lunes, 9 de noviembre de 2015

EL PLANETA DE LOS SIMIOS (EXABRUPTO EN DO DE PECHO)

            Corren tiempos duros, tiempos en los que será preciso actuar con inteligencia y astucia, y dar respuesta a las perentorias necesidades que se les presentan a nuestras modernas sociedades industrializadas y desarrolladas. Es preciso también tomar conciencia de cuáles son esos problemas y de su carácter esencialmente divergente. En efecto, entre otras muy serias dificultades,  nos enfrentamos, por una parte, a un progresivo y ya avanzado envejecimiento de la población; por otra, a un creciente y aparentemente irresoluble paro juvenil. Si estas dos tendencias, ya claramente patentes en la actualidad, perseveran en su crecimiento, dentro de pocos años nos veremos todos sumidos en la más abominable de las indigencias.
            Urge, pues, tomar medidas. Sin embargo, cada vez se alzan más voces que protestan, aunque infructuosamente y de manera desorganizada, contra las que distintos países van adoptando. A lo largo de la historia de la Humanidad no han faltado visionarios que entreveían el paraíso entre las nieblas de un brumoso progreso, tras los ectoplasmas evanescentes de un espíritu que, a poco que soplemos, se disuelve en el aire.  A ese fantasma integrado por otros muchos le bautizaron con el pomposo nombre de Humanismo y se atrevieron a colocarlo entre el mono y los hombres, de manera que éstos llegaron a creer que  nada tenían en común unos y otros, que un destino divergente separaba ambos linajes por los siglos de los siglos, que podían arrogarse sin cuidado el sobrenombre de “racionales”, que por virtud de su solo pensamiento habían logrado elevarse hasta las más altas cimas de la divinidad, rozar con sus dedos el dorado Olimpo, encaramarse hasta los umbrales de un Parnaso eterno y llamar a la puerta con la pretensión de ser admitidos.
            ¡Qué ilusa raza de orangutanes bípedos! Ya desde sus mismos comienzos la civilización se estableció sobre los cimientos de la explotación de unos hombres a manos de otros. Los grandes filósofos de la Grecia clásica ya sabían que la filosofía y, en general el cultivo de las artes y las letras, sólo era posible para quienes estuviesen liberados del trabajo manual y de las perentorias necesidades de la existencia. Por ello, seguramente, filósofos del pelo del Diógenes el cínico decidieron reducirlas al mínimo. Sin llegar a esta ascesis pagana, las escuelas filosóficas del periodo helenístico, incluidos los largamente difamados epicúreos,  predicaron la continencia; y cayendo de lleno en la vida ascética, desde los mismos comienzos del cristianismo  -o antes, si nos avenimos a creer en la influencia esenia sobre las enseñanzas de Cristo- se viene asociando el ascetismo con la vida contemplativa en contraposición con el  “ora et labora” de la vida monacal. Claro que el “laborare” de los benedictinos incluía también el trabajo intelectual, lo que les vino al pelo para adoptar la antigua división clásica entre las artes liberales y los trabajos serviles y encumbrar su Trivium y su Quadrivium como ocupación propia de hombres libres. Todo esto es cosa sabida, no caigan ustedes en la impertinencia de preguntar de dónde nos viene este conocimiento.
            ¡Hombres libres, qué tremenda desfachatez! Donde hay hombres libres debe haber también esclavos. Y eso es algo que ningún espíritu elevado debería consentir. Afortunadamente, nuestra adorada modernidad se inauguró en Europa dando carpetazo a las ilusiones humanistas, reformando la regalada vida eclesiástica  y elevando  el trabajo a la categoría de única vía para la salvación. Por lo visto fue Hobbes quien le da la vuelta a la conciencia clásica y promulga su sentencia “primum vivere, deinde filosofari” para recordarnos a todos que todo espíritu humano se desvanecería en la nada si no tuviese un cuerpo que lo albergase y que, en consecuencia, el cuidado de las necesidades cotidianas de la vida tiene prioridad sobre cualquier otra ocupación. De hecho para eso se creó el Estado, para garantizar los intereses de los súbditos. Esto es: para  salvaguardar la propiedad privada sobre los medios de producción y para garantizar la libertad de cada propietario para emplearlos como considere oportuno. El Estado moderno vela, pues, por la felicidad de sus ciudadanos cuidando de que la actividad de todos ellos se encamine a la satisfacción de las necesidades materiales propias y de toda  la sociedad. Sólo entonces se puede utilizar el excedente de tiempo y de recursos, cuando las circunstancias lo permitan, en el cultivo del espíritu como descanso y solaz necesarios para seguir trabajando. El espíritu es un lujo, y lo primero es lo primero. Ya tenemos un concepto de libertad claro y al alcance de todos: la libertad es libertad económica, y no volátiles ejercicios metafísicos que a nadie incumben y que constantemente nos obligan a millones de sutilezas, a ejercicios de funambulismo dialéctico que no traen otro efecto que el de distraernos de nuestras labores.
