VISITAR A MAMÁ
Hay una frase que, de
puro estar en boca de todos, se ha convertido casi en un proverbio. “La
historia se repite”, decimos una y otra vez siempre que caemos en la cuenta de
algún paralelismo entre nuestra época y las pretéritas. Pero, en realidad, la
acumulación de coincidencias se produce al azar y sin respetar el orden en que
nos representamos su sucesión. La historia no se repite, simplemente captamos
semejanzas, incluso sin poder precisar en qué consisten exactamente hasta que
nos decidimos a reflexionar sobre ellas.
Hay una de la que no
puedo desembarazarme del todo desde hace un tiempo, y la voy a exorcizar
escribiendo sobre ella. Veamos: hace algo más de veinticuatro siglos la
intelectualidad griega se percató de que la investigación sobre la naturaleza
que hasta entonces había ocupado la mayor parte de la actividad filosófica se
estaba agotando sin que se pudiera afirmar que había llegado a dar sus frutos.
En gran medida la cuestión era averiguar el origen, el principio a que todo, en
definitiva, se reducía; pero cada filósofo desmentía al anterior, proponía el
suyo y trataba de reconstruir toda la realidad a partir de él. Esta escandalosa
diversidad de opiniones indujo en Gorgias su extremo escepticismo y contribuyó
en buena medida al giro antropológico que ejecuta la filosofía a partir de
Sócrates y los sofistas. “El hombre es la medida de todas las cosas”, sentenció
Protágoras; y su frase marcó tendencia. Quedaba claro que algo se había
quebrado, a pesar de que el genio de Aristóteles pudo extraer determinadas
consecuencias del aparente caos. En efecto, se hacía evidente que el principio
no podía ser una cosa entre las que podemos encontrar en el mundo porque de
otro modo algo quedaría sin explicar. Tenía que ser algo cuya verdadera
naturaleza permanecía oculta, velada, desconocida. La investigación acerca de
la naturaleza continuó, por supuesto, pero de un modo más especializado. El
primero de los hijos de la madre Filosofía estaba comenzando a emanciparse.
Pues bien, este fracaso
de la cosmología filosófica en tiempo de Sócrates es recurrente desde entonces.
La filosofía ha ido pariendo más hijos, y éstos han terminado por marcharse de
casa, dejando en el viejo hogar una anciana chocha que vive de los recuerdos y
los esplendores del pasado y que se empeña en continuar rumiando frases
carentes de sentido. “Sin sentido”, ése es el lema de los positivistas. Primero
la astronomía, después la física, las ciencias naturales, la medicina, la psicología,
las ciencias del Hombre… todas se han ido por esos mundos y han dejado a su
madre en compañía de sus borregos, añorando una fotonovela y contemplando su
flor de plástico. No queda sino certificar la muerte de la enferma de
alzheimer.
Pero los humanos ávidos
de racionalidad no dejan morir a una madre sin conquistar antes una suegra. En
los albores de la modernidad decidieron cotejar sus teorías con sus
observaciones e inventaron la ciencia. Tuvieron el suficiente tino para no
considerar más causas que las naturales y el ingenio suficiente para ir
cuantificando sus conceptos, aunque olvidaron consignar de dónde procedían.
Querían un saber autónomo, es decir: un saber tal que siempre pudieran dar
razón de sus hallazgos. Así pues, para asuntos concernientes a la naturaleza, establecieron
como juez último a la experiencia; y para asuntos de otra índole se las
apañaron para adquirir certezas indubitables. Lo que ocurrió, no obstante, fue
que sus certezas indubitables sustentaban algunos de sus conceptos, de manera
que fracasaron en su empeño de someter toda su ciencia a la observación. Al
mismo tiempo ocurrió también que algunas de las conclusiones que extrajeron de
sus certezas indubitables no lo eran tanto.
Así fue como en su
racionalísima y empíricamente demostrable ciencia natural se les colaron
nociones tan poco demostrables empíricamente como las de causa y efecto, por
citar un ejemplo sonoro; pero también principios como los de conservación, que
no son sino exigencias a priori
destinadas a que cuadren las cuentas y que dos y dos sigan siendo cuatro. Podemos
considerar las leyes de Newton como la expresión cuantitativa de estas nociones
aplicadas a la mecánica. Nadie en su sano juicio afirmaría con otro sentido el
principio de conservación de la energía, porque nadie puede llevar a cabo ni
siquiera una vez el cómputo de toda la energía que hay. Sin embargo, es preciso
hacerlo al menos en dos ocasiones. Y en la totalidad del universo, porque, aunque
el principio afirma sólo que la energía ha de conservarse en un sistema
cerrado, es fuerza conceder que el sistema cerrado más grande que podemos
encontrar es el universo entero. En definitiva, hay sistemas cerrados para los
que el principio de conservación de la energía es de todo punto inverificable. Baste
esta breve y trivial reflexión para percatarse de la naturaleza de tales
aseveraciones.
