martes, 22 de noviembre de 2016

RETRATO DE DIOS


                    Los estadounidenses constituyen unos de los pueblos más religiosos del planeta, como corresponde a descendientes de los puritanos que durante el siglo XVII emigraron a Norteamérica deseosos de evadirse de la autoridad religiosa del rey de Inglaterra y distanciarse al máximo de las prácticas católicas, hacia donde veían que se inclinaba paulatinamente la Iglesia anglicana. Al fin y al cabo, la llamada “tierra de oportunidades” no es sino la versión secularizada de la tierra de promisión, el nuevo edén, la materialización de la creencia calvinista y puritana en la predestinación, según la cual Dios ha decidido de antemano quiénes han de salvarse y los distingue segregándolos en una comunidad virtuosa y próspera merced a su trabajo. No sería sorprendente que estos emigrantes se viesen a sí mismos como el nuevo pueblo elegido, portadores de la verdad, adalides de la moral, adelantados de la civilización en una tierra salvaje e inculta que no esperaba sino que un grupo de hombres valientes y piadosos la roturase y arrancase de ella sus mejores frutos. Es cosa manida -ya lo hizo Max Weber- la apelación a los dogmas calvinistas como origen ideológico del capitalismo y, dejando al lado el honroso ejemplo de los holandeses, resulta que el capitalismo expansivo es cosa casi exclusiva de anglosajones.

             Quizá resulte excesivo el empeño de explicar la idiosincrasia anglosajona, o de cualquier otro pueblo, recurriendo únicamente a los dogmas de fe, pero lo que desde la distancia podemos advertir de ellos muestra una coherencia notable, una común manera de ser. El Brexit, Mary Popins y el Ejército de Salvación presentan una suerte de correspondencia con el hecho de que, por ejemplo, Robinson Crusoe esclavizase a Viernes nada más verlo, después de haber pasado casi veinte años en absoluta soledad sumido en reflexiones de índole religiosa. (Recordemos que Daniel Defoe era presbiteriano, una de las divisiones del puritanismo). El justo, el virtuoso, el elegido, puede arrogarse el derecho de someter al impuro y tutelarlo en su difícil camino hacia la vida recta. Los herederos del Edén han de ser también los dueños del mundo.

            No conozco la cultura británica ni la norteamericana con suficiente profundidad como para estar seguro de quedar libre del tópico. Entre los escritores británicos, el único del que me consta su confesión -era puritano- es Daniel Defoe. Jonathan Swift tiene más pinta de descreído que de cualquier otra cosa, y Henry Fielding parece merecer el mismo juicio, aunque de ninguno de los dos he leído más de una sola obra. Eso sí, ambos se muestran muy críticos con la hipócrita moralidad de su época, lo que les colocaría en sintonía con Defoe, aunque en el punto de vista opuesto. De entre lo poco que conozco, tendría que saltar el charco y recalar en Mark Twain para encontrar de nuevo el tema religioso, aunque con un espíritu completamente distinto al de Defoe. Y, como ya he hablado de él no hace mucho, no tengo intención de repetirme ahora. Por otra parte, salvo que alguien me abra los ojos y me obligue a retractarme, tampoco he encontrado el tema religioso en Poe, ni en Steinbeck, ni tampoco en lo suelto que he leído de autores como Paul Auster, Salinger, Scott Fitzgerald o Faulkner.

             Sin embargo, es claro que la producción audiovisual merece otra opinión. Hace tiempo tuve la osadía de hablar de Mary Popins y de Forrest Gump. Como muestra vale un botón, y lo dicho dicho está. ¿Y qué decir, por ejemplo, de series como La Casa de la Pradera? Mucho más traída de los pelos estaría una figura humana muy retratada en el cine a la que yo suelo referirme de manera un tanto socarrona bajo el epígrafe de sinvergüenza simpático. Se trata, sin duda, de la antítesis del hampón oscuro que abunda en el cine negro. Este sinvergüenza es un delincuente luminoso que o no es violento o no lo es de manera directa o sistemática. Tampoco es un Robin Hood, porque roba o estafa para su beneficio. No hay en él ningún altruismo ni ninguna intención moralizante, y si encuentro en este tipo alguna relación religiosa es de modo indirecto y nada evidente. El sinvergüenza simpático es un hombre tenaz que a menudo no rehúye la dificultad y, en consecuencia, es un triunfador, un elegido. Su lema podría resumirse con el castizo refrán que otorga cien años de perdón a quien roba a un ladrón, lo que, en cierto modo, restituye la justicia quebrantada por los delincuentes. Recordemos personajes como el Kelly que encarna Clint Eastwood en “Los violentos de Kelly”; los Henry Shaw Gondorff y Johnny Kelly Hooker que interpretan Paul Newman y Robert Redford en “El Golpe”. Como no es este mi tema, no me entretendré en rebuscar entre los contenidos de mi parca memoria cinematográfica para traer más ejemplos. Tendrá que bastar con lo dicho para ilustrar la posible raigambre puritana de estos personajes.

