martes, 26 de diciembre de 2017

ANIMALES, DEMASIADO ANIMALES

ANIMALES, DEMASIADO ANIMALES

Nuestro uso del término “revolución” es siempre retrospectivo y lo aplicamos sólo en el caso de que haya tenido éxito. Si fracasa, en el ámbito político podemos hablar de rebelión, de revuelta, motín, asonada, algarada, de disturbios, desórdenes, altercados, alteraciones del orden público, o como nos apetezca calificar el hecho en cuestión. Sólo es revolución la que triunfa, ya que si no lo hace no se revuelve nada, nada se da la vuelta, sólo se agita. En el ámbito científico (por supuesto, no voy a hablar de revolución cultural) ocurre otro tanto. Cuando T.S. Kuhn acuñó el término “revolución científica” lo ilustró, como caso paradigmático, con un ejemplo cuyo desarrollo se había iniciado cuatro siglos antes, con Copérnico, y que no se dio por concluido hasta Newton. Supongo que con el mismo derecho podríamos hablar hoy de otra revolución en la física contemporánea que culminaría con el paradigma relativista y el nacimiento de la física cuántica.
No sé si por la misma aceleración de los tiempos en que vivimos o por el afán de anticipación, de invadir una época que aún no nos corresponde, a que nos induce la morbosa búsqueda de titulares escandalosos que nos domina, lo cierto es que últimamente se ha creado la conciencia -falsa o no- de estar asistiendo a otra revolución. Pero ésta aportaría, como novedad y rasgo característico, el ser enormemente inclusiva. De repente, en un plazo no muy superior a un cuarto de siglo, de la mano de un asombroso desarrollo de las distintas tecnologías, se ha abierto ante nosotros tal cúmulo de expectativas que no acierta uno a destacar de entre la maraña de todas ellas el cabo que nos ayude a presentarlas de un modo adecuado y nos facilite sacudirnos la perplejidad que nos embarga. De un tiempo a esta parte todo parece ocurrir demasiado aprisa. Cada nuevo progreso en medicina, biología o biotecnología, anunciado profusamente a bombo y platillo, es eclipsado enseguida por otro aún más novedoso. Hasta tal punto que sorprende comprobar que todavía hay quien se muere, extravagante estridencia en un mundo que se empeña en ignorar todos los males. Entre las ciencias físicas ocurre algo parecido. No está a mi alcance decidir si se ha producido algún avance teórico que pueda considerarse definitivo, pero cualquiera puede constatar el constante afloramiento de propuestas. Y en el campo experimental, sobre un portentoso fundamento tecnológico, la producción de novedades es casi cotidiana.
Con todo, lo que llama mi atención es el nacimiento de nuevos campos de investigación, a menudo híbridos de disciplinas preexistentes en los que la colaboración multidisciplinar está en el orden del día. Ecología y economía aúnan esfuerzos.  Psicología, antropología y etología conviven en numerosas investigaciones. También medicina regenerativa y cibernética, neurología e informática.  Esto ya no es ciencia ficción, ni fantasías de cyborgs. La colaboración entre genética y paleoantropología está revolucionando el estudio de la evolución, y análisis genéticos de parecida índole zanjan viejos -y abren nuevos- interrogantes en distintas ciencias humanas. La vieja astronomía se desdobla primero en astrofísica y después en la nueva cosmología, y ésta, en grácil bucle, vierte buena parte de sus esfuerzos en la astrobiología.
Cuál sea, finalmente, el alcance de todos estos logros es cosa que sólo nos dirá el tiempo. Y cuáles son las expectativas que abren, es cosa que sólo los especialistas pueden calibrar. El resto de los mortales debemos conformarnos con asistir como espectadores en este proceso y, si podemos, tratar de evitar que los titulares nos confundan demasiado, pues es en la prensa donde los que no tenemos habilidad para bucear demasiado nos informamos habitualmente. Con todo, de vez en cuando aparecen noticias reveladoras no tanto por su contenido sino más bien por el reconocimiento implícito de que, a pesar de que haya muchos caminos trazados, es poco lo que se ha avanzado por ellos.
