viernes, 11 de septiembre de 2015

ASTÉRIX, MARK TWAIN, EL ANTIGUO TESTAMENTO Y EL ESTADO ISLÁMICO

ASTÉRIX, MARK TWAIN, EL ANTIGUO TESTAMENTO Y EL ESTADO ISLÁMICO

                Un pudor harto comprensible me arrebola las mejillas al verme obligado a dejar patente las fuentes de las que, ocasionalmente o no, extraigo mi agua. En esta ocasión, más que una fuente, se trata de una corroboración, o un acuerdo. El caso es que, allá por el año cincuenta antes de Cristo, cuando el ínclito Astérix -varón de indudable virtud- se vio obligado a emprender su particular odisea por el Oriente Próximo acuciado precisamente por la carencia de petróleo, encontró por esas lejanas tierras un panorama que entonces se le antojó más sorprendente que desolador y que ahora, dos mil sesenta años después, para desgracia de todos se nos hace más desolador que sorprendente.
                Astérix tuvo en aquel viaje ocasión de trabar conocimiento con la multitud de pueblos que habitaban esas inhóspitas y desoladas tierras, nómadas del desierto muchos de ellos obligados a extraer su sustento de la árida arena en feroz competencia con sus vecinos por la escasa agua, la poca tierra productiva y los dispersos refugios para guarecerse de la inclemente intemperie. Supongo que alguna combinación de estas causas u otras semejantes, ya olvidadas y empedernidas por el transcurso de los siglos, podría explicar el permanente estado de guerra de todos contra todos en que encontró a las diversas tribus. Sumerios contra acadios, acadios contra hititas (éstos eran indoeuropeos y no semitas, lo digo para que no se me pueda acusar de xenófobo), hititas contra asirios, asirios contra medas, medas contra caldeos supongo, y caldeos contra cananeos, o cananeos contra amorreos, amorreos contra hebreos, o hebreos contra filisteos... Me temo que la relación de todas estas pendencias se nos haría tediosa e interminable.
                El origen de tales contiendas habrá que buscarlo en el neolítico. Ya en el poema de Gilgamesh, cuya versión más antigua se remontaría a mediados del tercer milenio antes de Cristo, se narra la lucha entre Gilgamesh, rey de Uruk, y un salvaje de nombre Enkidu -”el que nació en la estepa” y se alimentó con la leche de las bestias salvajes-. Esta lucha, y la posterior amistad entre los contendientes, ilustra el proceso de creación de las primeras ciudades y su acrecimiento con la incorporación de población nómada. Cada ciudad es un centro que tiende a expandir su poder para asegurar su supervivencia y satisfacer la codicia de los tiranuelos locales, lo que inevitablemente le lleva a enfrentarse a las ciudades vecinas. Así, Gilgamesh y Enkidu acometen la empresa de darle muerte, “para librar de todo mal al país” (tablilla III, columna III, versión paleobabilónica),  al gigante Kumbaba, guardián del bosque de cedros del Líbano. El rey pretende ponerse a talar los cedros con sus propias manos para asegurarse una fama eterna. Y para asegurarse también un abundante suministro de madera que “el Éufrates podrá transportar” (tablilla V, columna VI, versión neobabilónica).
                El Antiguo Testamento nos presenta un panorama similar. Dejando de lado el mito de la creación, el Génesis comienza con el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín. Esto es: con la representación de la rivalidad entre agricultores sedentarios y ganaderos nómadas. No es difícil adivinar las causas de esta supuesta rivalidad. Se trata de dos formas de vida completamente distintas, con intereses opuestos y que pueden entrar en conflicto por el uso del territorio. La zonas irrigadas por los ríos constituyen, a un tiempo, los mejores pastos y las más adecuadas tierras de labor. Se trata de algo tan obvio que no se le escapó a Jacob Ilive cuando a mediados del siglo XVIII publicó una supuesta traducción del perdido Libro de Jaser que atribuyó a Alcuino de York y que le valió una condena por fraude. Según este libro, la pendencia entre los hermanos se debió a una invasión del ganado de Abel en las tierras de labor de Caín. Disputas por el territorio que se repiten con frecuencia incluso entre parientes, como en el caso de Abraham y Lot que se ven obligados a separarse -amistosamente en este caso- porque el país era insuficiente para poder habitar ambos allí, dado el tamaño de sus rebaños y sus bienes (Gén, 13,5-13).
                Resulta curioso que Caín, el agricultor, fuera condenado por su crimen a vagar por la tierra; es decir, a no poseerla. Caín emigra al este y funda la ciudad de Henoc, a la que puso el nombre de su primogénito y que algunos -ignoro sobre qué base- han querido identificar con Uruk, la patria de Gilgamesh. Sea como fuere, resulta obvia cierta predilección de Yaveh por el nomadismo. Quizá, con su clarísima presciencia, haya podido vislumbrar con algún milenio de anticipación sobre el común de los mortales el origen del mal y la iniquidad en toda civilización, y haya pretendido estorbarla desde sus mismos inicios otorgando sus favores a una raza de pastores errantes que vivían en tiendas y que probablemente usaban la bosta de sus camellos como yesca para encender el fuego con los cuatro leños que podrían encontrar en aquellas estepas de creciente desertización. Ya desde el principio prohibió comer del Árbol, favoreció a Abel en detrimento de Caín, le ordenó a Abraham abandonar la ciudad de Ur y emigrar a la tierra de Canaán, donde llevó una existencia nómada e inauguró la naturaleza eminentemente emigrante del pueblo judío.