            Para nuestra sorpresa, donde más referencias religiosas podemos encontrar es en la ciencia-ficción. Tampoco debería llamarnos tanto la atención este hecho porque, al fin y al cabo, aún conservamos -a pesar de los progresos de la cosmología- claras reminiscencias de la antigua idea de que las regiones supralunares poseen determinados atributos divinos. Las estrellas, y lo que pueda haber más allá de ellas, se han considerado tradicionalmente como la morada de la divinidad. Pues bien, la ciencia ficción nos ha llevado con frecuencia un poco más allá de donde podríamos suponer que nos llevarían nuestras más desaforadas ensoñaciones tecnológicas. La Luna, Marte, Júpiter, la galaxia o las más remotas galaxias… todos ellos son ámbitos que los amantes de la ciencia ficción no podemos evocar sin cierto temor reverencial.

            El cosmólogo Carl Sagan, en sus audiovisuales divulgativos, acuñó una frase que ha hecho fortuna. “Estamos hechos de polvo de estrellas”, decía.  Nadie que reciba esta aseveración traerá a su imaginación el detritus prolijo en ácaros que las aspiradoras recogen a diario de nuestros cómodos hogares. Más bien al contrario, se nos viene a las mientes un centelleante polvo mágico, formado por microscópicos diamantes, que posee la virtud de crear la vida. Y es que, por mucho que los científicos nos recuerden que los grandes eventos cosmológicos son enormemente violentos, nosotros no podemos pasar por alto que parte de ese derroche de energía se emplea en también en hacer posibles los más o menos probables procesos biológicos. Es, precisamente, esta munificencia cósmica la que nos devuelve el carácter mágico de cuanto nos rodea, a pesar de los descubrimientos geográficos, el progreso imparable de las distintas ciencias y de una racionalidad no del todo bien asumida.

            Creo que el exceso de racionalidad que nos invade responde más a una cuestión ideológica que a una científica, y que tiene más que ver con las causas que han globalizado el capitalismo que con el desarrollo de la investigación de la naturaleza. Probablemente es cierto que el quehacer del científico se ve sometido a restricciones que le impone la comunidad a la que profesionalmente pertenece, esto es: a una metodología aceptada como correcta, pero también lo es el hecho de que el surgimiento y difusión de teorías nuevas depende de la creatividad que algunos individuos, o grupos de individuos, terminan por hacer valer frente al resto. No creo que resulte muy difícil ilustrar cómo, a lo largo de la historia de la ciencia, la teoría ha corrido a menudo a la zaga de la imaginación y cómo, cuando por fin consigue alcanzarla, ésta acelera de repente y elude a su captora. Pues bien, ése es, en mi opinión, el papel que juega la ciencia ficción en nuestro frío y racional siglo. Unas veces se adelanta a la teoría y otras a la aplicación tecnológica de la teoría.

            Otras veces, sin embargo, el género -tanto en su versión audiovisual como literaria- o bien va mucho más lejos de lo que debe, o bien ejecuta un triple salto mortal invertido para aterrizar con mayor o menor elegancia (generalmente, más bien poca) sobre la colchoneta no de la teología, lo que ya resultaría de una excentricidad fuera de lo admisible,  sino en el terreno de la simple y llana religiosidad vulgar -es decir: popular- y comienzan entonces a aflorar demonios y dioses,  héroes y magos, hadas madrinas y hados padrinos, elfos, gnomos y duendes orejudos,  corazoncitos, y la más deplorable gazmoñería. La ciencia ficción convertida en una triste alegoría de la eterna lucha entre el bien y el mal. Y proliferan entonces estupideces pseudotecnológicas como una espada láser, o una nave espacial que cruza la galaxia en el tiempo que dura una fanfarria, o zafios recursos a la magia más trivial, como eso que en “La guerra de las galaxias” se denominó “la fuerza” (supongo que, como traducción del original, también habría valido “el poder”, término mucho más revelador de la verdadera naturaleza de la cosa).