Hay uno que recientemente, y por varios motivos, me ha llamado la atención. El titular en cuestión encabeza una entrevista al búlgaro Dimitar Sasselov, que es catedrático de astronomía en Harvard, publicada en la sección de Ciencia del ABC el pasado 24 de octubre. “Podríamos encontrar formas de vida fuera de la Tierra y no reconocerlas”, dice destacando una de las respuestas del astrónomo. En realidad, Sasselov se hace eco de un importante problema al que se enfrenta la astrobiología, y es que nuestro conocimiento de las formas de vida es extremadamente doméstico. Sólo conocemos una -la nuestra- basada en la química del carbono y en la información genética contenida en el ADN, y quizá también en el ARN. Sin embargo, el ancho universo es demasiado ancho como para concluir sin más que no hay otra forma posible de vida.
Isaac Asimov, el célebre divulgador, se percataba a principios de los años 70 de este dilema. En el año 1973 publicó una colección de ensayos bajo el título The tragedy of the Moon, traducida al castellano y publicada por Alianza Editorial en 1979 con el mismo título (La tragedia de la Luna). En la sección tercera se ocupa de la química del carbono y trata de aclarar por qué la naturaleza ha elegido este elemento como la base de la vida. Se puede entender que se refiere únicamente a la vida en la Tierra porque, un año antes, había publicado una muy imaginativa novela cuya lectura mi hijo recomienda y que en su versión castellana se tituló Los propios dioses. En ella, entre otras cosas, se describe una forma de vida tan exótica que no hay modo humano de asimilarla a ningún patrón conocido. Y se trata, además, de vida inteligente, de modo que con poco esfuerzo hemos duplicado el problema. Podemos ignorar nuevas formas de vida, y podemos ignorar formas de vida inteligente.
Bien mirado, lo que se nos puede escapar a varios años luz de distancia nos puede pasar desapercibido aquí mismo, en nuestra querida, empequeñecida y sobreexplotada Tierra. Como no me gusta fantasear tanto como le gustaba a mi admirado Asimov, me conformaré con observar que, al menos por lo que se refiere a la inteligencia, todo apunta a que algo se nos ha pasado por alto. En efecto, basta con fijarnos en algunos insectos sociales para atribuirles la misma inteligencia que nos gusta reconocerles a ciertas máquinas. Por otra parte, los etólogos han ido descubriendo en la conducta de algunos animales superiores ciertos atributos que nosotros creíamos exclusivamente humanos. De sobra son conocidos los experimentos con chimpancés y gorilas en los que se les enseñaba el lenguaje gestual de los sordomudos y que arrojaron el sorprendente resultado de que, según comenta Marvin Harris en su célebre manual de antropología general, algunos de ellos llegaron a adquirir vocabularios más extensos de lo que es la norma en los suburbios de nuestras grandes ciudades. Y no sólo eso, sino que, además, daban muestras de manejarlo con alguna capacidad de abstracción y de poseer conciencia de sí mismos. Y cada vez hay más naturalistas que interpretan la conducta de muchos mamíferos en el sentido de constatar sentimientos, capacidad de empatía e incluso una rudimentaria cultura. Pero, después de haber convivido con ellos durante milenios, sólo ahora comenzamos a percatarnos de que se parecen a nosotros más de lo que creíamos y a reconocerles algunos derechos.
