RETRATO DE DIOS
Los estadounidenses
constituyen unos de los pueblos más religiosos del planeta, como corresponde a
descendientes de los puritanos que durante el siglo XVII emigraron a
Norteamérica deseosos de evadirse de la autoridad religiosa del rey de
Inglaterra y distanciarse al máximo de las prácticas católicas, hacia donde
veían que se inclinaba paulatinamente la Iglesia anglicana. Al fin y al cabo,
la llamada “tierra de oportunidades” no es sino la versión secularizada de la
tierra de promisión, el nuevo edén, la materialización de la creencia
calvinista y puritana en la predestinación, según la cual Dios ha decidido de
antemano quiénes han de salvarse y los distingue segregándolos en una comunidad
virtuosa y próspera merced a su trabajo. No sería sorprendente que estos
emigrantes se viesen a sí mismos como el nuevo pueblo elegido, portadores de la
verdad, adalides de la moral, adelantados de la civilización en una tierra
salvaje e inculta que no esperaba sino que un grupo de hombres valientes y piadosos
la roturase y arrancase de ella sus mejores frutos. Es cosa manida -ya lo hizo
Max Weber- la apelación a los dogmas calvinistas como origen ideológico del
capitalismo y, dejando al lado el honroso ejemplo de los holandeses, resulta
que el capitalismo expansivo es cosa casi exclusiva de anglosajones.
Quizá resulte excesivo el empeño
de explicar la idiosincrasia anglosajona, o de cualquier otro pueblo, recurriendo
únicamente a los dogmas de fe, pero lo que desde la distancia podemos advertir
de ellos muestra una coherencia notable, una común manera de ser. El Brexit, Mary Popins y el Ejército de
Salvación presentan una suerte de correspondencia con el hecho de que, por
ejemplo, Robinson Crusoe esclavizase a Viernes nada más verlo, después de haber
pasado casi veinte años en absoluta soledad sumido en reflexiones de índole
religiosa. (Recordemos que Daniel Defoe era presbiteriano, una de las
divisiones del puritanismo). El justo, el virtuoso, el elegido, puede arrogarse
el derecho de someter al impuro y tutelarlo en su difícil camino hacia la vida
recta. Los herederos del Edén han de ser también los dueños del mundo.
No conozco la cultura británica ni
la norteamericana con suficiente profundidad como para estar seguro de quedar libre
del tópico. Entre los escritores británicos, el único del que me consta su
confesión -era puritano- es Daniel Defoe. Jonathan Swift tiene más pinta de
descreído que de cualquier otra cosa, y Henry Fielding parece merecer el mismo
juicio, aunque de ninguno de los dos he leído más de una sola obra. Eso sí,
ambos se muestran muy críticos con la hipócrita moralidad de su época, lo que
les colocaría en sintonía con Defoe, aunque en el punto de vista opuesto. De
entre lo poco que conozco, tendría que saltar el charco y recalar en Mark Twain
para encontrar de nuevo el tema religioso, aunque con un espíritu completamente
distinto al de Defoe. Y, como ya he hablado de él no hace mucho, no tengo
intención de repetirme ahora. Por otra parte, salvo que alguien me abra los ojos
y me obligue a retractarme, tampoco he encontrado el tema religioso en Poe, ni
en Steinbeck, ni tampoco en lo suelto que he leído de autores como Paul Auster,
Salinger, Scott Fitzgerald o Faulkner.
Sin embargo, es claro que la producción
audiovisual merece otra opinión. Hace tiempo tuve la osadía de hablar de Mary Popins
y de Forrest Gump. Como muestra vale un botón, y lo dicho dicho está. ¿Y qué
decir, por ejemplo, de series como La Casa de la Pradera? Mucho más traída de
los pelos estaría una figura humana muy retratada en el cine a la que yo suelo
referirme de manera un tanto socarrona bajo el epígrafe de sinvergüenza simpático. Se trata, sin duda, de la antítesis del
hampón oscuro que abunda en el cine negro. Este sinvergüenza es un delincuente
luminoso que o no es violento o no lo es de manera directa o sistemática.
Tampoco es un Robin Hood, porque roba o estafa para su beneficio. No hay en él
ningún altruismo ni ninguna intención moralizante, y si encuentro en este tipo
alguna relación religiosa es de modo indirecto y nada evidente. El sinvergüenza
simpático es un hombre tenaz que a menudo no rehúye la dificultad y, en
consecuencia, es un triunfador, un elegido.