            En otras ocasiones la referencia religiosa es menos obscena, aunque más directa y, por lo tanto, si consideramos los fines que sospecho se persiguen, más torpe. En “Galáctica”, por ejemplo, se alude claramente a una segunda evolución del género humano, independiente de la nuestra, lo que, tirando de la ciencia probabilística, supone una palmaria referencia al creacionismo. Y ya saben ustedes quiénes son sus más acérrimos y empedernidos defensores. Es también frecuente la reducción de la conciencia -si ustedes lo prefieren podemos decir “alma” o “espíritu”- a puro software, lo que no deja de ser una metáfora perfectamente asumible; pero cuando nos muestran que esa información, esa colección de bites que es el software, puede alcanzar no sé qué estado de inmaterialidad que se trata de racionalizar como energía pura (lo de “pura” supongo que será un sinónimo de “sin mezcla de baja y corruptible materia”), como ha ocurrido en algunos episodios de “Stargate”, entonces no tenemos más remedio que volver a considerar el dogma.

            Es evidente que estamos siendo evangelizados de nuevo, lo que ocurre es que nuestro predicador ya no va provisto de hábito sino de claqueta. Y la evangelización es, por añadidura, no una misión sino un negocio consistente en decir a cada cual lo que quiere oír. Teólogo no siempre hábil y maestro en ocasiones de recurso manido, la industria ha caído algunas veces incluso en la tentación de mostrar directamente a Dios, cosa que, como veremos, supone un error estratégico.

            A lo largo de la historia del arte no podemos contabilizar una cantidad apreciable de retratos de Dios. No me refiero a los dioses olímpicos, o a cualquiera que figure en la nómina de los muchos panteones que la Humanidad ha ido estableciendo por aquí y por allá, sino al mismísimo Dios Padre todopoderoso y eterno que preside Cielos y Tierra sobre su trono imperecedero, que premia a los buenos y castiga a los malos, y que tiene sentados a su derecha e izquierda a tal o cual personaje. Esto se explica porque el monoteísmo parece un fenómeno bastante restringido y relativamente reciente, aunque concurren también causas históricas que finalmente derivan de ciertas consideraciones de orden teológico. Los iconoclastas bizantinos, por ejemplo, argüían la inconmensurabilidad de la divinidad con respecto a cualquier patrón humano para condenar como idolatría el culto a las imágenes. Supongo que argumentos similares han guiado al Islam por los mismos derroteros. Esta enorme distancia entre dioses y hombres es primeramente argumento corriente entre los epicúreos, se repetirá después mutatis mutandis entre varios teólogos cristianos medievales y cristalizará en época moderna como uno de los pilares teológicos de las distintas confesiones protestantes.
            Dejando de lado el pantocrátor de las mandorlas bizantinas  y de la escultura ornamental de la Europa medieval (parece que el papel de Dios omnipotente recae más bien sobre la persona del Padre que sobre la del Hijo, por mucho que se le represente en majestad), y dejando también de lado las representaciones pictóricas o escultóricas de la Trinidad, que no es exactamente lo que ando buscando,  yo no conozco más retrato del Creador que el que le tiende la mano a Adán, junto con otras dos escenas de los frescos de la Capilla Sixtina. Si me apuran ustedes, podría traer a la memoria otra obra de Miguel Ángel que me recuerda los retratos de los frescos. En efecto, si me dijeran que el Moisés representa no al patriarca sino al mismo Dios, yo lo creería al punto. Considérenlo: la misma tensión, la misma intensidad mayestática en el gesto, el mismo poder reflejado en la imponente musculatura del personaje. Moisés aparece sentado en su trono mirando a un lado como si no quisiera perder detalle del pesaje de las almas, de la separación de los justos y los inicuos en el día del Juicio.  En efecto, como decía Miguel Ángel, no le falta más que hablar. ¿Pero, qué diría entones? ¿Pronunciaría quizá un fiat iustitia, o más bien un fiat mundus?

