Como
todo el mundo sabe, la Ilustración fue un fenómeno -o
un movimiento, para quien prefiera calificarlo de ese modo- de índole
social, política, cultural, artística, religiosa y
científica. En fin, una nueva forma de pensamiento, un
espíritu nuevo que, sustentándose sobre una confianza
sin límite en las potencialidades de la razón humana y
afirmándose entre los hombres merced a una educación
(ilustración, precisamente) deliberadamente calculada para que
tomen conciencia de su valor como seres humanos libres, autónomos
y capaces, se extendió por Europa durante el siglo XVIII. El
movimiento tuvo su origen en la Inglaterra del siglo anterior, donde
recibieron a su modo las enseñanzas de Descartes -pero también
de su Fancis Bacon- y las fueron madurando hasta desembocar en la
figura de Locke; de allí se exportó a Francia, donde
culminó con su célebre Revolución de 1789 que,
como a menudo les ocurre a las revoluciones, fue de todo menos
civilizada. De Francia se exportó al resto de Europa. Kant, un
alemán, la definió con su famosísimo "sapere
aude", es decir: atreverse a considerar todas las cosas a la luz
de la propia razón. Y, finalmente, gracias a los esfuerzos de
Pepe Botella y de nuestro amadísimo Fernando VII, el siglo que
viene llegará a España, cuando los bisnietos de los
políticos que actualmente nos mangonean se decidan al disfrute
tranquilo y civilizado de lo que sus bisabuelos no se hayan gastado
en putas.
Entre
las consecuencias de la Ilustración -quizá sea una de
sus notas características- se puede destacar un nuevo modo en
que los individuos y sus agregados, las sociedades, se relacionan con
el hecho religioso. No resulta difícil presentar la religión
como fruto del oscurantismo medieval, de una época de
inmadurez en que la humanidad desconocía aún el modo de
gestionar racionalmente sus propios asuntos. Por otra parte, si
comparamos la quietud del dogma con el avance imparable de las
ciencias, es fuerza que el primero quede en desventaja. Desde hace al
menos dos mil años se viene predicando la igualdad, la
libertad y la fraternidad entre todos los seres humanos, pero sólo
muy recientemente en términos históricos este ideario
ha entrado en la discusión política, precisamente
cuando el milagro pierde terreno ante la teoría. Pero no es
justo, porque es incierto, afirmar que la religión ha sido
superada y que debe ser reemplazada por la razón. Lo que ha
ocurrido es que el fenómeno religioso se ha redimensionado, ha
abandonado el espacio político y gnoseológico y se ha
recluido en la intimidad de cada cual. Allá donde el dogma
choca con la ciencia ésta reclama sus fueros y aquél
retrocede, de este modo se disuelve el conflicto. La fe se afirma
donde la ciencia no llega, del mismo modo que la moral religiosa se
detiene en la frontera misma de la ley. Y nunca ocurre esto en
sentido contrario.
Cuando Georges Lemaître, sacerdote belga y astrofísico eminente, publicó en 1927 un artículo en el que proponía (y, que yo sepa fue el primero en hacerlo) la teoría del Big Bang, no hizo otra cosa que localizar la frontera y señalar quién debía ocupar cada lado. La comunidad científica siempre receló de que la teoría de Lemaître tuviera motivaciones ajenas a la física, aunque finalmente terminó convenciendo a todos, incluido el propio Einstein, que prefería un modelo estacionario para el universo sin que sus motivos al respecto estuviesen demasiado claros. Ultimamente, S. Hawking ha afirmado poder explicar científicamente el gran estallido y haber mostrado así que el recurso a Dios para explicar el universo es prescindible. Pero, de confirmarse el éxito de Hawking, lo único que habrá logrado será obligar al teólogo a replegarse un paso. De todas formas, parece que la providencia divina debe alejarse un poco más y cada vez parece más evidente que la intervención de Dios en el mundo se concibe mejor no como providencia sino como simple previdencia. Ni Lemaître demostró que existe Dios, ni Hawking ha demostrado que no existe.