A pesar de todo, como
modelo de racionalidad, la ciencia ha triunfado plenamente. Y los motivos que
se pueden aducir para explicar el éxito son tan poderosos que muchos los toman
por razones. En efecto, en cuatro siglos hemos pasado de vivir en el centro de
un universo pequeñito, cerrado y en el que unas esferas cristalinas llenaban
todo el espacio, a vivir en otro descomunal, en expansión y básicamente vacío.
Entonces nos creíamos en centro, prácticamente la causa final de la creación, y
ahora nos sabemos perdidos en el espacio y producto de una feliz, pero azarosa,
serie de acontecimientos que se puede repetir en cualquier otro lugar o
momento. Y esta nueva concepción está sustentada por una ingente cantidad de
observaciones de toda índole. Creo que será difícil encontrar otra época en la
que en tan breve plazo se haya revolucionado de tal modo nuestra concepción del
cosmos.
Pero el argumento
realmente potente en favor de la racionalidad de la ciencia, el más convincente
y persuasivo, es el innegable éxito tecnológico que ha generado. Es innegable
que nuestra ciencia ha generado un dominio sobre la naturaleza que continúa en
progreso acelerado y que ha llegado ya a proporciones astronómicas. Incluso
aunque no fuese más que un mito, nuestros actuales temores de un cambio
climático irreversible en todo el planeta, nuestros recientes y aún no olvidados
temores a una destrucción nuclear, la certeza más que palmaria de que hemos
comenzado a contaminar el espacio cercano con un montón de basura procedente de satélites artificiales,
nuestros recelos en la colonización de la Luna o de Marte derivados de la
contaminación biológica que pueden ocasionar, aparecen ante nuestros ojos como
el imparable triunfo de nuestra tecnología. Está claro que nos creemos capaces
de reformar la creación, también de mandarla al carajo, de humanizarla, de
dominarla en todo caso.
Pero del mismo modo que
nuestra tecnología es un producto de nuestra ciencia, también debemos caer en
la cuenta de que nuestra ciencia es, en muy gran medida, un producto
tecnológico. Nuestras teorías no sólo muestran una notable coherencia entre
ellas, coherencia que las refuerza a todas, no sólo han sido contrastadas
experimentalmente en multitud de ocasiones y de mil maneras diferentes, sino
que sobre todo, han sido puestas a prueba por la potentísima y omnipresente
tecnología que han hecho posible. Nuestros motores funcionan merced a los
progresos de la termodinámica, nuestros aviones vuelan gracias a los avances de
la aerodinámica, nuestros medios de comunicación funcionan gracias a la
electrónica. Si hemos conseguido llegar a la Luna, a Marte y el resto de los
planetas, ha sido por el extraordinario refinamiento en los métodos de la
mecánica y la dinámica. También, por supuesto, por el desarrollo de los cohetes
necesarios; pero ningún sistema de propulsión sirve de nada si no somos capaces
de apuntar correctamente y jugar al billar con Júpiter y Saturno para poner una
sonda fuera del sistema solar. ¿Acaso no es una prueba de la relatividad
general el hecho de que tengamos que ajustar los relojes de nuestros satélites
a los efectos gravitatorios para que funcione nuestro sistema de
posicionamiento global? A nuestros ojos, el que funcione el GPS es una prueba
de la verdad de la ciencia; como lo es también el que yo esté utilizando este
ordenador para escribir.
Por otra parte, el
propio desarrollo tecnológico está posibilitando una buena cantidad de
descubrimientos científicos. La astronomía, la cosmología, la física, las
distintas especialidades de la biología, la medicina, incluso las ciencias
humanas han hecho depender alguno de sus progresos de la aplicación de
tecnologías novedosas. Pensemos, por ejemplo, en los distintos medios de
datación o en la secuenciación del genoma. Incluso la arqueología es
dependiente de la técnica.
Sin embargo, a pesar de
toda esta ingente potencia de prueba, la ciencia no puede evitar caer en
algunos de los defectos con los que se certifica la muerte de la filosofía. Y
no voy a referirme, por no caer en redundancias y por no meterme en camisas de
once varas, al origen de los conceptos. Tampoco al hecho evidente de que
ninguna ciencia puede argumentar sobre la filosofía, ni a favor ni en contra,
porque -por decirlo así- los contextos intelectuales en que se mueven son
demasiado dispares. Lo cierto es que son determinados filósofos quienes han
certificado la muerte de la filosofía. O, en todo caso, personas que no siendo
filósofos han adoptado temporalmente el oficio. Cosa, por otra parte, a la que
todo el mundo tiene derecho con tal de que esté dispuesto a atenerse a razones.
Lo que, por abreviar,
llama mi atención es que las ciencias también caen en ese supuesto vicio de la
filosofía que consiste en andar revoloteando siempre en torno a una cuestión
sin llegar nunca a resolverla. Veinticuatro siglos de actividad filosófica,
dicen, no han sido suficientes para alcanzar un acuerdo y fundar un cuerpo de
doctrina en el que todos convengan. Ahora, como en tiempos de los
presocráticos, los filósofos no se ponen de acuerdo en nada. Pero, si repasamos
no más que someramente la historia de las ciencias, nos daremos cuenta de que
en muchos casos los científicos no sólo han discrepado notablemente con alguno
de sus colegas, sino que también han caído, no sé si insospechadamente, en
nociones descartadas en el pasado por obsoletas o incluso por irracionales.
