lunes, 9 de noviembre de 2015

EL PLANETA DE LOS SIMIOS (EXABRUPTO EN DO DE PECHO)

            Corren tiempos duros, tiempos en los que será preciso actuar con inteligencia y astucia, y dar respuesta a las perentorias necesidades que se les presentan a nuestras modernas sociedades industrializadas y desarrolladas. Es preciso también tomar conciencia de cuáles son esos problemas y de su carácter esencialmente divergente. En efecto, entre otras muy serias dificultades,  nos enfrentamos, por una parte, a un progresivo y ya avanzado envejecimiento de la población; por otra, a un creciente y aparentemente irresoluble paro juvenil. Si estas dos tendencias, ya claramente patentes en la actualidad, perseveran en su crecimiento, dentro de pocos años nos veremos todos sumidos en la más abominable de las indigencias.
            Urge, pues, tomar medidas. Sin embargo, cada vez se alzan más voces que protestan, aunque infructuosamente y de manera desorganizada, contra las que distintos países van adoptando. A lo largo de la historia de la Humanidad no han faltado visionarios que entreveían el paraíso entre las nieblas de un brumoso progreso, tras los ectoplasmas evanescentes de un espíritu que, a poco que soplemos, se disuelve en el aire.  A ese fantasma integrado por otros muchos le bautizaron con el pomposo nombre de Humanismo y se atrevieron a colocarlo entre el mono y los hombres, de manera que éstos llegaron a creer que  nada tenían en común unos y otros, que un destino divergente separaba ambos linajes por los siglos de los siglos, que podían arrogarse sin cuidado el sobrenombre de “racionales”, que por virtud de su solo pensamiento habían logrado elevarse hasta las más altas cimas de la divinidad, rozar con sus dedos el dorado Olimpo, encaramarse hasta los umbrales de un Parnaso eterno y llamar a la puerta con la pretensión de ser admitidos.
            ¡Qué ilusa raza de orangutanes bípedos! Ya desde sus mismos comienzos la civilización se estableció sobre los cimientos de la explotación de unos hombres a manos de otros. Los grandes filósofos de la Grecia clásica ya sabían que la filosofía y, en general el cultivo de las artes y las letras, sólo era posible para quienes estuviesen liberados del trabajo manual y de las perentorias necesidades de la existencia. Por ello, seguramente, filósofos del pelo del Diógenes el cínico decidieron reducirlas al mínimo. Sin llegar a esta ascesis pagana, las escuelas filosóficas del periodo helenístico, incluidos los largamente difamados epicúreos,  predicaron la continencia; y cayendo de lleno en la vida ascética, desde los mismos comienzos del cristianismo  -o antes, si nos avenimos a creer en la influencia esenia sobre las enseñanzas de Cristo- se viene asociando el ascetismo con la vida contemplativa en contraposición con el  “ora et labora” de la vida monacal. Claro que el “laborare” de los benedictinos incluía también el trabajo intelectual, lo que les vino al pelo para adoptar la antigua división clásica entre las artes liberales y los trabajos serviles y encumbrar su Trivium y su Quadrivium como ocupación propia de hombres libres. Todo esto es cosa sabida, no caigan ustedes en la impertinencia de preguntar de dónde nos viene este conocimiento.
            ¡Hombres libres, qué tremenda desfachatez! Donde hay hombres libres debe haber también esclavos. Y eso es algo que ningún espíritu elevado debería consentir. Afortunadamente, nuestra adorada modernidad se inauguró en Europa dando carpetazo a las ilusiones humanistas, reformando la regalada vida eclesiástica  y elevando  el trabajo a la categoría de única vía para la salvación. Por lo visto fue Hobbes quien le da la vuelta a la conciencia clásica y promulga su sentencia “primum vivere, deinde filosofari” para recordarnos a todos que todo espíritu humano se desvanecería en la nada si no tuviese un cuerpo que lo albergase y que, en consecuencia, el cuidado de las necesidades cotidianas de la vida tiene prioridad sobre cualquier otra ocupación. De hecho para eso se creó el Estado, para garantizar los intereses de los súbditos. Esto es: para  salvaguardar la propiedad privada sobre los medios de producción y para garantizar la libertad de cada propietario para emplearlos como considere oportuno. El Estado moderno vela, pues, por la felicidad de sus ciudadanos cuidando de que la actividad de todos ellos se encamine a la satisfacción de las necesidades materiales propias y de toda  la sociedad. Sólo entonces se puede utilizar el excedente de tiempo y de recursos, cuando las circunstancias lo permitan, en el cultivo del espíritu como descanso y solaz necesarios para seguir trabajando. El espíritu es un lujo, y lo primero es lo primero. Ya tenemos un concepto de libertad claro y al alcance de todos: la libertad es libertad económica, y no volátiles ejercicios metafísicos que a nadie incumben y que constantemente nos obligan a millones de sutilezas, a ejercicios de funambulismo dialéctico que no traen otro efecto que el de distraernos de nuestras labores.
            Por esto no se entienden las protestas que, según leo en prensa, se han venido sucediendo en Francia a raíz de la reforma educativa de Monsieur Hollande que redunda en un muy necesario recorte en la enseñanza de lenguas clásicas. Máxime cuando no se eliminan tales materias, sino que sólo se redimensionan hasta colocarlas al nivel imprescindible para que no nos sintamos desorientados al ver una película de romanos. Y más aún si la película viene ya doblada al castellano  -o al francés- y no vamos a escuchar cómo Aquiles  le grita a Alejandro  obscenidades en lenguas muertas tras la derrota en las guerras médicas. Digo. Que lo haga en román paladino que todos podemos entender, y así disfrutaremos mejor del espectáculo.
