ASTÉRIX, MARK TWAIN, EL
ANTIGUO TESTAMENTO Y EL ESTADO ISLÁMICO
Un pudor harto
comprensible me arrebola las mejillas al verme obligado a dejar patente las
fuentes de las que, ocasionalmente o no, extraigo mi agua. En esta ocasión, más
que una fuente, se trata de una corroboración, o un acuerdo. El caso es que,
allá por el año cincuenta antes de Cristo, cuando el ínclito Astérix -varón de
indudable virtud- se vio obligado a emprender su particular odisea por el
Oriente Próximo acuciado precisamente por la carencia de petróleo, encontró por
esas lejanas tierras un panorama que entonces se le antojó más sorprendente que
desolador y que ahora, dos mil sesenta años después, para desgracia de todos se
nos hace más desolador que sorprendente.
Astérix tuvo en aquel
viaje ocasión de trabar conocimiento con la multitud de pueblos que habitaban
esas inhóspitas y desoladas tierras, nómadas del desierto muchos de ellos
obligados a extraer su sustento de la árida arena en feroz competencia con sus
vecinos por la escasa agua, la poca tierra productiva y los dispersos refugios
para guarecerse de la inclemente intemperie. Supongo que alguna combinación de
estas causas u otras semejantes, ya olvidadas y empedernidas por el transcurso
de los siglos, podría explicar el permanente estado de guerra de todos contra
todos en que encontró a las diversas tribus. Sumerios contra acadios, acadios
contra hititas (éstos eran indoeuropeos y no semitas, lo digo para que no se me
pueda acusar de xenófobo), hititas contra asirios, asirios contra medas, medas
contra caldeos supongo, y caldeos contra cananeos, o cananeos contra amorreos,
amorreos contra hebreos, o hebreos contra filisteos... Me temo que la relación
de todas estas pendencias se nos haría tediosa e interminable.
El origen de tales
contiendas habrá que buscarlo en el neolítico. Ya en el poema de Gilgamesh,
cuya versión más antigua se remontaría a mediados del tercer milenio antes de
Cristo, se narra la lucha entre Gilgamesh, rey de Uruk, y un salvaje de nombre
Enkidu -”el que nació en la estepa” y se alimentó con la leche de las bestias
salvajes-. Esta lucha, y la posterior amistad entre los contendientes, ilustra
el proceso de creación de las primeras ciudades y su acrecimiento con la
incorporación de población nómada. Cada ciudad es un centro que tiende a
expandir su poder para asegurar su supervivencia y satisfacer la codicia de los
tiranuelos locales, lo que inevitablemente le lleva a enfrentarse a las
ciudades vecinas. Así, Gilgamesh y Enkidu acometen la empresa de darle muerte,
“para librar de todo mal al país” (tablilla III, columna III, versión
paleobabilónica), al gigante Kumbaba,
guardián del bosque de cedros del Líbano. El rey pretende ponerse a talar los
cedros con sus propias manos para asegurarse una fama eterna. Y para asegurarse
también un abundante suministro de madera que “el Éufrates podrá transportar”
(tablilla V, columna VI, versión neobabilónica).
El Antiguo
Testamento nos presenta un panorama similar. Dejando de lado el mito de la
creación, el Génesis comienza con el asesinato de Abel a manos de su hermano
Caín. Esto es: con la representación de la rivalidad entre agricultores
sedentarios y ganaderos nómadas. No es difícil adivinar las causas de esta
supuesta rivalidad. Se trata de dos formas de vida completamente distintas, con
intereses opuestos y que pueden entrar en conflicto por el uso del territorio.
La zonas irrigadas por los ríos constituyen, a un tiempo, los mejores pastos y
las más adecuadas tierras de labor. Se trata de algo tan obvio que no se le escapó
a Jacob Ilive cuando a mediados del siglo XVIII publicó una supuesta traducción
del perdido Libro de Jaser que atribuyó a Alcuino de York y que le valió una
condena por fraude. Según este libro, la pendencia entre los hermanos se debió
a una invasión del ganado de Abel en las tierras de labor de Caín. Disputas por
el territorio que se repiten con frecuencia incluso entre parientes, como en el
caso de Abraham y Lot que se ven obligados a separarse -amistosamente en este
caso- porque el país era insuficiente para poder habitar ambos allí, dado el
tamaño de sus rebaños y sus bienes (Gén, 13,5-13).