                Quizá no sea Yaveh más que un dios tribal y, como tal, la personificación del grupo al que reresenta. O, mejor aún, la justificación a posteriori de las conquistas militares sobre los pueblos que habitan las tierras que el Dios les ha prometido, conquistas que venían a satisfacer su sed de tierra y su deseo de asentarse a su vez,  victorias sobre quenitas, quenizitas, cadmonitas, hititas, fereceos, refaítas, amorreos, cananeos, guirgaseos y jebuseos (Gén, 15, 18-21), pueblos y gentes de cuya suerte se desentiende y contra los que, como veremos después, ordena todo tipo de crueldades como si no fueran también sus hijos, hechos como los demás a su imagen y semejanza, o como hijos bastardos de los que se avergüenza y a los que, como no ha podido destruir del todo con ocasión del diluvio, va exterminando poco a poco gracias al brazo armado de su pueblo elegido. A Abraham le promete una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo o las arenas del desierto, fórmula de bendición que debía de ser común entre las gentes porque, cuando Labán se despide de su hermana Rebeca antes de que ésta partiera a reunirse con su primo carnal y reciente esposo Isaac, le dice:  “Tú eres nuestra hermana, ¡crece en millares de millares! ¡Que tu descendencia ocupe la puerta de sus enemigos!” (Gén, 24,60). Admonición harto elocuente y deseo de sobra  satisfecho.
                Todo esto me viene a las mientes a raíz de una colección de escritos breves de Mark Twain que cayó en mis manos este verano y que la editorial Eneida ha recogido en un librito publicado en el 2011 bajo el título de “La decadencia del arte de mentir”. El libro incluye una conferencia, de la que toma el título, destinada a demostrar cómo determinadas mentiras se hacen imprescindibles para garantizar la convivencia (desconfíen ustedes de quien asegure que siempre dice lo que piensa: ése nunca piensa lo que dice) y a encomiar todo cuanto podamos englobar bajo el epígrafe de mentiras piadosas. Sigue una serie de relatos en los que el autor ilustra el modo en que el oportunismo, la cara dura o la mala fe triunfan siempre sobre la recta virtud, sobre todo si se entiende ésta al modo puritano. En ellos se burla, por una parte, del rigorismo puritano de la religión en que le educaron, contra la que destiló las más ácidas y sarcásticas críticas (recuérdese esa frase que pone en boca de Huckelberry Finn que dice así: “Si yo tuviera un perro cobarde que supiera lo que sabe la conciencia de una persona, lo mataría. Es lo que más ocupa dentro de uno y, sin embargo, no sirve para nada”); y por otra se lamenta del éxito que tan a menudo cosechan quienes de un modo u otro se aprovechan de la buena fe, o la ingenuidad, de los que la observan religiosamente. Twain, que es un ateo empedernido, observa cómo, al contrario de lo que predican los calvinistas, bendice Dios con el éxito en sus propósitos a quienes más se esfuerzan por desobedecer sus mandatos. La virtud, cuando no es una rémora, no es otra cosa más que simple apariencia en un mundo ferozmente cínico y atento sólo al beneficio particular. En la religión el hombre celebra justamente lo contrario de lo que en verdad valora.
                Este es precisamente el tema del último de los escritos que el editor recoge en el libro, una larga blasfemia de casi noventa páginas. En él, los arcángeles Miguel, Gabriel y Satanás -que es otro arcángel- asisten al espectáculo de la creación y, tras unos comentarios un tanto sarcásticos, Satanás es desterrado al espacio infinito para purgar su insolencia con algún tiempo de aislamiento. Llama la atención que el motivo del destierro no sea la maldad intrínseca del arcángel caído, que éste atribuye a la divinidad, sino más bien la laxitud con la que sujeta su lengua, es decir: su escaso dominio del arte de mentir. En su destierro, Satanás visita la recién creada Tierra y sus habitantes los hombres, y desde allí les dirige a sus camaradas los arcángeles una serie de once epístolas. El escrito lleva por título “Cartas desde la Tierra”.
                En las dos primeras se sorprende el desterrado de que el paraíso que han imaginado los hombres contiene con asombrosa precisión todo cuanto detestan en la Tierra y nada de lo que realmente estiman. Tal parece que estuviesen cansados de vivir y no pudieran soportar una eternidad de lo que ya tienen, o que desesperen de encontrar solución humana o divina a sus miserias. Sigue una mordaz crítica al texto del Génesis, sobre todo en lo referente al sentido moral y la consciencia, que florece en tenaz paralelismo con la civilización. En efecto, un dios tribal nunca apela a la razón, si no más bien a la fidelidad de su pueblo. Y este dios, que no tiene, en el escrito de Twain, por qué identificarse con el creador (hay una muy calculada ambigüedad al respecto) tiene “sin lugar a dudas una opinión muy pobre en este sentido (se refiere el autor a la adquisición de la conciencia), e hizo cuanto pudo, aunque con poco tino como siempre, por