            ¿En qué cabeza cabe la idea de sobrecargar los circuitos neuronales de nuestros adolescentes, en una época en que a duras penas se van a librar de la gahena del paro y la exclusión, con unas enseñanzas que en el mejor de los casos no les van a aportar ninguna ventaja a la hora de buscarse un empleo y que seguramente les servirán de lastre en la dura competencia con el resto cuando se vean inmersos en el remolino del más sabio e infalible de todos los agentes: el ciego mercado? ¿Pues de qué le sirve a un hombre salvar su alma si con ello pierde el mundo entero? ¡Que ni un solo euro de mis impuestos se dedique a la enseñanza de esas materias que alejarán a mis hijos y mis nietos de su necesaria formación profesional, de su formación para el trabajo, de su educación en la disciplina y el sano emprendimiento, que es lo que reclama la masa social! Haya, pues, ingenieros, y técnicos cualificados en  telecomunicaciones o en informática, buenos mecánicos y electricistas, fontaneros, instaladores de porteros automáticos, antenistas, óptimos albañiles y carpinteros, eficaces técnicos de laboratorio, comerciales, enólogos, exquisitos cocineros, sobre todo que no falten cocineros. Ni titulados en tauromaquia.
            Hasta los japoneses, los más adaptables de todos los humanos, se han dado cuenta de ello e, inmersos en una época en que escasean los buenos técnicos debido a las veleidosas inclinaciones humanistas de una juventud poco acostumbrada al esfuerzo y a las profesiones viriles, han logrado de su gobierno que dirija una recomendación a las universidades del Imperio del Sol Naciente para que reordenen y redimensionen los estudios de humanidades. Cualquiera que haya hojeado y ojeado la prensa a mediados del pasado mes de septiembre habrá sentido el alivio que sentí yo al conocer la noticia.
            Lo único que lamento al respecto es que no se aplique la misma lógica al resto de actividades inútiles que ocupan a buena parte de los parásitos que se aprovechan del esfuerzo ajeno. No se asusten ustedes, que no me refiero a futbolistas o echadores de cartas, tonadilleros o punquis, pues siempre habrá gente de ese pelo y además le dan color a la vida. Pero junto a la caterva de humanistas, filósofos, filólogos, literatos, arqueólogos, historiadores, poetas, y de cuantos se dedican a desentrañar lo que dicen, que suele ser muy oscuro y prolijo, hay también un evidente sobrenúmero de científicos cuyo trabajo no revierte a la sociedad, o no lo hace de modo suficientemente claro e inmediato. ¿Me quiere explicar alguno de ustedes para qué sirve un paleontólogo, un cosmólogo, un astrobiólogo, un astrofísico, un físico teórico, un especialista en gravedad cuántica, en teoría de cuerdas, o cualquier investigador en ciencia básica? ¿Acaso sabe alguno de ellos transformar un montón de kilojulios en un plato de garbanzos? Pues el agricultor y el cocinero, el labriego y el marmitón, sí saben…
           Y ya metidos en faena, ¿para qué queremos astronautas y agencias espaciales ahora que la carrera armamentística ya no requiere de ellos? ¿De qué nos sirve viajar a Marte si no es para dejar allí abandonados a los locos que quieran ir?  Por cierto, caro modo de deshacerse de ellos. ¿De qué nos ha servido ir a la Luna? ¿Acaso nos ha reportado mayor beneficio que el de dotar a los abuelos de alguna historieta que contarle a sus nietos mientras trabajan los padres? Quizá me diga alguien que toda esa actividad ha generado tecnologías de las que todos nos beneficiamos. De acuerdo. Pero ahora que ya disponemos de ellas no precisamos de un programa espacial. Es lo mismo que nos ocurre con las humanidades. Hemos rescatado y conservado todo el patrimonio de que disponemos; ahora bien, si alguien prefiere leer a Suetonio antes que las cincuenta sombras de Grey, es cosa suya. Allá él. Ya sabemos leer, pues a leer lo escrito.
            Son muchos los lujos de ese tipo de que disponemos y, sin embargo, nos faltan buenos técnicos que satisfagan las necesidades del mercado laboral, es decir: las de las empresas. No debemos olvidar que es precisamente la actividad productiva y comercial la que garantiza nuestra supervivencia, y es la supervivencia (esto es: mantenernos en nuestro ser) el principal impulso de todo cuanto hay y pulula por la tierra, tal y como decía un filósofo. Sólo con  un poco más de modestia por nuestra parte podríamos llevar una vida harto más tranquila y feliz, que es el objetivo de toda vida humana que se precie de serlo. ¿Y qué mayor felicidad que el disfrute tranquilo y pacífico de lo que obtenemos con nuestro trabajo? Así pues, pongámonos todos a trabajar y a producir nuestro sustento. No nos dejemos engañar por cantos de sirena que nos distraigan de la materialidad de nuestras vidas.
            La felicidad es el único fin a que tiende la vida humana, y ya sabemos todos en qué consiste nuestra felicidad sin necesidad de entregarnos a arduas meditaciones para averiguarlo. Pero si no hay más que un fin, sobran las discusiones sobre los fines y quienes las protagonizan; si no hay más que una moral, sobran los moralistas; si sólo hay una forma de organización social que nos satisfaga, sobran los políticos y sus detractores; si no hay más que una justicia, sobran los juristas; si no hay más que una verdad sobran los filósofos y los científicos, poetas y hermeneutas, y todas sus sutilezas. Sobra todo pensamiento elevado, toda distinción, todo prurito de exactitud salvo la mecánica, toda precisión, toda discusión, toda crítica, todo diálogo que no conduzca a establecer lo guay que será nuestra utópica vida cuando nos decidamos a abrazarla.

            Lancémonos, por lo tanto, a producir y a consumir el fruto de nuestro trabajo sin permitir que nadie nos dicte cuál habrá de ser el uno y el otro. Que nuestra única guía a este respecto sea la que dicte la necesidad del propio proceso productivo; y si esa simple exigencia se nos antoja excesiva, prescindamos también de ella y limitémonos sólo a una economía totalmente autárquica. Si  decidimos que no queremos someternos a las leyes del mercado global de materias primas, usemos sólo aquéllas que tenemos a la mano, aunque ello nos suponga tener que desplazarnos en bicicleta en vez de hacerlo en automóvil. Mejor: más sano y menos contaminante. ¿Por qué hemos de optar por lo más complicado cuando nos podemos valer perfectamente de lo más sencillo? Y si aún así no obtenemos una perfecta felicidad, podemos volver a montar a caballo, que es animal que se cría en todas partes. Y si se diera el caso de que no deseemos someternos a las normas y exigencias del mercado pecuario, movámonos a pie. Y si no tenemos caminos para hacerlo de modo satisfactorio, volvamos a los árboles como los monos. Todo menos regresar a la cultura. Al fin y al cabo, jamás se ha visto un mono en paro ni que se quejara de no ser feliz. 