Cuando Georges Lemaître, sacerdote belga y astrofísico eminente, publicó en 1927 un artículo en el que proponía (y, que yo sepa fue el primero en hacerlo) la teoría del Big Bang, no hizo otra cosa que localizar la frontera y señalar quién debía ocupar cada lado. La comunidad científica siempre receló de que la teoría de Lemaître tuviera motivaciones ajenas a la física, aunque finalmente terminó convenciendo a todos, incluido el propio Einstein, que prefería un modelo estacionario para el universo sin que sus motivos al respecto estuviesen demasiado claros. Ultimamente, S. Hawking ha afirmado poder explicar científicamente el gran estallido y haber mostrado así que el recurso a Dios para explicar el universo es prescindible. Pero, de confirmarse el éxito de Hawking, lo único que habrá logrado será obligar al teólogo a replegarse un paso. De todas formas, parece que la providencia divina debe alejarse un poco más y cada vez parece más evidente que la intervención de Dios en el mundo se concibe mejor no como providencia sino como simple previdencia. Ni Lemaître demostró que existe Dios, ni Hawking ha demostrado que no existe.
Un
poco más arriba decía que Inglaterra exportó la
Ilustración y señalaba sus destinatarios en Europa; sin
embargo, olvidé deliberadamente uno de sus receptores más
influyentes: las colonias británicas en Norteamérica.
La verdad es que las grandes ideas ilustradas ya se habían
materializado allí prácticamente desde su fundación.
Los colonos eran, en efecto, hombres libres aunque no fuese más
que por la distancia a la que vivían de quien pudiera
sojuzgarlos. Eran también básicamente iguales,
emigrantes laboriosos cuya pretensión era ganarse la vida con
su propio esfuerzo, lo que les obligó a ser racionales. La
independencia fue para ellos poco más que la actualización
y corroboración institucional de su modo de vida. Pero, a
diferencia de los ilustrados europeos que relegaron la fe adonde no
pudiera interferir con el resto de las inquietudes humanas, los
norteamericanos eran -son- profundamente creyentes. No podemos
olvidar que descienden, a pesar de otras oleadas migratorias
posteriores, de puritanos y calvinistas, de anabaptistas y todo tipo
de protestantes que buscaban la libertad religiosa en la nueva
tierra. Esto es algo que cualquiera puede comprobar a poco que
escarbe bajo la superficie de la nación más pujante de
la Tierra y se nos manifiesta de manera escandalosa en la
supervivencia de comunidades obstinadamente aferradas a la primitiva
vida del XVII. Norteamérica es el país de los mormones,
de los cuáqueros, de los menonitas, de los amish, de las
sectas más variopintas y de los telepredicadores.
Es
un rasgo común a la mayoría de las confesiones
protestantes la libertad de culto y la creencia en la capacidad de
cada persona para interpretar la Sagrada Escritura. Precisamente, el
puritanismo surge en el seno de la iglesia anglicana como reacción
a la excesiva dependencia de la autoridad religiosa del rey. Y es
esta libertad la que, según Tocqueville, garantiza primero que
no se produzcan interferencias entre la vida religiosa y la vida
política en las colonias y, en segundo lugar, modera los
excesos a los que el igualitarismo pudiera conducir. Libertad e
igualdad son para el norteamericano conceptos religiosos y no
secularizados, a diferencia de los europeos.
No
hay en los Estados Unidos conflicto entre religión y política.
No lo hay por la propia naturaleza del hecho religioso norteamericano
y porque el poder teocrático está tan sumamente
atomizado en diversidad de sectas y confesiones que no ha podido
organizarse en una jerarquía visible. El dogma no penetra en
las leyes sino de manera general, pero en la generalidad coinciden
todos. ¿Y entre religión y ciencia?¿Hay
conflicto entre religión y ciencia en los Estados Unidos? Si
consideramos la cuestión con frialdad suficiente y abriendo un
poco nuestro cono de visión, creo que estaremos obligados a
admitir que tampoco lo hay. En América, como en cualquier otra
parte del mundo, hay científicos no creyentes, creyentes
tibios y creyentes acérrimos; pero, en cuanto científicos,
todos ellos viven al margen de las polémicas. Ni la religión
es ciencia ni la ciencia es religión, no hay solapamiento .