            Pues resulta que he encontrado otro retrato de Dios en una de las entregas de “Star trek”, precisamente en la quinta, que lleva por título “La última frontera”. La nave Enterprise es secuestrada por un personaje que guarda cierto parecido con el líder de alguna secta de fanáticos religiosos, quien pretende trasponer con ella la última frontera que le queda a la humanidad: pretende llegar al centro de la galaxia. La dificultad estriba en que para llegar allá es preciso atravesar una región en la que la nave trepida mucho (si creen ustedes que mi resumen es excesivamente simple les sugiero que vean la película). Está claro que de algún modo había que señalar el linderón que separa dos regiones del espacio de las que se sugiere que son esencialmente diferentes. Finalmente, los guionistas han encontrado entre las estrellas un punto privilegiado en el que abunda la quinta esencia que compone la quintaesencia de la que están hechos los dioses. Así pues, tras un susto que dura aproximadamente un par de minutos, los protagonistas aplanetizan en un planeta de cuyo nombre no sé si no quiero acordarme o si simplemente no se cita, y allí no encuentran nada salvo una especie de monumento megalítico sumamente tosco. Por cierto, que nunca he entendido cómo es posible que seres capaces de un desarrollo tecnológico como el que se nos muestra en las películas se conformen a menudo con una arquitectura tan arcaizante. Casualidad, también, que de todo el planeta -que, aunque pequeño, no lo será tanto como para que la suerte les sonría de tal manera- eligen para aterrizar justamente ese sitio y no otro. Probablemente siguen un rastro de energía o alguna radiación anómala, o cosa semejante.

            Finalmente, cuando ya comienzan a creer que el planeta está totalmente abandonado, se les aparece Dios. O, para ser más exactos, lo que se les aparece es la imagen no materializada en cuerpo alguno de un varón orondo y poco serio, mofletudo como un ángel de rubios rizos juguetones y que guarda un asombroso parecido con el Zeus que recibe en el Olimpo a Jasón, en la película “Jasón y los argonautas” dirigida en 1963 por Don Chaffey. En este punto, Dios les declara que precisa de su nave para huir de ese planeta, en el que por lo visto está confinado no de su grado, y que pretende abandonarles allí para que sepan de primera mano cuáles son los sufrimientos que él mismo se ha visto forzado a padecer. O algo así.

             Es curioso contemplar cómo en la hora de necesidad se despierta el espíritu teológico de los legos. Llegados a este punto, el capitán Kirk cae en la cuenta de que un ser todopoderoso no necesita nada de nadie, con lo que revela su fondo puritano. En efecto, un católico se habría percatado en primer lugar de que un ser infinitamente misericordioso sentiría al menos un pequeño remordimiento al comportarse como un pirata, cosa que no ocurre. Si ha sufrido y necesita algo, entonces ese demonio, o lo que sea, ni es omnipotente ni es impasible, de donde se sigue que no es Dios. También se sigue del hecho de que entablan lucha con él y lo vencen.  Bien mirado, a Dios no puede hallársele en ningún lugar del universo porque su omnipotencia e impasibilidad son incompatibles con la interdependencia que guardan entre sí todos los seres físicos. Y Kirk, que, como he dicho, deja aflorar su vena teológica cuando precisa de ella, encuentra enseguida el único lugar donde puede uno hallarle. Y, con ello, deja entrever de nuevo el trasfondo protestante del personaje. Kirk, en efecto, se señala al corazón como quien insinúa que sólo en la intimidad del sujeto puede éste apercibirse de la presencia divina, lo que está en consonancia con énfasis, luterano en este caso, en la religiosidad interior.

                Puedo afirmar, por mi parte, que en el presente no estoy excesivamente apurado y que, en consecuencia, mi sentido teológico es romo. Por eso no puedo decidir si Kirk considera a Dios como un mero contenido de conciencia o si piensa que es algo más. En el primer caso, Dios sólo poseería la existencia de las ideas, de las cuales no puede decirse que existan fuera del sujeto mientras no se comunican. Pero encuentro esta existencia virtual poco reconfortante. Por tanto, me veo obligado a formular la siguiente pregunta: Capitán Kirk, en el sentido vulgar de “existencia”, ¿existe Dios?

martes, 7 de junio de 2016

PROGRESISTAS, CONSERVADORES Y REACCIONARIOS


          Últimamente se oye hablar mucho de progreso o de progresismo, aunque son cosas distintas. El progreso se refiere a una determinada dinámica material, social y cultural, en tanto que el progresismo, en el mejor de los casos, sería algo así como la ideología que tiene al progreso como valor referente; y en el peor, un concepto totalmente vacío.