En realidad, no se trata de un fenómeno tan novedoso. Desde siempre nos hemos visto reflejados en los animales y hemos fabulado con ellos. Lo que ocurre es que había una clara voluntad de distinguirse aunque no fuese más que por la facultad de extraer alguna moraleja, alguna enseñanza que aplicar en la relación con nuestros semejantes. Bien entendido que nuestros semejantes son aquéllos con los que nos identificamos, los que tenemos cerca, el prójimo. Nos hemos tomado muchas molestias para encontrar, con respecto al resto de los seres que pueblan la Tierra, el hecho diferencial que nos sirva como criterio de demarcación entre unos y otros. Bípedo implume, animal racional, homo sapiens… Tolkien, por ejemplo, quiso que el pueblo de los Elfos se conociese a sí mismo como los Quendi, es decir: el pueblo que habla. Pero esto, que no es más que pura ficción, en el fondo supone el reconocimiento de un hecho que a nuestros ojos nos distingue de manera esencial de los animales y que nos ha permitido vivir en la fantasía de no pertenecer al mundo natural. Puesto que hablamos, somos ángeles. Ángeles que orinan, es cierto, pero en cualquier caso mucho más cerca de los ángeles que cualquier otro animal. Sin embargo, a pesar de que la civilización es un esfuerzo por alejarse de la animalidad, nuestra certidumbre en la legitimidad que nos asiste a la hora de dominar la creación no es demasiado diferente de la certeza con que un depredador se siente con derecho a dar muerte a su presa.  ¿Han tenido ustedes la ocasión de sostener la mirada de una rapaz cuando captura a un ratón? ¿Han visto en ella la mínima sombra de duda acerca de su derecho a matar? Para el águila, la culebra, o el ratón, no son más que un medio de asegurarse la subsistencia, lo mismo que la res para un matarife, lo mismo que el solomillo para el pacífico urbanita que se lo come con cuchillo y tenedor y que no ha visto ni la sangre ni ha sentido los espasmos de su víctima antes de exhalar su último suspiro. De un modo consciente o no, el águila siente la diferencia entre el medio que es su presa, y el fin que es ella misma. De la misma manera, la distinción esencial entre ser animal y ser humano es la posibilidad de nuestra supervivencia tanto individual como específica. En el fondo, somos animales, demasiado animales.
En otro orden de cosas, la misma distinción afecta también a otros grupos humanos, a la horda vecina como a la lejana. Sabido es que los inuit se denominan a sí mismos seres humanos, lo que presupone que a quienes no pertenecen a su comunidad los consideran quizá sólo un poco por encima del estatus de las focas o los renos. ¿Y acaso los godos no se decían “los buenos”, es decir: los nobles? Evidentemente, se trata de idéntica manera de juzgar al extraño. Los griegos antiguos ponían todo su ingenio en distinguirse de los persas, a quienes consideraban súbditos sometidos a un déspota, en tanto que ellos se veían como ciudadanos libres. A los extranjeros, que no conocían su lengua, les llamaban bárbaros, y con los romanos el término comenzó a adquirir un matiz peyorativo. Si Roma es la civilización, entonces el bárbaro es un incivilizado con el que a duras penas puede uno entenderse, por mucho que proceda, quizá, de las inmediaciones de la otra orilla del Rin. El bárbaro no puede optar a la ciudadanía ni a los derechos que ésta confiere.
Hasta no hace mucho, en nuestra etnocéntrica Europa se consideraba a los negros como animales y a los no europeos como individuos de segunda clase. Robinson Crusoe, tras veinte años de soledad en su isla, esclaviza con toda naturalidad a Viernes, el primer hombre con quien puede hablar desde su naufragio, sencillamente porque es un salvaje cuya tribu se dedica a la antropofagia ritual y quién sabe a qué otras prácticas diabólicas o inhumanas. Dos décadas de reflexiones teológicas no le infunden la caridad suficiente para considerarle su igual. En mayor o menor medida, en todas partes el extranjero es un hombre que vive privado de derechos, lo mismo que en todas partes, hablando ya de animales no humanos, se rechaza al congénere que no pertenece a la horda. Hasta no hace mucho, los mocosos de mi pueblo recibían a pedradas a los de los pueblos vecinos, y viceversa.