viernes, 11 de septiembre de 2015

ASTÉRIX, MARK TWAIN, EL ANTIGUO TESTAMENTO Y EL ESTADO ISLÁMICO

ASTÉRIX, MARK TWAIN, EL ANTIGUO TESTAMENTO Y EL ESTADO ISLÁMICO

                Un pudor harto comprensible me arrebola las mejillas al verme obligado a dejar patente las fuentes de las que, ocasionalmente o no, extraigo mi agua. En esta ocasión, más que una fuente, se trata de una corroboración, o un acuerdo. El caso es que, allá por el año cincuenta antes de Cristo, cuando el ínclito Astérix -varón de indudable virtud- se vio obligado a emprender su particular odisea por el Oriente Próximo acuciado precisamente por la carencia de petróleo, encontró por esas lejanas tierras un panorama que entonces se le antojó más sorprendente que desolador y que ahora, dos mil sesenta años después, para desgracia de todos se nos hace más desolador que sorprendente.
                Astérix tuvo en aquel viaje ocasión de trabar conocimiento con la multitud de pueblos que habitaban esas inhóspitas y desoladas tierras, nómadas del desierto muchos de ellos obligados a extraer su sustento de la árida arena en feroz competencia con sus vecinos por la escasa agua, la poca tierra productiva y los dispersos refugios para guarecerse de la inclemente intemperie. Supongo que alguna combinación de estas causas u otras semejantes, ya olvidadas y empedernidas por el transcurso de los siglos, podría explicar el permanente estado de guerra de todos contra todos en que encontró a las diversas tribus. Sumerios contra acadios, acadios contra hititas (éstos eran indoeuropeos y no semitas, lo digo para que no se me pueda acusar de xenófobo), hititas contra asirios, asirios contra medas, medas contra caldeos supongo, y caldeos contra cananeos, o cananeos contra amorreos, amorreos contra hebreos, o hebreos contra filisteos... Me temo que la relación de todas estas pendencias se nos haría tediosa e interminable.
                El origen de tales contiendas habrá que buscarlo en el neolítico. Ya en el poema de Gilgamesh, cuya versión más antigua se remontaría a mediados del tercer milenio antes de Cristo, se narra la lucha entre Gilgamesh, rey de Uruk, y un salvaje de nombre Enkidu -”el que nació en la estepa” y se alimentó con la leche de las bestias salvajes-. Esta lucha, y la posterior amistad entre los contendientes, ilustra el proceso de creación de las primeras ciudades y su acrecimiento con la incorporación de población nómada. Cada ciudad es un centro que tiende a expandir su poder para asegurar su supervivencia y satisfacer la codicia de los tiranuelos locales, lo que inevitablemente le lleva a enfrentarse a las ciudades vecinas. Así, Gilgamesh y Enkidu acometen la empresa de darle muerte, “para librar de todo mal al país” (tablilla III, columna III, versión paleobabilónica),  al gigante Kumbaba, guardián del bosque de cedros del Líbano. El rey pretende ponerse a talar los cedros con sus propias manos para asegurarse una fama eterna. Y para asegurarse también un abundante suministro de madera que “el Éufrates podrá transportar” (tablilla V, columna VI, versión neobabilónica).
                El Antiguo Testamento nos presenta un panorama similar. Dejando de lado el mito de la creación, el Génesis comienza con el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín. Esto es: con la representación de la rivalidad entre agricultores sedentarios y ganaderos nómadas. No es difícil adivinar las causas de esta supuesta rivalidad. Se trata de dos formas de vida completamente distintas, con intereses opuestos y que pueden entrar en conflicto por el uso del territorio. La zonas irrigadas por los ríos constituyen, a un tiempo, los mejores pastos y las más adecuadas tierras de labor. Se trata de algo tan obvio que no se le escapó a Jacob Ilive cuando a mediados del siglo XVIII publicó una supuesta traducción del perdido Libro de Jaser que atribuyó a Alcuino de York y que le valió una condena por fraude. Según este libro, la pendencia entre los hermanos se debió a una invasión del ganado de Abel en las tierras de labor de Caín. Disputas por el territorio que se repiten con frecuencia incluso entre parientes, como en el caso de Abraham y Lot que se ven obligados a separarse -amistosamente en este caso- porque el país era insuficiente para poder habitar ambos allí, dado el tamaño de sus rebaños y sus bienes (Gén, 13,5-13).
                Resulta curioso que Caín, el agricultor, fuera condenado por su crimen a vagar por la tierra; es decir, a no poseerla. Caín emigra al este y funda la ciudad de Henoc, a la que puso el nombre de su primogénito y que algunos -ignoro sobre qué base- han querido identificar con Uruk, la patria de Gilgamesh. Sea como fuere, resulta obvia cierta predilección de Yaveh por el nomadismo. Quizá, con su clarísima presciencia, haya podido vislumbrar con algún milenio de anticipación sobre el común de los mortales el origen del mal y la iniquidad en toda civilización, y haya pretendido estorbarla desde sus mismos inicios otorgando sus favores a una raza de pastores errantes que vivían en tiendas y que probablemente usaban la bosta de sus camellos como yesca para encender el fuego con los cuatro leños que podrían encontrar en aquellas estepas de creciente desertización. Ya desde el principio prohibió comer del Árbol, favoreció a Abel en detrimento de Caín, le ordenó a Abraham abandonar la ciudad de Ur y emigrar a la tierra de Canaán, donde llevó una existencia nómada e inauguró la naturaleza eminentemente emigrante del pueblo judío.