Su lema podría resumirse con el castizo refrán que otorga cien años de perdón a
quien roba a un ladrón, lo que, en cierto modo, restituye la justicia
quebrantada por los delincuentes. Recordemos personajes como el Kelly que
encarna Clint Eastwood en “Los violentos de Kelly”; los Henry Shaw Gondorff y Johnny Kelly Hooker que interpretan Paul Newman
y Robert Redford en “El Golpe”. Como no es este mi tema, no me entretendré en
rebuscar entre los contenidos de mi parca memoria cinematográfica para traer
más ejemplos. Tendrá que bastar con lo dicho para ilustrar la posible raigambre
puritana de estos personajes.
Para nuestra sorpresa, donde más
referencias religiosas podemos encontrar es en la ciencia-ficción. Tampoco
debería llamarnos tanto la atención este hecho porque, al fin y al cabo, aún
conservamos -a pesar de los progresos de la cosmología- claras reminiscencias
de la antigua idea de que las regiones supralunares poseen determinados
atributos divinos. Las estrellas, y lo que pueda haber más allá de ellas, se
han considerado tradicionalmente como la morada de la divinidad. Pues bien, la
ciencia ficción nos ha llevado con frecuencia un poco más allá de donde
podríamos suponer que nos llevarían nuestras más desaforadas ensoñaciones
tecnológicas. La Luna, Marte, Júpiter, la galaxia o las más remotas galaxias…
todos ellos son ámbitos que los amantes de la ciencia ficción no podemos evocar
sin cierto temor reverencial.
El cosmólogo Carl Sagan, en sus
audiovisuales divulgativos, acuñó una frase que ha hecho fortuna. “Estamos hechos
de polvo de estrellas”, decía. Nadie que
reciba esta aseveración traerá a su imaginación el detritus prolijo en ácaros
que las aspiradoras recogen a diario de nuestros cómodos hogares. Más bien al
contrario, se nos viene a las mientes un centelleante polvo mágico, formado por
microscópicos diamantes, que posee la virtud de crear la vida. Y es que, por
mucho que los científicos nos recuerden que los grandes eventos cosmológicos
son enormemente violentos, nosotros no podemos pasar por alto que parte de ese
derroche de energía se emplea en también en hacer posibles los más o menos
probables procesos biológicos. Es, precisamente, esta munificencia cósmica la
que nos devuelve el carácter mágico de cuanto nos rodea, a pesar de los
descubrimientos geográficos, el progreso imparable de las distintas ciencias y
de una racionalidad no del todo bien asumida.
Creo que el exceso de racionalidad
que nos invade responde más a una cuestión ideológica que a una científica, y
que tiene más que ver con las causas que han globalizado el capitalismo que con
el desarrollo de la investigación de la naturaleza. Probablemente es cierto que
el quehacer del científico se ve sometido a restricciones que le impone la
comunidad a la que profesionalmente pertenece, esto es: a una metodología
aceptada como correcta, pero también lo es el hecho de que el surgimiento y
difusión de teorías nuevas depende de la creatividad que algunos individuos, o
grupos de individuos, terminan por hacer valer frente al resto. No creo que resulte
muy difícil ilustrar cómo, a lo largo de la historia de la ciencia, la teoría
ha corrido a menudo a la zaga de la imaginación y cómo, cuando por fin consigue
alcanzarla, ésta acelera de repente y elude a su captora. Pues bien, ése es, en
mi opinión, el papel que juega la ciencia ficción en nuestro frío y racional
siglo. Unas veces se adelanta a la teoría y otras a la aplicación tecnológica
de la teoría.
Otras veces, sin embargo, el género
-tanto en su versión audiovisual como literaria- o bien va mucho más lejos de
lo que debe, o bien ejecuta un triple salto mortal invertido para aterrizar con
mayor o menor elegancia (generalmente, más bien poca) sobre la colchoneta no de
la teología, lo que ya resultaría de una excentricidad fuera de lo admisible, sino en el terreno de la simple y llana
religiosidad vulgar -es decir: popular- y comienzan entonces a aflorar demonios
y dioses, héroes y magos, hadas madrinas
y hados padrinos, elfos, gnomos y duendes orejudos, corazoncitos, y la más deplorable gazmoñería. La
ciencia ficción convertida en una triste alegoría de la eterna lucha entre el
bien y el mal. Y proliferan entonces estupideces pseudotecnológicas como una
espada láser, o una nave espacial que cruza la galaxia en el tiempo que dura
una fanfarria, o zafios recursos a la magia más trivial, como eso que en “La
guerra de las galaxias” se denominó “la fuerza” (supongo que, como traducción
del original, también habría valido “el poder”, término mucho más revelador de
la verdadera naturaleza de la cosa).