Así las cosas, no es extraño que los individuos busquen en sus compatriotas -y en sí mismos- el hecho diferencial que les distinga del resto. Y, si no se encuentra fácilmente, los hijos de Eva tenderán a hacer gala de su capacidad inventiva. O a exagerar. Pero el hecho diferencial es el criterio de demarcación, la frontera insalvable que separa a propios y extraños. No se trata de algo que una la nación, sino precisamente de lo que la distingue de las demás naciones. No es un elemento aglutinante sino disgregador, y una vez que hemos aprendido la técnica de identificar uno podemos seguir aplicándola hasta extremos ridículos. Lo hemos hecho en alguna ocasión. Cabe preguntarse si el hecho de buscarlos es ya un síntoma de que no los tenemos a la mano…

En definitiva, parece que nuestra valoración del extraño depende de nuestra capacidad de comprenderlo, y cuanto menor sea ésta menores serán también las fronteras que nos tracemos. En el extremo, serán tan pequeñas y nuestra comprensión del mundo será tan limitada que seremos incapaces de construirnos un mundo que no sea meramente animal. Si nos alienamos del vecino por su religión, por su lengua, por su cultura, por el color de su piel o lo anchas que tenga las narices, nos será imposible culminar el proceso de globalización y nos atascaremos en su peor versión. Pero si alguien pretende llegar a lo universal ignorando alguna de las partes -y suele ser la más cercana- debería caer en la cuenta de que un todo al que le falta un elemento no es un todo y que una vez que hemos aprendido a ejecutar una operación podemos repetirla hasta el infinito. Por eso, volviendo al punto en el que habíamos comenzado, carece completamente de sentido que andemos buscando una comunidad biológica o intelectual en el ancho universo (no puede ser que estemos solos, ¿verdad?) sin haber  construido previamente la doméstica. Para ser capaces de reconocer a sus integrantes, antes deberemos aprender a mirar tan sólo unos milímetros más allá de nuestro propio ombligo.

miércoles, 22 de febrero de 2017

Visitar a mamá

VISITAR A MAMÁ


Hay una frase que, de puro estar en boca de todos, se ha convertido casi en un proverbio. “La historia se repite”, decimos una y otra vez siempre que caemos en la cuenta de algún paralelismo entre nuestra época y las pretéritas. Pero, en realidad, la acumulación de coincidencias se produce al azar y sin respetar el orden en que nos representamos su sucesión. La historia no se repite, simplemente captamos semejanzas, incluso sin poder precisar en qué consisten exactamente hasta que nos decidimos a reflexionar sobre ellas.
Hay una de la que no puedo desembarazarme del todo desde hace un tiempo, y la voy a exorcizar escribiendo sobre ella. Veamos: hace algo más de veinticuatro siglos la intelectualidad griega se percató de que la investigación sobre la naturaleza que hasta entonces había ocupado la mayor parte de la actividad filosófica se estaba agotando sin que se pudiera afirmar que había llegado a dar sus frutos. En gran medida la cuestión era averiguar el origen, el principio a que todo, en definitiva, se reducía; pero cada filósofo desmentía al anterior, proponía el suyo y trataba de reconstruir toda la realidad a partir de él. Esta escandalosa diversidad de opiniones indujo en Gorgias su extremo escepticismo y contribuyó en buena medida al giro antropológico que ejecuta la filosofía a partir de Sócrates y los sofistas. “El hombre es la medida de todas las cosas”, sentenció Protágoras; y su frase marcó tendencia. Quedaba claro que algo se había quebrado, a pesar de que el genio de Aristóteles pudo extraer determinadas consecuencias del aparente caos. En efecto, se hacía evidente que el principio no podía ser una cosa entre las que podemos encontrar en el mundo porque de otro modo algo quedaría sin explicar. Tenía que ser algo cuya verdadera naturaleza permanecía oculta, velada, desconocida. La investigación acerca de la naturaleza continuó, por supuesto, pero de un modo más especializado. El primero de los hijos de la madre Filosofía estaba comenzando a emanciparse.
Pues bien, este fracaso de la cosmología filosófica en tiempo de Sócrates es recurrente desde entonces. La filosofía ha ido pariendo más hijos, y éstos han terminado por marcharse de casa, dejando en el viejo hogar una anciana chocha que vive de los recuerdos y los esplendores del pasado y que se empeña en continuar rumiando frases carentes de sentido. “Sin sentido”, ése es el lema de los positivistas. Primero la astronomía, después la física, las ciencias naturales, la medicina, la psicología, las ciencias del Hombre… todas se han ido por esos mundos y han dejado a su madre en compañía de sus borregos, añorando una fotonovela y contemplando su flor de plástico. No queda sino certificar la muerte de la enferma de alzheimer.
