martes, 26 de diciembre de 2017

ANIMALES, DEMASIADO ANIMALES

ANIMALES, DEMASIADO ANIMALES

Nuestro uso del término “revolución” es siempre retrospectivo y lo aplicamos sólo en el caso de que haya tenido éxito. Si fracasa, en el ámbito político podemos hablar de rebelión, de revuelta, motín, asonada, algarada, de disturbios, desórdenes, altercados, alteraciones del orden público, o como nos apetezca calificar el hecho en cuestión. Sólo es revolución la que triunfa, ya que si no lo hace no se revuelve nada, nada se da la vuelta, sólo se agita. En el ámbito científico (por supuesto, no voy a hablar de revolución cultural) ocurre otro tanto. Cuando T.S. Kuhn acuñó el término “revolución científica” lo ilustró, como caso paradigmático, con un ejemplo cuyo desarrollo se había iniciado cuatro siglos antes, con Copérnico, y que no se dio por concluido hasta Newton. Supongo que con el mismo derecho podríamos hablar hoy de otra revolución en la física contemporánea que culminaría con el paradigma relativista y el nacimiento de la física cuántica.
No sé si por la misma aceleración de los tiempos en que vivimos o por el afán de anticipación, de invadir una época que aún no nos corresponde, a que nos induce la morbosa búsqueda de titulares escandalosos que nos domina, lo cierto es que últimamente se ha creado la conciencia -falsa o no- de estar asistiendo a otra revolución. Pero ésta aportaría, como novedad y rasgo característico, el ser enormemente inclusiva. De repente, en un plazo no muy superior a un cuarto de siglo, de la mano de un asombroso desarrollo de las distintas tecnologías, se ha abierto ante nosotros tal cúmulo de expectativas que no acierta uno a destacar de entre la maraña de todas ellas el cabo que nos ayude a presentarlas de un modo adecuado y nos facilite sacudirnos la perplejidad que nos embarga. De un tiempo a esta parte todo parece ocurrir demasiado aprisa. Cada nuevo progreso en medicina, biología o biotecnología, anunciado profusamente a bombo y platillo, es eclipsado enseguida por otro aún más novedoso. Hasta tal punto que sorprende comprobar que todavía hay quien se muere, extravagante estridencia en un mundo que se empeña en ignorar todos los males. Entre las ciencias físicas ocurre algo parecido. No está a mi alcance decidir si se ha producido algún avance teórico que pueda considerarse definitivo, pero cualquiera puede constatar el constante afloramiento de propuestas. Y en el campo experimental, sobre un portentoso fundamento tecnológico, la producción de novedades es casi cotidiana.
Con todo, lo que llama mi atención es el nacimiento de nuevos campos de investigación, a menudo híbridos de disciplinas preexistentes en los que la colaboración multidisciplinar está en el orden del día. Ecología y economía aúnan esfuerzos.  Psicología, antropología y etología conviven en numerosas investigaciones. También medicina regenerativa y cibernética, neurología e informática.  Esto ya no es ciencia ficción, ni fantasías de cyborgs. La colaboración entre genética y paleoantropología está revolucionando el estudio de la evolución, y análisis genéticos de parecida índole zanjan viejos -y abren nuevos- interrogantes en distintas ciencias humanas. La vieja astronomía se desdobla primero en astrofísica y después en la nueva cosmología, y ésta, en grácil bucle, vierte buena parte de sus esfuerzos en la astrobiología.
Cuál sea, finalmente, el alcance de todos estos logros es cosa que sólo nos dirá el tiempo. Y cuáles son las expectativas que abren, es cosa que sólo los especialistas pueden calibrar. El resto de los mortales debemos conformarnos con asistir como espectadores en este proceso y, si podemos, tratar de evitar que los titulares nos confundan demasiado, pues es en la prensa donde los que no tenemos habilidad para bucear demasiado nos informamos habitualmente. Con todo, de vez en cuando aparecen noticias reveladoras no tanto por su contenido sino más bien por el reconocimiento implícito de que, a pesar de que haya muchos caminos trazados, es poco lo que se ha avanzado por ellos.
Hay uno que recientemente, y por varios motivos, me ha llamado la atención. El titular en cuestión encabeza una entrevista al búlgaro Dimitar Sasselov, que es catedrático de astronomía en Harvard, publicada en la sección de Ciencia del ABC el pasado 24 de octubre. “Podríamos encontrar formas de vida fuera de la Tierra y no reconocerlas”, dice destacando una de las respuestas del astrónomo. En realidad, Sasselov se hace eco de un importante problema al que se enfrenta la astrobiología, y es que nuestro conocimiento de las formas de vida es extremadamente doméstico. Sólo conocemos una -la nuestra- basada en la química del carbono y en la información genética contenida en el ADN, y quizá también en el ARN. Sin embargo, el ancho universo es demasiado ancho como para concluir sin más que no hay otra forma posible de vida.