En otras ocasiones la referencia
religiosa es menos obscena, aunque más directa y, por lo tanto, si consideramos
los fines que sospecho se persiguen, más torpe. En “Galáctica”, por ejemplo, se
alude claramente a una segunda evolución del género humano, independiente de la
nuestra, lo que, tirando de la ciencia probabilística, supone una palmaria
referencia al creacionismo. Y ya saben ustedes quiénes son sus más acérrimos y
empedernidos defensores. Es también frecuente la reducción de la conciencia -si
ustedes lo prefieren podemos decir “alma” o “espíritu”- a puro software, lo que
no deja de ser una metáfora perfectamente asumible; pero cuando nos muestran
que esa información, esa colección de bites que es el software, puede alcanzar no
sé qué estado de inmaterialidad que se trata de racionalizar como energía pura
(lo de “pura” supongo que será un sinónimo de “sin mezcla de baja y corruptible
materia”), como ha ocurrido en algunos episodios de “Stargate”, entonces no
tenemos más remedio que volver a considerar el dogma.
Es evidente que estamos siendo
evangelizados de nuevo, lo que ocurre es que nuestro predicador ya no va
provisto de hábito sino de claqueta. Y la evangelización es, por añadidura, no
una misión sino un negocio consistente en decir a cada cual lo que quiere oír.
Teólogo no siempre hábil y maestro en ocasiones de recurso manido, la industria
ha caído algunas veces incluso en la tentación de mostrar directamente a Dios,
cosa que, como veremos, supone un error estratégico.
A lo largo de la historia del arte
no podemos contabilizar una cantidad apreciable de retratos de Dios. No me
refiero a los dioses olímpicos, o a cualquiera que figure en la nómina de los
muchos panteones que la Humanidad ha ido estableciendo por aquí y por allá,
sino al mismísimo Dios Padre todopoderoso y eterno que preside Cielos y Tierra
sobre su trono imperecedero, que premia a los buenos y castiga a los malos, y
que tiene sentados a su derecha e izquierda a tal o cual personaje. Esto se
explica porque el monoteísmo parece un fenómeno bastante restringido y
relativamente reciente, aunque concurren también causas históricas que
finalmente derivan de ciertas consideraciones de orden teológico. Los
iconoclastas bizantinos, por ejemplo, argüían la inconmensurabilidad de la
divinidad con respecto a cualquier patrón humano para condenar como idolatría
el culto a las imágenes. Supongo que argumentos similares han guiado al Islam
por los mismos derroteros. Esta enorme distancia entre dioses y hombres es
primeramente argumento corriente entre los epicúreos, se repetirá después mutatis
mutandis entre varios teólogos cristianos medievales y cristalizará en
época moderna como uno de los pilares teológicos de las distintas confesiones
protestantes.
Dejando de lado el pantocrátor de
las mandorlas bizantinas y de la
escultura ornamental de la Europa medieval (parece que el papel de Dios
omnipotente recae más bien sobre la persona del Padre que sobre la del Hijo,
por mucho que se le represente en majestad), y dejando también de lado las
representaciones pictóricas o escultóricas de la Trinidad, que no es
exactamente lo que ando buscando, yo no
conozco más retrato del Creador que el que le tiende la mano a Adán, junto con
otras dos escenas de los frescos de la Capilla Sixtina. Si me apuran ustedes,
podría traer a la memoria otra obra de Miguel Ángel que me recuerda los
retratos de los frescos. En efecto, si me dijeran que el Moisés representa no
al patriarca sino al mismo Dios, yo lo creería al punto. Considérenlo: la misma
tensión, la misma intensidad mayestática en el gesto, el mismo poder reflejado
en la imponente musculatura del personaje. Moisés aparece sentado en su trono
mirando a un lado como si no quisiera perder detalle del pesaje de las almas,
de la separación de los justos y los inicuos en el día del Juicio. En efecto, como decía Miguel Ángel, no le
falta más que hablar. ¿Pero, qué diría entones? ¿Pronunciaría quizá un fiat iustitia, o más bien un fiat mundus?