Pero los humanos ávidos de racionalidad no dejan morir a una madre sin conquistar antes una suegra. En los albores de la modernidad decidieron cotejar sus teorías con sus observaciones e inventaron la ciencia. Tuvieron el suficiente tino para no considerar más causas que las naturales y el ingenio suficiente para ir cuantificando sus conceptos, aunque olvidaron consignar de dónde procedían. Querían un saber autónomo, es decir: un saber tal que siempre pudieran dar razón de sus hallazgos. Así pues, para asuntos concernientes a la naturaleza, establecieron como juez último a la experiencia; y para asuntos de otra índole se las apañaron para adquirir certezas indubitables. Lo que ocurrió, no obstante, fue que sus certezas indubitables sustentaban algunos de sus conceptos, de manera que fracasaron en su empeño de someter toda su ciencia a la observación. Al mismo tiempo ocurrió también que algunas de las conclusiones que extrajeron de sus certezas indubitables no lo eran tanto.
Así fue como en su racionalísima y empíricamente demostrable ciencia natural se les colaron nociones tan poco demostrables empíricamente como las de causa y efecto, por citar un ejemplo sonoro; pero también principios como los de conservación, que no son sino exigencias a priori destinadas a que cuadren las cuentas y que dos y dos sigan siendo cuatro. Podemos considerar las leyes de Newton como la expresión cuantitativa de estas nociones aplicadas a la mecánica. Nadie en su sano juicio afirmaría con otro sentido el principio de conservación de la energía, porque nadie puede llevar a cabo ni siquiera una vez el cómputo de toda la energía que hay. Sin embargo, es preciso hacerlo al menos en dos ocasiones. Y en la totalidad del universo, porque, aunque el principio afirma sólo que la energía ha de conservarse en un sistema cerrado, es fuerza conceder que el sistema cerrado más grande que podemos encontrar es el universo entero. En definitiva, hay sistemas cerrados para los que el principio de conservación de la energía es de todo punto inverificable. Baste esta breve y trivial reflexión para percatarse de la naturaleza de tales aseveraciones.
A pesar de todo, como modelo de racionalidad, la ciencia ha triunfado plenamente. Y los motivos que se pueden aducir para explicar el éxito son tan poderosos que muchos los toman por razones. En efecto, en cuatro siglos hemos pasado de vivir en el centro de un universo pequeñito, cerrado y en el que unas esferas cristalinas llenaban todo el espacio, a vivir en otro descomunal, en expansión y básicamente vacío. Entonces nos creíamos en centro, prácticamente la causa final de la creación, y ahora nos sabemos perdidos en el espacio y producto de una feliz, pero azarosa, serie de acontecimientos que se puede repetir en cualquier otro lugar o momento. Y esta nueva concepción está sustentada por una ingente cantidad de observaciones de toda índole. Creo que será difícil encontrar otra época en la que en tan breve plazo se haya revolucionado de tal modo nuestra concepción del cosmos.
Pero el argumento realmente potente en favor de la racionalidad de la ciencia, el más convincente y persuasivo, es el innegable éxito tecnológico que ha generado. Es innegable que nuestra ciencia ha generado un dominio sobre la naturaleza que continúa en progreso acelerado y que ha llegado ya a proporciones astronómicas. Incluso aunque no fuese más que un mito, nuestros actuales temores de un cambio climático irreversible en todo el planeta, nuestros recientes y aún no olvidados temores a una destrucción nuclear, la certeza más que palmaria de que hemos comenzado a contaminar el espacio cercano con un montón de basura  procedente de satélites artificiales, nuestros recelos en la colonización de la Luna o de Marte derivados de la contaminación biológica que pueden ocasionar, aparecen ante nuestros ojos como el imparable triunfo de nuestra tecnología. Está claro que nos creemos capaces de reformar la creación, también de mandarla al carajo, de humanizarla, de dominarla en todo caso.