                Quizá no sea Yaveh más que un dios tribal y, como tal, la personificación del grupo al que reresenta. O, mejor aún, la justificación a posteriori de las conquistas militares sobre los pueblos que habitan las tierras que el Dios les ha prometido, conquistas que venían a satisfacer su sed de tierra y su deseo de asentarse a su vez,  victorias sobre quenitas, quenizitas, cadmonitas, hititas, fereceos, refaítas, amorreos, cananeos, guirgaseos y jebuseos (Gén, 15, 18-21), pueblos y gentes de cuya suerte se desentiende y contra los que, como veremos después, ordena todo tipo de crueldades como si no fueran también sus hijos, hechos como los demás a su imagen y semejanza, o como hijos bastardos de los que se avergüenza y a los que, como no ha podido destruir del todo con ocasión del diluvio, va exterminando poco a poco gracias al brazo armado de su pueblo elegido. A Abraham le promete una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo o las arenas del desierto, fórmula de bendición que debía de ser común entre las gentes porque, cuando Labán se despide de su hermana Rebeca antes de que ésta partiera a reunirse con su primo carnal y reciente esposo Isaac, le dice:  “Tú eres nuestra hermana, ¡crece en millares de millares! ¡Que tu descendencia ocupe la puerta de sus enemigos!” (Gén, 24,60). Admonición harto elocuente y deseo de sobra  satisfecho.
                Todo esto me viene a las mientes a raíz de una colección de escritos breves de Mark Twain que cayó en mis manos este verano y que la editorial Eneida ha recogido en un librito publicado en el 2011 bajo el título de “La decadencia del arte de mentir”. El libro incluye una conferencia, de la que toma el título, destinada a demostrar cómo determinadas mentiras se hacen imprescindibles para garantizar la convivencia (desconfíen ustedes de quien asegure que siempre dice lo que piensa: ése nunca piensa lo que dice) y a encomiar todo cuanto podamos englobar bajo el epígrafe de mentiras piadosas. Sigue una serie de relatos en los que el autor ilustra el modo en que el oportunismo, la cara dura o la mala fe triunfan siempre sobre la recta virtud, sobre todo si se entiende ésta al modo puritano. En ellos se burla, por una parte, del rigorismo puritano de la religión en que le educaron, contra la que destiló las más ácidas y sarcásticas críticas (recuérdese esa frase que pone en boca de Huckelberry Finn que dice así: “Si yo tuviera un perro cobarde que supiera lo que sabe la conciencia de una persona, lo mataría. Es lo que más ocupa dentro de uno y, sin embargo, no sirve para nada”); y por otra se lamenta del éxito que tan a menudo cosechan quienes de un modo u otro se aprovechan de la buena fe, o la ingenuidad, de los que la observan religiosamente. Twain, que es un ateo empedernido, observa cómo, al contrario de lo que predican los calvinistas, bendice Dios con el éxito en sus propósitos a quienes más se esfuerzan por desobedecer sus mandatos. La virtud, cuando no es una rémora, no es otra cosa más que simple apariencia en un mundo ferozmente cínico y atento sólo al beneficio particular. En la religión el hombre celebra justamente lo contrario de lo que en verdad valora.
                Este es precisamente el tema del último de los escritos que el editor recoge en el libro, una larga blasfemia de casi noventa páginas. En él, los arcángeles Miguel, Gabriel y Satanás -que es otro arcángel- asisten al espectáculo de la creación y, tras unos comentarios un tanto sarcásticos, Satanás es desterrado al espacio infinito para purgar su insolencia con algún tiempo de aislamiento. Llama la atención que el motivo del destierro no sea la maldad intrínseca del arcángel caído, que éste atribuye a la divinidad, sino más bien la laxitud con la que sujeta su lengua, es decir: su escaso dominio del arte de mentir. En su destierro, Satanás visita la recién creada Tierra y sus habitantes los hombres, y desde allí les dirige a sus camaradas los arcángeles una serie de once epístolas. El escrito lleva por título “Cartas desde la Tierra”.
                En las dos primeras se sorprende el desterrado de que el paraíso que han imaginado los hombres contiene con asombrosa precisión todo cuanto detestan en la Tierra y nada de lo que realmente estiman. Tal parece que estuviesen cansados de vivir y no pudieran soportar una eternidad de lo que ya tienen, o que desesperen de encontrar solución humana o divina a sus miserias. Sigue una mordaz crítica al texto del Génesis, sobre todo en lo referente al sentido moral y la consciencia, que florece en tenaz paralelismo con la civilización. En efecto, un dios tribal nunca apela a la razón, si no más bien a la fidelidad de su pueblo. Y este dios, que no tiene, en el escrito de Twain, por qué identificarse con el creador (hay una muy calculada ambigüedad al respecto) tiene “sin lugar a dudas una opinión muy pobre en este sentido (se refiere el autor a la adquisición de la conciencia), e hizo cuanto pudo, aunque con poco tino como siempre, por impedir que sus felices hijos del Edén lo adquirieran” (carta III). A partir de la carta III, el autor, que es un férreo determinista, distingue entre conciencia y responsabilidad. En una especie de síntesis determinista entre la noción spinoziana de “conatus” (el esfuerzo que cada ser realiza para mantenerse en su ser) y la idea aristotélica del ser en potencia, piensa Mark Twain que todo hombre, lo mismo que las inocentes bestias, se ve necesariamente impelido a desplegar todas sus potencialidades, tanto las que se juzgan buenas como las que se juzgan malas, lo que le exime de responsabilidad. Sin embargo, Dios, que exige a sus hijos el acatamiento de un código moral distinto del que Él sigue, se ha mostrado desde entonces tremendamente cruel con el género humano, hasta el punto de convertir en un verdadero infierno su existencia terrenal.