Un estudio siquiera
mínimamente pormenorizado de la cuestión escapa a mis posibilidades. Ni a mí me
es posible abordarlo, ni es éste lugar para ello. Pero no quisiera terminar sin
aducir algunos ejemplos que tengo en mente y que quizá contribuyan a aclarar lo
que pretendo exponer. Sin ir más lejos, en la disputa entre geocentristas y
heliocentristas durante los siglos XVI y XVII ambos bandos esgrimían argumentos
que nada tenían que ver con la ciencia junto con otros más pertinentes, y cabe
preguntarse hasta qué punto la decisión final fue influida por consideraciones
puramente ideológicas. Es más: ¿cómo explicamos el hecho de que dos teorías tan
opuestas puedan ambas aducir apoyo experimental? Lo mismo puede decirse en el
caso de la polémica que Newton y Huygens sostuvieron acerca de la naturaleza de
la luz. Cuando Newton publicó su teoría de la gravitación universal fue acusado
de resucitar las acciones a distancia, que con tanto esfuerzo habían sido desterradas
de la filosofía natural un siglo antes. Por no hablar del estado de perplejidad
en que se movían los estudiosos de la electricidad y el magnetismo hasta
principios del siglo XIX. Parece que el escandaloso desacuerdo entre filósofos
se repite también entre los científicos. Y no sólo en la astronomía o la
física: también en biología, y en geología, y en todas las ciencias.
Pero la cuestión del
acuerdo entre científicos no es en mi opinión la más importante. Al fin y al
cabo, algunas disciplinas pueden presumir de haber alcanzado consensos, aunque
sean temporales y terminen por caducar. Queda un asunto más sutil y más
perentorio que atañe más bien a la interpretación de las teorías. Y es que hay
teorías que de puro difíciles de interpretar son prácticamente ininteligibles.
Es conocida la anécdota atribuida a Arthur Stanley Eddington: le preguntaron si
era cierto, como había comentado Einstein, que sólo tres personas entendían la
teoría general de la relatividad, y él respondió preguntando a su vez quién era
el tercero. Y parece que era Feynman quien aseguraba que no había modo de
entender la mecánica cuántica. Decía que si crees que la entiendes entonces no
la entiendes. Pues bien, ambas teorías -la relatividad y la mecánica cuántica-
son los pilares de la física contemporánea, y ambas han superado las pruebas
experimentales. Sobre todo la mecánica cuántica, que pasa por ser la teoría que
mejor concuerda con los datos del laboratorio. Pues resulta que no sólo son
ininteligibles, absurdas desde el punto de vista del sentido común, sino que
además son mutuamente incompatibles.
Desde luego, en el
sentido habitual del verbo “funcionar”, ambas teorías funcionan, son útiles.
Con ellas se han formulado predicciones que más tarde han sido comprobadas.
Ambas sustentan tecnologías que todavía consideran milagrosas nuestros abuelos.
Pero, ¿cuál es su contenido de verdad? ¿Acaso tienen, éstas o cualquier otra
teoría científica, algún criterio de verdad que no sea el puro acuerdo con los
datos experimentales? ¿Qué relación existe entre los conceptos que nos explica
el científico y el mundo real? Perdonen ustedes esta catarata de interrogantes,
pero ¿podemos afirmar que la ciencia -en general o particularizando cada una de
ellas- es coherente? ¿Hay algún físico relativista, por la pereza de buscar
otro ejemplo, que se atreva a aclararnos qué es lo que se deforma cuando nos
asegura que la materia deforma el continuo espacio-tiempo? Si es cierto que el
experimento de Michelson-Morley demuestra que no hay éter, entonces ¿qué es lo
que se deforma? Parece que la ciencia,
en su constante progreso está continuamente resucitando conceptos muertos y
enterrados, cuando no cae en arbitrariedades de origen ideológico. Nunca
podremos saber lo que corría por la cabeza de Lemaître o de Darwin, pero al
primero le podemos acusar de traer a consideración el concepto religioso de
creación, y al segundo de haber cedido a determinadas doctrinas de Malthus.
No tengo ningún
inconveniente en reconocer que la filosofía, la madre de todas las ciencias,
como actividad intelectual, está sumida en una profunda crisis de la que nadie
sabe si podrá salir. Entre otras cosas porque también como disciplina académica
está en serio peligro. Pero si tenemos que preguntarle a las ciencias, sus
hijas, por la verdad que contienen, por su coherencia, por su capacidad de
describir el mundo, por su pertinencia -o impertinencia- a la hora de colaborar
en la construcción de una imagen del mundo que nos permita llevar una vida
razonablemente humana, entonces, hijas pródigas, entonces habrá que visitar de
vez en cuando a mamá.