Corren tiempos duros, tiempos en
los que será preciso actuar con inteligencia y astucia, y dar respuesta a las
perentorias necesidades que se les presentan a nuestras modernas sociedades
industrializadas y desarrolladas. Es preciso también tomar conciencia de cuáles
son esos problemas y de su carácter esencialmente divergente. En efecto, entre
otras muy serias dificultades, nos
enfrentamos, por una parte, a un progresivo y ya avanzado envejecimiento de la
población; por otra, a un creciente y aparentemente irresoluble paro juvenil.
Si estas dos tendencias, ya claramente patentes en la actualidad, perseveran en
su crecimiento, dentro de pocos años nos veremos todos sumidos en la más
abominable de las indigencias.
Urge, pues, tomar medidas. Sin
embargo, cada vez se alzan más voces que protestan, aunque infructuosamente y
de manera desorganizada, contra las que distintos países van adoptando. A lo
largo de la historia de la Humanidad no han faltado visionarios que entreveían
el paraíso entre las nieblas de un brumoso progreso, tras los ectoplasmas
evanescentes de un espíritu que, a poco que soplemos, se disuelve en el
aire. A ese fantasma integrado por otros
muchos le bautizaron con el pomposo nombre de Humanismo y se atrevieron a colocarlo entre el mono y los hombres,
de manera que éstos llegaron a creer que
nada tenían en común unos y otros, que un destino divergente separaba
ambos linajes por los siglos de los siglos, que podían arrogarse sin cuidado el
sobrenombre de “racionales”, que por virtud de su solo pensamiento habían
logrado elevarse hasta las más altas cimas de la divinidad, rozar con sus dedos
el dorado Olimpo, encaramarse hasta los umbrales de un Parnaso eterno y llamar
a la puerta con la pretensión de ser admitidos.
¡Qué ilusa raza de orangutanes bípedos! Ya
desde sus mismos comienzos la civilización se estableció sobre los cimientos de
la explotación de unos hombres a manos de otros. Los grandes filósofos de la
Grecia clásica ya sabían que la filosofía y, en general el cultivo de las artes
y las letras, sólo era posible para quienes estuviesen liberados del trabajo
manual y de las perentorias necesidades de la existencia. Por ello,
seguramente, filósofos del pelo del Diógenes el cínico decidieron reducirlas al
mínimo. Sin llegar a esta ascesis pagana, las escuelas filosóficas del periodo
helenístico, incluidos los largamente difamados epicúreos, predicaron la continencia; y cayendo de lleno
en la vida ascética, desde los mismos comienzos del cristianismo -o antes, si nos avenimos a creer en la
influencia esenia sobre las enseñanzas de Cristo- se viene asociando el
ascetismo con la vida contemplativa en contraposición con el “ora et labora” de la vida monacal. Claro que
el “laborare” de los benedictinos incluía también el trabajo intelectual, lo
que les vino al pelo para adoptar la antigua división clásica entre las artes
liberales y los trabajos serviles y encumbrar su Trivium y su Quadrivium
como ocupación propia de hombres libres. Todo esto es cosa sabida, no caigan
ustedes en la impertinencia de preguntar de dónde nos viene este conocimiento.
¡Hombres libres, qué tremenda
desfachatez! Donde hay hombres libres debe haber también esclavos. Y eso es
algo que ningún espíritu elevado debería consentir. Afortunadamente, nuestra
adorada modernidad se inauguró en Europa dando carpetazo a las ilusiones
humanistas, reformando la regalada vida eclesiástica y elevando
el trabajo a la categoría de única vía para la salvación. Por lo visto
fue Hobbes quien le da la vuelta a la conciencia clásica y promulga su
sentencia “primum vivere, deinde filosofari” para recordarnos a todos que todo
espíritu humano se desvanecería en la nada si no tuviese un cuerpo que lo
albergase y que, en consecuencia, el cuidado de las necesidades cotidianas de
la vida tiene prioridad sobre cualquier otra ocupación. De hecho para eso se
creó el Estado, para garantizar los intereses de los súbditos. Esto es:
para salvaguardar la propiedad privada
sobre los medios de producción y para garantizar la libertad de cada propietario para emplearlos como considere
oportuno. El Estado moderno vela, pues, por la felicidad de sus ciudadanos
cuidando de que la actividad de todos ellos se encamine a la satisfacción de
las necesidades materiales propias y de toda la sociedad. Sólo entonces se puede utilizar
el excedente de tiempo y de recursos, cuando las circunstancias lo permitan, en
el cultivo del espíritu como descanso y solaz necesarios para seguir
trabajando. El espíritu es un lujo, y lo primero es lo primero. Ya tenemos un
concepto de libertad claro y al alcance de todos: la libertad es libertad
económica, y no volátiles ejercicios metafísicos que a nadie incumben y que
constantemente nos obligan a millones de sutilezas, a ejercicios de funambulismo
dialéctico que no traen otro efecto que el de distraernos de nuestras labores.
