, en efecto, hombres libres aunque no fuese más que por la distancia a la que vivían de quien pudiera sojuzgarlos. Eran también básicamente iguales, emigrantes laboriosos cuya pretensión era ganarse la vida con su propio esfuerzo, lo que les obligó a ser racionales. La independencia fue para ellos poco más que la actualización y corroboración institucional de su modo de vida. Pero, a diferencia de los ilustrados europeos que relegaron la fe adonde no pudiera interferir con el resto de las inquietudes humanas, los norteamericanos eran -son- profundamente creyentes. No podemos olvidar que descienden, a pesar de otras oleadas migratorias posteriores, de puritanos y calvinistas, de anabaptistas y todo tipo de protestantes que buscaban la libertad religiosa en la nueva tierra. Esto es algo que cualquiera puede comprobar a poco que escarbe bajo la superficie de la nación más pujante de la Tierra y se nos manifiesta de manera escandalosa en la supervivencia de comunidades obstinadamente aferradas a la primitiva vida del XVII. Norteamérica es el país de los mormones, de los cuáqueros, de los menonitas, de los amish, de las sectas más variopintas y de los telepredicadores.
Es un rasgo común a la mayoría de las confesiones protestantes la libertad de culto y la creencia en la capacidad de cada persona para interpretar la Sagrada Escritura. Precisamente, el puritanismo surge en el seno de la iglesia anglicana como reacción a la excesiva dependencia de la autoridad religiosa del rey. Y es esta libertad la que, según Tocqueville, garantiza primero que no se produzcan interferencias entre la vida religiosa y la vida política en las colonias y, en segundo lugar, modera los excesos a los que el igualitarismo pudiera conducir. Libertad e igualdad son para el norteamericano conceptos religiosos y no secularizados, a diferencia de los europeos.
No hay en los Estados Unidos conflicto entre religión y política. No lo hay por la propia naturaleza del hecho religioso norteamericano y porque el poder teocrático está tan sumamente atomizado en diversidad de sectas y confesiones que no ha podido organizarse en una jerarquía visible. El dogma no penetra en las leyes sino de manera general, pero en la generalidad coinciden todos. ¿Y entre religión y ciencia?¿Hay conflicto entre religión y ciencia en los Estados Unidos? Si consideramos la cuestión con frialdad suficiente y abriendo un poco nuestro cono de visión, creo que estaremos obligados a admitir que tampoco lo hay. En América, como en cualquier otra parte del mundo, hay científicos no creyentes, creyentes tibios y creyentes acérrimos; pero, en cuanto científicos, todos ellos viven al margen de las polémicas. Ni la religión es ciencia ni la ciencia es religión, no hay solapamiento . Además, el conjunto de los enunciados científicos y el conjunto de los enunciados religiosos tienen una intersección vacía. En esto coinciden todos.
Sin embargo, desde instancias ajenas a las instituciones científicas, se han producido en los Estados Unidos algunos fenómenos que han llamado nuestra atención. Creo que en su conjunto pueden incardinarse dentro de un movimiento global que está reaccionando, en general, contra la Ilustración y al que pertenece todo tipo de fundamentalismo. No digo que todas sus manifestaciones puedan ser tachadas de fundamentalistas, pero sí que es posible que su surgimiento responda a causas compartidas. Por doquier, la religión trata de reconquistar el espacio perdido y, de manera paralela, las jerarquías se reafirman. Siempre han reclamado su influencia en la vida política, cultural e ideológica; pero últimamente y por todas partes consiguen influir en las leyes. Supongo que para apoyar mi afirmación bastará con echar un vistazo. La religión es un fenómeno básicamente irracional, pero no necesariamente antiilustrado. En Occidente, al menos, ha convivido a las mil maravillas con los nuevos tiempos. Durante mucho tiempo la diferencia de credo ha sido irrelevante en el mundo, y me preocupa el hecho de que está dejando de serlo.
Me estoy refiriendo, de modo particular, a la mal llamada teoría (porque no lo es) del Diseño Inteligente. No es éste lugar para explicarla ni para argumentar a favor o en contra de ella. Creo que algo he dicho al respecto al menos en un par de ocasiones. Lo que sí interesa destacar es la relación, reconocida por casi todos y al menos por una corte federal en Dover en el año 2005, de esta pretendida teoría con el resurgimiento de tesis creacionistas defendidas desde sectores protestantes de los Estados Unidos. Noticias referentes al fallo de la corte de Dover (Pensilvania) pueden rastrearse en la Red (BBC, Mundo, Ciencia, del 20 de diciembre de 2005, por ejemplo). Lo más reseñable de todo el asunto es que se reconoce que la teoría del Diseño Inteligente, que se propone como rival y alternativa a la teoría de la Evolución de Darwin, supone un intento enmascarado de promover la religión en una escuela pública. La estrategia de los creacionistas no tuvo éxito, pero sorprende que alguien con autoridad suficiente en el estado de Pensilvania tuviese la osadía de incluir el Diseño Inteligente en el currículo en más de un colegio.