Resulta curioso
que Caín, el agricultor, fuera condenado por su crimen a vagar por la tierra;
es decir, a no poseerla. Caín emigra al este y funda la ciudad de Henoc, a la
que puso el nombre de su primogénito y que algunos -ignoro sobre qué base- han
querido identificar con Uruk, la patria de Gilgamesh. Sea como fuere, resulta
obvia cierta predilección de Yaveh por el nomadismo. Quizá, con su clarísima
presciencia, haya podido vislumbrar con algún milenio de anticipación sobre el
común de los mortales el origen del mal y la iniquidad en toda civilización, y
haya pretendido estorbarla desde sus mismos inicios otorgando sus favores a una
raza de pastores errantes que vivían en tiendas y que probablemente usaban la
bosta de sus camellos como yesca para encender el fuego con los cuatro leños
que podrían encontrar en aquellas estepas de creciente desertización. Ya desde
el principio prohibió comer del Árbol, favoreció a Abel en detrimento de Caín,
le ordenó a Abraham abandonar la ciudad de Ur y emigrar a la tierra de Canaán,
donde llevó una existencia nómada e inauguró la naturaleza eminentemente
emigrante del pueblo judío.
Quizá no sea
Yaveh más que un dios tribal y, como tal, la personificación del grupo al que
reresenta. O, mejor aún, la justificación a posteriori de las conquistas
militares sobre los pueblos que habitan las tierras que el Dios les ha
prometido, conquistas que venían a satisfacer su sed de tierra y su deseo de
asentarse a su vez, victorias sobre
quenitas, quenizitas, cadmonitas, hititas, fereceos, refaítas, amorreos, cananeos,
guirgaseos y jebuseos (Gén, 15, 18-21), pueblos y gentes de cuya suerte se
desentiende y contra los que, como veremos después, ordena todo tipo de
crueldades como si no fueran también sus hijos, hechos como los demás a su
imagen y semejanza, o como hijos bastardos de los que se avergüenza y a los
que, como no ha podido destruir del todo con ocasión del diluvio, va
exterminando poco a poco gracias al brazo armado de su pueblo elegido. A
Abraham le promete una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo o
las arenas del desierto, fórmula de bendición que debía de ser común entre las
gentes porque, cuando Labán se despide de su hermana Rebeca antes de que ésta
partiera a reunirse con su primo carnal y reciente esposo Isaac, le dice: “Tú eres nuestra hermana, ¡crece en millares
de millares! ¡Que tu descendencia ocupe la puerta de sus enemigos!” (Gén,
24,60). Admonición harto elocuente y deseo de sobra satisfecho.
Todo esto me
viene a las mientes a raíz de una colección de escritos breves de Mark Twain
que cayó en mis manos este verano y que la editorial Eneida ha recogido en un
librito publicado en el 2011 bajo el título de “La decadencia del arte de
mentir”. El libro incluye una conferencia, de la que toma el título, destinada
a demostrar cómo determinadas mentiras se hacen imprescindibles para garantizar
la convivencia (desconfíen ustedes de quien asegure que siempre dice lo que
piensa: ése nunca piensa lo que dice) y a encomiar todo cuanto podamos englobar
bajo el epígrafe de mentiras piadosas. Sigue una serie de relatos en los que el
autor ilustra el modo en que el oportunismo, la cara dura o la mala fe triunfan
siempre sobre la recta virtud, sobre todo si se entiende ésta al modo puritano.
En ellos se burla, por una parte, del rigorismo puritano de la religión en que
le educaron, contra la que destiló las más ácidas y sarcásticas críticas
(recuérdese esa frase que pone en boca de Huckelberry Finn que dice así: “Si yo
tuviera un perro cobarde que supiera lo que sabe la conciencia de una persona,
lo mataría. Es lo que más ocupa dentro de uno y, sin embargo, no sirve para
nada”); y por otra se lamenta del éxito que tan a menudo cosechan quienes de un
modo u otro se aprovechan de la buena fe, o la ingenuidad, de los que la
observan religiosamente. Twain, que es un ateo empedernido, observa cómo, al
contrario de lo que predican los calvinistas, bendice Dios con el éxito en sus propósitos
a quienes más se esfuerzan por desobedecer sus mandatos. La virtud, cuando no
es una rémora, no es otra cosa más que simple apariencia en un mundo ferozmente
cínico y atento sólo al beneficio particular. En la religión el hombre celebra
justamente lo contrario de lo que en verdad valora.
Este es
precisamente el tema del último de los escritos que el editor recoge en el
libro, una larga blasfemia de casi noventa páginas. En él, los arcángeles
Miguel, Gabriel y Satanás -que es otro arcángel- asisten al espectáculo de la
creación y, tras unos comentarios un tanto sarcásticos, Satanás es desterrado
al espacio infinito para purgar su insolencia con algún tiempo de aislamiento.