Además, el conjunto de los enunciados científicos y el
conjunto de los enunciados religiosos tienen una intersección
vacía. En esto coinciden todos.
Sin
embargo, desde instancias ajenas a las instituciones científicas,
se han producido en los Estados Unidos algunos fenómenos que
han llamado nuestra atención. Creo que en su conjunto pueden
incardinarse dentro de un movimiento global que está
reaccionando, en general, contra la Ilustración y al que
pertenece todo tipo de fundamentalismo. No digo que todas sus
manifestaciones puedan ser tachadas de fundamentalistas, pero sí
que es posible que su surgimiento responda a causas compartidas. Por
doquier, la religión trata de reconquistar el espacio perdido
y, de manera paralela, las jerarquías se reafirman. Siempre
han reclamado su influencia en la vida política, cultural e
ideológica; pero últimamente y por todas partes
consiguen influir en las leyes. Supongo que para apoyar mi afirmación
bastará con echar un vistazo. La religión es un
fenómeno básicamente irracional, pero no necesariamente
antiilustrado. En Occidente, al menos, ha convivido a las mil
maravillas con los nuevos tiempos. Durante mucho tiempo la diferencia
de credo ha sido irrelevante en el mundo, y me preocupa el hecho de
que está dejando de serlo.
Me
estoy refiriendo, de modo particular, a la mal llamada teoría
(porque no lo es) del Diseño Inteligente. No es éste
lugar para explicarla ni para argumentar a favor o en contra de ella.
Creo que algo he dicho al respecto al menos en un par de ocasiones.
Lo que sí interesa destacar es la relación, reconocida
por casi todos y al menos por una corte federal en Dover en el año
2005, de esta pretendida teoría con el resurgimiento de tesis
creacionistas defendidas desde sectores protestantes de los Estados
Unidos. Noticias referentes al fallo de la corte de Dover
(Pensilvania) pueden rastrearse en la Red (BBC, Mundo, Ciencia, del
20 de diciembre de 2005, por ejemplo). Lo más reseñable
de todo el asunto es que se reconoce que la teoría del Diseño
Inteligente, que se propone como rival y alternativa a la teoría
de la Evolución de Darwin, supone un intento enmascarado de
promover la religión en una escuela pública. La
estrategia de los creacionistas no tuvo éxito, pero sorprende
que alguien con autoridad suficiente en el estado de Pensilvania
tuviese la osadía de incluir el Diseño Inteligente en
el currículo en más de un colegio.
No
sólo desde un punto de vista ciéntífico resulta
escandalosa la pretensión de enseñar en las aulas
doctrinas manifiestamente contrarias a teorías bien
establecidas, incluso para legos que no acepten de buen grado
comulgar con piedras de molino ha de suponer enorme esfuerzo
prescindir de buenas a primeras del enorme caudal de evidencia
empírica en favor de la teoría de la evolución.
Desde hace ya varios siglos se ha observado que los restos fósiles
no dejan lugar a dudas acerca del hecho de que los seres vivos han
ido cambiando a lo largo del tiempo. Quizá se pueda discutir
el motor del cambio, pero no el cambio mismo. Y para mostrar que las
excentricidades de origen religioso no terminan con la evolución
basta considerar que hay incluso una Sociedad de la Tierra Plana
cuyas tesis se basan en una interpretación literal de la
Biblia. A saber qué malabarismos teóricos se necesitan
para dotar de alguna coherencia a semejantes bobadas. Desde luego, yo
no voy a investigarlos ni a entrar en detalles: que lo hagan, por
ejemplo, Scott y Amundsen, que se dejaron la vida y la piel por
llegar al Polo Sur, cosa que de ningún modo podrían
haber hecho en una Tierra plana. Lo llamativo de todo este asunto es
que se apele a una suerte de conspiración universal (supongo
que inspirada por el Maligno) tendente a mantener en la ignorancia,
no se sabe con qué intenciones, al común de los
mortales. Ni evolución, ni Tierra esférica, ni
heliocentrismo, ni, por supuesto, viajes espaciales. Como si aceptar
la teoría de la conspiración, incluso en el
estrafalario supuesto de que resultase cierta, fuese un hecho más
natural que conceder crédito a las teorías que defiende
-con métodos, intereses e intenciones muy claros- la comunidad
científica.