Pero del mismo modo que nuestra tecnología es un producto de nuestra ciencia, también debemos caer en la cuenta de que nuestra ciencia es, en muy gran medida, un producto tecnológico. Nuestras teorías no sólo muestran una notable coherencia entre ellas, coherencia que las refuerza a todas, no sólo han sido contrastadas experimentalmente en multitud de ocasiones y de mil maneras diferentes, sino que sobre todo, han sido puestas a prueba por la potentísima y omnipresente tecnología que han hecho posible. Nuestros motores funcionan merced a los progresos de la termodinámica, nuestros aviones vuelan gracias a los avances de la aerodinámica, nuestros medios de comunicación funcionan gracias a la electrónica. Si hemos conseguido llegar a la Luna, a Marte y el resto de los planetas, ha sido por el extraordinario refinamiento en los métodos de la mecánica y la dinámica. También, por supuesto, por el desarrollo de los cohetes necesarios; pero ningún sistema de propulsión sirve de nada si no somos capaces de apuntar correctamente y jugar al billar con Júpiter y Saturno para poner una sonda fuera del sistema solar. ¿Acaso no es una prueba de la relatividad general el hecho de que tengamos que ajustar los relojes de nuestros satélites a los efectos gravitatorios para que funcione nuestro sistema de posicionamiento global? A nuestros ojos, el que funcione el GPS es una prueba de la verdad de la ciencia; como lo es también el que yo esté utilizando este ordenador para escribir.
Por otra parte, el propio desarrollo tecnológico está posibilitando una buena cantidad de descubrimientos científicos. La astronomía, la cosmología, la física, las distintas especialidades de la biología, la medicina, incluso las ciencias humanas han hecho depender alguno de sus progresos de la aplicación de tecnologías novedosas. Pensemos, por ejemplo, en los distintos medios de datación o en la secuenciación del genoma. Incluso la arqueología es dependiente de la técnica.
Sin embargo, a pesar de toda esta ingente potencia de prueba, la ciencia no puede evitar caer en algunos de los defectos con los que se certifica la muerte de la filosofía. Y no voy a referirme, por no caer en redundancias y por no meterme en camisas de once varas, al origen de los conceptos. Tampoco al hecho evidente de que ninguna ciencia puede argumentar sobre la filosofía, ni a favor ni en contra, porque -por decirlo así- los contextos intelectuales en que se mueven son demasiado dispares. Lo cierto es que son determinados filósofos quienes han certificado la muerte de la filosofía. O, en todo caso, personas que no siendo filósofos han adoptado temporalmente el oficio. Cosa, por otra parte, a la que todo el mundo tiene derecho con tal de que esté dispuesto a atenerse a razones.
Lo que, por abreviar, llama mi atención es que las ciencias también caen en ese supuesto vicio de la filosofía que consiste en andar revoloteando siempre en torno a una cuestión sin llegar nunca a resolverla. Veinticuatro siglos de actividad filosófica, dicen, no han sido suficientes para alcanzar un acuerdo y fundar un cuerpo de doctrina en el que todos convengan. Ahora, como en tiempos de los presocráticos, los filósofos no se ponen de acuerdo en nada. Pero, si repasamos no más que someramente la historia de las ciencias, nos daremos cuenta de que en muchos casos los científicos no sólo han discrepado notablemente con alguno de sus colegas, sino que también han caído, no sé si insospechadamente, en nociones descartadas en el pasado por obsoletas o incluso por irracionales.