          Tradicionalmente se ha venido considerando que la idea de progreso requiere un sentido de la Historia y que sugiere que todo cambio en las condiciones materiales de la existencia humana, en la organización social y en el desarrollo cultural se produce en un cierto sentido, y no uno cualquiera, y que incluso persigue un fin más o menos remoto. También se ha considerado que la idea es genuinamente occidental y se han señalado dos antecedentes fundamentales. Por una parte, la idea clásica, particularmente en su versión socrática, de que la virtud puede ser enseñada y puede aprenderse; por otro lado, los conceptos teológicos exclusivamente cristianos de caída y redención. A este respecto, es interesante señalar que sólo cuando a finales de la Edad Media en Europa se discute acerca de la separación del poder espiritual y del poder político, del Imperio y del Papado,  y la sociedad logra emanciparse lenta pero inexorablemente de la teocracia vaticana, proceso que no culmina hasta el Renacimiento, Occidente cobra consciencia de la cristianísima idea de progreso. En efecto, teocracia y progreso son antagónicos, por eso el Islam no ha podido dar con semejante idea. En su papel de depositario y transmisor de la antigüedad helénica quizá, y a lo sumo,  se haya topado con la noción de Edad Dorada, que es  el total reverso de la idea de progreso; pero en su manifiesta incapacidad de separar el poder político del religioso hay que considerarlo refractario a cualquier avance. Más bien al contrario, sólo le cabe el regreso a la letra del Corán toda vez que la sucesión de los acontecimientos le haya separado de lo que en el Libro se dicta. Al menos eso es lo que deben de andar barruntando los fundamentalistas. Supongo que también los fundamentalistas cristianos.

          Considerando que, al tratarse de una idea de origen religioso que sólo se nos manifiesta cabalmente cuando alcanzamos cierto grado de secularización, es fácil caer en la sospecha de que alberga en sus entretelas alguna que otra incoherencia. Y a darle cuerpo a estos recelos voy a dedicarme en lo que sigue.

          Lo primero que consideramos en la noción de progreso es la creencia en la perfectibilidad de la condición y las sociedades  humanas. Por eso progreso no casa bien con las teocracias, ni con las utopías. Sobre todo con las utopías. Una sociedad teocrática es aquélla que se organiza y se rige según los mandatos divinos, lo que en la práctica equivale a los preceptos de los dirigentes religiosos, los cuales manifiestan clara tendencia a ser inamovibles. Lo característico de la teocracia es la creencia de que la sociedad alcanzó el máximo de su desarrollo y perfección in illo tempore, en el mismo acto fundacional, y toda desviación de la tradición supone una caída. Para el sumo sacerdote la Historia se ha detenido en el mismo instante de su comienzo, y toda su acción política se encaminará a garantizar que nada cambie. El espíritu de la comunidad sólo contempla su pasado y verá en él una edad dorada en que los individuos gozaban de una estrecha comunión con la divinidad. La utopía, por su parte, es la teocracia del futuro más o menos secularizada. No hay mucha diferencia en el hecho de que el progreso haya de estancarse ahora, o que lo haya hecho en los tiempos de Maricastaña, o que lo vaya a hacer a la conclusión del milenio, una vez cumplidos todos sus objetivos. De un modo u otro la Historia se habrá detenido, la vida de la especie habrá llegado a su fin. Y quiero insistir en la vida de la especie, no en la de los individuos. La especie humana, a lo que sabemos, es la única especie que vive, su vida es lo que denominamos con el nombre de cultura, y sólo es posible porque es producto y destilado de la vida de los individuos,  no algo que orbite sobre ellos. Detener la cultura, matar a la especie, supone sumir al individuo en una existencia sin sentido, siempre igual a sí misma, indiferente, indistinta, absolutamente igualitaria. De hecho, cualquier Edén, ya sea terrenal o celestial, es absolutamente igualitario. Y aburrido.

          La utopía, es evidente, nace de la conciencia de que la realidad social es disfuncional, y de la creencia de que puede ser definitivamente reparada. En su versión religiosa, es la Providencia quien determina el error, identifica el fin a perseguir y quien traza el camino para alcanzarlo. Camino muchas veces tortuoso y angosto, porque “los designios del Señor son inescrutables”. En su versión secularizada, el objetivo y el proceso para lograrlo emanan de la razón, o de la ciencia, en las que se han depositado al menos las mismas esperanzas que se habían vertido en la Providencia y cuyos procedimientos y recursos son no menos difíciles. Por eso, en ambos casos, cualquier suceso siempre puede ser armonizado con el fin propuesto y, en consecuencia, ser declarado compatible. Todo puede ser considerado un paso necesario, un avance. Incluso la más férrea dictadura. También la del proletariado. Cualquier utopía está a salvo de su refutación por los hechos. Y además es totalitaria, o corre el riesgo de serlo, porque supone que la vida de la especie es indiferente a la de los individuos y por lo tanto puede prescindir de ellos, o sacrificarlos, o simplemente no tenerlos en cuenta. Con la excusa de organizar la sociedad para el bien de los individuos, lo que hace es organizar a los individuos para la sociedad. Ninguna utopía se ha ocupado jamás de otra cosa. Al menos, yo desconfío de toda acción política encaminada a establecerla.