Llama la atención que el motivo del destierro no sea la maldad intrínseca del
arcángel caído, que éste atribuye a la divinidad, sino más bien la laxitud con
la que sujeta su lengua, es decir: su escaso dominio del arte de mentir. En su
destierro, Satanás visita la recién creada Tierra y sus habitantes los hombres,
y desde allí les dirige a sus camaradas los arcángeles una serie de once
epístolas. El escrito lleva por título “Cartas desde la Tierra”.
En las dos primeras se sorprende el desterrado de que
el paraíso que han imaginado los hombres contiene con asombrosa precisión todo
cuanto detestan en la Tierra y nada de lo que realmente estiman. Tal parece que
estuviesen cansados de vivir y no pudieran soportar una eternidad de lo que ya
tienen, o que desesperen de encontrar solución humana o divina a sus miserias.
Sigue una mordaz crítica al texto del Génesis, sobre todo en lo referente al
sentido moral y la consciencia, que florece en tenaz paralelismo con la
civilización. En efecto, un dios tribal nunca apela a la razón, si no más bien
a la fidelidad de su pueblo. Y este dios, que no tiene, en el escrito de Twain,
por qué identificarse con el creador (hay una muy calculada ambigüedad al
respecto) tiene “sin lugar a dudas una opinión muy pobre en este sentido (se
refiere el autor a la adquisición de la conciencia), e hizo cuanto pudo, aunque
con poco tino como siempre, por impedir que sus felices hijos del Edén lo
adquirieran” (carta III). A partir de la carta III, el autor, que es un férreo
determinista, distingue entre conciencia y responsabilidad. En una especie de
síntesis determinista entre la noción spinoziana de “conatus” (el esfuerzo que
cada ser realiza para mantenerse en su ser) y la idea aristotélica del ser en
potencia, piensa Mark Twain que todo hombre, lo mismo que las inocentes
bestias, se ve necesariamente impelido a desplegar todas sus potencialidades,
tanto las que se juzgan buenas como las que se juzgan malas, lo que le exime de
responsabilidad. Sin embargo, Dios, que exige a sus hijos el acatamiento de un
código moral distinto del que Él sigue, se ha mostrado desde entonces
tremendamente cruel con el género humano, hasta el punto de convertir en un
verdadero infierno su existencia terrenal.
El modo en que la necesidad se verifica, desde el
punto de vista religioso, es la Providencia, y, como ocurre que nada sucede en
el mundo sin que haya sido previsto y querido por Dios, resulta ser Dios el
responsable directo de todo mal en el mundo. Supongo que el modo correcto de
entender esta conclusión, teniendo en cuenta que Mark Twain es ateo y que no
debemos calificarle de ingenuo, es hacerlo al modo tradicional y considerar que
el mal refuta la idea de Dios. Del mismo modo, y es adonde yo quería llegar,
las atrocidades que ordena Yaveh contra los enemigos del pueblo de Israel no
serían más que un modo de justificarlas. Nadie desea asumir el determinismo que
propone el autor, y nadie desea tampoco cargar sobre sus espaldas la enormidad
de la sangre derramada.
A partir de la
carta VII, Twain va explicando el verdadero código divino de conducta, tan
distinto del que predica para los hombres. Dios no ve inconveniente en castigar
a los hombres por faltas cuya responsabilidad, como ya se ha indicado, no les
alcanza. En la Sagrada Escritura, las
faltas se reducen a dos: idolatría y concupiscencia. Es curioso que los ritos
de fertilidad en Mesopotamia se verificasen mediante prácticas hierogámicas
entre sacerdotes y sacerdotisas de las divinidades masculinas y femeninas
respectivamente, porque la lucha contra la idolatría podía revestirse
directamente con un ropaje favorable a la castidad. De este modo podían
identificarse infidelidad e impudicia, piedad y castidad. La iniquidad de
Sodoma se ilustra en el Génesis con un pasaje en que la ciudad le reclama a Lot
que le entregue a los varones extranjeros que le habían visitado, que en realidad
eran emisarios de Yaveh. “¿Dónde están esos hombres que han venido a tu casa esta
noche? -le preguntan-. Sácanoslos para que abusemos de ellos” (Gén, 19, 5). Y
el castigo es extremadamente desproporcionado, implacable e indiscriminado.
Todos deben perecer.