Un estudio siquiera mínimamente pormenorizado de la cuestión escapa a mis posibilidades. Ni a mí me es posible abordarlo, ni es éste lugar para ello. Pero no quisiera terminar sin aducir algunos ejemplos que tengo en mente y que quizá contribuyan a aclarar lo que pretendo exponer. Sin ir más lejos, en la disputa entre geocentristas y heliocentristas durante los siglos XVI y XVII ambos bandos esgrimían argumentos que nada tenían que ver con la ciencia junto con otros más pertinentes, y cabe preguntarse hasta qué punto la decisión final fue influida por consideraciones puramente ideológicas. Es más: ¿cómo explicamos el hecho de que dos teorías tan opuestas puedan ambas aducir apoyo experimental? Lo mismo puede decirse en el caso de la polémica que Newton y Huygens sostuvieron acerca de la naturaleza de la luz. Cuando Newton publicó su teoría de la gravitación universal fue acusado de resucitar las acciones a distancia, que con tanto esfuerzo habían sido desterradas de la filosofía natural un siglo antes. Por no hablar del estado de perplejidad en que se movían los estudiosos de la electricidad y el magnetismo hasta principios del siglo XIX. Parece que el escandaloso desacuerdo entre filósofos se repite también entre los científicos. Y no sólo en la astronomía o la física: también en biología, y en geología, y en todas las ciencias.
Pero la cuestión del acuerdo entre científicos no es en mi opinión la más importante. Al fin y al cabo, algunas disciplinas pueden presumir de haber alcanzado consensos, aunque sean temporales y terminen por caducar. Queda un asunto más sutil y más perentorio que atañe más bien a la interpretación de las teorías. Y es que hay teorías que de puro difíciles de interpretar son prácticamente ininteligibles. Es conocida la anécdota atribuida a Arthur Stanley Eddington: le preguntaron si era cierto, como había comentado Einstein, que sólo tres personas entendían la teoría general de la relatividad, y él respondió preguntando a su vez quién era el tercero. Y parece que era Feynman quien aseguraba que no había modo de entender la mecánica cuántica. Decía que si crees que la entiendes entonces no la entiendes. Pues bien, ambas teorías -la relatividad y la mecánica cuántica- son los pilares de la física contemporánea, y ambas han superado las pruebas experimentales. Sobre todo la mecánica cuántica, que pasa por ser la teoría que mejor concuerda con los datos del laboratorio. Pues resulta que no sólo son ininteligibles, absurdas desde el punto de vista del sentido común, sino que además son mutuamente incompatibles.
Desde luego, en el sentido habitual del verbo “funcionar”, ambas teorías funcionan, son útiles. Con ellas se han formulado predicciones que más tarde han sido comprobadas. Ambas sustentan tecnologías que todavía consideran milagrosas nuestros abuelos. Pero, ¿cuál es su contenido de verdad? ¿Acaso tienen, éstas o cualquier otra teoría científica, algún criterio de verdad que no sea el puro acuerdo con los datos experimentales? ¿Qué relación existe entre los conceptos que nos explica el científico y el mundo real? Perdonen ustedes esta catarata de interrogantes, pero ¿podemos afirmar que la ciencia -en general o particularizando cada una de ellas- es coherente? ¿Hay algún físico relativista, por la pereza de buscar otro ejemplo, que se atreva a aclararnos qué es lo que se deforma cuando nos asegura que la materia deforma el continuo espacio-tiempo? Si es cierto que el experimento de Michelson-Morley demuestra que no hay éter, entonces ¿qué es lo que se deforma?  Parece que la ciencia, en su constante progreso está continuamente resucitando conceptos muertos y enterrados, cuando no cae en arbitrariedades de origen ideológico. Nunca podremos saber lo que corría por la cabeza de Lemaître o de Darwin, pero al primero le podemos acusar de traer a consideración el concepto religioso de creación, y al segundo de haber cedido a determinadas doctrinas de Malthus.

No tengo ningún inconveniente en reconocer que la filosofía, la madre de todas las ciencias, como actividad intelectual, está sumida en una profunda crisis de la que nadie sabe si podrá salir. Entre otras cosas porque también como disciplina académica está en serio peligro. Pero si tenemos que preguntarle a las ciencias, sus hijas, por la verdad que contienen, por su coherencia, por su capacidad de describir el mundo, por su pertinencia -o impertinencia- a la hora de colaborar en la construcción de una imagen del mundo que nos permita llevar una vida razonablemente humana, entonces, hijas pródigas, entonces habrá que visitar de vez en cuando a mamá.