            Por esto no se entienden las protestas que, según leo en prensa, se han venido sucediendo en Francia a raíz de la reforma educativa de Monsieur Hollande que redunda en un muy necesario recorte en la enseñanza de lenguas clásicas. Máxime cuando no se eliminan tales materias, sino que sólo se redimensionan hasta colocarlas al nivel imprescindible para que no nos sintamos desorientados al ver una película de romanos. Y más aún si la película viene ya doblada al castellano  -o al francés- y no vamos a escuchar cómo Aquiles  le grita a Alejandro  obscenidades en lenguas muertas tras la derrota en las guerras médicas. Digo. Que lo haga en román paladino que todos podemos entender, y así disfrutaremos mejor del espectáculo.
            ¿En qué cabeza cabe la idea de sobrecargar los circuitos neuronales de nuestros adolescentes, en una época en que a duras penas se van a librar de la gahena del paro y la exclusión, con unas enseñanzas que en el mejor de los casos no les van a aportar ninguna ventaja a la hora de buscarse un empleo y que seguramente les servirán de lastre en la dura competencia con el resto cuando se vean inmersos en el remolino del más sabio e infalible de todos los agentes: el ciego mercado? ¿Pues de qué le sirve a un hombre salvar su alma si con ello pierde el mundo entero? ¡Que ni un solo euro de mis impuestos se dedique a la enseñanza de esas materias que alejarán a mis hijos y mis nietos de su necesaria formación profesional, de su formación para el trabajo, de su educación en la disciplina y el sano emprendimiento, que es lo que reclama la masa social! Haya, pues, ingenieros, y técnicos cualificados en  telecomunicaciones o en informática, buenos mecánicos y electricistas, fontaneros, instaladores de porteros automáticos, antenistas, óptimos albañiles y carpinteros, eficaces técnicos de laboratorio, comerciales, enólogos, exquisitos cocineros, sobre todo que no falten cocineros. Ni titulados en tauromaquia.
            Hasta los japoneses, los más adaptables de todos los humanos, se han dado cuenta de ello e, inmersos en una época en que escasean los buenos técnicos debido a las veleidosas inclinaciones humanistas de una juventud poco acostumbrada al esfuerzo y a las profesiones viriles, han logrado de su gobierno que dirija una recomendación a las universidades del Imperio del Sol Naciente para que reordenen y redimensionen los estudios de humanidades. Cualquiera que haya hojeado y ojeado la prensa a mediados del pasado mes de septiembre habrá sentido el alivio que sentí yo al conocer la noticia.