            Con todo, el punto más débil del pensamiento utópico consiste en el establecimiento de los fines, en el diseño de la sociedad perfecta. Sean cuales sean lo fines propuestos, cualesquiera que sean los atributos que le supongamos a la sociedad utópica, jamás podremos estar seguros de haber atinado en nuestro juicio por la sencilla razón de que no podemos anticipar los problemas a los que nos vamos a enfrentar en el futuro. Nuestra máxima aspiración sería resolver los del presente a medida que se vayan manifestando y olvidarnos de organizar la sociedad de una vez por todas. Aun así, sería necesaria una extremada fineza en el diagnóstico y un tino no menos difícil a la hora de programar la acción política, cosas ambas que parecen no acomodarse muy bien con la ostentación de cualquier idea previa al respecto. Tengo la impresión de que las ideologías políticas son simples prejuicios, o bien juicios interesados, de parte, ajenos por lo tanto a la justicia social. Por eso no deja de sorprenderme escuchar a determinados líderes políticos que la ideología sigue en ellos viva e incólume, y presumir de ello. Supongo que sería más razonable considerar que los problemas a los que se enfrenta una comunidad están referidos a sus circunstancias concretas y a un tiempo determinado, de modo que las colecciones de recetas -los libros de cocina- corren serio riesgo de no dar respuesta a nada. Cualquier  eventual éxito sería música asnal en el mejor de los casos.

            Llegados a este punto se impone la cuestión de para qué queremos a nuestros políticos, qué esperamos de ellos. Desde luego, no para establecer las bases de una nueva sociedad. El político ha de recibir la sociedad ya constituida, y el trabajo que se le encomienda es el de gestionarla honrada y eficazmente. Es un absoluto contrasentido que alguien que se tilde de progresista -ni ningún otro- amenace constantemente con remover los cimientos de la comunidad cada vez que acceda al poder, porque en ese caso siempre regresamos hasta el punto inicial y en consecuencia jamás saldremos del estado constituyente. No podemos estar constantemente apelando a cuestiones de principios. Al contrario, cualquier reforma ha de ser propuesta con vistas a un fin, con una finalidad concreta, al alcance de la mano, y de modo que se advierta lo más fácilmente posible la adecuación de la acción al fin propuesto. No vale apelar a futuros estados de felicidad y justicia si no se han sopesado convenientemente todos los posibles estados intermedios. Hemos de tener en cuenta que la política es el arte de optar por el mal menor y de proponer fines subsidiarios y no absolutos. Éstos los propone la ideología, aquéllos el sentido común. El contrato social no puede ser revisable cada cuatro años, ha de gozar de estabilidad y tener una garantía de duración.


            La  experiencia diaria nos muestra que es el que se califica de progresista quien está negando la posibilidad del progreso, porque no nos propone fines, sino principios. Y, como tales principios, arbitrarios y no inmediatamente referidos a problemas concretos y actuales. El progreso, si acaso es posible, no puede verificarse sino saltando de unos males a otros, saliendo unas veces de la sartén para caer en el fuego y escapando en otras ocasiones del fuego para ir a dar sabe Dios dónde. Quizá de nuevo a la sartén. Ya no cada época, cada momento inaugura sus propios problemas y exige soluciones ad hoc, tanto si son nuevas como si no lo son. Y si acaso alguna vez hay que remover los principios, habrán de ser aquéllos en los que no pueda convenir la totalidad del cuerpo social o, si se prefiere, la totalidad de los individuos; y sólo para optar por otros en los que pueda convenir la totalidad. Subrayo el pueda. No se trata de que en efecto convengamos en ellos, sino de que podamos hacerlo, porque es la única defensa que tenemos contra el riesgo de que en las cuestiones de principio se nos cuelen intereses de parte. Supongo que es fácil advertir que, de este modo, su definición ha de ser negativa. No nos importa tanto saber qué queremos, lo que necesitamos perentoriamente es determinar qué es lo que no queremos. Y elegir bien, por supuesto.