                El modo en que la necesidad se verifica, desde el punto de vista religioso, es la Providencia, y, como ocurre que nada sucede en el mundo sin que haya sido previsto y querido por Dios, resulta ser Dios el responsable directo de todo mal en el mundo. Supongo que el modo correcto de entender esta conclusión, teniendo en cuenta que Mark Twain es ateo y que no debemos calificarle de ingenuo, es hacerlo al modo tradicional y considerar que el mal refuta la idea de Dios. Del mismo modo, y es adonde yo quería llegar, las atrocidades que ordena Yaveh contra los enemigos del pueblo de Israel no serían más que un modo de justificarlas. Nadie desea asumir el determinismo que propone el autor, y nadie desea tampoco cargar sobre sus espaldas la enormidad de la sangre derramada.
                A partir de la carta VII, Twain va explicando el verdadero código divino de conducta, tan distinto del que predica para los hombres. Dios no ve inconveniente en castigar a los hombres por faltas cuya responsabilidad, como ya se ha indicado, no les alcanza.  En la Sagrada Escritura, las faltas se reducen a dos: idolatría y concupiscencia. Es curioso que los ritos de fertilidad en Mesopotamia se verificasen mediante prácticas hierogámicas entre sacerdotes y sacerdotisas de las divinidades masculinas y femeninas respectivamente, porque la lucha contra la idolatría podía revestirse directamente con un ropaje favorable a la castidad. De este modo podían identificarse infidelidad e impudicia, piedad y castidad. La iniquidad de Sodoma se ilustra en el Génesis con un pasaje en que la ciudad le reclama a Lot que le entregue a los varones extranjeros que le habían visitado, que en realidad eran emisarios de Yaveh. “¿Dónde están esos hombres que han venido a tu casa esta noche? -le preguntan-. Sácanoslos para que abusemos de ellos” (Gén, 19, 5). Y el castigo es extremadamente desproporcionado, implacable e indiscriminado. Todos deben perecer.
                En Sodoma no se encontró ni un solo hombre justo salvo Lot, lo que no deja de ser llamativo; pero lo más sorprendente es que el castigo no se limita a los culpables sino que se extiende a la ciudad en sí, lo que incluye a los actuales pecadores, a sus hijos aún inocentes y a toda su descendencia futura por los siglos de los siglos. En implacable coherencia, si la bendición consiste en asegurar una innumerable descendencia, la maldición no puede ser sino todo lo contrario: un flagrante genocidio. Esta misma lógica le escandaliza a Twain cuando considera la guerra de Israel contra los madianitas, que se refiere en el libro de los Números, el cuarto del Pentateuco. Una vez obtenida la victoria, los israelitas "mataron a todos los varones. Mataron además a los reyes de Madián, Eví, Requen, Sur, Jur y Reba, cinco reyes de Madián. Pasaron también al filo de la espada a Balaán, hijo de Beor" (Núm, 31, 7-8). También se llevaron prisioneras a las mujeres, lo que enfureció a Moisés, quien les dijo: "Por qué habéis dejado con vida a las mujeres? Fueron ellas, precisamente, las que por consejo de Balaán sedujeron a los israelitas, apartándolos del Señor en el caso de Fegor, lo cual dio ocasión al azote que pesó sobre la comunidad de Israel. Matad, pues, a todos los niños varones y a todas las mujeres que han conocido lecho de varón, y dejad con vida a las jóvenes que no lo han conocido" (Núm, 31, 15-18). Se castiga a los niños varones y a la totalidad de las mujeres, sobre las que recae colectivamente la culpa de seducir a los israelitas. Pero si alguien se felicita por la clemencia hacia las vírgenes, debería continuar leyendo para comprobar que serán repartidas como botín de guerra junto con el ganado  y el resto de los bienes, y  vendidas como esclavas, con todo lo que la esclavitud conlleva.
                Además  del carácter colectivo de la culpa y el castigo, sorprende la crueldad y la evidente falta de proporcionalidad. Cuando la conquista de Jericó, Yaveh ordena el exterminio de todo cuanto haya en ella, con la salvedad de la prostituta Rajab que ayudó a los hijos de Israel (Jos, 6,18). "Exterminio" es un vocablo que se usa a menudo en las Escrituras, pero ahora me arrogo el derecho de no elaborar ninguna estadística al respecto. Lo que sí me gustaría señalar es que la arbitrariedad del castigo y su extrema crueldad nos recuerdan tristemente a los terroristas islámicos y sus prácticas habituales.

                En general, la arbitrariedad es la nota definitoria del terrorismo, tan proclive a hacer pagar a justos por pecadores; pero el caso del terrorismo islámico presenta un aire de familia, una indudable semejanza con los mandatos del justiciero y atroz dios de Israel. (Hoy mismo leo en prensa que el Estado Islámico declara pecadores -y por tanto reos de muerte- a los refugiados de la guerra de Siria. Su pecado, por supuesto, es acudir al infiel en busca de ayuda). Al igual de lo que se ordena al fiel israelita, el fiel musulmán -según estos bárbaros modernos- no debe dejar piedra sobre piedra ni de las ciudades de los infieles ni de ninguno de sus vestigios. Bien entendido, por supuesto, que infiel no es sólo el cristiano occidental, sino también -y de modo eminentísimo- el idólatra chiíta oriental. No en vano la Biblia es también un libro sagrado para los musulmanes, y de él toma el Islam su aversión por el politeísmo, la idolatría y por tanto también la representación artística de cualquier figura divina, humana o animal. La lucha del Estado Islámico es una lucha contra occidente, pero sobre todo es una lucha para imponer su Islam al resto de los musulmanes, la perenne pelea y el eterno encarnizamiento de una facciones contra otras que de manera tan gráfica nos muestra la experiencia de Astérix. Ya no quedan amorritas, ni cananeos, si sebuceos, ni ninguno de los gentilicios de que nos habla la historia; pero sí quedan judíos, cristianos y un Islam tan fragmentado, si no más, que el cristianismo en el siglo XVI, y con unas facciones mucho más crueles y más dispuestas al exterminio de las demás. Pero, sobre todo, una voluntad mucho más decidida a mantener y reforzar el vínculo entre la sociedad civil y la religión. En estas circunstancias, la solución de Panoramix, prescindir del petróleo encontrando sustitutos eficaces, quizá bastase para alejar de nosotros el peligro y el problema. Aunque, desde luego, no bastará  para resolverlo.