Por esto no se entienden las
protestas que, según leo en prensa, se han venido sucediendo en Francia a raíz
de la reforma educativa de Monsieur Hollande que redunda en un muy necesario
recorte en la enseñanza de lenguas clásicas. Máxime cuando no se eliminan tales
materias, sino que sólo se redimensionan hasta colocarlas al nivel
imprescindible para que no nos sintamos desorientados al ver una película de
romanos. Y más aún si la película viene ya doblada al castellano -o al francés- y no vamos a escuchar cómo
Aquiles le grita a Alejandro obscenidades en lenguas muertas tras la
derrota en las guerras médicas. Digo. Que lo haga en román paladino que todos
podemos entender, y así disfrutaremos mejor del espectáculo.
¿En qué cabeza cabe la idea de
sobrecargar los circuitos neuronales de nuestros adolescentes, en una época en
que a duras penas se van a librar de la gahena del paro y la exclusión, con
unas enseñanzas que en el mejor de los casos no les van a aportar ninguna
ventaja a la hora de buscarse un empleo y que seguramente les servirán de
lastre en la dura competencia con el resto cuando se vean inmersos en el
remolino del más sabio e infalible de todos los agentes: el ciego mercado?
¿Pues de qué le sirve a un hombre salvar su alma si con ello pierde el mundo
entero? ¡Que ni un solo euro de mis impuestos se dedique a la enseñanza de esas
materias que alejarán a mis hijos y mis nietos de su necesaria formación
profesional, de su formación para el trabajo, de su educación en la disciplina
y el sano emprendimiento, que es lo que reclama la masa social! Haya, pues,
ingenieros, y técnicos cualificados en
telecomunicaciones o en informática, buenos mecánicos y electricistas,
fontaneros, instaladores de porteros automáticos, antenistas, óptimos albañiles
y carpinteros, eficaces técnicos de laboratorio, comerciales, enólogos, exquisitos
cocineros, sobre todo que no falten cocineros. Ni titulados en tauromaquia.
Hasta los japoneses, los más
adaptables de todos los humanos, se han dado cuenta de ello e, inmersos en una
época en que escasean los buenos técnicos debido a las veleidosas inclinaciones
humanistas de una juventud poco acostumbrada al esfuerzo y a las profesiones
viriles, han logrado de su gobierno que dirija una recomendación a las
universidades del Imperio del Sol Naciente para que reordenen y redimensionen
los estudios de humanidades. Cualquiera que haya hojeado y ojeado la prensa a
mediados del pasado mes de septiembre habrá sentido el alivio que sentí yo al
conocer la noticia.
Lo único que lamento al respecto es
que no se aplique la misma lógica al resto de actividades inútiles que ocupan a
buena parte de los parásitos que se aprovechan del esfuerzo ajeno. No se
asusten ustedes, que no me refiero a futbolistas o echadores de cartas, tonadilleros
o punquis, pues siempre habrá gente de ese pelo y además le dan color a la
vida. Pero junto a la caterva de humanistas, filósofos, filólogos, literatos,
arqueólogos, historiadores, poetas, y de cuantos se dedican a desentrañar lo
que dicen, que suele ser muy oscuro y prolijo, hay también un evidente
sobrenúmero de científicos cuyo trabajo no revierte a la sociedad, o no lo hace
de modo suficientemente claro e inmediato. ¿Me quiere explicar alguno de
ustedes para qué sirve un paleontólogo, un cosmólogo, un astrobiólogo, un
astrofísico, un físico teórico, un especialista en gravedad cuántica, en teoría
de cuerdas, o cualquier investigador en ciencia básica? ¿Acaso sabe alguno de
ellos transformar un montón de kilojulios en un plato de garbanzos? Pues el
agricultor y el cocinero, el labriego y el marmitón, sí saben…
Y ya metidos en faena, ¿para qué
queremos astronautas y agencias espaciales ahora que la carrera armamentística
ya no requiere de ellos? ¿De qué nos sirve viajar a Marte si no es para dejar
allí abandonados a los locos que quieran ir?