impedir que sus felices hijos del Edén lo adquirieran” (carta III). A partir de la carta III, el autor, que es un férreo determinista, distingue entre conciencia y responsabilidad. En una especie de síntesis determinista entre la noción spinoziana de “conatus” (el esfuerzo que cada ser realiza para mantenerse en su ser) y la idea aristotélica del ser en potencia, piensa Mark Twain que todo hombre, lo mismo que las inocentes bestias, se ve necesariamente impelido a desplegar todas sus potencialidades, tanto las que se juzgan buenas como las que se juzgan malas, lo que le exime de responsabilidad. Sin embargo, Dios, que exige a sus hijos el acatamiento de un código moral distinto del que Él sigue, se ha mostrado desde entonces tremendamente cruel con el género humano, hasta el punto de convertir en un verdadero infierno su existencia terrenal.
                El modo en que la necesidad se verifica, desde el punto de vista religioso, es la Providencia, y, como ocurre que nada sucede en el mundo sin que haya sido previsto y querido por Dios, resulta ser Dios el responsable directo de todo mal en el mundo. Supongo que el modo correcto de entender esta conclusión, teniendo en cuenta que Mark Twain es ateo y que no debemos calificarle de ingenuo, es hacerlo al modo tradicional y considerar que el mal refuta la idea de Dios. Del mismo modo, y es adonde yo quería llegar, las atrocidades que ordena Yaveh contra los enemigos del pueblo de Israel no serían más que un modo de justificarlas. Nadie desea asumir el determinismo que propone el autor, y nadie desea tampoco cargar sobre sus espaldas la enormidad de la sangre derramada.
                A partir de la carta VII, Twain va explicando el verdadero código divino de conducta, tan distinto del que predica para los hombres. Dios no ve inconveniente en castigar a los hombres por faltas cuya responsabilidad, como ya se ha indicado, no les alcanza.  En la Sagrada Escritura, las faltas se reducen a dos: idolatría y concupiscencia. Es curioso que los ritos de fertilidad en Mesopotamia se verificasen mediante prácticas hierogámicas entre sacerdotes y sacerdotisas de las divinidades masculinas y femeninas respectivamente, porque la lucha contra la idolatría podía revestirse directamente con un ropaje favorable a la castidad. De este modo podían identificarse infidelidad e impudicia, piedad y castidad. La iniquidad de Sodoma se ilustra en el Génesis con un pasaje en que la ciudad le reclama a Lot que le entregue a los varones extranjeros que le habían visitado, que en realidad eran emisarios de Yaveh. “¿Dónde están esos hombres que han venido a tu casa esta noche? -le preguntan-. Sácanoslos para que abusemos de ellos” (Gén, 19, 5). Y el castigo es extremadamente desproporcionado, implacable e indiscriminado. Todos deben perecer.
                En Sodoma no se encontró ni un solo hombre justo salvo Lot, lo que no deja de ser llamativo; pero lo más sorprendente es que el castigo no se limita a los culpables sino que se extiende a la ciudad en sí, lo que incluye a los actuales pecadores, a sus hijos aún inocentes y a toda su descendencia futura por los siglos de los siglos. En implacable coherencia, si la bendición consiste en asegurar una innumerable descendencia, la maldición no puede ser sino todo lo contrario: un flagrante genocidio. Esta misma lógica le escandaliza a Twain cuando considera la guerra de Israel contra los madianitas, que se refiere en el libro de los Números, el cuarto del Pentateuco. Una vez obtenida la victoria, los israelitas "mataron a todos los varones. Mataron además a los reyes de Madián, Eví, Requen, Sur, Jur y Reba, cinco reyes de Madián. Pasaron también al filo de la espada a Balaán, hijo de Beor" (Núm, 31, 7-8). También se llevaron prisioneras a las mujeres, lo que enfureció a Moisés, quien les dijo: "Por qué habéis dejado con vida a las mujeres? Fueron ellas, precisamente, las que por consejo de Balaán sedujeron a los israelitas, apartándolos del Señor en el caso de Fegor, lo cual dio ocasión al azote que pesó sobre la comunidad de Israel. Matad, pues, a todos los niños varones y a todas las mujeres que han conocido lecho de varón, y dejad con vida a las jóvenes que no lo han conocido" (Núm, 31, 15-18). Se castiga a los niños varones y a la totalidad de las mujeres, sobre las que recae colectivamente la culpa de seducir a los israelitas. Pero si alguien se felicita por la clemencia hacia las vírgenes, debería continuar leyendo para comprobar que serán repartidas como botín de guerra junto con el ganado  y el resto de los bienes, y  vendidas como esclavas, con todo lo que la esclavitud conlleva.
                Además  del carácter colectivo de la culpa y el castigo, sorprende la crueldad y la evidente falta de proporcionalidad. Cuando la conquista de Jericó, Yaveh ordena el exterminio de todo cuanto haya en ella, con la salvedad de la prostituta Rajab que ayudó a los hijos de Israel (Jos, 6,18). "Exterminio" es un vocablo que se usa a menudo en las Escrituras, pero ahora me arrogo el derecho de no elaborar ninguna estadística al respecto. Lo que sí me gustaría señalar es que la arbitrariedad del castigo y su extrema crueldad nos recuerdan tristemente a los terroristas islámicos y sus prácticas habituales.