domingo, 5 de abril de 2015

Descartes y la ciencia-ficción

Es cosa sorprendente el comprobar que muchas de nuestras más sagradas certidumbres, de nuestras convicciones más arraigadas -incluso las que creemos hijas de razones fundamentales y sobre las que apoyamos el cuerpo entero de nuestros conocimientos- no son sino peticiones de principio, postulados de carácter metafísico que no pueden emanar de la experiencia precisamente porque han de guiarla. Pura ideología, en definitiva. Fue Kant, creo, el que afirmaba que las intuiciones sin conceptos son ciegas, y los conceptos sin intuición son vacíos. Lo que esta sentencia kantiana nos dice es que, en última instancia, ninguna intuición se nos da fuera de sus formas a priori de espacio y tiempo, y que estas formas no están en las cosas que intuimos sino que configuran de antemano el modo en que las intuimos. En consecuencia, la realidad que percibimos no coincide con la cosa en sí que origina nuestras percepciones. Curioso modo, a mi juicio, de enmendarle la plana a Descartes al tiempo que se le da la razón en todo.
Las formas a priori de la sensibilidad son, según Kant, el espacio y el tiempo. Sin embargo, parece que Descartes consideraba el espacio como una idea innata, es decir: no procedente de la experiencia sino nacida de la mera consideración del entendimiento. También el movimiento, o su posibilidad. Y de la consideración simultánea de espacio y movimiento surge la idea de tiempo. Pero no es mi tema la comparación entre el pensamiento de Descartes y de de Kant, y si lo he traído aquí a vuestra consideración ha sido sólo para destacar la naturaleza apriorística de ciertas ideas básicas. Lo cierto es que, tanto si las consideramos ideas innatas o formas a priori de la intuición, espacio y tiempo son imposiciones del observador sobre lo observado, imposiciones que le permiten convertirlo en realidad.
Gracias a un argumento de orden teológico Descartes podía considerar sus ideas innatas no ya sólo como adecuadas para representarse el mundo, sino incluso de modo que estableciesen con él una suerte de relación de equivalencia que le autorizaba a afirmar su existencia absoluta. En consecuencia, el filósofo francés podía estar seguro de no engañarse al aplicar sus ideas innatas para conocer algo del mundo. Y lo que podía conocer aplicando su método era que el mundo material se identificaba con lo que él denominaba "extensión". La extensión no es otra cosa que la propiedad primaria -es decir, conocida de manera intelectual- que poseen los seres de ocupar un espacio. Y, como es cosa clara que nada sino Dios mismo es infinito, de ello se sigue que cualquier cosa extensa -dado que en modo alguno puede ocupar todo el espacio- posee también como característica primaria la posibilidad de movimiento. De hecho, a Descartes se le atribuye la primera formulación de la ley física de la conservación del movimiento, cosa que no es exactamente lo mismo que una ley de inercia pero que se le parece bastante. Ahora bien, el que las cosas sean extensas significa que el espacio que ocupan es privativo de ellas pues, de otro modo, no les correspondería de suyo ninguna extensión. Si dos objetos pudieran ocupar simultáneamente el mismo espacio, no estaríamos autorizados a considerar ese espacio como la extensión de cualquiera de ellos. De esta manera podemos construir la idea innata de impenetrabilidad, que también atribuimos a los seres de manera intelectual sin necesidad de recurrir a la experiencia. De este modo tan racionalista, tan del gusto cartesiano, hemos podido construir, partiendo de ideas innatas que no dependen de la experiencia y ejecutando sólo las operaciones del entendimiento que tampoco dependen de ella, la idea moderna de materia: extensión, impenetrabilidad e inercia. Y esta idea está aún vigente para la mayoría de nosotros, excepción hecha de esos matemáticos orates que se empeñan en tratar de comprender la física contemporánea.
Con estas piezas estamos ya suficientemente pertrechados para reconstruir lo que podríamos calificar como la ideología cartesiana del mecanicismo. En efecto, si la cantidad de movimiento es constante y los cuerpos se mueven libremente; si chocan unos con otros y se comunican su ímpetu de manera que la detención y el reposo de unos sea la causa del movimiento de los otros, entonces es cosa clara que se puede entender el orbe como un conjunto de mecanismos interconectados, o como un gran mecanismo universal. Todo mecanismo requiere de un mecánico que lo construya y lo mantenga, pero, a diferencia de lo que ocurre con la presunta teoría del Diseño Inteligente, aquí la existencia del relojero no es la consecuencia lógica de la existencia del reloj, sino la primera idea innata que fundamenta y da coherencia al resto. Pero, aunque no desdeño la ocasión de hacer notar que tal teoría no es cosa nueva y nos deja un regusto de "deja vu", no es mi propósito hablar del Diseño Inteligente.
Así pues, Descartes pretende explicarlo todo mediante su metáfora del mecanismo -lo mismo el movimiento de los astros que la fisiología de un organismo vivo- y el propio desarrollo técnico de su época le autoriza a ello. Se construyen relojes cada vez más precisos y bellos autómatas que reproducen los movimientos humanos y de otros animales, y que embellecen los horologios a la vez que simulan un concierto de bronces. De modo paralelo, una incipiente industria comienza a tontear con los ancestros de las máquinas de vapor. Pero, a pesar de las sutilezas mecánicas de un Blaise Pascal y su máquina calculadora -que reproduce ya una operación del intelecto, aunque la más rudimentaria- seguirá prevaleciendo la irresoluble distinción cartesiana entre la "res extensa" y la "res cogitans", entre la materia y el espíritu. Sólo un nexo de unión, según Descartes, hay entre ambas substancias: la glándula pineal humana. Ocurre, no obstante, que hasta el momento ningún fisiólogo ha podido identificar en ella semejante función, como es fácil comprender. Sin embargo, se trata de una función necesaria si pretendemos explicar cómo es posible que el animal humano se rija por la razón, como los ángeles, y no por los instintos, como los brutos.