            Lo único que lamento al respecto es que no se aplique la misma lógica al resto de actividades inútiles que ocupan a buena parte de los parásitos que se aprovechan del esfuerzo ajeno. No se asusten ustedes, que no me refiero a futbolistas o echadores de cartas, tonadilleros o punquis, pues siempre habrá gente de ese pelo y además le dan color a la vida. Pero junto a la caterva de humanistas, filósofos, filólogos, literatos, arqueólogos, historiadores, poetas, y de cuantos se dedican a desentrañar lo que dicen, que suele ser muy oscuro y prolijo, hay también un evidente sobrenúmero de científicos cuyo trabajo no revierte a la sociedad, o no lo hace de modo suficientemente claro e inmediato. ¿Me quiere explicar alguno de ustedes para qué sirve un paleontólogo, un cosmólogo, un astrobiólogo, un astrofísico, un físico teórico, un especialista en gravedad cuántica, en teoría de cuerdas, o cualquier investigador en ciencia básica? ¿Acaso sabe alguno de ellos transformar un montón de kilojulios en un plato de garbanzos? Pues el agricultor y el cocinero, el labriego y el marmitón, sí saben…
           Y ya metidos en faena, ¿para qué queremos astronautas y agencias espaciales ahora que la carrera armamentística ya no requiere de ellos? ¿De qué nos sirve viajar a Marte si no es para dejar allí abandonados a los locos que quieran ir?  Por cierto, caro modo de deshacerse de ellos. ¿De qué nos ha servido ir a la Luna? ¿Acaso nos ha reportado mayor beneficio que el de dotar a los abuelos de alguna historieta que contarle a sus nietos mientras trabajan los padres? Quizá me diga alguien que toda esa actividad ha generado tecnologías de las que todos nos beneficiamos. De acuerdo. Pero ahora que ya disponemos de ellas no precisamos de un programa espacial. Es lo mismo que nos ocurre con las humanidades. Hemos rescatado y conservado todo el patrimonio de que disponemos; ahora bien, si alguien prefiere leer a Suetonio antes que las cincuenta sombras de Grey, es cosa suya. Allá él. Ya sabemos leer, pues a leer lo escrito.
            Son muchos los lujos de ese tipo de que disponemos y, sin embargo, nos faltan buenos técnicos que satisfagan las necesidades del mercado laboral, es decir: las de las empresas. No debemos olvidar que es precisamente la actividad productiva y comercial la que garantiza nuestra supervivencia, y es la supervivencia (esto es: mantenernos en nuestro ser) el principal impulso de todo cuanto hay y pulula por la tierra, tal y como decía un filósofo. Sólo con  un poco más de modestia por nuestra parte podríamos llevar una vida harto más tranquila y feliz, que es el objetivo de toda vida humana que se precie de serlo. ¿Y qué mayor felicidad que el disfrute tranquilo y pacífico de lo que obtenemos con nuestro trabajo? Así pues, pongámonos todos a trabajar y a producir nuestro sustento. No nos dejemos engañar por cantos de sirena que nos distraigan de la materialidad de nuestras vidas.
            La felicidad es el único fin a que tiende la vida humana, y ya sabemos todos en qué consiste nuestra felicidad sin necesidad de entregarnos a arduas meditaciones para averiguarlo. Pero si no hay más que un fin, sobran las discusiones sobre los fines y quienes las protagonizan; si no hay más que una moral, sobran los moralistas; si sólo hay una forma de organización social que nos satisfaga, sobran los políticos y sus detractores; si no hay más que una justicia, sobran los juristas; si no hay más que una verdad sobran los filósofos y los científicos, poetas y hermeneutas, y todas sus sutilezas. Sobra todo pensamiento elevado, toda distinción, todo prurito de exactitud salvo la mecánica, toda precisión, toda discusión, toda crítica, todo diálogo que no conduzca a establecer lo guay que será nuestra utópica vida cuando nos decidamos a abrazarla.

            Lancémonos, por lo tanto, a producir y a consumir el fruto de nuestro trabajo sin permitir que nadie nos dicte cuál habrá de ser el uno y el otro. Que nuestra única guía a este respecto sea la que dicte la necesidad del propio proceso productivo; y si esa simple exigencia se nos antoja excesiva, prescindamos también de ella y limitémonos sólo a una economía totalmente autárquica. Si  decidimos que no queremos someternos a las leyes del mercado global de materias primas, usemos sólo aquéllas que tenemos a la mano, aunque ello nos suponga tener que desplazarnos en bicicleta en vez de hacerlo en automóvil. Mejor: más sano y menos contaminante. ¿Por qué hemos de optar por lo más complicado cuando nos podemos valer perfectamente de lo más sencillo? Y si aún así no obtenemos una perfecta felicidad, podemos volver a montar a caballo, que es animal que se cría en todas partes. Y si se diera el caso de que no deseemos someternos a las normas y exigencias del mercado pecuario, movámonos a pie. Y si no tenemos caminos para hacerlo de modo satisfactorio, volvamos a los árboles como los monos. Todo menos regresar a la cultura. Al fin y al cabo, jamás se ha visto un mono en paro ni que se quejara de no ser feliz.