Por cierto, caro modo de deshacerse de ellos. ¿De qué nos ha servido ir
a la Luna? ¿Acaso nos ha reportado mayor beneficio que el de dotar a los
abuelos de alguna historieta que contarle a sus nietos mientras trabajan los
padres? Quizá me diga alguien que toda esa actividad ha generado tecnologías de
las que todos nos beneficiamos. De acuerdo. Pero ahora que ya disponemos de
ellas no precisamos de un programa espacial. Es lo mismo que nos ocurre con las
humanidades. Hemos rescatado y conservado todo el patrimonio de que disponemos;
ahora bien, si alguien prefiere leer a Suetonio antes que las cincuenta sombras
de Grey, es cosa suya. Allá él. Ya sabemos leer, pues a leer lo escrito.
Son muchos los lujos de ese tipo de
que disponemos y, sin embargo, nos faltan buenos técnicos que satisfagan las
necesidades del mercado laboral, es decir: las de las empresas. No debemos
olvidar que es precisamente la actividad productiva y comercial la que
garantiza nuestra supervivencia, y es la supervivencia (esto es: mantenernos en
nuestro ser) el principal impulso de todo cuanto hay y pulula por la tierra,
tal y como decía un filósofo. Sólo con un poco más de modestia por nuestra parte
podríamos llevar una vida harto más tranquila y feliz, que es el objetivo de
toda vida humana que se precie de serlo. ¿Y qué mayor felicidad que el disfrute
tranquilo y pacífico de lo que obtenemos con nuestro trabajo? Así pues,
pongámonos todos a trabajar y a producir nuestro sustento. No nos dejemos
engañar por cantos de sirena que nos distraigan de la materialidad de nuestras
vidas.
La felicidad es el único fin a que
tiende la vida humana, y ya sabemos todos en qué consiste nuestra felicidad sin
necesidad de entregarnos a arduas meditaciones para averiguarlo. Pero si no hay
más que un fin, sobran las discusiones sobre los fines y quienes las
protagonizan; si no hay más que una moral, sobran los moralistas; si sólo hay
una forma de organización social que nos satisfaga, sobran los políticos y sus
detractores; si no hay más que una justicia, sobran los juristas; si no hay más
que una verdad sobran los filósofos y los científicos, poetas y hermeneutas, y
todas sus sutilezas. Sobra todo pensamiento elevado, toda distinción, todo
prurito de exactitud salvo la mecánica, toda precisión, toda discusión, toda
crítica, todo diálogo que no conduzca a establecer lo guay que será nuestra
utópica vida cuando nos decidamos a abrazarla.
Lancémonos, por lo tanto, a
producir y a consumir el fruto de nuestro trabajo sin permitir que nadie nos
dicte cuál habrá de ser el uno y el otro. Que nuestra única guía a este
respecto sea la que dicte la necesidad del propio proceso productivo; y si esa
simple exigencia se nos antoja excesiva, prescindamos también de ella y
limitémonos sólo a una economía totalmente autárquica. Si decidimos que no queremos someternos a las
leyes del mercado global de materias primas, usemos sólo aquéllas que tenemos a
la mano, aunque ello nos suponga tener que desplazarnos en bicicleta en vez de
hacerlo en automóvil. Mejor: más sano y menos contaminante. ¿Por qué hemos de
optar por lo más complicado cuando nos podemos valer perfectamente de lo más
sencillo? Y si aún así no obtenemos una perfecta felicidad, podemos volver a
montar a caballo, que es animal que se cría en todas partes. Y si se diera el
caso de que no deseemos someternos a las normas y exigencias del mercado
pecuario, movámonos a pie. Y si no tenemos caminos para hacerlo de modo
satisfactorio, volvamos a los árboles como los monos. Todo menos regresar a la
cultura. Al fin y al cabo, jamás se ha visto un mono en paro ni que se quejara
de no ser feliz.