Isaac Asimov, el célebre divulgador, se percataba a principios de los años 70 de este dilema. En el año 1973 publicó una colección de ensayos bajo el título The tragedy of the Moon, traducida al castellano y publicada por Alianza Editorial en 1979 con el mismo título (La tragedia de la Luna). En la sección tercera se ocupa de la química del carbono y trata de aclarar por qué la naturaleza ha elegido este elemento como la base de la vida. Se puede entender que se refiere únicamente a la vida en la Tierra porque, un año antes, había publicado una muy imaginativa novela cuya lectura mi hijo recomienda y que en su versión castellana se tituló Los propios dioses. En ella, entre otras cosas, se describe una forma de vida tan exótica que no hay modo humano de asimilarla a ningún patrón conocido. Y se trata, además, de vida inteligente, de modo que con poco esfuerzo hemos duplicado el problema. Podemos ignorar nuevas formas de vida, y podemos ignorar formas de vida inteligente.
Bien mirado, lo que se nos puede escapar a varios años luz de distancia nos puede pasar desapercibido aquí mismo, en nuestra querida, empequeñecida y sobreexplotada Tierra. Como no me gusta fantasear tanto como le gustaba a mi admirado Asimov, me conformaré con observar que, al menos por lo que se refiere a la inteligencia, todo apunta a que algo se nos ha pasado por alto. En efecto, basta con fijarnos en algunos insectos sociales para atribuirles la misma inteligencia que nos gusta reconocerles a ciertas máquinas. Por otra parte, los etólogos han ido descubriendo en la conducta de algunos animales superiores ciertos atributos que nosotros creíamos exclusivamente humanos. De sobra son conocidos los experimentos con chimpancés y gorilas en los que se les enseñaba el lenguaje gestual de los sordomudos y que arrojaron el sorprendente resultado de que, según comenta Marvin Harris en su célebre manual de antropología general, algunos de ellos llegaron a adquirir vocabularios más extensos de lo que es la norma en los suburbios de nuestras grandes ciudades. Y no sólo eso, sino que, además, daban muestras de manejarlo con alguna capacidad de abstracción y de poseer conciencia de sí mismos. Y cada vez hay más naturalistas que interpretan la conducta de muchos mamíferos en el sentido de constatar sentimientos, capacidad de empatía e incluso una rudimentaria cultura. Pero, después de haber convivido con ellos durante milenios, sólo ahora comenzamos a percatarnos de que se parecen a nosotros más de lo que creíamos y a reconocerles algunos derechos.
En realidad, no se trata de un fenómeno tan novedoso. Desde siempre nos hemos visto reflejados en los animales y hemos fabulado con ellos. Lo que ocurre es que había una clara voluntad de distinguirse aunque no fuese más que por la facultad de extraer alguna moraleja, alguna enseñanza que aplicar en la relación con nuestros semejantes. Bien entendido que nuestros semejantes son aquéllos con los que nos identificamos, los que tenemos cerca, el prójimo. Nos hemos tomado muchas molestias para encontrar, con respecto al resto de los seres que pueblan la Tierra, el hecho diferencial que nos sirva como criterio de demarcación entre unos y otros. Bípedo implume, animal racional, homo sapiens… Tolkien, por ejemplo, quiso que el pueblo de los Elfos se conociese a sí mismo como los Quendi, es decir: el pueblo que habla. Pero esto, que no es más que pura ficción, en el fondo supone el reconocimiento de un hecho que a nuestros ojos nos distingue de manera esencial de los animales y que nos ha permitido vivir en la fantasía de no pertenecer al mundo natural. Puesto que hablamos, somos ángeles. Ángeles que orinan, es cierto, pero en cualquier caso mucho más cerca de los ángeles que cualquier otro animal. Sin embargo, a pesar de que la civilización es un esfuerzo por alejarse de la animalidad, nuestra certidumbre en la legitimidad que nos asiste a la hora de dominar la creación no es demasiado diferente de la certeza con que un depredador se siente con derecho a dar muerte a su presa.  ¿Han tenido ustedes la ocasión de sostener la mirada de una rapaz cuando captura a un ratón? ¿Han visto en ella la mínima sombra de duda acerca de su derecho a matar? Para el águila, la culebra, o el ratón, no son más que un medio de asegurarse la subsistencia, lo mismo que la res para un matarife, lo mismo que el solomillo para el pacífico urbanita que se lo come con cuchillo y tenedor y que no ha visto ni la sangre ni ha sentido los espasmos de su víctima antes de exhalar su último suspiro. De un modo consciente o no, el águila siente la diferencia entre el medio que es su presa, y el fin que es ella misma. De la misma manera, la distinción esencial entre ser animal y ser humano es la posibilidad de nuestra supervivencia tanto individual como específica. En el fondo, somos animales, demasiado animales.