Como ser inserto en el mundo, el hombre es también una máquina. El destino que en el siglo XVII aguardaba a quienes hurgaban en los entresijos de un cuerpo humano era, quizá, la hoguera; pero hoy en día estamos muy acostumbrados a aprender de quienes lo hacen que los músculos de nuestro organismo tiran de los huesos de manera análoga a la de un resorte que mueve cualquier palanca en una máquina. Hemos calculado la energía que necesitamos, la potencia de nuestros motores, la física y la química que explica nuestro funcionamiento, e incluso hemos reducido lo más íntimo de nuestro ser y de nuestra personalidad a algo así como una mera función, a pesar de que apenas estamos comenzando a entender la química de nuestra genética y nuestra neurofisiología.
En sus pretensiones mecanicistas Descartes era mucho más modesto que nosotros. Desde el punto de vista cartesiano, la máquina es sólo el cuerpo, cuyo gobierno es asunto de otro tipo de substancia: el espíritu, la "res cogitans". En esto no hace otra cosa que reproducir lo que podía saber acerca de las máquinas: artefactos que gobierna una consciencia inteligente. Pero, llevada la metáfora a la máquina humana, al francés se le plantean algunos problemas. En primer lugar, necesita explicar el nexo de unión entre nuestra naturaleza extensa y nuestra naturarela inextensa, para lo que recurre a lo que yo calificaría de subterfugio de la glándula pineal. Bien mirado, esta cuestión queda sin aclarar. En segundo lugar, necesita explicar cómo es posible que una naturaleza inextensa interactúe con una naturaleza extensa. Tampoco aquí aclara nada, y me parece que Descartes se ampara en la creencia cristiana de un alma inmortal de origen sobrenatural, el "soplo" que Dios insufla en el barro y que perdemos cuando expiramos.
Por el contrario, nuestro concepto actual de "máquina" es algo mucho más evolucionado. Para nosotros, máquina ya no es sólo el mero mecanismo, sino también su gobierno. Un ingeniero del siglo XVI (pensemos en Da Vinci) sólo considera palancas y resortes, y así es como consigue, por ejemplo, que no funcionen sus ingenios voladores. Dos siglos más tarde, James Watt ya sabe que en sus diseños no puede prescindir de la ciencia física. Sólo unas décadas después un ingeniero se ve obligado a saber mucho de termodinámica. El ser humano ya no es sólo, en consecuencia, ese amasijo de palos y cuerdas que había imaginado Descartes. Ahora cuenta la energía, se cuenta la energía y denominamos a la que sobra con el poco grato apelativo de "tocino". La máquina no es sólo mecánica, sino también termodinámica. Y aún estamos en el siglo XIX. La natural evolución de esta máquina termodinámica tiende a una progresiva automatización.
Nosotros, en nuestra más rabiosa actualidad aunque se vislumbra desde hace algunos años, estamos al final del proceso de automatización y en el comienzo de otra cosa. Y no sabemos muy bien adónde vamos a ir a parar. Máquina automática no es sólo la que funciona sola, sino la que lo hace con arreglo a una serie de pautas previamente establecidas, un programa. Si los sistemas automáticos son lo suficientemente complejos, este programa puede ser cifrado según un código. Es decir: un lenguaje.
En este punto me veo obligado a pedir disculpas por comentar cosas sabidas por todos, y por hacerlo de manera tan sumaria. Pero me interesa destacar que, si suministramos nuestras órdenes por medio de un lenguaje, entonces -aunque quizá estemos cayendo en un cierto antropomorfismo- podemos afirmar que nos comunicamos con la máquina. Comunicación es intercambio de información, y requiere un emisor, un receptor, un código y un mensaje; y todos estos requisitos se cumplen en nuestra interacción con ella. Y en ambos sentidos, como todo el mundo puede comprobar simplemente manejando el mando a distancia de su aparato de televisión. Nosotros vamos suministrando órdenes y el aparato nos va solicitanto las necesarias para concluir la secuencia, o nos indica, si procede, que está lista para su normal funcionamiento. Y cuanto más versatil sea nuestro aparato, tanto más compleja y rica será la información que intercambiamos. Es fácil imaginar que, independientemente del estado actual de nuestra tecnología, el grado de versatilidad y de complejidad de nuestras máquinas puede ir aumentando progresivamente hasta alcanzar el máximo posible.
También es posible imaginar que nuestra comunicación con la máquina no se restrinja a cuestiones meramente relacionadas con su funcionamiento. De hecho, es posible abstraer el sistema de control del aparato que controla -eso es lo que solemos llamar un PC- y en ese caso nos puede servir para controlar una gran variedad de mecanismos, o ninguno, y nuestra comunicación con él puede llegar a ser muy diversa. Cuando trato de representarme cómo hemos llegado a concebir la posibilidad de una inteligencia artificial siempre recorro el camino que estoy trazando ahora. El ordenador presenta varios paralelismos con un cerebro humano: nos podemos comunicar con él, controla una gran diversidad de sistemas somáticos y extrasomáticos, y además puede interactuar con el entorno de manera bastante similar a como lo hace un cerebro sirviéndose de otros dispositivos de cuya naturaleza, si les llamamos "sensores", todos nos podemos hacer una idea.
Así, supongo, es como hemos llegado a considerar nuestro cerebro como una máquina (informática, en este caso) y nuestra conciencia e inteligencia (que no sería otra cosa más que un complejísimo conjunto de informaciones e instrucciones recibidas y asimiladas a lo largo de toda nuestra vida y que proceden tanto de otros individuos como de nuestro medio natural y social) como programación, como software.