Pues resulta que he encontrado otro
retrato de Dios en una de las entregas de “Star trek”, precisamente en la
quinta, que lleva por título “La última frontera”. La nave Enterprise es secuestrada por un personaje que guarda cierto
parecido con el líder de alguna secta de fanáticos religiosos, quien pretende
trasponer con ella la última frontera que le queda a la humanidad: pretende
llegar al centro de la galaxia. La dificultad estriba en que para llegar allá
es preciso atravesar una región en la que la nave trepida mucho (si creen
ustedes que mi resumen es excesivamente simple les sugiero que vean la
película). Está claro que de algún modo había que señalar el linderón que
separa dos regiones del espacio de las que se sugiere que son esencialmente
diferentes. Finalmente, los guionistas han encontrado entre las estrellas un
punto privilegiado en el que abunda la quinta esencia que compone la
quintaesencia de la que están hechos los dioses. Así pues, tras un susto que dura
aproximadamente un par de minutos, los protagonistas aplanetizan en un planeta
de cuyo nombre no sé si no quiero acordarme o si simplemente no se cita, y allí
no encuentran nada salvo una especie de monumento megalítico sumamente tosco.
Por cierto, que nunca he entendido cómo es posible que seres capaces de un
desarrollo tecnológico como el que se nos muestra en las películas se conformen
a menudo con una arquitectura tan arcaizante. Casualidad, también, que de todo
el planeta -que, aunque pequeño, no lo será tanto como para que la suerte les
sonría de tal manera- eligen para aterrizar justamente ese sitio y no otro.
Probablemente siguen un rastro de energía o alguna radiación anómala, o cosa
semejante.
Finalmente, cuando ya comienzan a
creer que el planeta está totalmente abandonado, se les aparece Dios. O, para
ser más exactos, lo que se les aparece es la imagen no materializada en cuerpo
alguno de un varón orondo y poco serio, mofletudo como un ángel de rubios rizos
juguetones y que guarda un asombroso parecido con el Zeus que recibe en el
Olimpo a Jasón, en la película “Jasón y los argonautas” dirigida en 1963 por Don
Chaffey. En este punto, Dios les declara que precisa de su nave para huir de
ese planeta, en el que por lo visto está confinado no de su grado, y que
pretende abandonarles allí para que sepan de primera mano cuáles son los
sufrimientos que él mismo se ha visto forzado a padecer. O algo así.
Es
curioso contemplar cómo en la hora de necesidad se despierta el espíritu teológico
de los legos. Llegados a este punto, el capitán Kirk cae en la cuenta de que un
ser todopoderoso no necesita nada de nadie, con lo que revela su fondo
puritano. En efecto, un católico se habría percatado en primer lugar de que un
ser infinitamente misericordioso sentiría al menos un pequeño remordimiento al
comportarse como un pirata, cosa que no ocurre. Si ha sufrido y necesita algo,
entonces ese demonio, o lo que sea, ni es omnipotente ni es impasible, de donde
se sigue que no es Dios. También se sigue del hecho de que entablan lucha con
él y lo vencen. Bien mirado, a Dios no
puede hallársele en ningún lugar del universo porque su omnipotencia e
impasibilidad son incompatibles con la interdependencia que guardan entre sí
todos los seres físicos. Y Kirk, que, como he dicho, deja aflorar su vena
teológica cuando precisa de ella, encuentra enseguida el único lugar donde
puede uno hallarle. Y, con ello, deja entrever de nuevo el trasfondo
protestante del personaje. Kirk, en efecto, se señala al corazón como quien
insinúa que sólo en la intimidad del sujeto puede éste apercibirse de la
presencia divina, lo que está en consonancia con énfasis, luterano en este caso,
en la religiosidad interior.
Puedo afirmar, por mi parte, que
en el presente no estoy excesivamente apurado y que, en consecuencia, mi
sentido teológico es romo. Por eso no puedo decidir si Kirk considera a Dios
como un mero contenido de conciencia o si piensa que es algo más. En el primer
caso, Dios sólo poseería la existencia de las ideas, de las cuales no puede
decirse que existan fuera del sujeto mientras no se comunican. Pero encuentro
esta existencia virtual poco reconfortante. Por tanto, me veo obligado a
formular la siguiente pregunta: Capitán Kirk, en el sentido vulgar de
“existencia”, ¿existe Dios?