                En general, la arbitrariedad es la nota definitoria del terrorismo, tan proclive a hacer pagar a justos por pecadores; pero el caso del terrorismo islámico presenta un aire de familia, una indudable semejanza con los mandatos del justiciero y atroz dios de Israel. (Hoy mismo leo en prensa que el Estado Islámico declara pecadores -y por tanto reos de muerte- a los refugiados de la guerra de Siria. Su pecado, por supuesto, es acudir al infiel en busca de ayuda). Al igual de lo que se ordena al fiel israelita, el fiel musulmán -según estos bárbaros modernos- no debe dejar piedra sobre piedra ni de las ciudades de los infieles ni de ninguno de sus vestigios. Bien entendido, por supuesto, que infiel no es sólo el cristiano occidental, sino también -y de modo eminentísimo- el idólatra chiíta oriental. No en vano la Biblia es también un libro sagrado para los musulmanes, y de él toma el Islam su aversión por el politeísmo, la idolatría y por tanto también la representación artística de cualquier figura divina, humana o animal. La lucha del Estado Islámico es una lucha contra occidente, pero sobre todo es una lucha para imponer su Islam al resto de los musulmanes, la perenne pelea y el eterno encarnizamiento de una facciones contra otras que de manera tan gráfica nos muestra la experiencia de Astérix. Ya no quedan amorritas, ni cananeos, si sebuceos, ni ninguno de los gentilicios de que nos habla la historia; pero sí quedan judíos, cristianos y un Islam tan fragmentado, si no más, que el cristianismo en el siglo XVI, y con unas facciones mucho más crueles y más dispuestas al exterminio de las demás. Pero, sobre todo, una voluntad mucho más decidida a mantener y reforzar el vínculo entre la sociedad civil y la religión. En estas circunstancias, la solución de Panoramix, prescindir del petróleo encontrando sustitutos eficaces, quizá bastase para alejar de nosotros el peligro y el problema. Aunque, desde luego, no bastará  para resolverlo.

1 comentario:

  1. Ya echaba de menos estos razonamientos históricos tuyos. Yo, como Twain, también soy atea y me resulta incomprensible la "lógica" de las religiones en general. Y también he visto esa peligrosa similitud entre el Estado Islámico y la Iglesia católica (o el cristianismo occidental), no entiendo la idea de un ser supremo que aniquila cuando desobedeces la orden de "No hagas lo que yo hago, haz lo que yo digo".
    Mi conclusión es bastante más simple que la tuya (y más básica), pero es que yo no lo sé expresar con tanta claridad como tú.
    Me ha encantado.

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