En otro orden de cosas, la misma distinción afecta también a otros grupos humanos, a la horda vecina como a la lejana. Sabido es que los inuit se denominan a sí mismos seres humanos, lo que presupone que a quienes no pertenecen a su comunidad los consideran quizá sólo un poco por encima del estatus de las focas o los renos. ¿Y acaso los godos no se decían “los buenos”, es decir: los nobles? Evidentemente, se trata de idéntica manera de juzgar al extraño. Los griegos antiguos ponían todo su ingenio en distinguirse de los persas, a quienes consideraban súbditos sometidos a un déspota, en tanto que ellos se veían como ciudadanos libres. A los extranjeros, que no conocían su lengua, les llamaban bárbaros, y con los romanos el término comenzó a adquirir un matiz peyorativo. Si Roma es la civilización, entonces el bárbaro es un incivilizado con el que a duras penas puede uno entenderse, por mucho que proceda, quizá, de las inmediaciones de la otra orilla del Rin. El bárbaro no puede optar a la ciudadanía ni a los derechos que ésta confiere.
Hasta no hace mucho, en nuestra etnocéntrica Europa se consideraba a los negros como animales y a los no europeos como individuos de segunda clase. Robinson Crusoe, tras veinte años de soledad en su isla, esclaviza con toda naturalidad a Viernes, el primer hombre con quien puede hablar desde su naufragio, sencillamente porque es un salvaje cuya tribu se dedica a la antropofagia ritual y quién sabe a qué otras prácticas diabólicas o inhumanas. Dos décadas de reflexiones teológicas no le infunden la caridad suficiente para considerarle su igual. En mayor o menor medida, en todas partes el extranjero es un hombre que vive privado de derechos, lo mismo que en todas partes, hablando ya de animales no humanos, se rechaza al congénere que no pertenece a la horda. Hasta no hace mucho, los mocosos de mi pueblo recibían a pedradas a los de los pueblos vecinos, y viceversa.
Así las cosas, no es extraño que los individuos busquen en sus compatriotas -y en sí mismos- el hecho diferencial que les distinga del resto. Y, si no se encuentra fácilmente, los hijos de Eva tenderán a hacer gala de su capacidad inventiva. O a exagerar. Pero el hecho diferencial es el criterio de demarcación, la frontera insalvable que separa a propios y extraños. No se trata de algo que una la nación, sino precisamente de lo que la distingue de las demás naciones. No es un elemento aglutinante sino disgregador, y una vez que hemos aprendido la técnica de identificar uno podemos seguir aplicándola hasta extremos ridículos. Lo hemos hecho en alguna ocasión. Cabe preguntarse si el hecho de buscarlos es ya un síntoma de que no los tenemos a la mano…

En definitiva, parece que nuestra valoración del extraño depende de nuestra capacidad de comprenderlo, y cuanto menor sea ésta menores serán también las fronteras que nos tracemos. En el extremo, serán tan pequeñas y nuestra comprensión del mundo será tan limitada que seremos incapaces de construirnos un mundo que no sea meramente animal. Si nos alienamos del vecino por su religión, por su lengua, por su cultura, por el color de su piel o lo anchas que tenga las narices, nos será imposible culminar el proceso de globalización y nos atascaremos en su peor versión. Pero si alguien pretende llegar a lo universal ignorando alguna de las partes -y suele ser la más cercana- debería caer en la cuenta de que un todo al que le falta un elemento no es un todo y que una vez que hemos aprendido a ejecutar una operación podemos repetirla hasta el infinito. Por eso, volviendo al punto en el que habíamos comenzado, carece completamente de sentido que andemos buscando una comunidad biológica o intelectual en el ancho universo (no puede ser que estemos solos, ¿verdad?) sin haber  construido previamente la doméstica. Para ser capaces de reconocer a sus integrantes, antes deberemos aprender a mirar tan sólo unos milímetros más allá de nuestro propio ombligo.