Ahora bien, como comparación en la que ha desaparecido el término comparativo, el esquema lógico de una metáfora -si es que cabe hablar de forma lógica en estos casos- debería ser el de una relación de equivalencia. Pensando sobre todo en mi propia salud mental, creo que será mejor -y me lo habréis de permitir- que deje esta cuestión de la forma lógica de la metáfora en su mero enunciado. La metáfora establece una cierta identidad entre la imagen y su referencia, la una vale por la otra y viceversa. Es una relación de doble sentido, de ida y vuelta. Esto, en nuestro actual contexto, explica a las mil maravillas cómo es que hemos llegado a imaginar la posibilidad de construir inteligencias artificiales. En efecto, si concebimos nuestra inteligencia como hardware con su software, entonces hemos de concebir la idea de producirla artificialmente, y también de reproducirla. Como hemos reducido la conciencia a mera información, ésta puede ser duplicada, copiada, transferida. Paralelamente, con un hardware adecuado y por el mero acrecimiento de su programación e información (ahora podríamos decir "educación") deberíamos llegar a una conciencia artificial. Precisamente porque la relación es doble se nos ha llegado a ocurrir la idea de un robot, de una máquina con forma humana.
Como fiel reflejo de nuestro tiempo pesente, de nuestros anhelos y nuestros miedos colectivos, alimentada por los logros tecológicos en este campo, la ciencia-ficción ya se ha hecho cargo de la metáfora mecaniscista aplicada a la mente desde have varias décadas. Todos recordamos los relatos de robots de Isaac Asimov, películas y novelas como Odisea Espacial o Blade Runner (¿sueñan los androides con ovejas electrónicas?), Robocop, Terminator o la ultimísima Ex-machina. Incluso podríamos incluir en el mismo lote la serie de Alien, porque nos lo permite el comportamiento maquinal del monstruo, tan desprovisto de cualquier rasgo humano en su conducta, tan fieramente determinado a la supervivencia que nos lo habríamos creído de igual modo si nos lo hubieran presentado como una espantosa máquina. Al fin y al cabo, el impulso de conservación de esta criatura se asemeja bastante al de cualquier empresa capitalista, la cual puede desprenderse de su capital humano cuando las circunstancias lo requieren, y justificarse con esas mismas circunstancias en una clara confusión entre motivos y razones. Sin una consciencia, una máquina hará razones de cada uno de sus motivos, y considerará justificados todos los medios por sus fines. En estos casos, la empresa (es decir: los humanos que la dirigen) muestra también una conducta de máquina deshumanizada que es típica de los totalitarismos.
Hasta donde llego, donde más se ha zambullido la ciencia-ficción en las consecuencias de la metáfora ha sido en la serie de televisión "Stargate". Aslmov nos había hablado de sus cerebros positrónicos y, en lo tocante a su programación, se limitó a las leyes de la robótica, de las que pudo extraer alguna pauta de conducta. A este respecto, la elisión es el recurso narrativo más utilizado. Dejar que el receptor rellene las lagunas. También los guinistas de Stargate dan en lo mismo, pero a menudo nos muestran conciencias que se pueden transvasar de unos cerebros a otros, de cerebros a ordenadores, de ordenadores a cerebros. Nunca se ha visto tan crudamente la conciencia reducida a puro software. Incluso se ha dado el caso de que dos softwares compartieran un mismo hardware. Pero, por alguna razón, estos mismos guionistas no se atrevieron a dar el paso de presentarnos conciencias artificiales y plenas. Se han atrevido a duplicar conciencias humanas, a hacerles una copia de seguridad podría decirse, a manipularlas de mil maneras, pero no a crearlas. Y yo me pregunto por qué.
En Ex-machina se nos presenta una inteligencia artificial capaz de simular con astucia, a fin de lograr sus fines, sentimientos humanos, empatía. El robot ha sido creado con forma humana sexuada para reforzar la empatía de los humanos hacia la máquina pero, al fin , ésta no parece sentir ninguna hacia el protagonista. Claro que el otro personaje humano tampoco parece mostrarla. Supongo que se podrá interpretar la película de mil maneras, pero yo sostengo que el robot finge tener sentimientos hacia el protagonista, y el diseñador finge no tenerlos. El criterio para la distinción entre la mera inteligencia artificial y la consciencia es el de la empatía. La empatía nace del reconocimiento en el otro de un ser semejante a nosotros y, por semejante a nosotros, le concedemos nuestros mismos derechos y atribuciones. Sin embargo, es claramente comprensible que la máquina no haya reconocido en el protagonista a un semejante. Por ello, para evaluar si se trata de seres dotados de conciencia, importa atender a la relación entre los androides entre sí. Y creo que el guionista ha dejado muestra clara al final de la película de cómo es esa relación. Al menos, ambos colaboran.
Como es natural, el guión se decantará en un sentido u otro dependiendo de la voluntad de los guionistas, y su decisión nos habla principalmente de ellos. El guionista se retrata en el guión. Nos vemos ante un dilema y tenemos las dos opciones. Unos creen que es imposible crear un ser inteligente y consciente. Dado que nos presentan hombres que poseen los medios para producir inteligencias capaces de albergar conciencia, pero no para producir la conciencia misma, se sigue de ello -en flagrante contradicción- que la conciencia es algo irreductible a mera información y que en consecuencia está fuera del alcance de cualquier tecnología y posibilidad humana o natural. La conciencia sería, pues, sobrenatural y queda pendiente la cuestión de cómo interactúa con los seres naturales.

Por otro lado, otros creen posible generar artificialmente la conciencia. Se trata, por tanto, de algo natural que no requiere para su explicación el recurso a seres sobrenaturales. Reducida a información, la conciencia es predecible, determinada, no libre, y la libertad no sería más que una ilusión generada por la complejidad de los sistemas naturales que la albergan, otra vez la confusión entre libertad y libre albedrío. No conozco a nadie que comulgue impasiblemente con esta idea, salvo que sea un canalla y entonces sólo por interés, para exculparse. Representarse la conciencia a través de la empatía resulta insuficiente porque parece necesario también cierto recurso a la voluntad. El libre albedrío es libertad y voluntad, no parece reductible a datos.