Pues
bien, a pesar de todo ello, desoyendo los dictados más básicos
en favor de la verosimilitud, la ciencia-ficción viene
ofreciendo de manera bastante recurrente argumentos muy poco
ortodoxos. Por sorprendente que parezca, la ciencia-ficción es
asombrosamente verosímil, a pesar de su ambientación
futurista y de todas sus fantasías, porque no es otra cosa que
la proyección en un hipotético futuro de nuestras
inquietudes y anhelos presentes, siempre sobre la base de un
desarrollo más o menos probable -pero posible- de nuestra
capacidad técnica y teórica actual. Y cuando, como
ocurre con el caso de los viajes hiperespaciales, es preciso forzar
la licencia y salirse de lo meramente posible desde el punto de vista
teórico, ello se debe a la necesidad de unidad de tiempo. Lo
que perdemos en coherencia externa al relato lo ganamos en coherencia
interna. Sin embargo, hay otras licencias que no sé si serán
o no necesarias, pero que en todo caso resultan llamativas.
La
producción literaria y cinematográfica es este género
es mayoritariamente estadounidense, y no hay que olvidar que la mayor
gloria nacional de los estadounidenses es la exploración
espacial. De modo que la ciencia-ficción no prescindirá
nunca ni de ella ni de la cosmografía moderna que le es
inherente. Pero sí ha prescindido, al menos en dos ocasiones,
de la mínima consideración hacia la teoría de la
evolución. Me refiero, en concreto, a dos series de
televisión: Galáctica y Stargate. El argumento
principal de la primera de ellas es que las doce Colonias de Kobol,
exponente de una ignota humanidad extraterrestre, arrasadas en la
guerra contra robots replicantes que crearon como sirvientes, huyen
en busca de una decimotercera colonia -la Tierra- de cuya memoria
apenas quedan vestigios en su literatura. Tirando del hilo
argumental, queda claro que el origen de la humanidad que nosotros
conocemos ha de ser también extraterrestre, lo que parece
contradecir todo lo que nos sugiere el abundante registro fósil
de restos de homínidos y de sus semejanzas con la fauna actual
y pretérita, cuyo origen terrestre no se cuestiona. La segunda
de ellas, Stargate, presenta una curiosa variación en este
argumento: la especie humana ha evolucionado en la Tierra, pero ésta
sería su segunda evolución en el universo.
Ambas
series nos colocan ante el problema que resulta de considerar dos
líneas evolutivas absolutamente independientes que, no
obstante, desembocan en las mismas especies. Así pues, o
resucitamos el antiguo concepto de una causa final unida a la
infinita capacidad de un dios omnipotente, o suponemos que la
humanidad es algo reproductible, duplicable. También podemos
suponer ambas cosas. El carácter aleatorio e imprevisible de
la evolución obligaba a los creyentes a considerar una
providencia que desde el principio de la creación se aplicaba
a llevarla a cabo según sus propios designios, y además
se avenía muy bien con el humanismo cristiano al considerar a
la humanidad, y a cada individuo, como algo irrepetible. El valor de
las especies biológicas es que son únicas, lo que
significa que, aunque pudieran repetirse con fidelidad las mismas
condiciones que se han dado en nuestro planeta a lo largo del tiempo,
el resultado final sería muy divergente. Y lo que vale para
las distintas especies vale también para la nuestra. Además,
los individuos humanos -irrepetibles como cualquier otro individuo-
se añaden el hecho de la conciencia. Ahora bien, con una
humanidad que se nos quiere presentar como repetible en estas series,
¿qué nos hace pensar que el individuo no lo es también?
Y en ese caso, aunque se pudiera salvaguardar la libertad humana, ¿no
quedaría en entredicho nuestro libre albedrío? La
libertad depende de la ausencia de condicionantes externos, pero el
libre albedrío está ligado a la conciencia, a su
absoluta independencia de cualquier condicionante, incluidos los
internos, y a su carácter único.
Y
sobre este punto aún queda mucho por decir.