No sólo desde un punto de vista ciéntífico resulta escandalosa la pretensión de enseñar en las aulas doctrinas manifiestamente contrarias a teorías bien establecidas, incluso para legos que no acepten de buen grado comulgar con piedras de molino ha de suponer enorme esfuerzo prescindir de buenas a primeras del enorme caudal de evidencia empírica en favor de la teoría de la evolución. Desde hace ya varios siglos se ha observado que los restos fósiles no dejan lugar a dudas acerca del hecho de que los seres vivos han ido cambiando a lo largo del tiempo. Quizá se pueda discutir el motor del cambio, pero no el cambio mismo. Y para mostrar que las excentricidades de origen religioso no terminan con la evolución basta considerar que hay incluso una Sociedad de la Tierra Plana cuyas tesis se basan en una interpretación literal de la Biblia. A saber qué malabarismos teóricos se necesitan para dotar de alguna coherencia a semejantes bobadas. Desde luego, yo no voy a investigarlos ni a entrar en detalles: que lo hagan, por ejemplo, Scott y Amundsen, que se dejaron la vida y la piel por llegar al Polo Sur, cosa que de ningún modo podrían haber hecho en una Tierra plana. Lo llamativo de todo este asunto es que se apele a una suerte de conspiración universal (supongo que inspirada por el Maligno) tendente a mantener en la ignorancia, no se sabe con qué intenciones, al común de los mortales. Ni evolución, ni Tierra esférica, ni heliocentrismo, ni, por supuesto, viajes espaciales. Como si aceptar la teoría de la conspiración, incluso en el estrafalario supuesto de que resultase cierta, fuese un hecho más natural que conceder crédito a las teorías que defiende -con métodos, intereses e intenciones muy claros- la comunidad científica.
Pues bien, a pesar de todo ello, desoyendo los dictados más básicos en favor de la verosimilitud, la ciencia-ficción viene ofreciendo de manera bastante recurrente argumentos muy poco ortodoxos. Por sorprendente que parezca, la ciencia-ficción es asombrosamente verosímil, a pesar de su ambientación futurista y de todas sus fantasías, porque no es otra cosa que la proyección en un hipotético futuro de nuestras inquietudes y anhelos presentes, siempre sobre la base de un desarrollo más o menos probable -pero posible- de nuestra capacidad técnica y teórica actual. Y cuando, como ocurre con el caso de los viajes hiperespaciales, es preciso forzar la licencia y salirse de lo meramente posible desde el punto de vista teórico, ello se debe a la necesidad de unidad de tiempo. Lo que perdemos en coherencia externa al relato lo ganamos en coherencia interna. Sin embargo, hay otras licencias que no sé si serán o no necesarias, pero que en todo caso resultan llamativas.
La producción literaria y cinematográfica es este género es mayoritariamente estadounidense, y no hay que olvidar que la mayor gloria nacional de los estadounidenses es la exploración espacial. De modo que la ciencia-ficción no prescindirá nunca ni de ella ni de la cosmografía moderna que le es inherente. Pero sí ha prescindido, al menos en dos ocasiones, de la mínima consideración hacia la teoría de la evolución. Me refiero, en concreto, a dos series de televisión: Galáctica y Stargate. El argumento principal de la primera de ellas es que las doce Colonias de Kobol, exponente de una ignota humanidad extraterrestre, arrasadas en la guerra contra robots replicantes que crearon como sirvientes, huyen en busca de una decimotercera colonia -la Tierra- de cuya memoria apenas quedan vestigios en su literatura. Tirando del hilo argumental, queda claro que el origen de la humanidad que nosotros conocemos ha de ser también extraterrestre, lo que parece contradecir todo lo que nos sugiere el abundante registro fósil de restos de homínidos y de sus semejanzas con la fauna actual y pretérita, cuyo origen terrestre no se cuestiona. La segunda de ellas, Stargate, presenta una curiosa variación en este argumento: la especie humana ha evolucionado en la Tierra, pero ésta sería su segunda evolución en el universo.
Ambas series nos colocan ante el problema que resulta de considerar dos líneas evolutivas absolutamente independientes que, no obstante, desembocan en las mismas especies. Así pues, o resucitamos el antiguo concepto de una causa final unida a la infinita capacidad de un dios omnipotente, o suponemos que la humanidad es algo reproductible, duplicable. También podemos suponer ambas cosas. El carácter aleatorio e imprevisible de la evolución obligaba a los creyentes a considerar una providencia que desde el principio de la creación se aplicaba a llevarla a cabo según sus propios designios, y además se avenía muy bien con el humanismo cristiano al considerar a la humanidad, y a cada individuo, como algo irrepetible. El valor de las especies biológicas es que son únicas, lo que significa que, aunque pudieran repetirse con fidelidad las mismas condiciones que se han dado en nuestro planeta a lo largo del tiempo, el resultado final sería muy divergente. Y lo que vale para las distintas especies vale también para la nuestra. Además, los individuos humanos -irrepetibles como cualquier otro individuo- se añaden el hecho de la conciencia. Ahora bien, con una humanidad que se nos quiere presentar como repetible en estas series, ¿qué nos hace pensar que el individuo no lo es también? Y en ese caso, aunque se pudiera salvaguardar la libertad humana, ¿no quedaría en entredicho nuestro libre albedrío? La libertad depende de la ausencia de condicionantes externos, pero el libre albedrío está ligado a la conciencia, a su absoluta independencia de cualquier condicionante, incluidos los internos, y a su carácter único.

Y sobre este punto aún queda mucho por decir.