En Sodoma no se
encontró ni un solo hombre justo salvo Lot, lo que no deja de ser llamativo;
pero lo más sorprendente es que el castigo no se limita a los culpables sino
que se extiende a la ciudad en sí, lo que incluye a los actuales pecadores, a
sus hijos aún inocentes y a toda su descendencia futura por los siglos de los
siglos. En implacable coherencia, si la bendición consiste en asegurar una
innumerable descendencia, la maldición no puede ser sino todo lo contrario: un
flagrante genocidio. Esta misma lógica le escandaliza a Twain cuando considera
la guerra de Israel contra los madianitas, que se refiere en el libro de los
Números, el cuarto del Pentateuco. Una vez obtenida la victoria, los israelitas
"mataron a todos los varones. Mataron además a los reyes de Madián, Eví,
Requen, Sur, Jur y Reba, cinco reyes de Madián. Pasaron también al filo de la espada
a Balaán, hijo de Beor" (Núm, 31, 7-8). También se llevaron prisioneras a las
mujeres, lo que enfureció a Moisés, quien les dijo: "Por qué habéis dejado
con vida a las mujeres? Fueron ellas, precisamente, las que por consejo de
Balaán sedujeron a los israelitas, apartándolos del Señor en el caso de Fegor,
lo cual dio ocasión al azote que pesó sobre la comunidad de Israel. Matad,
pues, a todos los niños varones y a todas las mujeres que han conocido lecho de
varón, y dejad con vida a las jóvenes que no lo han conocido" (Núm, 31,
15-18). Se castiga a los niños varones y a la totalidad de las mujeres, sobre
las que recae colectivamente la culpa de seducir a los israelitas. Pero si
alguien se felicita por la clemencia hacia las vírgenes, debería continuar
leyendo para comprobar que serán repartidas como botín de guerra junto con el
ganado y el resto de los bienes, y vendidas como esclavas, con todo lo que la
esclavitud conlleva.
Además del carácter colectivo de la culpa y el
castigo, sorprende la crueldad y la evidente falta de proporcionalidad. Cuando
la conquista de Jericó, Yaveh ordena el exterminio de todo cuanto haya en ella,
con la salvedad de la prostituta Rajab que ayudó a los hijos de Israel (Jos,
6,18). "Exterminio" es un vocablo que se usa a menudo en las
Escrituras, pero ahora me arrogo el derecho de no elaborar ninguna estadística
al respecto. Lo que sí me gustaría señalar es que la arbitrariedad del castigo
y su extrema crueldad nos recuerdan tristemente a los terroristas islámicos y
sus prácticas habituales.
En general, la
arbitrariedad es la nota definitoria del terrorismo, tan proclive a hacer pagar
a justos por pecadores; pero el caso del terrorismo islámico presenta un aire
de familia, una indudable semejanza con los mandatos del justiciero y atroz
dios de Israel. (Hoy mismo leo en prensa que el Estado Islámico declara pecadores -y por tanto reos de muerte- a
los refugiados de la guerra de Siria. Su pecado, por supuesto, es acudir al
infiel en busca de ayuda). Al igual de lo que se ordena al fiel israelita, el
fiel musulmán -según estos bárbaros modernos- no debe dejar piedra sobre piedra
ni de las ciudades de los infieles ni de ninguno de sus vestigios. Bien
entendido, por supuesto, que infiel no es sólo el cristiano occidental, sino
también -y de modo eminentísimo- el idólatra chiíta oriental. No en vano la
Biblia es también un libro sagrado para los musulmanes, y de él toma el Islam
su aversión por el politeísmo, la idolatría y por tanto también la
representación artística de cualquier figura divina, humana o animal. La lucha
del Estado Islámico es una lucha
contra occidente, pero sobre todo es una lucha para imponer su Islam al resto de los musulmanes, la
perenne pelea y el eterno encarnizamiento de una facciones contra otras que de
manera tan gráfica nos muestra la experiencia de Astérix. Ya no quedan
amorritas, ni cananeos, si sebuceos, ni ninguno de los gentilicios de que nos
habla la historia; pero sí quedan judíos, cristianos y un Islam tan
fragmentado, si no más, que el cristianismo en el siglo XVI, y con unas
facciones mucho más crueles y más dispuestas al exterminio de las demás. Pero,
sobre todo, una voluntad mucho más decidida a mantener y reforzar el vínculo
entre la sociedad civil y la religión. En estas circunstancias, la solución de
Panoramix, prescindir del petróleo encontrando sustitutos eficaces, quizá
bastase para alejar de nosotros el peligro y el problema. Aunque, desde luego,
no bastará para resolverlo.
Ya echaba de menos estos razonamientos históricos tuyos. Yo, como Twain, también soy atea y me resulta incomprensible la "lógica" de las religiones en general. Y también he visto esa peligrosa similitud entre el Estado Islámico y la Iglesia católica (o el cristianismo occidental), no entiendo la idea de un ser supremo que aniquila cuando desobedeces la orden de "No hagas lo que yo hago, haz lo que yo digo".
ResponderEliminarMi conclusión es bastante más simple que la tuya (y más básica), pero es que yo no lo sé expresar con tanta claridad como tú.
Me ha encantado.